El papá de las bellezas/Capítulo IX

Capítulo IX

Volvió á ponerse el antifaz y bajó del auto. Venía muy triste al baile, que tanto habíala gustado siempre. Cogida del brazo del joven conde que iba á ser su amante esta noche, cruzó vestíbulos y galerías, donde la marcha iba siendo más difícil cada vez.

Tomaron turno en la estrechez del guardarropa. No hablaron. Luz, con la mano en el crespón de la barbilla, sentía una verdadera repugnancia de alquilado... de tener que entregarse á un hombre más.

-¡Te aburres, mujer! ¿qué tienes?-la dijo el joven conde, sin poderla imaginar su íntimo y extraño drama de pudores.

Eran los únicas, acaso, que no gritaban en aquel tumulto de locura.

Llegaron tarde. Tanta gente había, que al desembocar en el foyer vieron el paso punto menos que imposible. Borrachos todos. Un remolino los tomó y los llevó casi en volandas al salón. Ya que mirar nada en torno era inútil, porque no se veía más que la compacta masa humana de algazara y colorines, Luz alzó los ojos á los palcos, al fondo también, á aquel en que ahora agrandábase el Real con la amplitud enorme de la escena. Aunque la recordaba de otros años, volvió á chocarla la estrambótica, la singular transformación: las plateas mostrábanse á ras del piso de madera que cubría la rampa de butacas; la orquesta perdíase entre las luces, siendo igual, por el estruendo, que sonase ó no, pues que así podían oirla las parejas, como bailar en tanto aprieto. ¡Verdad que bailar importaba lo de menos en el baile!

El confetti los detuvo al pie de un palco, en una gran batalla loca, contra quien no se sabría. Por rumbo, ó por ardor de la pelea, las tres guapas María Antonietas que lo ocupaban, y sus tres acompañantes, arrojaban enteros los cartuchos; rotos por el aire al ser devueltos ó al chocar con las barandas, deshacíanse sobre la gente en densa lluvia de colores. Una mascarita azul, de cara trianonesca, había quedado cubierta de papel verde como en una fantástica nevada.

Luz descubrió á su padre, grave siempre, siempre digno, en otro palco, en donde había, no obstante, una deshecha juerga de vinos y mujeres.

¡Ah, de qué buena gana hubiérase salvado, hubiérase recogido con él en un rincón!

-¡Bah, te aburres, mujer! -insistió contrariadamente el conde.-¡Ven! ¡Vamos á beber, para ponernos á tono!

Se dejó arrastrar, ella. El vino sería el mejor narcótico para lanzarla á la indecencia que esta noche, más que nunca, y sin saber por qué, su alma rechazaba. ¿Por qué había querido Dios descubrirla honorable duquesita si debía seguir en una vida inmunda como ésta...?

Descubrieron pronto una platea en que había amigos y amigas del conde. Con sólo hablarles éste, y anunciar que iban á dar la vuelta para entrar, ahorráronle á ambos el trabajo, haciéndoles saltar por la baranda. Brutalmente izada Luz por unos brazos de borrachos, descompusiéronla el traje, forzáronla á lucir las pantorrillas, y quedó sin antifaz... Bebió, bebió ávidamente por cerca de una hora, todas las copas que la daban, para soportar los besos y achuchones que allí se repartían...

Pero el champagne, la borrachera, no consiguió sino excitar sentimentalmente sus tristezas. Uno la dió un pellizco en un pecho. Otro la empujó hacia el antepalco y la quería forzar... y el conde, su pareja, en tanto, ya también borracho, creíase y se dedicaba á la misma brutalidad con las amigas.

Pero Luz logró rechazar al imprudente, y volvió á sentarse, con su pena, al pie de la baranda.

El teatro entero, visto desde allí, ofrecía más que desde abajo, sus crudezas, su realismo de tosca bacanal. Besos, mordiscos, puñetazos. Rizos sueltos y sedas desgarradas. Una que reía y gritaba allá, en un obscuro fondo; debatiéndose de tres sátiros de frac, y otras que festoneaban las barandillas, sentadas en los hierros ó con las piernas hacia fuera, lanzando arengas á la sala.

En torno á un entresuelo, abarrotado de hermosas, se enfocó la expectación; la gente se agolpaba, al advertir que una escotada y guapísima morena, que estaría, además, criando, por turno les daba de mamar á sus amigos; y crecían fuera de tal modo los aplausos al éxito de la desahogada, que ésta, en gratitud, acercóse francamente al antepecho, se sacó más los senos del escote, y con ambas manos se oprimió ambos picos, rociando de cortados y finos chorrillos al concurso.

Fué un hervir de infierno, que hubieron de acallar los inspectores... Gritos, alaridos, ovación, formidable clamor ronco de lujuria; pasado el vals, los hombres querían llevarse en triunfo á la muchacha.

Luz huyó otra vez el ansia noble de sus ojos al alto palco en donde había visto á su padre. Volvió á verle, solo ahora, siempre grave, siempre correctísimo, mirando triste el desenfreno, como ella, y ardientemente deseó ir á reunírsele; y puesto que en este mismo instante, el conde y los demás venían á reclamarla, porque locos, ebrios como uvas, entre el furioso rugir del antepalco, estaban celebrando con las otras un concurso de caderas... ella, arrastrada por la fuerza, encontró una oportunidad en la inconsciencia misma del tumulto, y abrió la puerta y escapó...

Con trabajo, librándose de soecísimos asaltos por pasillos y escaleras, preguntando ya en los pisos de arriba á los empleados del teatro, que conocían de más al duque, logró dar con el palco que buscaba. Abriéronle y entró. Creería que la había llevado allí su. afán inmenso de pureza, por encima del escándalo, como con alas de arcángel. El romanticismo, el sentimentalismo y la penosa borrachera, la hacían llorar. Llorando, pues, cayó en los brazos de «su padre».

-¡Oh, Luz! ¡Tú aquí...! ¿Qué traes? ¿Qué tienes? ¿Te han hecho algo, te han pegado?-inquirió éste alarmadísimo.

Hombre temible con las armas, y caballero incapaz de no tomar la rápida defensa de poco importara qué mujer, ya sus manos buscaban á aquel á quien debiesen imponerle duro correctivo...; pero Luz lo llevó abrazado al antepalco y le hizo caer con ella, llorando siempre, en un diván.

-¡No! ¡No tengo nada! ¡Que me ahogo, solamente que me ahogo! ¡Si es tuyo esto, que nadie entre á molestarnos! ¡Me ahogo! ¡Yo me ahogo!

Estrechando el gran abrazo de dulzura, de cariño, de refugio, de redención del tantísimo lodo de su ser, las lágrimas corríanle á torrentes por la cara.

-¡Mira, por Dios, yo te lo pido! ¡Llévame en seguida fuera de este antro! ¡Llévame contigo fuera, lejos, muy lejos de Madrid!

-¡Pero, chiquilla!

-¡Sí, sí, por Dios ó por lo que más quieras! ¡Sálvame! Sálvame!

-¡Pero muchacha! Pero... ¿de qué?

¡De la ignominia! ¡De la indecencia!

Había pronunciado estas frases con un horror que la hizo clavarse más convulsamente á Hipólito, y éste repitió:

-¡De la indecencia! ¡De la ignominia!... ¡Ah, sí, mujer, ya te comprendo!... ¡Pero también tú debes comprender... que es imposible! ¡Imposible!

La eterna imposibilidad; la negativa azotándola, como tantas otras veces, en este supremo instante de sus desesperaciones.

-¡Tranquilízate! ¡Descansa un rato, hija mía!¡Tú has bebido mucho, tal vez!

¿A qué insistir?... Cedieron desalentados los brazos de Luz, y muda y muerta continuó vertiendo la fuente de sus lágrimas sobre el hombro de aquel padre tan noble, tan bueno, pero asimismo tan infeliz que nada podía hacer para salvarla.

Por otra parte, era cierto; ella había bebido mucho, mucho, una enormidad... y la pesadez que la llenaba de un invencible sueño la cabeza, caíala sobre el dolor del corazón como un piadoso manto que contribuía con el amarguísimo llorar á irla calmando poco á poco... Diez minutos después, y mientras el duque fumaba tranquilamente su habano, Luz se había dormido.

¡Concho! -exclamó el «padre», al notario.

Tenía él igualmente una sorda borrachera digna, correcta, irreprochable, propia de un duque, y se resignó á fumar y á servirle de almohada á la bellísima durmiente.

Mas, ¡oh!... esta misma circunstancia de estar viéndola tan bella, turbó su placidez.

¡Su hija! ¡Qué demonio!

Su hija... que vendría harta de champaña y de que en propicios rincones del teatro saciáranse de su beldad quién supiese quiénes. Lástima y rabia que estuviésele prohibido sólo á él, que la deseaba más que nadie, que... casi la amaba, que casi la amaba en su nuevo seductor y sentimental aspecto.

¡Era tan bonita! ¡Era al mismo tiempo tan absurdo hallarse solo y contenido por su farsa de respetos con una mujer así, en medio del burdel!

Mirábala, y acariciábala la cara con la mano.

Un momento pensó en despertarla, en confesarla el embrollo de mentiras que hacían sufrir á cada uno á su manera, y manifestarla que queríala como amante para siempre. Con sus manejos del juego, y con lo que le siguiesen dando las demás, las otras hijas, pudiera sostenerla.

Desistió. Esta Luz, lo mismo que Matilde, habían tomado de más en serio la paternidad y el duquesismo. Compleja, pues, la cosa, y expuesto el resultado.

Sin embargo, su lógica impulsiva de borracho y la belleza de Luz, dábanle á sus manos harta menos sensatez que á sus reflexiones; y sus manos, que habían pasado pegajosas de la cara á la garganta, tardaron nada en encontrarse camino del escote.

Dormía, dormía ella pesadamente. Ansió él, siquiera, volver á ampliarle á las impresiones de su tacto y de sus ojos íntimos recuerdos de otros días, y la desabrochó lento el dominó, y la fué desabotonando el peto. Suave como un aura, abrió las sedas y dejose amplios al placer de su mirada aquellos blancos y duros y perfectos senos ideales.

¡Ah, la cara, la roja boca, el albo cuerpo soberano de vacante que sólo á él estábanle prohibidos!

Sus dedos, sus manos, acariciaban la ardiente nieve de aquellos senos que tenían tersuras y tremores de tímidas palomas. Por fijar en ellos su avidez, no pudo fijarse en que los ojos de Luz, despiertos y muy sorprendidos y abiertos por semejantes maniobras, en su misma semiinconsciencia de borracha, estabanle observando. Y cuando el insigne duque fué á doblarse al corazón de ella, para darla un beso... ella, de pronto, toda horrorizada, en un ímpetu, se irguió llena de espanto y de amargura.

-¡Qué! ¡Oh, qué! ¡Dios mío! -fulminó cubriéndose la desnudez de sacrilegio.

Durante unos segundos Hipólito quedó bajo la bochornosa acusación de tal afrenta; pero, duque, duque al fin, rápido también en el sincerísimo pesar de su robo de cochero, reaccionó y supo encontrar la dignidad entre disculpas.

-¡Ah, hija mía, mi Luz! ¡Tenías una congoja! ¡Creí que ibas á ser víctima de un ataque, de alguna congestión, porque has bebido mucho, mucho, sin duda... y te desabroché y trataba de reaccionarte el corazón!... ¿Te encuentras bien, ya? ¿Completamente buena? ¡Oh, hija mía!

Luz le miraba ansiosamente, con una extraña mezcla, ahora, de horror y gratitud; y las correctas y cariñosísimas frases de «su padre» la hacían dudar de la escena inicua que sus turbados ojos creyeron comprender.

Nada respondía.

Había bebido mucho, mucho... y en verdad que no podía saber si el vino la dejó ver bien un agravio de padre, ó si fué á ella á quien la forzó á pagarle con el agravio más tremendo la dulce solicitud por atenderla en sus miserias de borracha...

Se dobló á las manos, y lloró con más asco de sí misma, con más pena que jamás.

-¡Cálmate, hijita, cálmate! ¡Tu congoja ya ha pasado!

Siguió llorando un rato, y al fin se levantó.

-¡Papá, haz el favor! ¡llévame á casa!

El duque se dispuso á complacerla, aunque con ánimo de volver, tanto por disfrutar del baile, cuanto por no prolongar en esta noche, junto á ella, la ingrata situación.¡Era visto el resultado, si él la hubiese descubierto ó insistiese en descubrirla su farsa y sus designios!

Partieron.

A la media hora, ya el duque otra vez en el baile, seguía preocupadísimo.

No podía creer que Luz no hubiese entendido la intención. Imbécilmente la había causado un disgusto que le podía costar su afecto, sus inmensas devociones... la pérdida, en fin, de la más segura de «sus hijas».

Conveníale, pues. no verla en unos días, dejándola abandonada á sus ternuras generosas y fiándole al tiempo los olvidos.

Antes de acostarse, en cuanto amaneciera, la escribiría diciendo que se ausentaba de Madrid un mes. Sin viaje alguno, se lo haría creer, con sólo no ir á dormir á la casa de ella, sino al entresuelo, de la calle de la Bolsa, y no apareciendo por los sitios en que pudieran tropezarse.

¡Ah! pero, además, puesto que Luz é Irene se habían hecho tan amigas, que se pasaban la vida juntas y llorando, le tendría que escribir lo mismo á Irene...