El paso de armas de Beltrán de la Cueva
— I —
¡Espléndida cabalgata!
¡Caballeresco tropel!
La Reina viene montada,
y el Rey, la brida dorada
asiendo de su corcel.
Vienen siguiendo sus huellas
las cortesanas más bellas,
y a su vez los caballeros
sirven de palafreneros
a los palafrenes de ellas.
Detrás las literas vienen
sobre esclavos orientales;
los pajes detrás se tienen,
y el orden, al fin, mantienen
mil arcabuceros Reales.
Todo es luego en derredor
y detrás, pueblo y tumulto;
en el centro va el valor,
y en la fiesta, mal oculto,
el orgullo y el amor.
Al valor pruebas lo dan
las cotas hechas pedazos;
orgullosos todos van,
y el amor probando están
las empresas y los lazos.
Ondulan los martinetes
asidos a las cimeras
de los ufanos jinetes,
y usurpan tocas ligeras
el lugar de los almetes.
Y en vez de ferradas golas
y de rojas banderolas,
flotan en suelto equipaje
los velos blancos de encaje
de las damas españolas.
Y de las sillas de guerra
forradas de limpio acero,
hasta tocar con la tierra,
cuelga, el que de amor encierra
misterios, cendal ligero.
No aprisionan los corceles
guanteletes ni escarcelas,
sí terciopelos y pieles,
y ellos van libres y fieles
sin temor a las espuelas.
Solamente mas severos,
aunque no siendo mejores,
tras el Rey van altaneros,
pacíficos caballeros,
los nobles embajadores.
Y a sus personas prestando
las atenciones Reales,
en rico y vistoso bando,
sobre mulas van pasando
obispos y cardenales.
Todo es lujo y altivez,
todo es oro cuanto brilla,
y osténtanse allí a la vez
los hidalgos de más prez
de León y de Castilla.
Todas las mejores lanzas
de ambos reinos acudieron,
y descuidando sus danzas,
osados en esperanzas,
diz que hasta moros vinieron.
Que, para ostentar valor,
cualesquiera liza es buena;
y el moro batallador
sabe siempre que es mejor
lidiar en cristiana arena.
Allí en los andamios miran
sin máscaras las hermosas;
sus alientos se respiran,
y a sus miradas aspiran
las hazañas generosas.
Por eso vienen ligeros
sobre sus negros corceles
diez árabes caballeros,
silenciosos y severos,
envueltos en alquiceles.
Su mirar rápido, incierto,
la negra barba crecida,
el corcel, de oro cubierto,
todo muestra la atrevida
generación del desierto.
Y aunque cuanto audaz, cortés,
culta en usos y lenguaje,
siempre se alcanza a través
de su magnífico arnés
algo de origen salvaje.
Llegaron ante la valla
Rey, pueblo y embajadores,
y al son del clarín que estalla,
van a ofrecer la batalla
al Rey los mantenedores.
Llegó a sus pies don Beltrán,
y díjole audaz: «Señor,
aquí mis nobles están,
que sus lanzas medirán
con vuestra lanza mejor.
»Y pues por encarecellos
vuestra Real esplendidez,
fiestas quiso concedellos,
para no ser menos que ellos,
he aquí campo a nuestra vez.
»Como tan buenos vasallos,
de las damas requerimos
las bridas de los caballos;
y pues a aquesto venimos,
o combatir o soltallos.»
Y echando el guante en la arena,
brida volviendo a su gente,
el campo en torno resuena
con largo aplauso, que llena
cuanto el sol resplandeciente.
Aceptó el Rey; y los vientos,
rasgando los atabales,
fueron ocupando atentos,
la multitud sus asientos,
y los Reyes sus sitiales.
Puestos los embajadores
a un lado, y a otro los jueces,
al son de los atambores,
a los nuevos lidiadores
requirieron por tres veces.
Lanzáronse hacia la liza
hasta cuarenta jinetes,
y en su línea movediza
el aura estremece y riza,
crestones y martinetes.
Tascan espumoso el freno
impacientes los bridones,
henchir queriendo su seno
con los belicosos sones
de que el aire tragan lleno.
Entonces, desde una tienda
de los que el campo mantienen,
al lugar de la contienda
un caballo por la rienda
dos pajes bajando vienen.
Por si quisiera lidiar,
al Rey le ofrecen corteses;
advirtiéndole a la par,
que mejor no le ha de hallar
ni con mejores arneses,
Partieron los lidiadores
el sol de la liza igual,
y al son de los atambores,
retados y retadores
aguardaron la señal.
— II —
Con la visera calada
y los lanzones en ristre,
los broqueles ante el pecho,
sobre los estribos firmes,
cerráronse a toda brida
los lidiadores insignes,
los unos contra los otros,
a la voz de los clarines.
Todo fue polvo un instante;
no se oye ni se distingue
más que el son que los aceros
en fiero compás despiden.
En honda y ansiosa duda,
en angustia indefinible,
almas con ojos esperan
a que el polvo se disipe.
Es en vano que las damas
al turbio palenque miren;
todo entre el espeso polvo
está en el campo invisible.
En vano sobre su escario
se levanta don Enrique;
el polvo oculta a sus ojos
los que vencen o se rinden.
Se oye que abajo en la liza
la recia contienda sigue,
porque los gritos no cesan
y los golpes se perciben.
Unos gritan: «¡Flandes! ¡Nadie!
«¡Al Rey, al Rey!», otros dicen;
y las lanzadas se doblan
Y los tajos se repiten.
Ayes, lamentos, insultos,
maldiciones, lelilíes,
relinchos y cuchilladas,
todo a un tiempo se concibe;
todo en tumulto espantable,
todo en confusión horrible.
Todos los gritos se mezclan,
y a gran pena se distinguen
los de: «¡Cierra!» «¡Hiere!» «¡A ellos!»
«¡Alá!» «¡Flandes!» «¡Don Enrique!»;
creyéndose al mismo tiempo,
por los «cierra» y los lelíes,
que flamencos y cristianos
contra sarracenos riñen.
Rodó al fin el polvo denso
con las ráfagas sutiles,
descubriendo la vergüenza
de los que la arena miden.
Pocos pudieron bizarros,
al encuentro resistirse;
su mismo impulso fue causa
del azar que les aflige.
Quedaron de entrambas partes
tan sólo trece que lidien,
son los seis mantenedores,
los otros siete del Príncipe.
De ellos hasta tres son moros
que a los del Rey bien asisten,
con los alfanjes sangrientos
y los palafrenes libres.
Donde una espada se rompe,
donde un yelmo se divide,
doquier que un palmo se pierde
o un caballo se reprime,
allí la lanza de un moro,
allí un alfanje invisible,
hiere, acosa, rompe, vence,
antes que se lo adivine.
Algunos de entrambos bandos
que levantarse consiguen,
con los pomos y los puños
en el combate persisten.
Dan, oían, avanzan, vuelven,
y ligeros como tigres,
soltando el inútil hierro,
con los brazos se reciben.
Se abrazan y se sacuden,
y se cruzan y se oprimen,
quedando un momento inmobles
en duda de si respiren.
Y al fin de afanosa lucha,
sin vencer y sin rendirse,
ruedan abrazados ambos,
y cuartel ninguno pide.
Perdidos entre el tumulto,
tal vez aún se distinguen
sus desperados esfuerzos,
sus convulsiones horribles,
hasta que el tropel sangriento
de los jinetes que viven,
los envuelve enteramente,
los separa o los persigue.
Tocó el sol en Occidente;
y a la voz de don Enrique,
pajes entran en la liza,
que los heridos retiren.
Despejado un poco el campo,
la liza de estorbos libre,
quedaron lidiando siete,
sobre los estribos firmes,
don Beltran con el de Flandes
y un flamenco que le sigue,
con un hacha a cuyos filos
mal los broqueles resisten.
Lidian por el Rey valientes,
los ventajados en lides,
el Marqués de Santillaua,
que negra armadura viste;
don Juan Pacheco, que el mando
lleva a medias con el Príncipe,
y el buen Conde de Trevifio,
del solar de los Manriques.
Con ellos guerrea un moro,
de cuya opulenta estirpe
dan testimonio y no escaso
el negro corcel que rige,
el corvo alfanje que empuña
y el arnés con que se ciñe.
Mas todo está deslucido,
sin que oro ni acero brillen,
que todo en polvo y en sangre
a puro lidiar se tiñe
Don Beltrán, rota una brida,
con esfuerzos increibles,
contra el moro y Santillana
ve su salvación difícil.
Las damas le vitorean
mostrando bien cuánto es triste
que caballero tan bravo
con tal desventaja lidie.
Los jueces están inquietos,
e indeciso don Enrique,
duda si el bastón de mando
a tiempo en la arena tire.
Mas antes que esto suceda,
se oyó pujante y terrible
el grito con que el flamenco,
«¡Flandes y Nadie!» repite.
Y revolviendo el caballo,
con ímpetu se dirige
hacia el noble Santillana,
que el campo a su empuje mide.
Entonces, al de Treviño
volviendo, «¡Aquí Flandes!», dice;
y alzándose en los estribos,
de entrambas manos se sirve.
Cayó del caballo el Conde;
y volviendo el que le rindo
al soldado que le ayuda,
le manda que se retire.
Quedaron, pues, dos a dos,
cuatro valientes que piden
una corona los cuatro,
para los cuatro difícil.
Y bien merecen que en ellos
su honor sus partidos cifren,
porque no hay mejores brazos
para que le depositen.
Pacheco y Beltrán cayeron;
Pacheco, asido a las crines,
debajo está del caballo,
incapaz de desasirse.
Vino don Beltrán sobre él;
mas los jueces que presiden,
dan por vencido a Pacheco,
y escuderos le permiten.
Mientras, agotando esfuerzos
que parecen imposibles,
el árabe y el de Flandes
la lucha tenaces siguen.
Grita el flamenco: «¡Aquí Flandes!»,
y el árabe, a cada quite
entra y sale huyendo y dando,
siempre en dada y siempre libre.
En vano el flamenco acude
a cuanta fuerza le asiste;
el moro hace que el caballo
pase, cruce, salte y gire.
Mas cansada su fortuna,
a tiempo que ambos se embisten,
al dar una huída el moro,
hace que el caballo pise,
tan en vago, que aunque diestro
le levanta y le reprime,
dobló las manos en tierra,
tocándola con las crines.
Esto que viera el flamenco,
con empuje irresistible
para adelante se viene
sin que el moro alcance a herirle.
Cayó el de Flandes encima,
y aunque el caballo le oprime,
asió con tal fuerza al moro,
que le acogota y le rinde.
Tiró su bastón el Rey,
y al son de los añafiles
mandó que por los del campo
la victoria se publique.
— III —
Mientras a los pies del Rey
de hinojos Beltrán se pone,
y el Rey le tiende la mano
porque con ella se honre,
a las puertas de la liza
la multitud agolpóse,
para ver la cabalgada
cuando a palacio se torne.
Bajaron de sus andamios
el Rey, la Reina y la Corte,
damas, caballeros, pajes,
obispos y embajadores.
De manos de los donceles
recibiendo los bridones,
conducir de allí a las damas
como enantes se proponen.
Asidos brida y estribo
porque más fáciles monten,
por las hermosas esperan
los caballeros mejores.
Púsose el primero el Rey,
y ya cortés se dispone
a dar la mano a la Reina,
cuando con audacia un hombre,
cejar haciendo al caballo,
sin respeto se la coge.
«¿Quién se atreve?…», dijo el Rey;
y en el rostro los colores
tornando el gesto alterado,
delante su vista hallóse,
la brida asiendo, al flamenco,
que así osado le responde:
«Si pasáis sin combatir,
será sin guante ni estoque,
que he lidiado en el palenque
bajo de estas condiciones.»
El rey Enrique, indeciso,
de arriba abajo miróle,
dudando si por quien sea
se lo tolere o se enoje;
pero por más que a sus solas
su pensamiento recorre,
como él su rostro recata,
no sabe si le conoce.
Al fin, fingiendo respetos
por sus derechos, cedióle,
ya su razón otorgando,
ya por secretas razones.
Tendióle la mano y dijo:
«¡Loor a los vencedores!
Tomad lo que habéis ganado,
que en efecto anduve torpe.
¿Quién sois?»
—Nadie. Esa es mi empresa
—¿Es vuestra cifra?
—Es mi nombre.
—Sois valiente, y no os atañe,
por vida mía, ese mote.
—Ya dije que es nombre propio,
y no le merezco noble.
—¿Cómo, pues?
—Porque he vendido
mi honra y mi nobleza a un hombre.
Tornóle a mirar el Rey,
y tras cortas reflexiones,
con sonrisa ambigua dijo:
«Id adelante»; y siguióle.