El papá de las bellezas/Capítulo VII

Capítulo VII

«Laura, mademoiselle, Lundi».

«Totó, mademoiselle Mardi».

«Margarita, mademoiselle Mercredi».

«Irene, mademoiselle Jeudi».

«Luz, mademoiselle Vendredi».

«Bebé la Carbonera, Mademoiselle Samedi».

Le faltaba, aunque no le era indispensable, mademoiselle Dimanche.

Así, hombre políglota, apuntaba Hipólito sus cosas, en francés.

Y quería ello decir que tenía sentimentalmente y bien segura la pitanza de toda la semana.

-Bueno... menos los domingos. Pero éstos, ó comería de restorán, gracias á su buena suerte al juego y á las metálicas generosidades de sus hijas, ó aprovecharíalos, tal como hoy, en darse alguna vuelta por su casa, por este abandonado y un tanto incómodo entresuelo de la calle de la Bolsa.

-¡Ah! Él lo dejaría también, ante la cariñosa y terca insistencia de sus hijas por hospedarle enteramente -y en particular de Luz, la más romántica, y de esta gitana Irene sensitiva. Mas no; ya hacía de sobra con dormir, por excepción, en casa de Luz, conservando su propio entresuelito para darse en las tarjetas fe de hombre avecindado.

De esto cuidaba Juan, su antiguo mayordomo fiel, con la única misión de ir recibiendo acreedores durante los días de la semana, é indicándoles que el señor «seguía de viaje»...

Sólo los domingos, pues, porque acreedores y todo el mundo se daban al descanso, podía venirse aquí tranquilamente.

Además, Juan, pedícuro en su primera juventud, arreglábale como ninguno otro, y cada ocho días, los callos.

Guardó el cuaderno, de las notas. Descolgó el retrato de Irene de entre los otros «de familia». Fumó, y llamó á Juan, tendiéndole los pies.

Mientras el sirviente pedícuro íbale arreglando, el duque meditaba, y contemplaba el bellísimo retrato.

¡Qué diablo!... siempre se engañaba. ¡Una preciosidad, la chica! Creyó estar bien harto de ella, aquella noche, y he aquí que en su último jueves, el segundo de su nuevo turno establecido, ya tuvo que deplorar el haberla declarado hija con tanta rapidez.

Luz é Irene... ¡le daban unas ganas de comérselas, después de los almuerzos, ó luego de las cenas, como postre...!

Y resultaba un poco animal; era lo cierto No sabía disimular esta impresión. También á Irene, al menor descuido, largábale los paternales besos en la boca...

¡Oh, Irene! ¡Pobrecilla!... Ninguna, excepto Luz, había caído con tanto sentimentalismo en la tragedia!

Lo de siempre, al otro día del golpe formidable: que él no había podido dormir; que él no podía vivir pensando en el horror y en la fatalidad de su destino; que él á pesar de sus esfuerzos por seguir apareciendo fastuoso, á fin de conservar el crédito y ver de recobrar su fortuna alguna vez, pasaba á la sazón por una ruina que impedíale hacer nada, de momento, por la hija infortunada; que él, en fin, no veía otra solución que resignarse sin poder salvarla de lo inicuo á menos de condenarse los dos á la indignidad y á la pobreza... y que deberían guardar, jurar el secreto más profundo, en la próxima espera de un día de salvación que consintiéseles á ambos, doloridos, refugiar sus penas y cariños en un castillo de Alemania...

Y lo de siempre, en ellas también. El fantástico castillo familiar sosteníalas á maravilla, con sus rebeldes y flamantes empaques de duquesas, en la mártir resignación de seguir siendo cocotas...

¡Había que ver, el orgullo, la lucha de las lindas improvisadas duquesitas!... Y duquesas sólo para él, en la intimidad de los almuerzos y las cenas, á fuerza de ternezas y de llantos querían todas borrarle ¡al padre! sus recuerdos de la alcoba, brindándole sus mesas, sus llantos, su vida, su dinero...

¡Pobres!

«¡No, hijita mía! ¡Aunque de momento nada puedo hacer por ti, tampoco nada necesito...! En tu existencia de horror, me basta que me dediques un día de pureza y de cariño por semana. ¡Vendré á almorzar y á cenar contigo los jueves, hija mía!»

Lo triste y divertido con estas menos brutas, como Irene, como Luz. era el afán que las entraba por irse educando y afinando. Siempre al lado del padre, del duque, parecíalas ingenuamente hallarse deficientes en cuestión de urbanidad.

Irene, por ejemplo, tocada en el alma misma por aquella consagración aristocrática, poníase, para recibirle sus mejores trajes y joyas, leía historia y libros de blasones, quería aprender el alemán, y no cesaba de preguntarle sobre las buenas costumbres de una mesa.

«Bueno, mira, papá... estos sapitos que están aquí con la boca abierta, son para los huesos de aceituna: pero, ya veo que tú los echas en el plato. ¿Es que se deben poner en el plato?... Además, cuando me obsequiaste con el rabanillo, me lo diste con los dedos... ¿Se deben tomar sin tenedor los entremeses, ó es que tú lo hiciste así por ser un rábano y poder cogerlo por las hojas?»

¡Encantador!

Reíase Hipólito. Se le hacía, en su sencillez, Irene tan simpática, que se dedicó á instruirla en elegantes pormenores.

Y sostenían diálogos notables:

«Hija mía, el besugo, y los huevos fritos con tomate, por muy ricos que estén, son platos de taberna; y los enjuagadores unos trastos arcaicos y antiestéticos. Porque ya nadie se debe enjuagar la boca al final de una comida.

«Anda, y entonces...! ¿qué...? ¿con el palillo?

«Menos, Irenita, menos; jamás los vuelvas á poner. El buen tono de Inglaterra, que es donde come bien la gente, los ha proscrito.

«Oye, entonces, yo, sin ir más lejos, que por tener estos dientes algo separados, se me mete la carne entre los dos, ¿cómo me la quito?

«De ningún modo. Te la dejas.

«¿Me la dejo?

«Sí.

«¿Hasta cuándo?

«Hasta que puedas levantarte y hacerte en el tocador una exquisita limpieza de la boca. ¡El palillo es una solemne porquería!

«Pues vaya, papá... la verdad..., ¡no, yo, no digo nada...!; pero, la verdad, más porquería, aun no contando la molestia, paréceme el estarse durante la comida, y después para el café y la sobremesa, con los dientes entrepados».

Tornaba á reírse Hipólito de la tosca sencillez de la muchacha -maestra de escuela, sin embargo.

¡Pobrecilla!

Pero se afinaba, igual que las demás. Retiró los palilleros, los enjuagadores, no puso más huevos fritos ni besugos, y por nada del mundo hubiese vuelto á despedazar los pescados con cuchillo.

Esta educación, y la digna sentimentalidad aristocrática que, iba ínvadiéndolas, las daba un aire de noble desdén y tristeza melancólica que hacíalas hacer más conquistas entre los hombres de buen gusto.

-Señor duque, ¡terminado! -anunció Juan, retirando el esmeril y los cepillos con que había estado bruñéndole las uñas. Y unos momentos después, calzado el duque, salió, y marchaba ágil, como nuevo, por las calles, con sus pies arregladitos.