El pastor y el rebaño de nieve

​El pastor y el rebaño de nieve​ de Abraham Valdelomar


I


Era el reinado de Túpac Inca Yupanqui. Ritti-Kimiy, hermano del Inca, era uno de sus favoritos. Usaba flechas y armas iguales a las suyas y departía por las tardes con su noble hermano. Eran todos felices en el reino. Pacric había hecho conquistas para el Inca, había cogido animales rarísimos para sus salones y piedras preciosas para su llauto. Una tarde, los dos nobles hermanos miraban descender el Sol sobre la mar lejana, desde la terraza del palacio real. El cielo se vestía de un color rojo encendido que ardía sobre el mar.

Miraban atentamente cómo se hundía el Sol sin ocultarse tras de las nubes, lo cual era un feliz presagio para el Inca. Ya iba a ocultarse el astro. Una nubecilla dorada se acercó demasiado. El Inca palideció. Ahora se alejaba, y los nobles observaban presas de una excitación intensa y febril. Ya faltaban minutos, segundos, ahora...

–¡Por fin!

–¡La felicidad te espera!

–Contento y feliz estoy. Pídeme ahora lo que quieras y hoy te lo concederé...

–¿Me concederás, señor y hermano, lo que te pida hoy?...

–¡Te lo concederé! ¡Habla!

–Quiero ver a las vírgenes del Sol...

El Inca palideció. Aquello era una audacia sin límites. No había precedente de pedido semejante y al que se hubiera atrevido a formularlo lo habría hecho ahorcar en la plaza pública.

–No me has pedido riqueza, ni castillos, ni estados, ni haciendas, ni honores. No te has detenido a pedir un rebaño de oro ni una mujer de mis salas, ni uno de mis esclavos. ¿Por qué me pides aquello que nadie ha pedido nunca? ¿Por qué quieren ver tus ojos lo que no vieron jamás los humanos ojos? Pídeme lo que quieras. Tuyas son mis riquezas, mis esclavos, mis concubinas, mis armas y mis trajes, mis ovejas y mis rebaños. Pero no pidas, noble hermano, lo que no te he de conceder.

–Hijo del Sol, tú me lo has prometido. Tú no negarás que me prometiste lo que quisiera. Puedes negarte a cumplir y hacer que me ahorquen en tu presencia, pero si los hombres engañan, no se engañan los dioses. Tú no querrás engañar a los dioses. Tú cumplirás tus palabras. Tú me lo has prometido, Hijo del Sol.

El Inca se sintió vencido. Ensombrecióse su rostro y dijo mirando fijamente en el suelo:

–¡Sea!


II


Eran las cuatro, y el noble entró: no debía hablar a las escogidas, pero podía visitar todos los recintos y ver a todas las vírgenes. Sus ojos se encantaron. Se miraron y comulgaron bajo la misma idea.

El Inca lo hizo pastor de los rebaños del Sol y tomó a la virgen por esposa.

–¿De dónde vienes?

–De la Ciudad Sagrada.

–¿Conoces al noble Rama, hermano del Inca?

–Hace muchos años que cuida, lejos de la ciudad, los rebaños del Sol.

–¿Qué hay en el reino?

–Hay fiesta. El Inca ha tomado por esposa a Yipay, virgen del Sol.

Siguió su camino. Se encontró con un correo.

–¿De dónde vienes?

–De la Ciudad del Oro.

–¿Qué hay en la Ciudad?

–Hay fiestas. El Inca toma hoy una nueva mujer...

Siguió adelante todavía. Se encontró con un anciano.

–¿De dónde vienes?

–De la Ciudad del Inca.

–¿Qué hay en la ciudad?

–Se desposa una virgen del Sol.

Entonces, el alma despedazada, el dolor en los ojos, temblorosas las manos, tornó a la loma sin llegar a la Ciudad. Al regresar, tropieza con una comitiva.

–¿Dónde vais?...

–Vamos al Cuzco: se casa la virgen del Sol. Estos son los presentes del Curacazgo...

Entonces se fue al cerro y tornóse siniestro. Llegó a su terrado y guió sus sagrados rebaños hacia la nieve de las montañas lejanas. Ascendía, ascendía. Los corderos agrupábanse, mansos y blancos, y subían silenciosamente, mansamente, insensiblemente; cubrían la loma, llegaban a la cúspide, descendían y subían otro cerro más alto. Un día, dos días. Por fin, llegaron a un nevado virgen. Ya él tenía las manos heladas, la lengua endurecida. El frío le entraba en los huesos, además no se había alimentado. El Sol hería de lleno y reverberaba.

Entonces cogió un cordero, para cometer el horrible crimen de degollarlo y vengarse del Inca, su hermano y rival. Quería manchar con sangre roja las nieves perpetuas. El Sol se apercibió de su intento y cuando, en la cúspide, en medio del rebaño sagrado, se preparaba el sacrificio, el Sol se ocultó rápidamente, una tempestad se desencadenó y cayó nieve, nieve, nieve blanca. Cuando volvió a salir el Sol, estaban convertidos en nieve el pastor y su rebaño.

Él amaba tanto y tan puramente a la virgen, que el Sol no pudo vencer su amor y su dolor, y, cuando sale, contra su voluntad, sus rayos derriten siempre un poco de la estatua de nieve, y el agua corre desde la cabeza del enamorado y va luego al cauce, después al arroyo, al riachuelo, después al río y luego al mar y se difunde por el mundo: son las lágrimas que llora el enamorado. Y llora siempre que sale el Sol. Cuando subas al cerro y veas la nieve de cerca sobre la cúspide, encontrarás el rebaño blanco convertido en nieve, y, en el centro, el pobre pastor. Aquel amante no ha vuelto al mundo y llorará eternamente, mientras haya nieve, mientras haya montañas, mientras salga el Sol y haga correr sus lágrimas.