El papá de las bellezas/Capítulo I

El papá de las bellezas (1912) de Felipe Trigo
Capítulo I

Capítulo I

En cuanto despertó el duque, púsose á toser como un desesperado. Del tabaco. Se lo decían los médicos. Veneno lento. Le causaba tos, anginas, palpitaciones cardíacas y trastornos visuales. Lo cual desaparecía así que fumaba menos ó por tres ó cuatro días dejaba de fumar.

Sacó un cigarrillo de su pitillera de piel de cocodrilo, y lo encendió.

¡Al diablo la higiene y los doctores!

¡Hombre! ¡pues tendría que ver...! Estos parecían preocuparse únicamente de descubrirle aspectos perniciosos á cuanto hace la vida llevadera: el vino, el juego, las mujeres, el tabaco...

Cuatro elementos sin los cuales él se habría pegado un tiro.

Y no porque el eximio duque de Puentenegro, heredero de cien nobles que lucharon en Flandes y en Italia, y que tenían llena la hispana historia con la gloria de sus nombres, dejase de ser un grande aficionado á altas empresas, sino porque las altas empresas, dignas de los grandes, habíanse agotado en el ambiente democrático actual.

¿Qué, meterse él, Hipólito, tal que sus hermanos y tantos otros, á minero, á ganadero, á productor de vinos, á fabricante de azúcar ó fabricante de papel, ni más ni menos que cualquier burguesete pelagatos?

¡Bah!... La misión de un prócer, á través de la presente plebeyez insoportable, debiera ser, y nada más, pasearle al mundo por las cochinas narices democráticas los faustos de su estirpe.

Así había él venido realizándolo siempre, siempre, desde el primer albor de juventud, para haber logrado esta insuperable fama de mundanidad y de elegancia, mal que bien, todavía prendida en el chic de su monóculo, do sus polainas blancas, de su pantalón arremangado y de su flor azul en el ojal.

Ciertamente que ahora, á los cincuenta y cinco años, y mientras que sus marqueses y condes hermanos, los mineros, seguían con más millones en la esplendidez de sus palacios, él, arruinado, sin un céntimo, hubiese tenido que pedirle prestado un coche á cualquiera de ellos, á querer seguir rodando por Madrid con blasones y lacayos familiares... ¿qué importaba?... «Altivo, para no descender jamás á la menor humillación, la memoria ya un poco lejana de sus autos y de sus excelentes cuadras de carreras persistía en la admiración deslumbrada de las gentes, conservándole la aureola de prestigios.

Ruina dorada y digna la suya, al fin; puesto que aún podía dormir, casi como destronado emperador, en chambres como ésta...

La revisó -á la luz que dejaba filtrar la seda salmón de las cortinas desde los balcones mal cerrados. En el lecho le cubrían holandas, ricos damascos grosella y un suavísimo edredón azul celeste; sobre su cabeza volaba un rojo dosel lleno de borlas y cordones: tendíanse por ambos lados del suelo pieles y alfombrillas persas, y á lo largo de los tapizados muros alzábanse no mal, entre muelles marquesitas y hondas otomanas, los paravents, los armarios blancos, los espejos, la mesita-tocador bien surtida de perfumes...

¡Bueno! ¡Un poco cursi todo!... Era la verdad.

Un poco cursi. ¡Pobres chicas!... y un tanto tendencioso.

El consabido lujo de alcoba de los portfolios galantes del París.

Por ejemplo, una de las biseladas y apaisadas lunas, había sido puesta con perversa ingenuidad de modo que copiase á los yacentes en la cama; y una gran oleografía, enfrente del Cristo de marfil, representaba una pagana Leda demasiado ostentosamente expuesta al pico de su cisne.

Ya iría haciendo modificar las cosas poco á poco.

Tiró el cigarro. Despertábase con hambre.

Tocó el timbre, para que le trajese la doncella el desayuno.