El pasaporte amarillo: 02
Capítulo II
Terminadas las vacaciones, regresó Débora a la población universitaria donde fijara su residencia estudiantil.
Vivía en uno de los barrios extremos. Allí alquiló un pisito, amueblado con gran modestia.
Componíase de tres habitaciones. La más grande, es decir, la menos pequeña, servía de sala para recibir, de comedor y estudio. Junto a ella estaba la cocina, dedicada por Débora, que comía fuera de casa, en un económico fondín, a cuarto de aseo: un tocadorcito, un baño y el limpio chorrear de una fuente justificaban el nuevo destino de la pieza.
La alcoba era un primor con sus blancos y replanchados lienzos, con su cama, de exiguas proporciones, justamente capaz al solo reposo de un cuerpo. Siempre se veía algún libro sobre la mesita de noche.
En una arquilla, próxima a la ventana, guardaba sus papeles la joven. Entre éstos amarilleaba la cédula afrentosa. Cuando ponla en ella los ojos o, sin querer, la rozaban sus dedos, contraíase angustiosamente el rostro de Débora. Las ocasiones en que era forzada a presentarse en la Comisaria, para visar su pasaporte, le significaban un martirio.
Y gracias a tocarle en suerte, durante el primer curso, un funcionario bondadoso y discreto, se libró en tales visitas de interrogaciones vergonzosas; pero no evitaba las sonrisas mortificantes, los cuchicheos despectivos, las miradas lúbricas y el torpe requebrar de los empleados inferiores.
Débora vivía a lo estudiante, como casi todas sus compañeras. Iba por la mañana a la Universidad, donde tomaba apuntes, oyendo las explicaciones del profesor; paseando con sus amigas, aguardaba la hora de comer, y, luego de hacerlo, se metía en su casa para repasar las lecciones o para escribir a su familia, labor grata, cumplida por la joven sin pérdida alguna de correo.
Los domingos abrían en esta existencia monótona un alegre paréntesis.
Hacia excursiones al campo, acompañada de estudiantes, hembras y varones, cuando era el tiempo bonancible; cuando no, distraía sus horas en cualquier teatro o espectáculo honesto.
-Nunca faltaba a tales excursiones o divertimientos Miguel, y eso que no era él estudiante, sino tenedor de libros en un afamado comercio.
Conociéronse Miguel y Débora en la fonda donde ella se abonara a comer. Parroquiano más viejo el tenedor de libros, tenía costumbre de asentar en una mesa próxima al mostrador; escogió Débora la inmediata, que, por hallarse cerca de una puertecilla contigua al portal, permitía a la joven entrar por él directamente, a salvo de curioseos importunos.
Pronto se establecieron entre la estudiante y el empleado relaciones corteses de amistad. Era Miguel servicial y simpático; a más de ello, respetuoso. El comedimiento con que saludó los primeros días y habló más tarde a su vecina captáronle las simpatías de ésta. El mozo gustó de la joven. Atrajéronle la belleza serena y firme de su rostro, la gallarda línea de su cuerpo, la no afectada majestad de su paso. Más adelante, al hacerse el trato íntimo, al poder Miguel apreciar la inteligencia, la bondad, la rectitud, en pensamientos y en acciones, de Débora, acrecieron las simpatías del tenedor de libros, llegando al enamoramiento. Pero éste sólo se manifestaba en miradas, en temblores repentinos de voz, en silencios, tan inexplicables como el turbión de palabras que les solía suceder.
También Débora se sentía atraída por aquel galán de negros cabellos y ojos claros, que miraban dulces y leales.
Indudablemente, era Miguel un novio de quien podría envanecerse la más desdeñosa doncella, un hombre que haría la felicidad de quien le escogiera por esposo.
Así pensaba Débora, y aun lo repetía, a sus solas, en alta voz. Más de una noche, cuando recostada en su lecho daba un repaso a las lecciones, huyeron del libro sus miradas y su pensamiento: el pensamiento, para evocar la imagen de Miguel; las pupilas, para ver a Miguel dibujarse sobre el espacio y avanzar lentamente hacia ella, sin tocar el suelo con los pies, pisando en el aire, puestos los ojos en adoración y en beso la boca.