El paraguas
de Emilia Pardo Bazán


Estaba siempre allí, en el ángulo de la humilde salita, arrinconado, y todos los sábados lo desempolvaba Ángeles cuidadosamente. Era un magnífico paraguas, cuyo origen británico no podía ponerse en duda, y que tenía ese aspecto confortable que caracteriza a los productos de la industria inglesa; y lo elegante del puño, lo rico de la seda, lo recio y bien modelado de las bellotas que, pendientes de un cordón, decoraban el mango, producían una impresión de lujo.

Lo que rodeaba, en cambio, transcendía a pobreza vergonzante. Muebles marchitos y estropeados, que vanamente intentaban recomponer doña Máxima y Ángeles, vestidas también ellas, no diré de andrajos, pero de trapitos ala de mosca -vueltos, recosidos y rezurcidos-, y sujetas a régimen de patatas y sardinas, lo más barato que por entonces salía a la plaza.

Llevaban las señoritas de Broade, que tal era su apellido, con suma dignidad su triste situación. Las había reducido a ella un caso singular: la desaparición del padre y esposo, que tanto pábulo dio a las conversaciones; como que no se extinguió el alboroto en la ciudad hasta pasado un año. El señor Broade, el desaparecido, empleado en el escritorio de una importante casa de banca, era un hombre del cual nada malo se dijo nunca. Una tarde salió, como otras muchas, a dar su paseíto higiénico, y paseíto fue, que iban transcurridos largos años sin que el paseante hubiese vuelto a su domicilio.

Todas las conjeturas se agotaron; todas las hipótesis se emitieron; la justicia hizo diligencias, la policía indagó y no se pudo descubrir huella ni rastro. Hubo quien dijo haberle visto en la tarde fatal, cruzar bajo los arcos de la plaza en dirección al muelle: iba como de costumbre, a paso menudo, y empuñaba el paraguas. Hubo quien se jactó de que Broade le había devuelto el saludo «muy atentamente», lo cual no arrojaba demasiada luz. Lo positivo es que el buen señor... sttt... como una nubecilla de humo.

¿Se trataba de un crimen? Los crímenes suelen dejar señales; hay que suprimir el cuerpo de la víctima o esconderlo de suerte que no pueda ser hallado, y no es operación muy fácil. Además, ¿por qué un crimen? ¿A quién estorbaba el insignificante empleadillo? ¿El objeto sería el robo? Según declaración de doña Máxima, que lo repitió en todas las formas, de palabra y en sus declaraciones, llevaría en el bolsillo, en aquella ocasión, treinta y pico de reales. ¿Un suicidio? Tampoco el suicida puede hacerse desaparecer a sí propio. Hasta los ahogados salen, reaparecen. Dando vueltas a la noria, nadie encontraba explicación que satisfaciese. Broade se había evaporado «cual gota de agua que seca el ardor canicular» -exclamó uno de los empleados de la casa de banca, cómico de afición, que solía representar, en noviembre, el «Tenorio». El chiste abrió camino a otros muchos. Se bromeó acerca de la vida de hogar de Broade. Convenían en que la esposa y la hija del desaparecido eran personas excelentes; sólo que, de puro buenas, especialmente la mamá, nadie podía aguantarlas, y Broade, hastiado de babosos cariños, había huido de la cadena conyugal, yéndose no se sabe a qué regiones desconocidas. Pero llevando por viático treinta reales, ¿a dónde se va? Y la oscuridad de la tragedia se hacía más densa aún. Nada, que no tenía solución el enigma.

Y se fue relegando al olvido, en compañía del escándalo de la señorita que se fugó con su maestro de música y de la cuchillada que le dio al magistrado un licenciado de presidio, a la misma puerta de la Audiencia. Sólo en la pobre morada de las señoras de Broade la memoria estaba tan viva como en el primer momento. Había sido para ambas en culto el marido, el padre. Caídas repentinamente en el apuro económico, se pusieron a trabajar, sin una protesta, sin intentos de pedigüeñería. Bordaban primorosamente, y tomaron la aguja, cruel amiga de la mujer, que la mantiene y la ciega. La vista de la madre fue la primera que se resintió. Iba quedándose en sombras por momentos. Tampoco las lágrimas dejan de ayudar a la aguja, en esta faena de cegar. Doña Máxima lloraba cuando podía, a hurtadillas, de noche, en la iglesia, y cuando apoyaba la ya arrugada frente en los vidrios para mirar al mar, que con su voz pavorosa le murmuraba secretos. Porque secretos había en el suceso: los hay en todo y siempre. En primer término, la madre y la hija se habían comunicado uno.

-Apostaría lo que no tengo, mamá -decía la hija-, a que papá vive.

-¿Cómo lo sabes?, respondía la madre muy sobresaltada, más que alegre.

-Una pequeñez, que no se me quita de la cabeza, declaraba Ángeles. ¿Recuerdas tú que el día de la desgracia, papá te pidió prestado tu paraguas para salir, por si aquel viento del Sureste traía lluvia?

-Bien me acuerdo, bien... Aun le dije que mi paraguas era pequeño para hombre, y estaba viejo; pero me replicó que más viejo era el suyo, que la tela ya no se sujetaba, de puro rota en jirones, a las varillas. Y se llevó el mío... ¡Qué importa el paraguas!, gimió de súbito, dando suelta al llanto.

-Mamá, por la Virgen de los Dolores, no más llorar... Ya sabes lo que dice el médico... Bueno, al principio, por algún tiempo, estuvimos como locas... Yo no comprendía lo que me pasaba. Así que empecé a volver en mí, y me pude fijar, vi que papá tenía otro paraguas, suyo, de lo mejor, metido en una funda, en el rincón de la sala, junto al sofá. ¿Por qué entonces te pidió el tuyo, que no valía nada?

Doña Máxima parecía sobrecogida, temblorosa.

-No, hija -articuló por fin-. No quise decírtelo, pero ese paraguas es otro misterio... A los dos meses de la desdicha, lo trajo aquí un hombre desconocido, muy rubio, con traza de extranjero, y se lo dejó a la criada, diciendo que era para mí; fue el último día que estuvo en casa la pobre Micaela, porque ya no podíamos pagarla...

-Madre -exclamó con vehemencia Ángeles-, ¡eso me lo sospechaba yo! ¡El paraguas es la prueba de que mi padre vive! ¡Al menos, de que vivía bastante después de su desaparición! ¡El paraguas te lo ha mandado él, en recompensa del que le prestaste!

Las lágrimas de la señora volvieron copiosas, a fluir. Lloraba de ternura, de gratitud amorosa. ¡Su marido se había acordado de ella! ¡Le había enviado un regalo desde el país ignoto en que habitaba!

Volviose hacia Ángeles, palpitante de emoción:

-Por favor te pido, Ángeles, que a nadie digas nada de esto... Yo, desde el primer día, callé, callé. Cualquier cosa que se charlase pudiera perjudicar a tu padre... No hay nada como el silencio... ¡Y, además, tu padre tenía derecho a hacer lo que quisiese! ¡Se fue: sus motivos tendría!

-Madre -exclamó Ángeles-, yo no pienso así; pero haré lo que usted guste. Ahora, entre nosotras, mi padre no procedió bien al abandonarnos. ¿Qué queja tenía? ¿No le quisimos? ¿No le obedecimos? ¿No le adoraste como a un santo?

-¡Hija, hija, Ángeles!, tartamudeaba doña Máxima, tapándose los oídos.

-¡No madre! ¡Déjame desahogar el alma!, después se acabó... Mi padre no sólo nos dejó sin amparo, sino que dispuso de lo poco que guardabas para hacer frente a la miseria. No me lo niegues, porque lo sé de fijo...

Doña Máxima se levantó, dando gritos, fuera de sí.

-No sigas... Si eso se hace público por tu culpa, soy yo la que se arroja al mar... ¡Como treinta reales he dicho que llevaría cuando desapareció, y lo sostendré siempre! ¿Quieres la deshonra de tu padre? ¿No ves su buen corazón? ¿No ves el regalo que me manda? ¡Dios sabe lo que habrá tenido que privarse para comprar una cosa tan preciosa!

Ángeles sonrió de amargura. Envidiaba aquel generoso optimismo. ¡Qué no daría por ser así! Por su mal, a la luz del infortunio, veía claro. El desaparecido, egoísta, las lanzaba al arroyo como un despojo inútil, y partía hacia un destino más próspero, más feliz, llevándose, para la primera lucha, lo que ellas necesitaban, si no habían de morir de hambre. Ángeles no ignoraba en qué cajón de la cómoda de doña Máxima se guardaban en un saquito aquellos pequeños ahorros, reunidos a costa de tantas privaciones. Y sabía desde cuando faltaban... ¡Qué mundo éste!

Pasaban los años; Ángeles padecía ataques cardiacos; doña Máxima estaba ya del todo ciega. Nadie se acordaba en la ciudad de la tragedia que en un tiempo tanto dio que hablar y discutir. Las vidas oscuras caen como las hojas. Así caerían la hija y la madre, sin ruido...

Mas he aquí que un incidente vino a refrescar los recuerdos. En la casa de banca donde había prestado sus servicios Broade se recibió una letra de Londres, a la orden de doña Máxima y de su hija... Y no era grano de anís: ¡mil guineas!

La esposa al enterarse, en vez de alegrarse se afligió. ¡Distinto era su sueño, su sueño loco, entre las eternas tinieblas que la envolvían! Su marido, sin duda, iba a volver un día u otro: ella le palparía la ropa, le inundaría de llanto la cara... ¡Pícaro! ¿Por qué no viniste antes? Y he aquí que algo venía... ¡pero era solamente dinero, que le enviaba, a costa quizás de sacrificios sin número, el ausente!

-Mamá, déjate de reparos -opinó Ángeles-. Éste es a modo de otro paraguas que te dan en cambio del que se llevaron tuyo... Esto es lo que te quitaron al marchar, naturalmente, con réditos... Se ve que papá hizo fortuna...

-¡Ingrata! -tartamudeó furiosa la ciega, alzando la mano como para maldecir.