El papá de las bellezas/Capítulo V

Capítulo V

En auto, naturalmente, y con otro gran señor auténtico, el marqués de Guanaján, vestidos los dos de smoking, el duque filaba hacia la Ciudad Lineal, para ver las luchas romanas, por la bella luna de los campos. Había comido con Luz, aunque por hallarse en fondos pudo hacerlo en restorán, y caballerescamente la había devuelto sus mil pesetas -aparte de haberla llevado un regalillo. ¡Oh, no! ¡Él no explotaba á sus hijas, pobrecitas!... Cuando el juego le favorecía, reintegrábalas, incluso con largueza. Era su savoir faire. Era su modo de inspirarlas cariño y confianza, y de no pasar con ellas por un granuja maqueroc ó por un padre sin decoro.

Llegaron. Pasaron á la cancha. El público rugía. Vervet se daba de trompazos con el negro Anglio. Cerca de la mesa del duque y del marqués, tomaba asimismo cerveza una huéspeda gentil de la Cañón. Decíase que aquella chica, histérica ó mema de remate, en la noche anterior habíase llevado al holandés, Stignner, habíase gastado cuarenta duros convidándole á Champaña,... y habíase quedado, al fin, en blanco... porque el recio luchador no quiso amorosamente derrochar las fuerzas recobradas en la cena.

Y á pesar de todo, el duque, el clásico aristócrata que resumía las elegancias madrileñas, harto estaba viendo aquí que le llamaba la atención á las mujeres más que Stignner y más que Vervet y Anglio y que todos juntos los hercúleos luchadores...

Una grande y sonora costalada, indicó que el negro había sido vencido. La muchedumbre rugió y desfiló, en mucha parte. No inspiraban curiosidad, tras esta artística barbarie de los hombres, los graciosos cantos y danzas de mujeres, que iban á seguir.

También el duque y el marqués salieron de la cancha.

-¿Eh? ¿Eh?-díjole el marqués al duque.-En cosa de espectáculos he aquí algo de tipo parisién. Lástima que no esté más cerca de Madrid.

Efectivamente, cruzándolo, miraban complacidos el cachet dél restorán; del amplio parque, al otro lado, con su aéreo aparato volador lleno de luces. No había, en verdad, ni la barca que se precipitaba al lago, vista por Hipólito en Majec-City, ni los camellos de Luna Park, para que luciesen. las piernas las cocotas: pero sí había tiro, tobbogan, y un negro con taparrabos, que se chapuzaba en un estanque así que acertaba á desprenderle del trapecio un pelotazo.

Además, había un casino-teatro, con juego. Refugiáronse en él, y dentro de su luminosa animación no tardó Hipólito en divisar á Matilde, con Maguilla.

Para esto había venido.

-Cita; convenio con Maguilla -sin que la supiese la muchacha.

Cruzó, al brazo del marqués y ya pudo observar cómo llamaba la atención de Matilde, igual que de las otras que jugaban en las mesas ó consumían licores y cervezas en los palcos.

Maguilla se encargó de excitarle á Matilde su ducal admiración.

-Es el duque de Puentenegro, ¿verdad?

-El mismo, Matildita.

-¿Y amigo tuyo?... ¡Te ha saludado!

-Y amigo mío.

-¿Con quién está?

-Con el marqués de Granaján.

-No, digo... liado.

-Con nadie. Es hombre á quien le gusta picar de rosa en rosa. ¿Tú... no le conoces?

Matilde vaciló.

-¡No!-respondió al fin, contrariada.

-Pues es extraño. Porque se trata de un hombre que se sabe á todas las hermosas al dedillo. Tanto, que se podría afirmar que no han sido consagradas como tales hasta que no han sido sus amigas.

Brillaron los ojos de Matilde. Al duque rodeábanle ya cuatro ó cinco mujeres, salidas de distintos sitios del teatro.

-¿Quieres presentármelo?

-¡Mujer!-repuso Maguilla, sonriente. -¡Si quieres!...Habrá que buscar una ocasión. ¡Vente á la ruleta!

Fueron. Jugaron cerca del duque. Al poco la presentación quedaba hecha; y no mucho después, los tres se retiraban á beber Champaña en otro palco, mientras el marqués de Guanaján se entretenía con seis artistas austriacas.

-Mira, duque -decía Matilde, ya medio borracha de vino, y de sentimentalismo, y tuteándole, allá á las dos de la mañana. -Te voy á llevar en un coche, á mi casa... ¡Yo te quiero, yo le quiero para mí!

La femenina concurrencia andaba pendiente de aquella buena suerte de Matilde.

¡El duque! ¡Ah, el duque!

Imposible, sin embargo. El duque, en esta misma noche tenía que resolver una cuestión de honor. Era el presidente de un tribunal que debería examinar con todo escrúpulo si debía ser descalificado, un caballero... un ingeniero que había tardado más de sesenta horas en designar padrinos para un lance, después de haber querido apalear á los que hubo de enviarle el adversario...

-Bien, entonces, mañana, mañana... ¡Cenarás conmigo! ¿Lo prometes?

-Sí, mujer.

-No, no, es que has de darme tu palabra.

-¿Mi palabra:?... ¿y si al fin no puedo ir?

-¡Tu palabra! ¡Tu palabra!

-Bueno. Matildilla: mi palabra. Mañana, espérame á cenar.