El papá de las bellezas/Capítulo VI
Capítulo VI
Era la tercera de las noches que, prudentemente distanciadas, Hipólito pasaba con Matilde. Fumaba él, de espaldas en el lecho, mientras ella, de codo contra el almohadón y con el negro pelo formándose dosel á las ebúrneas desnudeces hermosas y gitanas de los hombros, contábale su vida.
Recurso de todas estas mujeres con quienes, de otro modo, no se sabría qué hablar después de las caricias. Ansia de Matilde, además, en este caso, por sincerarse de torpezas con el gran señor que se había dignado aceptarla, agasajarla, y lucirla y darla cartel por teatros y paseos.
-Sí, mira, Hipólito; tú me creerás una salvaje cazada en el desierto... ¡y no!... Nací en París, y tengo más ilustración que muchas, puesto que soy, puesto que fui maestra de escuela, aquí donde me ves!
-¡Caramba! ¡Maestra de escuela!
-¿Te extraña?... Pues lo soy. ¡Vaya si lo soy!... Verás, mis tíos, unos hermanos de mi madre, que aún viven en la calle de Arlabán...
Hipólito concentró su atención para escucharla. Este detalle no convenía en los que le proporcionó Maguilla. Sin embargo, pronto se reajustó en la historia de Matilde, sin alterar lo principal, que para los designios del ilustre duque concentrábanse en la madre; y dejándola largamente referir cómo al quedarse huérfana, á los cuatro años, la recogieron sus parientes y trataron de encaminarla al bien, se dedicó á reflexionar si no fuese ya el momento de lanzarse á la escena trágica descubriéndola el «terrible secreto de familia»...
Guapa; apetitosa y hechicerísima gitana, de verdad... con su fuerte busto bravo, con su roja boca fresca y sus ojos tan profundos; pero bien saciado el de sus hechizos. Una mujer ¡qué diablo! (teoría del duque) lo mismo que un museo, no puede inspirar curiosidad sino en tanto que van conociéndose uno por uno todos sus misterios de belleza.
Por esta parte, pues, quedábase tranquilo de no imposibilitársela prematuramente como amante, según la impaciencia lo llevó á hacer, quizás, con Luz y con Laura.
Y en cuanto á hallarse para «el trance trágico» no mal apercibido, tenía la seguridad -después de sus indagaciones de tres días. La casa y las propias confesiones de Matilde, habíanle comprobado los datos de Maquilla, con relación á fechas y lugares, proporcionándole otros nuevos.
-Bueno -proseguía Matilde,- no creas que te cuento que estudié para igualarme contigo en finuras porque la instrucción que se da en España á las maestras, y especialmente en urbanidad, dista mucho de ser lo que debiera: sino para decirte que no soy tan bruta como otras... Aparte de esto, y por desdicha, el título sólo me sirvió para perderme, á pesar del intento de mis tíos. ¡Mira, es una indecencia! Hay que ver lo que en las oposiciones pasa...! Tres veces las hice, sabiendo más que nadie, y no me dieron plaza, porque sólo se las daban, si las maestritas eran lindas, á las que se acostaban con los jueces!... hasta que viéndolo así, más que claro, también me resolví...¡qué iba a hacer! ¡Sería mi sino... igual que lo había sido el de mi madre!
-¿También tu madre fué maestra?
-No. Artista. Vivía en París, siempre en París, y trabajó en los mejores teatros. Ella empezó á acostumbrase á cantar y á bailar, cuando chica. Me acuerdo poco de París, pero me acuerdo. Mi madre fué famosa, y muy bonita, muy bonita, más que yo. ¡Ah, claro, más que yo!... ¿Tú no ha visto el retrato de mi madre?
-No.
-Le tengo en el comedor: grande, pero no está bien, porque es de cuando era una chiquilla. ¡Aguárdate! ¡Vas á ver uno precioso, de mi álbum!
Saltó del lecho, ansiosa de poder, al menos, mostrarle á quien tenía tantas estirpes de grandeza, sus estirpes de hermosura, é Hipólito se estremeció.
El terrible momento iba á llegar, inaplazable.
Vió á la estatual y morenísima Matilde cruzar la estancia, mal envuelta en su derribada y minúscula camisa transparente; la vió desaparecer; la oyó trastear en un mueble de la sala contigua... y volvió á verla venir con el retrato.
-¡Toma! ¡Mira qué mujer!
Se había sentado en la cama, sin acostarse, por llevarse nuevamente el retrato, ó por inclinarse mejor á verlo hacia la luz, y el duque, teniéndolo en la mano, sin descomponer su pausa mayestática, se retrepó en el almohadón para mirarlo complaciente.
Siempre galán, concedió antes, aún, una ojeada á los hermosos muslos de la joven, mal velados y cruzados bajo el tronco.
-¡Qué muslos tienes, chiquilla!
Y apenas miró á la fotografía, y en tanto Matilde se bajaba la camisa instintivamente ruborosa, en el respeto, siempre santo, de una madre, las manos y la faz de Hipólito sufrieron una crispación, que bien pronto, en seguida, fué por su cuerpo todo, por su vida entera, una eléctrica conmoción que le dejó pasmado con aquella imagen delante de los ojos.
Matilde se sorprendió. El efecto no podía ser un simple efecto de admiración á la hermosura.
La sorpresa habíala hecho retirar la cabeza de junto á la de él, para observarle, y otro como insensato además de Hipólito la obligó á alejar aún más, llena de susto. En efecto, el duque, que en un desesperado retorcimiento del brazo había apartado de sí la cartulina, como si le inspirase horror, en otro movimiento igual había vuelto á acercársela, á acercársela más, cual si en ella le atrajese algún abismo.
-¿Qué es eso? ¿Qué tienes?-pudo inquirir Matilde.
En vez de responder, el duque, ya francamente sentado entre las ropas y con la cara en ansiedad, miraba alternativamente al retrato y á Matilde. Hubo un momento en que dijérase que sus nerviosas manos iban á romperlo ó á romper las sábanas, en una horrible crispación de inconsciencia y de delirio.
-¿Qué tienes? ¿Qué pasa? ¡Hipólito, por Dios!
Dos ó tres fulguraciones más en el semblante, y el insensato la tomó de una muñeca con fuerza de tenaza.
-¡Tú, Matilde, tú...-inquirió muy cerca de ella, queriéndola arrancar del alma misma la respuesta con el alma en fuego de sus ojos.-¡Tú... eres, de verdad, la hija de esta mujer?
-¡Oh!
-¡Dilo! ¡Dilo!
-¡Sí, su hija! ¡claro! ¡Sí!
- ¡Su hija? ¡Su hija...? ¿Su hija única ó tuviste alguna hermana?
-No, ninguna. ¡Sólo yo!
Hubo una pausa. La asustadísima joven, pensando que su madre hubiese podido cometer algún crimen, con los ojos muy abiertos se veía implacablemente examinar por algo así como el fiscal y duro enojo del que poco antes sonreíala amante entre los brazos.
-¡Oh, Matilde, tú... pero, entonces, ¡contesta!, desdichada!... No es cierto, no puede ser cierto que tengas diez y siete años, como dices, sino veintiú...¡veintidós!
-Diez y... veinti...-vaciló tan sólo la aturdida.
-¡Veintidós! ¡Sí, sí, veintidós...! ¡Naciste en 1889! ¿No?
-Sí.
-¡Y murió tu madre el 94! ¡Y no te llamas Matilde tú, sino Irene Sanz, como tu madre!
-¡Como mi madre! ¡Irene Sanz!
Brotaban las confirmaciones rápidas y dóciles, como las chispas de un hierro encendido y golpeado. La última tuvo la virtud de erguir en otra más rígida convulsión á Hipólito, que ciñó por fin con fuerte abrazo á la desorientadísima Matilde, en una congoja de sollozos, al tiempo que exclamaba:
-¡Ah, Irene, Irene! ¡Ah, hija mía!... ¡Hija de mi alma!... En qué situación más espantosa han querido las burlas de la suerte que encuentres á tu padre!
Escondía en el hombro de ella la pena y el bochorno, temblando, queriendo fundirla todo á su mismo corazón. y ella, fría, atónita por la noticia incomprensible, quedóse sin voz ni acento unos momentos.
Luego, pudo ronca interrogar:
-¡A mi padre! ¡Cómo que á mi padre! ¿Tú mi... mi padre? ¿Tú...? ¡¡Usted!!
Una trepidación de aquel que la estrechaba, de aquel que la estaba sofocando en un trémulo tormento de dolor y de ternura, fué la más elocuente réplica para el corazón de la infeliz. El llanto, profuso, infinito, inconsolable, la tronchó sobre el extraño hombre que asimismo desoladamente parecía llorar contra ella y el retrato queridísimo.
Y el llanto, con su calma de amargura, poco á poco, los fué desenlazando y los fué dejando frente á frente, mudos, abrumados, fija la vista en el leve espacio de cama que quedaba entre los dos, tal que en una sima de vergüenzas en donde hubiéraseles desvelado tan cruel un misterio pavoroso.
El duque habló, vaga y ahogadamente, por último, como si lo hiciese para oirse él mismo, en su conciencia:
-Fué en el verano de 1887, cuando yo marché á París, á la Embajada. Irene Sanz, tu madre, trabajaba en Folies Bergère. Nos conocimos, vivimos adorándonos dos años, y mi desventura hizo que á los quince días de nacer tú, á mí me trasladasen á la China, de ministro. Luego... ¡nada!... algunas cartas, el silencio, la distancia... quizá el olvido un poco ingrato de tu madre. Supe que murió, y los que me informaron no pudieron decirme nada de la hija... ¡De ti, pobre niña de mi alma!
Se desplomó brusco; cubriéndose la cara en el almohadón y con los brazos, y lloró más. La hijo le contempló absorta por la inmensa emoción indefinible de aquella imprevista paternidad ducal, y por el horror que aun allí su indecente desnudez estaba pregonando de haber sido poseída por su padre: horrorizada, asombrada, pues, en la complegidad de su emoción, fué su primer impulso deslizarse de aquel lecho y cubrirse su impudencia... Los primeros pasos los dió como una cobarde gata que se esquiva sin ser vista; y luego ya un ropón al alcance de su mano, lo tomó y se lo vistió, y se lo ciñó...
¿Qué hacer después...? No lo sabía. Hacia el duque, hacia aquel señor, hacia... ¡su padre! ¡ah, qué cosa tan tremenda! tendíansele tantas ansias de atracción como de vergüenza y de rechazo... ¡Poseída por él!... y él, también, sin duda, ahora, en su escondido llanto silencioso, maldeciría y renegaría de la hija prostituta y tan vil que pudo acostarse, como con cualquiera otro, con su padre.
La indecisión ó la rabia de verse siquiera los pies desnudos, hízola coger unas pantuflas... y al cabo, apoyada sobre un mueble, en un rincón, quedóse inmóvil.
De un sólo golpe, el destino acababa de abrirle alrededor los abismos ó los cielos de no sabíase qué cambios tenebrosos ó gloriosos.
Pero prolongábase la violenta situación, y tornó á acercarse como un espectro hacia la cama.
El desolado duque la sintió; tendió una mano, con solemne gesto de odio ó de piedad, y díjola:
-¡Vete!... ¡Déjame un momento, Irene!... ¡Espérame allí fuera!
Le obedeció ella como un espectro, ¡como un espectro!... Era entendido, Su padre querría vestirse también, dignificarse en lo posible. -La difícil conversación que iría á seguir, necesitaba otro escenario en que no estuviese este lecho maldito, incestuoso, acusador...
Matilde ó Irene, hija: de duque y prostituta, se fué á la sala, á esperarle.
Y esperó... esperaba llena de estupor y de impaciencia.
No sabía lo que iría á pasar, lo que tendría ella que decir, ni siquiera la actitud con que debiese de afrontar la rarísima entrevista.
El amante galán...¡habíasele trocado en... padre...! ¡y ella era una duquesa!
¡¡Una duquesa!!
De rato en rato sentía las aguas y los peines y cepillos del tocador, como si él se estuviese lavando y perfilando... purificándose para presentarse de nuevo lo más noble y grave que pudiese junto á ella.
En efecto, al no poco tiempo, le vió llegar. Venía correcto. Traía incluso el sombrero y el bastón.
La joven se levantó, y le oyó inmediatamente expresarse de esta suerte:
-Hija. Irene, niña de mi alma; lo que nos pasa es tan grave, tan extraño, que en vano ahora querríamos poder hablar nada con concierto. Necesito pensar mucho en esta noche. Mañana temprano volveré. ¡Hasta mañana!
La alzó la mano, dió en ella un yerto beso de espanto y de respeto (¡ah, qué beso! ¡Cómo la joven tuvo en él la plena revelación de todas las ducales dignidades!) y se alejó severamente doloroso hacia la puerta... En la puerta detúvole un instante todavía un ademán de consternación loca y una última mirada...
Irene se quedó llorando, largamente, largamente... hora tras hora, y de vez en cuando se miraba en los espejos.
¡Duquesa!
¡Oh, duquesa!!
¡Tal era la esplendorosa impresión que le flotaba, que le predominaba aún por encima de aquella otra tan horrenda de haber sido, sin saberlo, la amante de su padre!
Lloraba, no por ella, acaso, sino por el gran dolor que en la larga noche estuviese atormentando á su padre el duque.
Y el duque, mientras, en el Círculo, estaba haciéndose servir una cena suculenta... porque llevaba un hambre de tres mil pares de demonios.