El papá de las bellezas/Capítulo II

Capítulo II

-¿Señor duque?

-Adelante, Clarisa.

-Con permiso.

Pasó la simpática muchacha.

-Mira, Clarisita: tráeme... me vas á traer de desayuno, medio limón, té, rootsbif frío, queso de Roquefort con mostaza y una copa de Madera.

-Pero... ¡Señor duque!

-Vamos... de Madera. ¡Quiero decir, de-vino de Madera! -explicó el duque.

Y sonrió.

Las pobres menegildas madrileñas no estaban hechas á sus gustos pantagruélicos y exóticos, forjados sobre las costumbres rusas, inglesas, alemanas.

-Sí, sí, mujer. Trae todo eso. ¿Es que no lo hay, quizás?

-Si, señor duque; haberlo si lo hay. Pero... son las tres de la tarde.

-¡Las tres!

-¿Y á qué hora van á almorzar el señor duque y la señorita?

-¡Caramba, nena! ¡Conque las tres!... ¿Sabes que he dormido?... Abre, y que entre el sol Haz el favor de prepararme el traje claro, el de las listas...; no, el de cuadritos...; ó, no, mejor, el liso, el gris.

Mientras era obedecido, encendió perezosamente otro cigarro. Por un rato, siguiendo la veleidad del humo, planeó sus quehaceres de la tarde. Luego tornó la atención á Clarisa, honesta morenita «bastante bien empaquetada».

-¿Y la señorita?-preguntó.

-Acostada aún. Pero va también á levantarse. Ya ha pedido agua caliente.

-¿Sola?

-¿Qué, sola? ¿el agua?

-No. Ella.

-¿La señorita?

-Sí, la señorita; que si está sola en su cuarto.

-Creo que no.

-¿Con don Ramiro?

-No, señor duque; creo que no.

-¿Con quién, entonces?

-No sé. Vinieron tarde, anoche. Les abrió Cristina. Por la voz me pareció un poco don Arsenio, ó el señor Roca.

-¿Pues no dices que les has llevado agua caliente? ¿No les has visto?

-No, también Cristina. Puedo informarme, si al señor duque le interesa.

-¡Bah, quiá! ¡Déjalo!

Y como al mismo tiempo, con su perfecta naturalidad de gran señor, se desarropaba para levantarse, echando las desnudas piernas al borde de la cama, Clarisa dispúsose á partir, sintiendo alarmados sus pudores.

-¡Con permiso! ¿Se le ofrece al señor duque alguna cosa más?

-Nada, Clarisa. Anda con Dios. ¡Que esté pronto el almuerzo!

Partió la joven.

Hipólito la siguió con la vista, hasta que húbose perdido en el rojo cortinón.

Y cruzando la estancia, y tomando al paso del tocador, un frasco de Colonia, entró en la contigua con objeto de bañarse.