El paraíso de las mujeres/Capítulo XIII


Donde se ve como unos pigmeos bigotudos intentaron asesinar al gigante


Un anochecer, cuando Gillespie había terminado su trabajo y, sentado en la playa, descansaba de ciento ochenta viajes entre la orilla del mar y la punta de la escollera, recibió una visita extraordinaria.

Estaba a esta hora vigilando el hervor del caldero, para que sus acompañantes no metiesen en la sopa las lanzas con que extraían los peces, y vio como un hombre de los que iban vestidos con túnica y velos se aproximaba lentamente a él. Sus ropas eran pobres, remendadas y algo sucias. Parecía por su aspecto la esposa masculina de alguna de las mujeres empleadas en el puerto o de alguna contramaestre de la escuadra. Entre la gentuza que vivía alrededor del gigante se mostraban de tarde en tarde algunos de estos seres pobremente vestidos, pero que ostentaban el mismo indumento de los hombres de clase superior, para indicar que no pertenecían al rebaño de los esclavos aprovechados como máquinas de fuerza.

Este hombre de traje femenil paseo varias veces en torno del gigante, mirándole con interés por un resquicio de sus velos. Los malhechores al servicio del Hombre-Montaña, que formaban grupos a cierta distancia, no extrañaron la presencia del hombre con faldas. Eran muchos los que al conseguir un descanso en sus tareas domésticas venían solos o en grupos a ver de cerca al coloso.

Cuando el nuevo visitante se hubo cansado de mirar a Gillespie, medio tendido en la arena, saltó sobre uno de sus tobillos, que eran lo más accesible de las piernas en reposo. Luego empezó a caminar sobre la arista huesosa de la pantorrilla, pasando la redonda plaza de la rotula, para seguir avanzando por el lomo redondo del muslo, deteniéndose únicamente junto al abdomen.

Ninguno de los curiosos osaba permitirse con Gillespie esta intimidad. Le habían hecho una fama de maligno y cruel en toda la nación, y las gentes, al insultarle o agredirle con piedras, procuraban siempre colocarse a gran distancia.

Sintió no tener a mano aquella lente que le había regalado Flimnap, para poder contemplar de cerca a este pigmeo que se entregaba a él con tanta confianza. Inclinó su rostro para verle mejor, y notó que abría sus velos y erguía la cabeza, queriendo hablarle y temiendo al mismo tiempo que pudieran oír su voz los grupos inmediatos.

Gillespie creyó adivinar la personalidad del recién llegado.

- Debe ser Ra-Ra -se dijo.

Pero la turbia luz del crepúsculo no le permitía reconocerlo. Además, los movimientos de sus brazos indicaban un afán de ser levantado hasta el rostro del gigante para poder hablarle con toda confianza. Gillespie lo coloco sobre la palma de su diestra y lo fue elevando hasta cerca de sus ojos.

Una agradable sorpresa le conmovió entonces de tal modo, que por instinto hubo de tomar al pigmeo entre dos dedos de su mano izquierda para que no se cayese de la mano derecha.... Lo que el creía un hombre era miss Margaret Haynes que venía a visitarle.

Su rostro, único en el mundo, le sonreía encuadrado por los velos, agradeciendo como un homenaje su extraordinaria sorpresa. Pero inmediatamente pensó que, aunque miss Margaret no era de gran estatura, jamás habría podido él mantenerla sobre una de sus manos, como si fuese un objeto de bolsillo. No podía ser miss Margaret, y siguiendo una deducción lógica, descubrió que la que tenía ante sus ojos era simplemente Popito.

El doctor hijo del Padre de los Maestros había renunciado a su traje universitario e iba vestido como la esposa de un menestral.

- Así, gentleman -dijo ella, como si adivinase sus pensamientos-, es imposible que me reconozcan. ¿A quién se le puede ocurrir en nuestra República que una mujer vaya vestida de mujer?

Y al decir esto miraba sus ropas con satisfacción, como si se encontrase dentro de ellas mejor que cuando vestía su uniforme doctoral.

- ¿Y Ra-Ra? -preguntó el gigante.

Ella bajo la voz para contar su vida de aventuras desde que se fugó de la Universidad. Como el gobierno, influenciado por el Padre de los Maestros, los hacía buscar en todas las ciudades de la República, habían creído preferible no moverse de la capital.

Vivían en los barrios miserables inmediatos al puerto. Entre los hombres envilecidos que el gobierno femenil empleaba como máquinas de trabajo eran muchos los que habían abierto sus ojos a la verdad, pero lo disimulaban fingiendo seguir en su antiguo embrutecimiento. Ra-Ra contaba con el auxilio de muchos partidarios, que se encargaban de mantenerle oculto. Del mismo modo que ella para librarse de las persecuciones iba vestida de mujer, su amante había abandonado el traje femenil, imitando la semidesnudez de los atletas condenados a las faenas rudas. La suciedad propia de su estado le servia para disimular su rostro.

Así vivían, satisfechos de su nueva situación, participando de la pobreza y las esperanzas de todo aquel rebaño servil, que escuchaba a Ra-Ra como a un apóstol. El doctor era el encargado de cocinar y también de limpiar la choza en que vivían, encontrando un placer original en el desempeño de estas funciones que habían pertenecido a su sexo en tiempos tan remotos que ya estaban olvidados. Además se consideraba feliz porque Ra-Ra parecía contento. La fe de este en la victoria de los hombres había acabado por sentirla ella igualmente, traicionando por amor los intereses de su sexo.

- Ahora creo de un modo indiscutible, gentleman -dijo en voz baja-, que Ra-Ra no se equivocaba al hablarnos de su triunfo.

Inclinándose hacia una oreja del gigante, murmuró los secretos del partido masculista con el fervor de un neófito convencido hasta el fanatismo de la bondad de la causa que acaba de abrazar.

Los nuevos tiempos estaban próximos. Ya había sido descubierto el gran secreto que neutralizaría el poder de los rayos negros. Los días de lo que llamaban las mujeres la Verdadera Revolución estaban contados. Sus máquinas que habían hecho estallar las armas sostenedoras del poder de los hombres resultaban ya inútiles. Los fusiles y los cañones sacudirían su largo ensueño para recobrar el diabólico poder que les hacía temibles. Los iniciados más valerosos se estaban ejercitando ya en su manejo.

Cuando llegase el momento decisivo, los rebeldes no tendrían más que penetrar en los olvidados museos universitarios que guardaban cantidades enormes de material de guerra perteneciente a una historia remota. Estos museos de industria retrospectiva iban a convertirse en arsenales inmediatamente, dando a sus poseedores el dominio del país, como los rayos negros lo habían dado a las mujeres.

- Ra-Ra solo espera un aviso de las otras ciudades para lanzarse a la destrucción del gobierno femenino. Tal vez no sea prudente empezar la insurrección en nuestra capital. El prodigioso invento lo han realizado en otra ciudad, y en ella lo preparan para que pueda usarse en abundancia y no como un descubrimiento de laboratorio... Además, otros Estados de nuestra Confederación guardan el viejo material de guerra en mayores cantidades que aquí. El gobierno de las mujeres lo regaló a las provincias de poca importancia, con irónica generosidad, para que pudiesen llenar sus museos locales... En resumen, gentleman, que la revolución sonada por Ra-Ra va a realizarse, y yo creo en ella.

Calló la joven después de dar estas noticias. No quiso decir más sobre el complot que preparaban los hombres y pasó a hablar del gigante.

Popito y Ra-Ra habían lamentado mucho su desgracia, sintiendo además cierto remordimiento al pensar que habían contribuido a ella los dos. El joven deseaba que la revolución de los hombres estalláse cuanto antes, para libertar al gigante de la esclavitud a que le había sometido el gobierno femenino. Su primer acto apenas triunfase sería venir a buscarle para llevarlo otra vez al palacio situado en la cumbre de la colina, rodeándole de tantas comodidades y homenajes como si fuese un dios.

- Pero mientras llega ese momento -continuó Popito- el teme por la vida de usted, gentleman, y le recomienda que no tenga confianza en ninguno de los que le rodean.

Como Ra-Ra vivía entre los esclavos del puerto, y estos guardaban cierta relación con aquella otra gente todavía mas inferior que acompañaba al gigante, había recibido ciertas confidencias sobre peligros que amenazaban al Hombre-Montaña.

- Son noticias todavía vagas -continuo Popito-. Nuestros amigos solo han podido sorprender hasta ahora palabras sueltas. Hay entre esos hombres que viven junto a usted una docena que son los peores y proyectan matarle, no sabemos por orden de quien.

Gillespie buscó con su vista los grupos que estaban poco antes en la orilla del mar, y no vio a ninguno. Se habían deslizado hacia el sitio donde hervía el caldero sobre las llamas de una hoguera, para repartirse su contenido, devorándolo. Esta noche Gillespie iba a pasar hambre. Los bellacos parecían contentos de la visita del hombre con velos, que había distraído la atención del coloso.

Popito siguió hablando para contar lo que sabía de estas gentes: fugitivos de todos los países; hombres con los que no querían contar los otros hombres, deseosos de emancipación. Entre ellos eran tenidos como peores los de un grupo procedente de Blefuscu, fácilmente reconocibles por sus luengas cabelleras y sus bigotes, que pendían con no menos abundancia por ambos lados de sus bocas.

Oyendo a estos hombres era como los amigos de Ra-Ra habían sospechado que se tramaba algo contra el coloso. Parecía que solo esperaban recibir su recompensa por adelantado para matar al Hombre-Montaña. Como el tal asesinato no resultaba empresa fácil, discutían mucho los procedimientos para conseguirlo.

- Este usted tranquilo, gentleman -siguió diciendo la joven-. Nuestros amigos vigilan, y nos traerán noticias más concretas.

- ¿Quién puede tener interés en matarme? -repuso Gillespie tristemente-. Los que deseaban vengarse de mi deben sentirse ya más que satisfechos por el castigo que me han impuesto. Equivale a una muerte lenta.

Popito siguió hablando:

- Ra-Ra cree que los personajes misteriosos que dirigen a estos bandidos son Golbasto y Momaren, mi padre. Pero ya sabe usted, gentleman, que el tiene la manía de atribuir al Padre de los Maestros todo lo malo que ocurre en el país.... En fin, sea quien sea el que proyecta la muerte de usted, nosotros lo averiguaremos.

Después de esto, Popito mostró deseos de que su interlocutor la pusiera en el suelo para marcharse, pues acababa de cerrar la noche. Ra-Ra no había podido ir a ver al gentleman por una ocupación inesperada y urgente. Su grande obra le obligaba a continuas ausencias. Solo por el deseo de que Gillespie no viviera más tiempo confiadamente entre la chusma que le rodeaba, había enviado a Popito; pero la próxima vez sería el quien viniese, trayéndole una información más precisa.

La joven se marchó, y el gigante, al verse solo, se puso de pie para aproximarse al lugar donde la hoguera acariciaba con sus últimas llamas la panza del caldero.

No encontró como alimento más que un caldo sucio en el que flotaban espinas y cabezas de pescado. Dio un rugido, amenazando con sus puños a los insolentes que acababan de devorar su comida, pero estos huyeron, estableciendo cierta distancia entre ellos y el coloso. Además se sentían protegidos por las tinieblas de la noche, y contestaron con risas y exclamaciones de burla a la protesta del Hombre-Montaña.

Este se arrodilló y puso sus manos en la arena para reconocer a aquellos hombres bigotudos de Blefuscu, sus presuntos matadores. Tenía el feroz propósito de meterlos en la caldera, como un castigo previsor y ejemplar; pero toda la servidumbre había desaparecido, ocultándose detrás de las colinas de arena y los cañaverales de la playa.

Transcurrieron dos días sin que recibiese una nueva visita. Llevó piedras, como siempre, de la orilla del mar a la escollera, y vigiló el hervor de su caldero para no verse robado como en la noche que le visitó Popito. Conocía ahora a los hombres bigotudos, que parecían ejercer sobre sus camaradas la superioridad arrogante y cruel del matón. Con uno de ellos, el más alto y musculoso, se permitió una broma digna de su fuerza.

Al ver como rondaba por cerca del caldero, aproximó su mano derecha a este valentón, manteniendo encorvado el dedo índice y sostenido por el pulgar. De repente el dedo encorvado se disparo para quedar rígido, pillando por en medio al bigotudo jayán, y lo envió a través del aire, haciéndolo caer de cabeza en la hoguera. Sus camaradas tuvieron que sacarlo de entre los tizones tirando de sus pies, mientras otros corrían hacia el mar para echarle agua en los mostachos y la cabellera humeantes.

Cuando en la tarde siguiente empezaba la playa a obscurecerse, Gillespie vio la llegada de otro hombre con faldas y velos. Debía ser Popito, que le traía más noticias. Lo mismo que la vez anterior, dio varias vueltas en torno de él con la cara oculta. Al fin se decidió a subir a una de las piernas extendidas del coloso. Entonces pudo darse cuenta de que el visitante era más grueso que Popito y se balanceaba a cada paso.

Consiguió con dificultad subirse sobre un tobillo, pero al avanzar lentamente y titubeando por la arista huesosa de la pantorrilla, perdió pie, cayendo de cabeza en la arena. Gillespie tuvo lastima de él y extendió una mano para tomarlo con los dedos, subiéndole hasta la altura de su pecho. Daba gritos de susto por su caída, y al quedar sentado en la mano del gigante tampoco se consideró seguro, agarrándose a uno de sus dedos. Al fin pareció serenarse, echando atrás el velo que cubría su rostro para poder hablar.

- Solo por usted soy capaz de arrostrar tantos peligros. Pero todo lo doy por bien empleado a cambio del placer de verle.

Esta vez el asombro de Gillespie fue risueño.

- ¡El profesor Flimnap!... ¡Y vestido de mujer!

Comprendió el catedrático el asombro que sus ropas inspiraban al gigante.

- Verdaderamente, de toda mi aventura lo más estupendo es haberme vestido con el traje que llevaban antes las mujeres como una librea de esclavitud. ¡Que dirían mis discípulos si me viesen!...

Pero después de esta lamentación, su coquetería amorosa le hizo explicarse para excusar los defectos que pudiera tener su vestido.

- Me lo ha prestado la esposa de mi colega el profesor de Física. Se bien que es de forma algo anticuada. Hay muchos hombres que visten mejor. Pero debe usted tener en cuenta que mi compañero de la Facultad de Ciencias Físicas raro es el año que no tiene un hijo, y como su hombre se pasa todo el tiempo en la cama con el recién nacido o cuidando de su nutrición, no le queda tiempo para seguir las modas.

Luego el profesor miró con unos ojos admirativos y tristes al mismo tiempo a su amado gigante.

- ¡Qué cambios en nuestra existencia! -dijo-. Pero no hablemos de esto, no perdamos el tiempo en lamentaciones. Necesito irme cuanto antes; siento miedo, gentleman... Para venir aquí he tenido que pasar cerca de un grupo de soldados, que han empezado a decirme cosas atrevidas, creyendo que yo era un hombre. ¡Imagínese si descubriesen al profesor Flimnap vestido con estas ropas! Ahora, según parece, soy mal mirado por el gobierno, y el Padre de los Maestros desea quitarme mi cátedra para dársela a ese intrigantuelo cruel que le sirve a usted de traductor...

"Pero no hablemos de mi. Estoy dispuesto a aceptar como un placer todo lo que sufra por usted. Ya conoce mis sentimientos. Hablemos de su persona, pues para eso he venido."

Miró a un lado y a otro, a pesar de que no había nadie cerca del gigante, y añadió con voz tenue:

- Gentleman, le amenazan grandes peligros y vengo a anunciárselos, aunque ignoro, por desgracia, como podré defenderle de ellos.

Su amigo el profesor de Física le había llevado aquella mañana a lo más apartado y profundo de su laboratorio para confiarle un gran secreto. El Padre de los Maestros acababa de llamarle para saber si tenía siempre lista la máquina que había servido para dar inyecciones soporíferas al Hombre-Montaña la noche que llegó al país. Y como el físico le contestase afirmativamente, volvió a preguntar si era posible la fabricación en pocas horas -de acuerdo con la sección de Química- de la cantidad necesaria de veneno para darle una inyección al gigante, dejándolo muerto sin señales escandalosas de intoxicación.

El profesor había contestado que no podía encargarse de este servicio sin una orden expresa del gobierno, y el jefe se la había prometido para más adelante, dejando el asunto en tal estado.

- La promesa de una orden del gobierno es falsa, gentleman -añadió Flimnap-. Ningún señor del Consejo Ejecutivo osará firmarla. Yo, por el deseo de defender a usted, ando ahora mezclado en las cosas de la política y me honro con la amistad del elocuente Gurdilo. El gobierno sabe que el tribuno se interesa por el Hombre-Montaña, y como teme a su palabra vengadora, se cuidará bien de autorizar tal crimen.

No obstante su confianza en el miedo de los gobernantes, dudaba de que Momaren abandonase sus malos propósitos.

- Desea su muerte, gentleman, y si no puede organizar lo de la inyección venenosa, buscará otro medio. Debe ayudarle en estos planes el vanidoso Golbasto. Ya no creo que el tal Golbasto sea un gran poeta, ni mediano siquiera. La otra noche quise releer sus versos, y me parecieron despreciables. ¡Ay, no poder permanecer yo a su lado, gentleman, para seguir su misma suerte!...

La consideración de su impotencia casi le hizo llorar. Influenciado por su nueva amistad con Gurdilo, solo veía en este personaje el remedio de sus preocupaciones.

- ¡Si ocupase el gobierno nuestro gran orador!...

A continuación se mostraba pesimista.

- El gobierno actual es más fuerte que nunca. ¿Quién puede derribarlo? No será ciertamente Ra-Ra y los dementes que le siguen. Las mujeres que nos dirigen en el presente momento son enemigos nuestros, pero hay que reconocer que nunca gobierno alguno se consideró tan sólido. Hasta parece, según dice mi ilustre amigo Gurdilo, que proyectan celebrar una gran Exposición, como la de hace años, de la que es un recuerdo la Galería que habitó usted. Tal vez con motivo de esta solemnidad universal consigamos su indulto, y usted podrá presenciar todas nuestras fiestas.

Pero el profesor abandonó repentinamente este ensueño optimista. Vio con la imaginación a su amado gigante tendido en la playa, inerte como un cadáver, las carnes verdosas y descompuestas por el veneno y revoloteando sobre su rostro, en fúnebre espiral, miles y miles de cuervos.

- Cuídese, gentleman -dijo con ansiedad-; desconfíe de todos; piense que pueden echarle veneno en sus alimentos. No coma sin que antes haya probado su comida esa gentuza que le rodea.

El gigante acogió con una risa sonora la última recomendación. Era innecesaria. Y miró hacia la hoguera que calentaba el caldero, en torno de la cual se iban agrupando sus acompañantes para aprovecharse de su distracción.

- Sobre todo, gentleman, tenga cuidado mientras duerme. También le pueden matar durante su sueño.

El gigante celebró otra vez con risas la simpleza de este consejo. ¿Cómo iba a guardarse a si mismo mientras dormía?

- Es verdad, es verdad -gimió angustiado el profesor-. ¡Dioses poderosos! ¡Y no poder estar yo al lado de usted para defenderle durante su sueño! ¿Qué hacer?...

Se preguntó esto varias veces, convenciéndose al fin de que lo primero que debía hacer era marcharse, pues el miedo le hacia insufrible su permanencia allí. Temía ser sorprendida en su regreso a la capital si dejaba que cerrase la noche.

- Debo ser prudente, gentleman; el gobierno tal vez me vigila. Fíjese: ¡amigo de usted y amigo de Gurdilo!... Hay más de lo necesario para que me encierren en una prisión. Pero volveré; yo le traeré noticias. Cuente con que mi amigo el profesor de Física no hará nada contra usted aunque se lo mande el gobierno. Pero ¡ay! sus enemigos no cejaran por esto.... Baje la mano, gentleman; póngame en el suelo. Necesito irme.... Cuente con que pienso en usted a todas horas y me preocupo de su suerte.

Gillespie dejo al profesor en la arena, para no prolongar más el tormento de su inquietud. Luego le vio correr, balanceando sus formas abultadas y reteniendo sus velos, que el viento marítimo parecía querer arrebatarle.

Transcurrieron varios días de trabajo, de cansancio y de hambre, sin que el coloso recibiese nuevas visitas. Un anochecer, estando sentado en la arena, vio que un hombre saltaba ágilmente sobre una de sus rodillas, corriendo después a lo largo del muslo. Este no llevaba falda ni toca mujeriles. Iba casi desnudo, como los hombres condenados al trabajo, con una tela arrollada a los riñones por toda vestidura y mostrando los musculosos relieves de un cuerpo armoniosamente formado.

Antes de reconocerlo con sus ojos, sintió el gigante que un instinto fraternal despertaba en su interior para avisarle quien era.

- ¡Oh, Ra-Ra! -dijo con voz tenue-. ¡Cómo deseaba verte!

Adivinando los propósitos de su visitante, lo puso sobre la palma de su mano derecha, elevándole después hasta su rostro.

Ra-Ra se tendió sobre esta meseta de carne y hueso, y apoyando su cara en ambas manos, habló al Gentleman-Montaña:

- Popito le avisó a usted hace días que algunos de estos hombres que le rodean proyectan asesinarlo. Hasta ayer solo tenía vagas noticias de ello; ahora puedo darle un aviso concreto. Creo que es mañana cuando intentarán el golpe contra usted, gentleman. En cuanto a los instigadores del crimen, tengo formada mi convicción y nadie me hará desistir de ella. Son Momaren y Golbasto los que desean su exterminio, y ya que no han podido lograr que el gobierno favoreciese sus deseos, se valen de esta chusma que rodea a usted.

Siguió hablando Ra-Ra, y algunas de sus revelaciones vinieron a corroborar las que le había hecho el profesor.

- Al principio, estos dos personajes proyectaron matarle a usted por medio de una inyección venenosa. Ignoro como pensaban realizarlo, pero de su intención no me cabe ninguna duda. Deseaban que usted apareciese muerto un amanecer, aquí en la playa, y que la gente creyese en un fallecimiento ordinario. Pero como no han podido realizar este plan hipócrita de venganza, apelan ahora al asesinato. Ya lo sabe, gentleman; esta noche y la siguiente no duerma usted. Yo creo que el golpe lo intentarán mañana, pero le aconsejo que, de todos modos, se guarde esta noche, pues bien podrían haber adelantado la fecha de su crimen.

Ra-Ra sacó la cabeza fuera de la mano del gigante para buscar abajo con su mirada los grupos de gente sospechosa.

- Los que le rodean, gentleman, son personas de malos antecedentes, pero no creo que todos ellos vayan a intervenir en el crimen. Según mis informes, los únicos que han tomado algún dinero para ejecutarlo y desean ganar el resto de la cantidad son esos bigotudos de Blefuscu, que tan orgullosos se muestran de su fuerza. No los pierda nunca de vista, pues en ellos esta el peligro.

Gillespie se resistía a comprender como varios pigmeos podían matarle durante su sueño no disponiendo de una máquina inyectora como aquella de que le había hablado Flimnap.

- Mis amigos -contestó Ra-Ra- han podido adivinar, gracias a algunas palabras de estos hombres, como se proponen matarle durante su sueño. Treparán cautelosamente hasta lo alto de su pecho, pues han observado que usted duerme de espaldas; pegarán su oído a la curva de su tronco, para guiarse por las palpitaciones del corazón, y cuando sientan bajo sus pies estos latidos, cinco o seis de ellos empuñarán una barra enorme de acero terriblemente aguzada, clavándola todos a un tiempo en su carne, hasta que le traspasen el corazón y salten en torno de su arma caños de sangre. Momaren y Golbasto deben haberles proporcionado la barra, dándoles, además, lecciones para que asesten el golpe en el lugar preciso.

Aun hablaron los dos un largo rato. El gigante acabó por olvidar los propios asuntos para que Ra-Ra le contase sus planes revolucionarios y sus esperanzas en el próximo triunfo.

Ya no podía fijar el joven la fecha del movimiento insurreccional contra la República de las mujeres. Todos los preparativos estaban terminados y las órdenes transmitidas a las diferentes ciudades. Solo faltaba que se iniciase el movimiento en un Estado lejano, el más favorable para emplear aquel descubrimiento que debía vencer a los famosos rayos negros.

Esto iba a ocurrir de un momento a otro; tal vez fuese al día siguiente; tal vez había sido ya y lo ignoraban en la capital.

- Le quedan a usted muy pocos días de esclavitud, gentleman -añadió el joven-, y por lo mismo sería lamentable que esos malvados le matasen aprovechando los últimos momentos de la tiranía femenina.... No tema usted las consecuencias: castigue con dureza a esos asesinos en el momento que intenten el golpe. ¡Ojalá estuviesen entre ellos sus instigadores!...

Ra-Ra no podía prolongar mucho esta entrevista. Temía que los que acompañaban al gigante se hubiesen fijado en su llegada. Pensó también en las precauciones que debía tomar para que no le sorprendiesen durante su regreso. Un destacamento de soldados estaba acampado en la playa, cerca del puerto, para impedir que los curiosos se aproximasen al gigante.

Como veía próximo el momento de la victoria, se mostraba más prudente que antes, evitando incurrir en sus antiguas audacias. Si le descubrían y apresaban a última hora, podía quedar frustrado el levantamiento de los hombres en la capital, dejando sin respuesta las sublevaciones de las demás ciudades.

- Va usted a ver grandes cosas -siguió diciendo-, ¡Quien sabe si será esta misma noche cuando nos sublevemos contra la tiranía femenil y vendremos a libertarle!... Y si no esta noche, será en breve plazo.

Se fue Ra-Ra, y el gigante, después de comer, quedó tendido en la arena, como todas las noches. No quiso dormir, manteniéndose en una fingida tranquilidad, con los ojos entornados y vigilando las idas y venidas de algunos pigmeos que aun no se habían acostado. Al fin el silencio del sueño se fue extendiendo sobre la playa, y Gillespie, convencido de que no intentarían aquella noche nada contra él, acabó por entregarse al descanso.

Al día siguiente, cuando llevaba piedras al extremo de la escollera, vio a un hombrecillo en una pequeña barca, que fingía pescar y se colocaba siempre cerca de su paso, sin asustarse de los remolinos que abrían en las aguas las piernas gigantescas al cortarlas ruidosamente. La insistencia del pescador acabó por atraer la atención de Gillespie. Miró verticalmente la barquita del pigmeo, que se mantenía junto a una de sus pantorrillas, y reconoció a Ra-Ra. Este, puesto de pie y con las dos manos en torno de su boca formando bocina, se limitó a gritar:

- Va a ser esta noche; lo se con certeza.... Y ahora continúe su trabajo. No me hable.

Efectivamente, la voz del gigante, sonando como un trueno desde lo alto, hubiese llamado la atención de todos sus guardianes y hasta de las tripulaciones de los buques de guerra que evolucionaban en plena mar vigilándole.

Continuó el gigante su viaje con una roca en cada mano, y el pescador, recobrando sus remos, se alejó hacia el puerto.

Apenas hubo cerrada la noche, se fue dando cuenta Gillespie, por ciertos preparativos, de que el aviso de Ra-Ra era cierto. Vio como los atletas bigotudos y malencarados se echaban a la espalda sus mochilas, despidiéndose de sus compañeros. Esto último lo presintió únicamente por sus gestos; pero así era en realidad. El grupo de valentones se volvía a Blefuscu, anunciando su partida en la primera máquina voladora que saliese al amanecer para su país. Los que se quedaban no podían ocultar su satisfacción al verse libres de unos matones que tanto abusaban de ellos.

Gillespie consideró este viaje repentino, preparado con ostentación, como una certeza de que el golpe contra el sería aquella misma noche.

Se tendió en la playa, como siempre, colocándose a poca distancia de la hoguera, que empezaba a disminuir sus llamas. Poco a poco se fueron retirando sus acompañantes para dormir detrás de las dunas o al abrigo de los cañares. Transcurrieron largas horas de silencio. La obscuridad era cortada de tarde en tarde por los rayos de colores que llegaban de las máquinas aéreas. Pero en la presente noche estas iluminaciones resultaban menos numerosas, como si alguien hubiese influido para que sus guardianes le vigilasen menos. En los largos periodos de obscuridad, las palpitaciones de la hoguera poblaban la noche de repentinos fulgores de incendio, seguidos de largas y profundas tinieblas.

Permanecía el gigante en voluntaria inmovilidad, con los ojos entornados y lanzando una respiración ruidosa. De pronto creyó oír un ligerísimo susurro semejante al de unos insectos arrastrándose sobre la arena.

- Ya están aquí -dijo mentalmente.

La camiseta que cubría su pecho se agitó con un leve tirón. Era uno de los asaltantes, el mas ágil de todos, que se había agarrado al tejido, encaramándose por el hasta llegar a lo más alto de su tórax. Desde allí arrojó una cuerda a los que esperaban abajo, y uno tras otro fueron subiendo cinco hombres, con grandes precauciones, procurando evitar un roce demasiado fuerte al deslizarse por la curva del pecho gigantesco.

El Hombre-Montaña seguía respirando ruidosamente, y sus ojos apenas entreabiertos podían ver lo que ocurría alrededor de él, aunque de un modo vago. Distinguió como se movían sobre la arena obscura de la playa algunos animales todavía más obscuros. Sin duda eran compañeros de los asesinos, que se quedaban abajo para dar la señal en caso de peligro.

Los seis hombres que estaban sobre su pecho tiraron de la cuerda con un esfuerzo regular y prudente para evitar que el despertase. Sintió que lo que subían no era un ser animado, sino algo largo y de una rigidez metálica.

- La barra de acero que desean clavarme en el corazón -pensó el gigante.

No se equivocaba. A través de sus párpados entornados vio como el grupo de hombres iba desatando la barra mortífera, poniéndola en posición horizontal. Su tamaño era el doble que la estatura de ellos.

Sonó abajo un leve silbido, y volvieron a echar la cuerda. El hombre que subía ahora carecía de agilidad, hundiendo pesadamente sus pies entre las costillas del gigante, como si temiera caerse.

Gillespie no alcanzaba a verle bien, pero sospechó que era una mujer. Esta mujer, tendiéndose sobre su pecho, se fue arrastrando con el oído pegado a la piel, sirviéndole de guía el ruidoso bombeo de la sangre a través del enorme corazón.

Al fin el director femenino se irguió, señalando con un dedo a sus pies, como si dijese: "Aquí".

Inmediatamente acudieron los seis bandoleros con su barra. Mientras unos la mantenían verticalmente, otros se frotaban las manos y escupían en ellas, preparándose para el gran esfuerzo común.

Cuando todos estuvieron listos, la mujer levantó un brazo para dar la señal, y los seis elevaron al mismo tiempo el gran hierro de punta aguda. Solo esperaban la voz de su jefe para dejarlo caer; pero antes de que esto ocurriese, una catástrofe los anonadó, como si se hubiesen desatado sobre ellos todas las fuerzas crueles y ciegas de la Naturaleza, como si las montañas que cerraban el horizonte se hubieran desplomado sobre sus cabezas formando una cascada de tierra y de piedras, como si el mar hubiera abandonado su lecho levantando una ola única para barrerlos.

El gigante había movido un brazo para colocarlo al nivel de su cuello, y a continuación hizo con el un rudo movimiento a lo largo del pecho, que anonado y se llevó rodando cuanto pudo encontrar.

Los seis hombres, con su barra, así como la misteriosa mujer que los dirigía, salieron disparados por el aire.

Y no fue esto lo peor para ellos, pues el Hombre-Montaña se levantó a continuación, de un salto, y empezó a dar patadas en el suelo, persiguiendo a las figurillas negras, que huían aterradas en todas direcciones lanzando chillidos. Cada puntapié dado por el gigante levantaba nubes de arena, y en ellas se veía flotar siempre algún pigmeo, los brazos y las piernas abiertos lo mismo que las ranas, unas veces con la cabeza arriba, otras con la cabeza abajo.

La cólera del coloso no encontró a los pocos momentos enemigos que perseguir. Todos habían huido. Los inmediatos cañaverales se estremecían agitados por la carrera medrosa de los hombrecillos. Gillespie iba a tenderse otra vez en la arena, convencido de que nadie osaría ya atacarle, cuando sintió que algo se agitaba debajo de uno de sus pies.

Era una cosa blanda que se retorcía lanzando ahogados chillidos, aprisionada por la arena y el arco de puente que formaban sus zapatos entre la planta y el tacón. Se inclinó hasta tocar el suelo y, levantando el pie, extrajo aquella cosa animada de su dolorosa esclavitud.

Vio que eran dos hombrecillos sobre los que había puesto su pie sin saberlo. Milagrosamente se habían librado de morir aplastados al incrustarse entre la arena y el arco del zapato.

Daban gemidos como si hubiesen sufrido graves lesiones interiores, pero el susto era en ellos tal vez más grande que las heridas.

Gillespie, que había tomado estos dos animalejos entre sus dedos, los subió a su rostro, colocándoselos entre ambos ojos. Pero la obscuridad no le permitió reconocerlos. Únicamente pudo ver que eran mujeres.

Uno de estos pigmeos debía ser el que había seguido los latidos de su corazón para marcar a los asesinos el emplazamiento más favorable para el golpe.

Pensó si serían Golbasto y Momaren, vanidosos personajes implacables en su venganza y directores de su asesinato, como creía Ra-Ra. Lamentaba que las máquinas aéreas no le enviasen un rayo de luz para poder reconocerlos.

Su primer impulso fue oprimirlos entre sus dedos, aplastándolos como insectos dañinos. Pero le faltó la voluntad para darles este género de muerte...

Como deseaba al mismo tiempo desembarazarse de ellos, se dirigió a la orilla del mar y, echando atrás su brazo para que el impulso fuese más grande, los arrojó en el vacío.

Lo mismo que dos piedras atravesaron la obscuridad, perdiéndose sus lamentos en el sonoro chapoteo de su caída.