El origen de las especies (Zulueta tr.)/Capítulo VIII

Los instintos son comparables con los hábitos, pero se diferencian de estos por el origen

Muchos instintos son tan maravillosos, que su desarrollo parecerá probablemente al lector una dificultad suficiente para echar abajo toda mi teoría. Debo sentar la premisa de que no me ocupo del origen de las facultades mentales, de igual modo que tampoco lo hago del origen de la vida misma. Nos interesa sólo la diversidad de los instintos y de las demás facultades mentales de los animales de una misma clase.

No intentaré dar definición alguna del instinto. Sería fácil demostrar que comúnmente se abarcan con un mismo término varios actos mentales diferentes; pero todo el mundo comprende lo que se quiere expresar cuando se dice que el instinto impulsa al cuclillo a emigrar y poner sus huevos en nidos de otras aves. Comúnmente se dice que es instintivo un acto para el que nosotros necesitamos experiencia que nos capacite para realizarlos, cuando lo ejecuta un animal, especialmente si es un animal muy joven, sin experiencia, y cuando es realizado del mismo modo por muchos individuos, sin que conozcan para qué fin se ejecuta. Pero podría yo demostrar que ninguno de estos caracteres es universal. Un poco de juicio o razón, según la expresión de Pierre Huber, entra muchas veces en juego aun en animales inferiores de la escala natural.

Federico Cuvier y algunos de las metafísicos antiguos han comparado el instinto con la costumbre. Esta comparación da, creo yo, una noción exacta de la condición mental bajo la cual se realiza un acto instintivo, pero no necesariamente de su origen. ¡Qué inconscientemente se realizan muchos actos habituales, incluso, a veces, en oposición directa de nuestra voluntad consciente!, y, sin embargo, pueden ser modificados por la voluntad o por la razón. Las costumbres fácilmente llegan a asociarse con otras costumbres, con ciertos períodos de tiempo y con ciertos estados del cuerpo. Una vez adquiridas, muchas veces permanecen constantes durante toda la vida. Podrían señalarse otros varios puntos de semejanza entre los instintos y las costumbres. Como al repetir una canción bien conocida, también en los instintos una acción sigue a otra por una especie de ritmo; si una persona es interrumpida en una canción, o al repetir algo aprendido de memoria, se ve obligada, por lo común, a volver atrás para recobrar el curso habitual de su pensamiento. P. Huber observó que así ocurría en una oruga que hace una cubierta, a modo de hamaca complicadísima; pues dice que, cuando cogía una oruga que había terminado su cubierta, supongamos, hasta el sexto período de la construcción, y la ponía en una cubierta hecha sólo hasta el tercero, la oruga volvía simplemente a repetir los períodos cuarto, quinto y sexto; pero si se cogía una oruga de una cubierta hecha, por ejemplo, hasta el período tercero, y se la ponía una hecha hasta el sexto, de modo que mucho de la obra estuviese ya ejecutado, lejos de sacar de esto algún beneficio, se veía muy embarazada, y, para completar su cubierta, parecía obligada a comenzar desde el período tercero, donde había dejado su trabajo, y de este modo intentaba completar la obra ya terminada.

Si suponemos que una acción habitual se vuelve hereditaria -y puede demostrarse que esto ocurre algunas veces-, en este caso la semejanza entre lo que primitivamente fue una costumbre y un instinto se hace tan grande, que no se distinguen. Si Mozart, en lugar de tocar el clavicordio a los tres años de edad, con muy poquísima práctica, hubiese ejecutado una melodía sin práctica ninguna, podría haberse dicho con verdad que lo había hecho instintivamente. Pero sería un grave error suponer que la mayor parte de los instintos han sido adquiridos por costumbre en una generación, y transmitidos entonces por herencia a las generaciones sucesivas. Puede demostrarse claramente que los instintos más maravillosos de que tenemos noticia, o sea los de la abeja común y los de muchas hormigas, no pudieron haber sido adquiridos por costumbre.

Todo el mundo admitirá que los instintos son tan importantes como las estructuras corporales para la prosperidad de cada especie en sus condiciones de vida actuales. Cambiando éstas es, por lo menos, posible que ligeras modificaciones del instinto puedan ser útiles aluna especie, y si puede demostrarse que los instintos varían realmente, por poco que sea, entonces no sé ver dificultad alguna en que la selección natural conservase y acumulase continuamente variaciones del instinto hasta cualquier grado que fuese provechoso. Así es, a mi parecer, como se han originado todos los instintos más complicados y maravillosos. No dudo que ha ocurrido con los instintos lo mismo que con las modificaciones de estructura material, que se originan y aumentan por el uso o costumbre y disminuyen o se pierden por el desuso; pero creo que los efectos de la costumbre son, en muchos casos, de importancia subordinada a los efectos de la selección natural, de lo que pueden llamarse variaciones espontáneas de los instintos; esto es, variaciones producidas por las mismas causas desconocidas que producen ligeras variaciones en la conformación física.

Ningún instinto complejo ha podido producirse mediante selección natural, si no es por la acumulación lenta y gradual de numerosas variaciones ligeras, pero útiles. Por consiguiente, lo mismo que en el caso de las conformaciones materiales, tenemos que encontrar en la naturaleza, no las verdaderas gradaciones transitorias, mediante las cuales ha sido adquirido cada instinto complejo -pues éstas se encontrarían sólo en los antepasados por línea directa de cada especie-, sino que tenemos que encontrar alguna prueba de tales gradaciones en las líneas colaterales de descendencia, o, por lo menos, hemos de poder demostrar que son posibles gradaciones de alguna clase, y esto indudablemente podemos hacerlo. Haciéndome cargo de que los instintos de los animales han sido muy poco observados, excepto en Europa y América del Norte, y de que no se conoce ningún instinto en las especies extinguidas, me ha sorprendido ver cuán comúnmente pueden encontrarse gradaciones que llevan a los instintos más complejos. Los cambios en el instinto pueden, a veces, ser facilitados porque la misma especie tenga instintos diferentes en diferentes períodos de su vida o en diferentes estaciones del año, o cuando se halla en diferentes circunstancias, etc.; casos en los cuales, bien un instinto, bien otro, pudo ser conservado por selección natural. Y puede demostrarse que se presentan en la Naturaleza estos ejemplos de diversidad de instintos en la misma especie.

Además, lo mismo que en el caso de conformación física, y de acuerdo con mi teoría, el instinto de cada especie es bueno para ella misma; y, hasta donde podemos juzgar, jamás ha sido producido para el exclusivo bien de otras especies. Uno de los ejemplos más notables de que tengo noticia, de un animal que aparentemente realiza un acto para el solo bien de otro, es el de los pulgones, que, según fue observado por vez primera por Huber, dan espontáneamente su dulce secreción a las hormigas; y que la dan espontáneamente lo demuestran los hechos siguientes: Quité todas las hormigas de un grupo de una docena de pulgones que estaban sobre una romaza, e impedí durante varias horas el que las hormigas se ocupasen de ellos. Después de este intervalo, estaba yo seguro de que los pulgones necesitarían excretar. Los examiné durante algún tiempo con una lente, pero ninguno excretaba; entonces les hice cosquillas y golpeé con un pelo, del mismo modo, hasta donde me fue posible, que lo hacen las hormigas con sus antenas; pero ninguno excretaba. Después dejé que una hormiga los visitase, y ésta, inmediatamente, por su ansiosa manera de marchar, pareció darse cuanta del riquísimo rebaño que habla descubierto; entonces empezó a tocar, con las antenas encima del abdomen de un pulgón primero, y luego de otro, y todos, tan pronto como sentían las antenas, levantaban inmediatamente el abdomen y excretaban una límpida gota de dulce jugo, que era devorada ansiosamente por la hormiga. Incluso los pulgones más jóvenes se conducían de este modo, mostrando que la acción era instintiva, y no resultado de la experiencia. Según las observaciones de Huber, es seguro que los pulgones no muestran aversión alguna a las hormigas: si éstas faltan, se ven, al fin, obligados a expulsar su excreción; pero como ésta es muy viscosa, es indudablemente una conveniencia para los pulgones el que se la quiten, por lo cual, verisímilmente, no excretan sólo para bien de las hormigas. Aun cuando no existe prueba alguna de que ningún animal realice un acto para el exclusivo bien de otra especie, sin embargo, todas se esfuerzan en sacar ventajas de los instintos de otras, y todas sacan ventaja de la constitución física más débil de otras especies. Así también, ciertos instintos no pueden ser considerados como absolutamente perfectos; pero como no son indispensables detalles acerca de uno u otro de estos puntos, podemos aquí pasarlos por alto.

Como para la acción de la selección natural son imprescindibles algún grado de variación en los instintos en estado natural y la herencia de estas variaciones, debieran darse cuantos ejemplos fuesen posibles; pero me lo impide la falta de espacio. Sólo puedo afirmar que los instintos indudablemente varían -por ejemplo, el instinto migratorio- tanto en extensión y dirección como en perderse totalmente. Lo mismo ocurre con los nidos de las aves, que varían, en parte, dependiendo de las situaciones escogidas y de la naturaleza y temperatura de la región habitada; pero que varían con frecuencia por causas que nos son completamente desconocidas. Audubon ha citado varios casos notables de diferencias en los nidos de una misma especie en los Estados Unidos del Norte y en los del Sur. Se ha preguntado: ¿Por qué, si el instinto es variable, no ha dado a la abeja «la facultad de utilizar algún otro material cuando faltaba la cera»? Pero ¿qué otro material natural pudieron utilizar las abejas? Las abejas quieren trabajar, según he visto, con cera endurecida con bermellón o reblandecida con manteca de cerdo. Andrew Knight observó que sus abejas, en lugar de recoger trabajosamente propóleos, usaban un cemento de cera y trementina, con el que había cubierto árboles descortezados. Recientemente se ha demostrado que las abejas, en lugar de buscar polen, utilizan gustosas una substancia muy diferente: la harina de avena. El temor de un enemigo determinado es ciertamente una cualidad instintiva, como puede verse en los pajarillos que no han salido aún del nido, si bien aumenta por la experiencia y por ver en otros animales el temor del mismo enemigo. Los diferentes animales que habitan en las islas desiertas adquieren lentamente el temor del hombre, como he demostrado en otro lugar; y podemos ver un ejemplo de esto incluso en Inglaterra, en donde todas nuestras aves grandes son más salvajes que las pequeñas, porque las grandes han sido perseguidas por el hombre. Podemos seguramente atribuir a esta causa el que las aves grandes sean más salvajes, pues en las islas deshabitadas las aves grandes no son más tímidas que las pequeñas, y la urraca, tan desconfiada en Inglaterra, es mansa en Noruega, como lo es el grajo de capucha en Egipto.

Podría probarse, por numerosos hechos, que varían mucho las cualidades mentales de los animales de la misma especie nacidos en estado natural. Podrían citarse varios casos de costumbres ocasionales y extrañas en animales salvajes, que, si fuesen ventajosas para la especie, podían haber dado origen, mediante selección natural, a nuevos instintos. Pero estoy plenamente convencido de que estas afirmaciones generales, sin los hechos detallados, producirán poquísimo efecto en el ánimo del lector. Puedo sólo repetir mi convicción de que no hablo sin tener buenas pruebas.

Cambios hereditarios de costumbres o instintos en los animales domésticos

La posibilidad, y aun la probabilidad, de variaciones hereditarias de instinto en estado natural, quedará confirmada considerando brevemente algunos casos de animales domésticos. De este modo podremos ver el papel que la costumbre y la selección de las llamadas variaciones espontáneas han representado en la modificación de las facultades mentales de los animales domésticos. En los gatos, por ejemplo, unos se ponen naturalmente a cazar ratas, y otros ratones; y se sabe que estas tendencias son hereditarias. Un gato, según míster St. John, traía siempre a la casa aves de caza; otro, liebres y conejos, y otro, cazaba en terrenos pantanosos, y cogía casi todas las noches chochas y agachadizas. Podrían citarse algunos ejemplos curiosos y auténticos de diferentes matices en la disposición y gustos, y también de las más extrañas estratagemas, relacionados con ciertas disposiciones mentales o períodos de tiempo, que son hereditarios. Pero consideramos el caso familiar de las razas de perros. Es indudable que los perros de muestra jóvenes -yo mismo he visto un ejemplo notable- algunas veces muestran la caza y hasta hacen retroceder a otros perros la primera vez que se les saca; el cobrar la caza es, seguramente, en cierto grado, hereditario en los retrievers, como lo es en los perros de pastor cierta tendencia a andar alrededor del rebaño de carneros, en vez de echarse a él. No sé ver que estos actos, realizados sin experiencia por los individuos jóvenes, y casi del mismo modo por todos los individuos, realizados con ansioso placer por todas las castas y sin que el fin sea conocido -pues el cachorro del perro de muestra no puede saber que él señala la caza para ayudar a su dueño, mejor de lo que sabe una mariposa de la col por qué pone sus huevos en la hoja de una col-; no sé ver que estos actos difieren esencialmente de los verdaderos instintos. Si viésemos una especie de lobo, que, joven y sin domesticación alguna, tan pronto como oliese su presa permaneciese inmóvil como una estatua y luego lentamente se fuese adelante con un paso particular, y otra especie de lobo que en lugar de echarse a un rebaño de ciervos se precipitase corriendo alrededor de ellos y los empujase hacia un punto distante, seguramente llamaríamos instintivos a estos actos. Los instintos domésticos, como podemos llamarlos, son ciertamente mucho menos fijos que los naturales; pero sobre ellos ha actuado una selección mucho menos rigurosa, y se han transmitido durante un período incomparablemente más corto en condiciones de vida menos fijas.

Cuando se cruzan diferentes razas de perros se demuestra bien lo tenazmente que se heredan estos instintos, costumbres y disposiciones domésticos, y lo curiosamente que se mezclan. Así, se sabe que un cruzamiento con un bull-dog ha influido, durante muchas generaciones, en el valor y terquedad de unos galgos, y un cruzamiento con un galgo ha dado a toda una familia de perros de ganado una tendencia a cazar liebres. Estos instintos domésticos, comprobados de este modo por cruzamientos, se asemejan a las instintos naturales, que de un modo análogo se entremezclan curiosamente, y durante un largo período manifiestan huellas de los instintos de cada progenitor. Por ejemplo: Le Roy describe un perro cuyo bisabuelo era un lobo, y este perro mostraba un indicio de su parentela salvaje en una sola cosa: el no ir en línea recta a su amo cuando le llamaba.

Se ha hablado algunas veces de los instintos domésticos cómo de actos que se han hecho hereditarios, debido solamente a la costumbre impuesta y continuada durante mucho tiempo; pero esto no es cierto. Nadie tuvo que haber ni siquiera pensado en enseñar -ni probablemente pudo haber enseñado- a dar volteretas a la paloma volteadora, acto que realizan, como yo he presenciado, los individuos jóvenes, que nunca han visto dar volteretas a ninguna paloma. Podemos creer que alguna paloma mostró una ligera tendencia a esta extraña costumbre, y que la selección continuada durante mucho tiempo de los mejores individuos en las sucesivas generaciones hizo de las volteadoras lo que son hoy, y, según me dice míster Brent, cerca de Glasgow hay volteadoras caseras, que no pueden volar a una altura de diez y ocho pulgadas sin dar la vuelta. Es dudoso que alguien hubiera pensado en enseñar a un perro a mostrar la caza, si no hubiese habido algún perro que presentase, naturalmente, tendencia en este sentido; y se sabe que esto ocurre accidentalmente, como vi yo una vez en un terrier de pura raza; el hecho de mostrar, es, probablemente, como muchos han pensado, tan sólo la detención exagerada de un animal para saltar sobre su presa. Cuando apareció la primera tendencia a mostrar la selección metódica y los efectos hereditarios del amaestramiento impuesto en cada generación sucesiva, hubieron de completar pronto la obra, y la selección inconsciente continúa todavía cuando cada cual -sin intentar mejorar la casta- se esfuerza en conseguir perros que muestren y cacen mejor. Por otra parte, la costumbre sólo en algunos casos ha sido suficiente; casi ningún otro animal es más difícil de amansar que el gazapo de un conejo de monte, y apenas hay animal más manso que el gazapo del conejo amansado; pero difícilmente puedo suponer que los conejos domésticos hayan sido seleccionados frecuentemente, sólo por mansos, de modo que tenemos que atribuir a la costumbre y al prolongado encierro la mayor parte, por lo menos, del cambio hereditario, desde el extremo salvajismo a la extrema mansedumbre.

Los instintos naturales se pierden en estado doméstico: un ejemplo notable de esta se ve en las razas de las gallinas, que rarísima vez, o nunca, se vuelven cluecas, o sea, que nunca quieren ponerse sobre sus huevos. Sólo el estar tan familiarizados, nos impide que veamos cuánto y cuán permanentemente se han modificado las facultades mentales de nuestros animales domésticos. Apenas se puede poner en duda que el amor al hombre se ha hecho instintivo en el perro. Los lobos, zorros, chacales y las especies del género de los gatos, cuando se les retiene domesticados sienten ansia de atacar a las aves de corral, ovejas y cerdos, y esta tendencia se ha visto que es irremediable en los perros que han sido importados, cuando cachorros, desde países como la Tierra del Fuego y Australia, donde los salvajes no tienen estos animales domesticados. Por el contrario, qué raro es que haya que enseñar a nuestros perros civilizados, aun siendo muy jóvenes, a que no ataquen a las aves de corral, ovejas y cerdos. Indudablemente alguna vez atacan, y entonces se les pega, y si no se corrigen se les mata; de modo que la costumbre y algún grado de selección han concurrido probablemente a civilizar por herencia a nuestros perros. Por otra parte, los pollitos han perdido, enteramente por costumbre, aquel temor al perro y al gato, que sin duda fue en ellos primitivamente instintivo; pues me informa el capitán Hutton que los pollitos pequeños del tronco primitivo, el Gallus banquiva, cuando se les cría en la India, empollándolos una gallina, son al principio extraordinariamente salvajes. Lo mismo ocurre con los polluelos de los faisanes sacados en Inglaterra con una gallina. No es que los polluelos hayan perdido todo temor, sino solamente el temor a los perros y los gatos, pues si la gallina hace el cloqueo de peligro, se escaparán -especialmente los pollos de pavo- de debajo de ella, y se esconderán entre las hierbas y matorrales próximos; y esto lo hacen evidentemente con el fin instintivo de permitir que su madre escape volando, como vemos en las aves terrícolas salvajes. Pero este instinto conservado por nuestros polluelos se ha hecho inútil en estado doméstico, pues la gallina casi ha perdido, por desuso, la facultad de volar.

Por consiguiente, podemos llegar a la conclusión de que en estado doméstico se han adquirido instintos y se han perdido instintos naturales, en parte por costumbre, y en parte porque el hombre ha seleccionado y acumulado durante las sucesivas generaciones costumbres y actos mentales especiales que aparecieron por vez primera, por lo que, en nuestra ignorancia, tenemos que llamar casualidad. En algunos casos las costumbres impuestas, por si solas, han bastado para producir cambios mentales hereditarios; en otros, las costumbres. impuestas no han hecho nada, y todo ha sido resultado de la selección continuada, tanto metódica como inconsciente; pero en la mayor parte de los casos han concurrido probablemente la costumbre y la selección.

Instintos especiales

Quizá, considerando algunos casos, comprenderemos mejor cómo los instintos en estado natural han llegado a modificarse por selección. Elegirá sólo tres, a saber: el instinto que lleva al cuclillo a poner sus huevos en nidos de otras aves, el instinto que tienen ciertas hormigas a procurarse esclavas y la facultad de hacer celdillas que tiene la abeja común. Estos dos últimos instintos han sido considerados, justa y generalmente, por los naturalistas como los más maravillosos de todos los conocidos.

Instintos del cuclillo. -Suponen algunos naturalistas que la causa más inmediata del instinto del cuclillo es que no pone sus huevos diariamente, sino con intervalos de dos o tres días, de modo que, si tuviese que hacer su nido e incubar sus propios huevos, los primeramente puestos quedarían durante algún tiempo sin ser incubados, o tendría que haber huevos y pajarillos de diferente tiempo en el mismo nido. Si así fuese, el proceso de puesta e incubación sería excesivamente largo, especialmente porque la hembra emigra muy pronto, y los pajarillos recién salidos del huevo tendrían probablemente que ser alimentados por el macho solo. Pero el cuclillo de América está en estas circunstancias, pues la hembra hace su propio nido y tiene a un mismo tiempo huevos y pajarillos nacidos sucesivamente. Se ha afirmado y se ha negado que el cuclillo americano pone accidentalmente sus huevos en nidos de otros pájaros; pero el doctor Merrell, de Iowa, me ha dicho recientemente que una vez, en Illinois, encontró en el nido de un arrendajo azul (Garrulus cristatus) un cuclillo pequeño junto con un arrendajo pequeño, y como ambos tenían ya casi toda la pluma, no pudo haber error en su identificación. Podría citar algunos ejemplos de diferentes pájaros de los que se sabe que alguna vez ponen sus huevos en los nidos de otros pájaros. Supongamos ahora que un remoto antepasado de nuestro cuclillo europeo tuvo las costumbres del cuclillo americano, y que la hembra a veces ponía algún huevo en el nido de otra ave. Si el ave antigua obtuvo algún provecho por esta costumbre accidental, por serle posible emigrar más pronto, o por alguna otra causa, o si los pequeñuelos, por haber sacado provecho del engañado instinto de otra especie, resultaron más vigorosos que cuando los cuidaba su propia madre, abrumada, como apenas podía dejar de estarlo teniendo huevos y pequeñuelos de diferentes edades a un mismo tiempo, entonces los pájaros adultos y los pequeñuelos obtendrían ventajas. Y la analogía nos llevaría a creer que las crías sacadas de este modo serían aptas para seguir, por herencia, la costumbre accidental y aberrante de su madre, y, a su vez, tenderían a poner sus huevos en nidos de otras aves y a tener, de este modo, mejor éxito en la cría de sus pequeños. Mediante un largo proceso de esta naturaleza, creo yo que se ha producido el instinto de nuestro cuclillo. También se ha afirmado recientemente, con pruebas suficientes, por Adolf Müller, que el cuclillo pone a veces sus huevos sobre el suelo desnudo, los incuba y alimenta sus pequeños. Este hecho extraordinario es probablemente un caso de reversión al primitivo instinto de nidificación, perdido desde hace mucho tiempo.

Se ha propuesto la objeción de que yo no he hecho mención de otros instintos y adaptaciones de estructura correlativos en el cuclillo, de los que se ha dicho que están necesariamente coordinados. Pero, en todo caso, es inútil el hacer teorías sobre un instinto que nos es conocido tan sólo en una sola especie, pues hasta ahora no tenemos hechos que nos guíen. Hasta hace poco tiempo sólo se conocían los instintos del cuclillo europeo y del cuclillo americano, que no es parásito; actualmente, debido a las observaciones de míster Ramsay, hemos sabido algo sobre tres especies australianas que ponen sus huevos en nidos de otras aves. Los puntos principales que hay que indicar son tres: primero, que el cuclillo común, con raras excepciones, pone un solo huevo en un nido, de modo que el ave joven, grande y voraz, recibe abundantemente alimento. Segundo, que los huevos son notablemente pequeños, no mayores que los de la alondra, ave cuyo tamaño es aproximadamente como una cuarta parte del de un cuclillo; y podemos deducir que este pequeño tamaño del huevo es un caso real de adaptación, del hecho de que el cuclillo americano, que no es parásito, pone huevos del tamaño normal. Tercero, que el cuclillo en cuanto nace tiene el instinto, la fuerza y el dorso especialmente conformado para desalojar a sus hermanos adoptivos, que entonces, por consiguiente, mueren de frío y hambre. Esto ha sido audazmente llamado una disposición benéfica para que el cuclillo joven pueda conseguir comida suficiente, y que sus hermanos adoptivos perezcan antes de que hayan adquirido mucha sensibilidad.

Volviendo ahora a las especies australianas, aun cuando estas aves ponen en un nido generalmente un solo huevo, no es raro encontrar dos y hasta tres huevos en el mismo nido. En el cuclillo bronceado los huevos varían mucho de tamaño, siendo su longitud de ocho a diez líneas. Ahora bien; si hubiese sido ventajoso a esta especie el haber puesto huevos todavía menores que actualmente, de modo que hubiesen engañado a ciertos padres adoptivos, o lo que es más probable, se hubiesen desarrollado en menos tiempo -pues se asegura que existe relación entre el tamaño de los huevos y la duración de su incubación-, en este caso no hay dificultad en creer que pudo haberse formado una raza o especie que hubiese puesto huevos cada vez menores, pues éstos habrían sido incubados y logrados con más seguridad. Hace observar míster Ramsay que dos de los cuclillos australianos, cuando ponen sus huevos en un nido abierto, manifiestan preferencia por nidos que contengan huevos de color próximo al de los suyos. La especie europea parece manifestar cierta tendencia a un instinto semejante; pero no es raro que se aparte de él, como lo demuestra al poner sus huevos mates de color pálido en el nido de la curruca de invierno, que tiene los huevos brillantes de color azul verdoso. Si nuestro cuclillo hubiera desplegado invariablemente el instinto antedicho, éste se habría seguramente agregado a los instintos que se pretende que tienen que haber sido adquiridos todos juntos. Los huevos del cuclillo bronceado de Australia, según míster Ramsay, varían muchísimo de color, de modo que, en este particular, lo mismo que en el tamaño, la selección natural pudo haber asegurado y fijado alguna variación ventajosa.

En el caso del cuclillo europeo, los hijos de los padres adoptivos son, por lo común, arrojados del nido a los tres días de haber salido el cuclillo del huevo, y como el cuclillo a esta edad se encuentra en un estado en que no puede valerse, míster Gould se inclinó primero a creer que el acto de la expulsión era ejecutado por los mismos padres nutricios; pero ahora ha recibido un informe fidedigno de que un cuclillo, todavía ciego e incapaz hasta de levantar su propia cabeza, fue positivamente visto en el acto de arrojar a sus hermanos adoptivos. El observador volvió a colocar en el nido uno de éstos, y fue arrojado de nuevo. Respecto de los medios por los que fue adquirido este extraño y odioso instinto, si fue de gran importancia para el joven cuclillo, como lo fue probablemente el recibir tanta comida como sea posible en seguida de su nacimiento, no sé ver especial dificultad en que el cuclillo, durante las sucesivas generaciones, haya adquirido gradualmente el deseo ciego, la fuerza y la estructura necesarias para el trabajo de expulsión, pues aquellos cuclillos jóvenes que tuviesen más desarrollada tal costumbre y conformación serían los que se criarían con más seguridad. El primer paso hacia la adquisición de este instinto pudo haber sido la simple inquietud involuntaria por parte del joven cuclillo, ya un poco adelantado en edad y fuerza, habiéndose después perfeccionado y transmitido esta costumbre a una edad más temprana. No sé ver en esto mayor dificultad que en que los polluelos de otras aves, antes de salir del huevo, adquirieran el instinto de romper su propio cascarón, o en que en las culebras pequeñas, como lo ha señalado Owen, se forme en las mandíbulas superiores un diente agudo transitorio para cortar la cubierta apergaminada del huevo; pues si cada parte es susceptible de variaciones individuales en todas las edades, y las variaciones tienden a ser heredadas a la edad correspondiente o antes -hechos que son indiscutibles-, los instintos y la conformación del individuo joven pudieron modificarse lentamente, lo mismo que los del adulto, y ambas hipótesis tienen que sostenerse o caer junto con toda la teoría de la selección natural.

Algunas especies de Molothrus, género muy característico de aves en América, afín a nuestros estorninos, tienen costumbres parásitas como las del cuclillo, y las especies presentan una interesante gradación en la perfección de sus instintos. Míster Hudson, excelente observador, ha comprobado que los machos y hembras de Molothrus badius viven a veces en bandadas, reunidos en promiscuidad, y otras veces forman parejas. Unas veces construyen nido propio, otras se apoderan de uno perteneciente a alguna otra ave, a veces arrojando los pajarillos del extraño. Unas veces ponen sus huevos en el nido que se han apropiado de esta manera o, lo que es bastante extraño, construyen uno para ellos encima de aquél. Comúnmente empollan sus propios huevos y crían sus propios hijos; pero míster Hudson dice que es probable que sean accidentalmente parásitos, pues ha visto a los pequeñuelos de esta especie siguiendo a aves adultas de otra y gritando para que los alimentasen. Las costumbres parásitas de otra especie de Molothrus, el M. bonariensis, están bastante más desarrolladas que las de aquél, pero distan mucho de ser perfectas. Esta ave, según lo que de ella se sabe, pone invariablemente sus huevos en nidos de extraños; pero es notable que a veces varias, juntas, empiezan por sí mismas a construir un nido irregular y mal acondicionado, colocado en sitios singularmente inadecuados, tales como en las hojas de un gran cardo. Sin embargo, según lo que ha averiguado míster Hudson, nunca terminan un nido para sí mismas. Con frecuencia ponen tantos huevos -de quince a veinte- en el mismo nido adoptivo, que pocos o ninguno podrán dar pequeñuelos. Tienen además la extraordinaria costumbre de agujerear picoteando los huevos, tanto los de su propia especie como los de los padres nutricios, que encuentran en los nidos que se han apropiado. Ponen también muchos huevos en el suelo desnudo, los cuales quedan de este modo inútiles. Una tercera especie, el M. pecoris de América del Norte, ha adquirido instintos tan perfectos como los del cuclillo, pues nunca pone más de un huevo en el nido adoptivo, de modo que el pajarillo se cría seguramente. Míster Hudson es tenazmente incrédulo en la evolución; pero parece haber sido tan impresionado por los instintos imperfectos del Molothrus bonariensis, que cita mis palabras y pregunta: «¿Hemos de considerar estas costumbres no como instintos especialmente fundados o creados, sino como pequeñas consecuencias de una ley general, o sea, la de transición?»

Diferentes aves, como se ha hecho ya observar, ponen a veces sus huevos en los nidos de otras. Esta costumbre no es muy rara en las gallináceas, y da alguna luz acerca del singular instinto de los avestruces. En esta familia se reúnen varias hembras, y ponen primero un corto número de huevos en un nido y después en otro, y estos huevos son incubados por los machos. Este instinto puede explicarse probablemente por el hecho de que los avestruces hembras ponen un gran número de huevos, pero con intervalo de dos o tres días, lo mismo que, el cuclillo. Sin embargo, el instinto del avestruz de América, lo mismo que en el caso del Molothrus bonariensis, todavía no se ha perfeccionado, pues un número sorprendente de huevos quedan desparramados por las llanuras, hasta el punto que en un solo día de caza recogí no menos de veinte huevos perdidos e inutilizados.

Muchos himenópteros son parásitos, y ponen regularmente sus huevos en nidos de otras especies de himenópteros. Este caso es más notable que el del cuclillo, pues en estos himenópteros se han modificado no sólo sus instintos, sino también su conformación en relación con sus costumbres parásitas, pues no poseen el aparato colector del polen, que hubiera sido indispensable si recogiesen comida para sus propias crías. Algunas especies de esfégidos -insectos que parecen avispas- son también parásitos, y monsieur Fabre, recientemente, ha señalado motivos fundados para creer que, aun cuando el Tachytes nigra generalmente hace su propio agujero y lo aprovisiona con presas paralizadas para sus propias larvas, a pesar de esto, cuando este insecto encuentra un agujero ya hecho y aprovisionado por otro esfégido, se aprovecha de la ventaja y se hace accidentalmente parásito. En este caso, como en el del Molothrus o en el del cuclillo, no sé ver dificultad alguna en que la selección natural haga permanente una costumbre accidental, si es ventajosa para la especie, y si no es exterminado de este modo el insecto cuyo nido y provisión de comida se apropia traidoramente.

Instinto esclavista. -Este notable instinto fue descubierto por vez primera en la Formica (Polyerges) rufescens por Pierre Huber, observador mejor aún que su famoso padre. Esta hormiga depende en absoluto de sus esclavas: sin su ayuda la especie se extinguiría seguramente en un solo año. Los machos y las hembras fecundas no hacen trabajo de ninguna clase, y las obreras, o hembras estériles, aunque sumamente enérgicas y valerosas al apresar esclavas, no hacen ningún otro trabajo; son incapaces de construir sus propios nidos y de alimentar sus propias larvas. Cuando el nido viejo resulta incómodo y tienen que emigrar, son las esclavas las que determinan la emigración y llevan positivamente en sus mandíbulas a sus amas. Tan por completo incapaces de valerse son las amas, que, cuando Huber encerró treinta de ellas sin ninguna esclava, pero con abundancia de la comida que más les gusta, y con sus propias larvas y ninfas para estimularlas a trabajar, no hicieron nada; no pudieron ni siquiera alimentarse a sí mismas, y muchas murieron de hambre. Entonces introdujo Huber una sola esclava (F. fusca), y ésta inmediatamente se puso a trabajar, alimentó y salvó a las supervivientes, hizo algunas celdas y cuidó de las larvas, y lo puso todo en orden. ¿Qué puede haber más extraordinario que estos hechos certísimos? Si no hubiésemos sabido de ninguna otra hormiga esclavista, habría sido desesperanzado el meditar acerca de cómo un instinto tan maravilloso pudo haber llegado a esta perfección.

Huber descubrió también, por vez primera, que otra especie, Formica sanguinea, era hormiga esclavista. Esta especie se encuentra en las regiones meridionales de Inglaterra, y sus costumbres han sido objeto de estudio por míster J. Smith, del British Museum, a quien estoy muy obligado por sus indicaciones sobre éste y otros asuntos. Aunque dando crédito completo a las afirmaciones de Huber y de míster Smith, procuré llegar a este asunto con una disposición mental escéptica, pues a cualquiera puede muy bien excusársele de que dude de la existencia de un instinto tan extraordinario como el de tener esclavas. Por consiguiente, daré con algún detalle las observaciones que hice. Abrí catorce hormigueros de F. sanguinea, y en todos encontré algunas esclavas. Los machos y las hembras fecundas de la especie esclava (F. fusca) se encuentran sólo en sus propias comunidades, y nunca han sido observados en los hormigueros de F. sanguinea. Las esclavas son negras, y su tamaño no mayor de la mitad del de sus amas, que son rojas, de modo que el contraste de aspecto es grande. Si se inquieta algo el hormiguero, las esclavas salen de vez en cuando y, lo mismo que sus amas, se muestran muy agitadas y defienden el hormiguero; si se perturba mucho el hormiguero y las larvas y ninfas quedan expuestas, las esclavas trabajan enérgicamente, junto con sus amas, en transportarlas a un lugar seguro; por lo tanto, es evidente que las esclavas se encuentran completamente como en su casa. En los meses de junio y julio, en tres años sucesivos, observé durante muchas horas varios hormigueros en Surrey y Sussex, y nunca vi a ninguna esclava entrar o salir del hormiguero. Como en estos meses las esclavas son en cortísimo número, pensé que debían conducirse de modo diferente cuando fuesen más numerosas; pero míster Smith me informa que ha observado los hormigueros a diferentes horas en mayo, junio y agosto, tanto en Surrey como en Hampshire, y, a pesar de existir en gran número en agosto, nunca ha visto a las esclavas entrar o salir del hormiguero; y, por consiguiente, las considera como esclavas exclusivamente domésticas. A las amas, por el contrario, se les puede ver constantemente llevando materiales para el hormiguero y comidas de todas clases. Durante el año 1860, sin embargo, en el mes de julio, tropecé con un hormiguero con una provisión extraordinaria de esclavas, y observé algunas de ellas que, unidas con sus amas, abandonaban el hormiguero y marchaban, por el mismo camino, hacia un gran pino silvestre, distante veinticinco yardas, al que subieron juntas, probablemente, en busca de pulgones o cóccidos. Según Huber, qué tuvo muchas ocasiones para la observación, las esclavas, en Suiza, trabajan habitualmente con sus amos en hacer el hormiguero; pero ellas solas abren y cierran las puertas por la mañana y la noche, y, como Huber afirma expresamente, su principal oficio es buscar pulgones. Esta diferencia en las costumbres ordinarias de las amas y de las esclavas, en los dos países, probablemente depende sólo de que las esclavas son capturadas en mayor número en Suiza que en Inglaterra.

Un día, afortunadamente, fui testigo de una emigración de F. sanguinea de un hormiguero a otro, y era un espectáculo interesantísimo el ver las amas llevando cuidadosamente a sus esclavas en las mandíbulas, en vez de ser llevadas por ellas, como en el caso de F. rufescens. Otro día llamó mi atención una veintena aproximadamente de hormigas esclavistas rondando por el mismo sitio, y evidentemente no en busca de comida; se acercaron, y fueron vigorosamente rechazadas por una colonia independiente de la especie esclava (F. fusca); a veces, hasta tres de estas hormigas se agarraban a las patas de la especie esclavista F. sanguinea. Esta última mataba cruelmente a sus pequeñas adversarias, cuyos cuerpos muertos llevaba como comida a su hormiguero, distante veintinueve yardas; pero les fue impedido el conseguir ninguna ninfa para criarla como esclava. Entonces desenterré algunas ninfas de F. fusca de otro hormiguero, y las puse en un sitio despejado, cerca del lugar del combate, y fueron cogidas ansiosamente y arrastradas por las tiranas, que quizá se imaginaron que después de todo habían quedado victoriosos en su último combate.

Al mismo tiempo dejé en el mismo lugar unas cuantas ninfas de otra especie, F. flava, con algunas de estas pequeñas hormigas amarillas adheridas todavía a fragmentos de su hormiguero. Esta especie, algunas veces, aunque raras, es reducida a esclavitud, según ha sido descrito por míster Smith. A pesar de ser una especie tan pequeña, es muy valiente, y la he visto atacando ferozmente a otras hormigas. En un caso encontré, con sorpresa, una colonia independiente de F. flava bajo una piedra, debajo de un hormiguero de la F. sanguinea, que es esclavista, y habiendo perturbado accidentalmente ambos hormigueros, las hormigas pequeñas atacaron a sus corpulentas vecinas con sorprendente valor. Ahora bien; tenía yo curiosidad de averiguar si las F. sanguinea podían distinguir las ninfas de F. fusca, que habitualmente reducen a esclavitud, de las de la pequeña y furiosa F. flava, que rara vez capturan, y resultó evidente que podía distinguirlas inmediatamente; pues vimos que, ansiosas, cogían inmediatamente a las ninfas de F. fusca, mientras que se aterrorizaban al encontrarse con las ninfas y hasta con la tierra del hormiguero de F. flava, y se escapaban rápidamente; si bien, al cabo de un cuarto de hora aproximadamente, poco después que todas las hormiguitas amarillas se habían retirado, cobraron ánimo y se llevaron las ninfas.

Una tarde visité otra colonia de F. sanguinea, y encontré un gran número de estas hormigas que volvían y entraban en su hormiguero llevando los cuerpos muertos de F. fusca -lo que demostraba que no era esto una emigración- y numerosas ninfas. Fui siguiendo, unas cuarenta yardas, una larga fila de hormigas cargadas de botín, hasta llegar a un matorral densísimo de brezos, de donde vi salir el último individuo de F. sanguinea llevando una ninfa; pero no pude encontrar el devastado hormiguero en el tupido brezal. El hormiguero, sin embargo, debía estar muy cerca, pues dos o tres individuos de F. fusca se movían con la mayor agitación, y uno estaba colgado, sin movimiento, al extremo de una ramita de brezo, con una ninfa de su misma especie en la boca; una imagen de la desesperación sobra el hogar saqueado.

Tales son los hechos -aun cuando no necesitaban, mi confirmación- que se refieren al maravilloso instinto de esclavismo. Obsérvese qué contraste ofrecen las costumbres instintivas de F. sanguinea con las de F. rufescens, que vive en el continente. Esta última no construye su propio hormiguero, ni determina sus propias emigraciones, ni recolecta comida para sí misma ni para sus crías, y ni siquiera puede alimentarse; depende en absoluto de sus numerosas esclavas; F. sanguinea, por el contrario, posee muchas menos esclavas, y en la primera parte del verano sumamente pocas; las amas determinan cuándo y dónde se ha de formar un nuevo hormiguero, y cuando emigran, las amas llevan las esclavas. Tanto en Suiza como en Inglaterra, las esclavas parecen tener el cuidado exclusivo de las larvas, y las amas van solas en las expediciones para coger esclavas. En Suiza, esclavas y amas trabajan juntas haciendo el hormiguero y llevando materiales para él; unas y otras, pero principalmente las esclavas, cuidan y ordeñan -como pudiera decirse- sus pulgones, y de este modo unas y otras recogen comida para la comunidad. En Inglaterra, sólo las amas abandonan ordinariamente el hormiguero para recoger materiales de construcción y comida para sí mismas, sus larvas y esclavas; de modo que las amas en Inglaterra reciben muchos menos servicios de sus esclavas que en Suiza.

No pretenderé conjeturar por qué grados se originó el instinto de F. sanguinea. Pero, como las hormigas que no son esclavistas, se llevan las ninfas de otras especies si están esparcidas cerca de sus hormigueros, como lo he visto yo; es posible que estas ninfas, primitivamente almacenadas como comida, pudieron llegar a desarrollarse, y estas hormigas extrañas, criadas así involuntariamente, seguirían entonces sus propios instintos y harían el trabajo que pudiesen. Si su presencia resultó útil a la especie que las habla cogido -si era más ventajoso para esta especie capturar obreros que procrearlos-, la costumbre de recolectar ninfas, primitivamente para alimento, pudo por selección natural ser reforzada y hecha permanentemente para el muy diferente fin de criar esclavas. Una vez adquirido el instinto -aun cuando alcanzase un desarrollo menor que en nuestra F. sanguinea inglesa, que, como hemos visto, es menos ayudada por sus esclavas que la misma especie en Suiza-, la selección natural pudo aumentar y modificar el instinto -suponiendo siempre que todas las modificaciones fuesen útiles para la especie-, hasta que se formó una especie de hormiga, que depende tan abyectamente de sus esclavas, como la Formica rufescens.

Instinto de hacer celdillas de la abeja común. -No entraré aquí en pequeños detalles sobre este asunto, sino que daré simplemente un bosquejo de las conclusiones a que he llegado. Ha de ser un necio quien sea capaz de examinar la delicada estructura de un panal, tan hermosamente adaptado a sus fines, sin admiración entusiasta. Los matemáticos dicen que las abejas han resuelto prácticamente un profundo problema, y que han hecho sus celdillas de la forma adecuada para que contengan la mayor cantidad de miel con el menor gasto posible de la preciosa cera en su construcción. Se ha hecho observar que un hábil obrero, con herramientas y medidas adecuadas, encontraría muy difícil hacer celdillas de cera de la forma debida, aun cuando esto es ejecutado por una muchedumbre de abejas que trabajan en una obscura colmena. Concediéndoles todos los instintos que se quiera, parece al pronto completamente incomprensible cómo pueden hacer todos los ángulos y planos necesarios y aun conocer si están correctamente hechos. Pero la dificultad no es, ni en mucho, tan grande como al principio parece; puede demostrarse, a mi parecer, que todo este hermoso trabajo es consecuencia de un corto número de instintos sencillos.

Me llevó a investigar este asunto míster Waterhouse, quien ha demostrado que la forma de la celdilla está en íntima relación con la existencia de celdillas adyacentes, y las ideas que siguen pueden quizá considerarse como una simple modificación de su teoría. Consideremos el gran principio de la gradación, y veamos si la Naturaleza no nos revela su método de trabajo. En un extremo de una corta serie tenemos los abejorros, que utilizan sus capullos viejos para guardar miel, añadiéndoles a veces cortos tubos de cera, y que hacen también celdillas de cera separadas e irregularmente redondeadas. En el extremo de la serie tenemos las celdillas de la abeja común situadas en dos capas: cada celdilla, como es bien sabido, es un prisma hexagonal, con los bordes de la base de sus seis caras achaflanados, de modo que se acoplen a una pirámide invertida formada por tres rombos. Estos rombos tienen determinados ángulos, y los tres que forman la base piramidal de una celdilla de un lado del panal entran en la composición de las bases de tres celdillas contiguas del lado opuesto. En la serie, entre la extrema perfección de las celdillas de la abeja común y la simplicidad de las del abejorro, tenemos las celdillas de Melipona domestica de Méjico, cuidadosamente descritas y representadas por Pierre Huber. La Melipona misma es intermedia, por su conformación, entre la abeja común y el abejorro, pero más próxima a este último. Construye un panal de cera, casi regular, formado por celdillas cilíndricas, en las cuales se desarrollan las crías, y, además, por algunas celdas de cera grandes para guardar miel. Estas últimas son casi esféricas, de tamaño casi igual, y están reunidas, constituyendo una masa irregular. Pero el punto importante que hay que advertir es que estas celdas están siempre construidas a tal proximidad unas de otras, que se hubiesen roto o entrecortado mutuamente si las esferas hubiesen sido completas; pero esto no ocurre nunca, pues estas abejas construyen paredes de cera perfectamente planas entre las esferas que tienden a entrecortarse. Por consiguiente, cada celdilla consta de una porción extrema esférica y de dos, tres o más superficies planas, según que la celdilla sea contigua de otras dos, tres o más celdillas. Cuando una celdilla queda sobre otras tres -lo cual, por ser las esferas del mismo tamaño, es un caso obligado y frecuentísimo-, las tres superficies planas forman una pirámide, y esta pirámide, como Huber ha hecho observar, es manifiestamente una imitación tosca de la base piramidal de tres caras de las celdillas de la abeja común. Lo mismo que en las celdillas de la abeja común, también aquí las tres superficies planas de una celdilla entran necesariamente en la construcción de tres celdillas contiguas. Es manifiesto que, con este modo de construir, la Melipona ahorra cera y, lo que es más importante, trabajo, pues las paredes planas entre las celdillas contiguas no son dobles, sino que son del mismo grueso que las porciones esféricas exteriores, y, sin embargo, cada porción plana forma parte de dos celdillas.

Reflexionando sobre este caso, se me ocurrió que, si la Melipona hubiera hecho sus esferas a igual distancia unas de otras, y las hubiera hecho de igual tamaño, y las hubiera dispuesto simétricamente en dos capas, la construcción resultante hubiese sido tan perfecta como el panal de la abeja común. De consiguiente, escribí al profesor Miller, de Cambridge, y este geómetra ha revisado amablemente el siguiente resumen, sacado de sus informes, y me dice que es rigurosamente exacto.

Si se describe un número de esferas iguales, cuyos centros estén situados en dos planos paralelos, estando el centro de cada esfera a una distancia igual al radio x 2 (o sea, al radio x 1,41421) o a una distancia menor de los centros de las seis esferas que la rodean en el mismo plano, y a la misma distancia de los centros de las esferas adyacentes en el otro plano paralelo; entonces, tomando los planos de intersección entre las diferentes esferas de los dos planos paralelos, resultarán dos capas de prismas hexagonales, unidas entre sí por bases piramidales formadas por tres rombos, y los rombos y los lados de los prismas hexagonales tendrán todos los ángulos idénticamente iguales a los dados por las mejores medidas que se han hecho de las celdas de la abeja común. Pero el profesor Wyman, que ha hecho numerosas medidas cuidadosas, me dice que la precisión de la labor de la abeja ha sido muy exagerada, hasta tal punto, que lo que podría ser la forma típica de la celdilla pocas veces o nunca se realiza.

Por consiguiente, podemos llegar a la conclusión de que si pudiésemos modificar ligeramente los instintos que posee ya la Melipona, y que en sí mismos no son maravillosos, esta abeja haría una construcción tan maravillosamente perfecta como la de la abeja común. Sería necesario suponer que la Melipona puede formar sus celdillas verdaderamente esféricas y de tamaño casi igual, cosa qué no sería muy sorprendente, viendo que ya hace esto en cierta medida y viendo qué agujeros tan perfectamente cilíndricos hacen muchos insectos en la madera, al parecer, dando vueltas alrededor de un punto fijo. Tendríamos que suponer que la Melipona arregla sus celdillas en capas planas, como ya lo hace con sus celdillas cilíndricas, y tendríamos que suponer -y ésta es la mayor dificultad- que puede, de alguna manera, juzgar, en algún modo, a qué distancia se encuentra de sus compañeras de trabajo cuando varias están haciendo sus esferas; pero la Melipona está ya capacitada para apreciar la distancia, hasta el punto que siempre describe sus esferas de modo que se corten en cierta extensión, y entonces une los puntos de intersección por superficies perfectamente planas. Mediante estas modificaciones de instintos, que en sí mismos no son maravillosos -apenas más que los que llevan a un ave a hacer su nido-, creo yo que la abeja común ha adquirido por selección natural su inimitable facultad arquitectónica.

Pero esta teoría puede comprobarse experimentalmente. Siguiendo el ejemplo de míster Tegetmeier, separé dos panales y puse entre ellos una tira rectangular de cera larga y gruesa; las abejas inmediatamente empezaron a excavar en ella pequeñas fosetas circulares; y a medida que profundizaban estas losetas; las hacían cada vez más anchas, hasta que se convirtieron en depresiones poco profundas, apareciendo a la vista perfectamente como una porción de esfera y de diámetro aproximadamente igual al de una celdilla. Era interesantísimo observar, que dondequiera que varias abejas hablan empezado a excavar estas depresiones casi juntas, habían empezado su obra a tal distancia unas de otras, que, con el tiempo, las depresiones habían adquirido la anchura antes indicada -o sea próximamente la anchura de una celdilla ordinaria-, y tenían de profundidad como una sexta parte del diámetro de la esfera de que formaban parte, y los bordes de las depresiones se interceptaban o cortaban mutuamente. Tan pronto como esto ocurría, las abejas cesaban de excavar, y empezaban a levantar paredes planas de cera en las líneas de intersección, entre las depresiones, de manera que cada prisma hexagonal quedaba construido sobre el borde ondulado de una depresión lisa, en vez de estarlo sobre los bordes rectos de una pirámide de tres caras, como ocurre en las celdillas ordinarias.

Entonces puse en la colmena, en vez de una pieza rectangular y gruesa de cera, una lámina delgada, estrecha y teñida con bermellón. Las abejas empezaron inmediatamente a excavar a ambos lados las pequeñas depresiones, unas junto, a otras, lo mismo que antes; pero la lámina de cera era tan delgada, que los fondos de las depresiones de lados opuestos, si hubiesen sido excavados hasta la misma profundidad que en el experimento anterior, se habrían encontrado, resultando agujeros. Las abejas, sin embargo, no permitieron que esto ocurriese, y pararon sus excavaciones a su tiempo debido, de modo que las depresiones, en cuanto fueron profundizadas un poco, vinieron a tener sus bases planas, y estas bases planas, formadas por las plaquitas delgadas de cera con bermellón dejadas sin morder, estaban situadas, hasta donde podía juzgarse por la vista, exactamente en los planos imaginarios de intersección de las depresiones de las caras opuestas de la lámina de cera. De este modo en algunas partes quedaron, entre las depresiones opuestas, tan sólo pequeñas porciones de un placa rómbica; en otras partes, porciones grandes: la obra, debido al estado antinatural de las cosas, no había quedado realizada primorosamente. Para haber conseguido de este modo el dejar lamínillas planas entre las depresiones, parando el trabajo en los planos de intersección, las abejas tuvieron que haber trabajado casi exactamente con la misma velocidad en los dos lados de la placa de cera con bermellón, al morder circularmente y profundizar las depresiones.

Considerando lo flexible que es la cera delgada, no veo que exista dificultad alguna en que las abejas, cuando trabajan en los dos lados de una tira de cera, noten cuándo han mordido la cera, hasta dejarla de la delgadez adecuada, y paren entonces su labor. En los panales ordinarios me ha parecido que las abejas no siempre consiguen trabajar exactamente con la misma velocidad por los dos lados, pues he observado en la base de una celdilla recién empezada rombos medio completos, que eran, ligeramente cóncavos por uno de los lados, donde supongo que las abejas habían excavado con demasiada rapidez, y convexos por el lado opuesto, donde las abejas habían trabajado menos rápidamente. En un caso bien notorio volví a colocar el panal en la colmena, y permití a las abejas ir a trabajar durante un corto tiempo, y, examinando la celdilla, encontré que la laminilla rómbica había sido completada y quedado perfectamente plana; era absolutamente imposible, por la extrema delgadez de la plaquita. que las abejas pudiesen haber efectuado esto mordisqueando el lado convexo, y sospecho que, en estos casos, las abejas están en lados opuestos y empujan y vencen la cera, dúctil y caliente -lo cual, como he comprobado, es fácil de hacer, hasta colocarla en su verdadero plano intermedio, y de este modo la igualan.

Por el experimento de la lámina de cera con bermellón podemos ver que, si las abejas pudiesen construir por sí mismas una pared delgada de cera, podrían hacer sus celdas de la forma debida, colocándose a la distancia conveniente unas de otras, excavando con igual velocidad y esforzándose en hacer cavidades esféricas iguales, pero sin permitir nunca que las esferas llegasen unas a otras, produciéndose agujeros. Ahora bien; las abejas, como puede verse claramente examinando el borde de un panal en construcción, hacen una tosca pared o reborde circular todo alrededor del panal, y lo muerden por los dos lados, trabajando siempre circularmente al ahondar cada celdilla. No hacen de una vez toda la base piramidal de tres lados de cada celdilla, sino solamente la laminilla o las dos laminillas rómbicas que están en el borde de crecimiento del panal, y nunca completan los bordes superiores de las placas rómbicas hasta que han empezado las paredes hexagonales. Algunas de estas observaciones difieren de las hechas por Francisco Huber, tan justamente celebrado; pero estoy convencido de su exactitud, y si tuviese espacio demostraría que son compatibles con mi teoría.

La observación de Huber de que la primera de todas las celdillas es excavada en una pequeña pared de cera de lados paralelos, no es, según lo que he visto, rigurosamente exacta, pues el primer comienzo ha sido siempre una pequeña caperuza de cera; pero no entraré ahora en detalles. Vemos el importantísimo papel que representa el excavar en la construcción de las celdillas; pero sería un error suponer que las abejas no pueden construir una tosca pared de cera en la posición adecuada; esto es, en el plano de intersección de dos esferas contiguas. Tengo varios ejemplos que muestran claramente que las abejas pueden hacer esto. Incluso en la tosca pared o reborde circular de cera que hay alrededor de un panal en formación, pueden observarse a veces flexiones que corresponden por su posición a los planos de las placas basales rómbicas de las futuras celdillas, pero la tosca pared de cera tiene siempre que ser acabada mordiéndola mucho las abejas por los dos lados. El modo como construyen las abejas es curioso: hacen siempre la primera pared tosca diez o veinte veces más gruesa que la delgadísima pared terminada de la celdilla, que ha de quedar finalmente. Comprenderemos cómo trabajan, suponiendo unos albañiles que primero amontonan un grueso muro de cemento y que luego empiezan a quitar por los dos lados hasta ras del suelo, hasta que dejan en el medio una delgadísima pared; los albañiles van siempre amontonando en lo alto del muro el cemento quitado, añadiéndole cemento nuevo. Así tendremos una delgadísima pared, creciendo continuamente hacia arriba; pero coronada siempre por una gigantesca albardilla. Por estar todas las celdillas, tanto las recién comenzadas como las terminadas coronadas por una gran albardilla de cera, las abejas pueden apiñarse en el panal y caminar por él sin estropear las delicadas paredes hexagonales. Estas paredes, según el profesor Miller ha comprobado amablemente para mi, varían mucho en grosor, teniendo 1/352 de pulgada de grueso, según el promedio de doce medidas hechas cerca del borde del panal, mientras que las placas basales romboidales son más gruesas, estando aproximadamente en la relación de tres a dos, teniendo un grueso de 1/229 de pulgada, como promedio de veintiuna medidas. Mediante la singular manera de construir que se acaba de indicar, se da continuamente fuerza al panal, con la máxima economía final de cera.

Parece al principio que aumenta la dificultad de comprender cómo se hacen las celdillas el que una multitud de abejas trabajen juntas; pues una abeja, después de haber trabajado un poco tiempo en una celdilla, va a otra, de modo que, como Huber ha observado, aun en el comienzo de la primera celdilla trabajan una veintena de individuos. Pude demostrar prácticamente este hecho cubriendo los bordes de las paredes hexagonales de una sola celdilla o el margen del reborde circular de un panal en construcción con una capa sumamente delgada de cera mezclada con bermellón; y encontré invariablemente que el color era muy delicadamente difundido por las abejas -tan delicadamente como pudiera haberlo hecho un pintor con su pincel-, por haber tomado partículas de la cera coloreada, del sitio en que había sido colocada, y haber trabajado con ella en los bordes crecientes de las celdillas de alrededor. La construcción parece ser una especie de equilibrio entre muchas abejas que están todas instintivamente a la misma distancia mutua, que se esfuerzan todas en excavar esferas iguales y luego construir o dejar sin morder los planos de intersección de estas esferas. Era realmente curioso notar, en casos de dificultad, como cuando dos partes de panal se encuentran formando un ángulo, con qué frecuencia las abejas derriban y reconstruyen de diferentes maneras la misma celdilla, repitiendo a veces una forma que al principio habían desechado.

Cuando las abejas tienen lugar en el cual pueden estar en la posición adecuada para trabajar -por ejemplo, un listón de madera colocado directamente debajo del medio de un panal que vaya creciendo hacia abajo, de manera que el panal tenga que ser construido sobre una de las caras del listón-, en este caso las abejas pueden poner los comienzos de una pared de un nuevo hexágono en su lugar preciso, proyectándose más allá de las otras celdillas completas. Es suficiente que las abejas puedan estar colocadas a las debidas distancias relativas, unas de otras, y respecto de las paredes de las últimas celdillas completas y, entonces, mediante sorprendentes esferas imaginarias, pueden construir una pared intermediaria entre dos esferas contiguas; pero, por lo que he podido ver, nunca muerden ni rematan los ángulos de la celdilla hasta que ha sido construida una gran parte, tanto de esta celdilla como de las contiguas. Esta facultad de las abejas de construir en ciertas circunstancias una pared tosca, en su lugar debido, entre las celdillas recién comenzadas, es importante, pues se relaciona con un hecho que parece, al pronto, destruir la teoría precedente, o sea, con el hecho de que las celdillas del margen de los avisperos son rigurosamente hexagonales; pero no tengo aquí espacio para entrar en este asunto. Tampoco me parece una gran dificultad el que un solo insecto -como ocurre con la avispa reina- haga celdillas hexagonales si trabajase alternativamente por dentro y por fuera de dos o tres celdillas empezadas a un mismo tiempo, estando siempre a la debida distancia relativa de las partes de las celdillas recién comenzadas, describiendo esferas o cilindros y construyendo planos intermediarios.

Como la selección natural obra solamente por acumulación de pequeñas modificaciones de estructura o de instinto, útil cada una de ellas al individuo en ciertas condiciones de vida, puede razonablemente preguntarse: ¿Cómo pudo haber aprovechado a los antepasados de la abeja común una larga sucesión gradual de modificaciones del instinto arquitectónico tendiendo todas hacia el presente plan perfecto de construcción? Creo que la respuesta no es difícil: las celdillas construidas como las de la abeja o las de la avispa ganan en resistencia y economizan mucho el trabajo y espacio y los materiales de que están construidas. Por lo que se refiere a la formación de cera, es sabido que las abejas, con frecuencia, están muy apuradas para conseguir el néctar suficiente, y míster Tegetmeier me informa que se ha probado experimentalmente que las abejas de una colmena consumen de doce a quince libras de azúcar seco para la producción de una libra de cera, de modo que las abejas de una colmena tienen que recolectar y consumir una cantidad asombrosa de néctar líquido para la secreción de la cera necesaria para la construcción de sus panales. Además, muchas abejas tienen que quedar ociosas varios días durante el proceso de secreción. Una gran provisión de miel es indispensable para mantener un gran número de abejas durante el invierno, y es sabido que la seguridad de la comunidad depende principalmente de que se mantengan un gran número de abejas. Por consiguiente, el ahorro de cera, por ahorrar mucha miel y tiempo empleado en recolectarla, ha de ser un elemento importante del buen éxito para toda familia de abejas. Naturalmente, el éxito de la especie puede depender del número de sus enemigos o parásitos, o de causas por completo distintas, y así ser totalmente independiente de la cantidad de miel que puedan reunir las abejas. Pero supongamos que esta última circunstancia determinó -como es probable que muchas veces lo haya determinado- el que un himenóptero afín de nuestros abejorros pudiese existir en gran número en un país, y supongamos, además, que la comunidad viviese durante el invierno y, por consiguiente, necesitase una provisión de miel; en este caso, es indudable que sería una ventaja para nuestro abejorro imaginario el que una ligera modificación en sus instintos lo llevase a hacer sus celdillas de cera unas próximas a otras, de modo que se entrecortasen un poco; pues una pared común, aun sólo para dos celdillas contiguas, ahorraría un poco de trabajo y cera. Por consiguiente, sería cada vez más ventajoso para nuestro abejorro el que hiciese sus celdillas cada vez más regulares, más cerca unas de otras, y agregadas formando una masa, como las de Melipona; pues, en este caso, una gran parte de la superficie limitante de cada celdilla serviría para limitar las contiguas, y se economizaría mucho trabajo y cera. Además, por la misma causa, sería ventajoso para Melipona el que hiciese sus celdillas más juntas y más regulares por todos conceptos que las hace al presente; pues, como hemos visto, las superficies esféricas desaparecerían por completo y serían reemplazadas por superficies planas, y la Melipona haría un panal tan perfecto como el de la abeja común. La selección natural no pudo llegar más allá de este estado de perfección arquitectónica; pues el panal de la abeja, hasta donde nosotros podemos juzgar, es absolutamente perfecto por lo que se refiere a economizar trabajo y cera.

De este modo, a mi parecer, el más maravilloso de todos los instintos conocidos el de la abeja común, puede explicarse porque la selección natural ha sacado provecho de numerosas modificaciones pequeñas y sucesivas de instintos sencillos; porque la selección natural ha llevado paulatinamente a las abejas a describir esferas iguales a una distancia mutua dada, dispuestas en dos capas, y a construir y excavar la cera en los planos de intersección de un modo cada vez más perfecto: las abejas, evidentemente, no sabían que describían sus esferas a una distancia mutua particular, más de lo que saben ahora como son los diferentes ángulos de los prismas hexagonales y de las placas rómbicas basales; pues la fuerza propulsora del proceso de selección natural fue la construcción de celdillas de la debida solidez y del tamaño y forma adecuados para las larvas, realizado esto con la mayor economía posible del tamaño y cera. Aquellos enjambres que hicieron de este modo las mejores celdillas con el menor trabajo y el menor gasto de miel para la secreción de cera, tuvieron el mejor éxito y transmitieron sus instintos nuevamente adquiridos a nuevos enjambres, los cuales, a su vez, habrán tenido las mayores probabilidades de buen éxito en la lucha por la existencia.

Objeciones a la teoría de la selección natural aplicada a los insectos. -Insectos neutros o estériles

A la opinión precedente sobre el origen de los instintos se ha hecho la objeción de que «las variaciones de estructura y de instinto tienen que haber sido simultáneas y exactamente acopladas entre sí, pues una modificación en aquélla sin el correspondiente cambio inmediato en éste, hubiese sido fatal. La fuerza de esta objeción descansa por completo en la admisión de que los cambios en los instintos y conformación son bruscos. Tomemos como ejemplo el caso del carbonero (Parus major), al que se ha hecho alusión en un capitulo precedente; esta ave, muchas veces, estando en una rama, sujeta entre sus patas las simientes del tejo y las golpea con el pico, hasta que llega al núcleo. Ahora bien; ¿qué especial dificultad habría en que la selección natural conservase todas las ligeras variaciones individuales en la forna del pico que fuesen o que estuviesen mejor adaptadas para abrir las simientes hasta que se formasen un pico tan bien conformado para este fin como el del trepatroncos, al mismo tiempo que la costumbre, o la necesidad, o la variación espontánea del gusto llevasen al ave a hacerse cada vez más granívora? En este caso, se supone que el pico se modifica lentamente por selección natural, después de lentos cambios de costumbres o gustos, y de acuerdo con ellos; pero dejemos que los pies del carbonero varíen y se hagan mayores por correlación con el pico, o por alguna otra causa desconocida, y no es imposible que estos pies mayores lleven al ave a trepar cada vez más, hasta que adquiera el instinto y la facultad de trepar tan notables del trepatroncos. En este caso, se supone que un cambio gradual de conformación lleva al cambio de costumbres instintivas. Tomemos otro ejemplo: pocos instintos son tan notables como el que lleva a la salangana a hacer su nido por completo de saliva condensada. Algunas aves construyen sus nidos de barro, que se cree que está humedecido con saliva, y una de las golondrinas de América del Norte hace su nido, según he visto, de tronquitos aglutinados con saliva, y hasta con plaquitas formadas de esta substancia. ¿Es, pues, muy improbable que la selección natural de aquellos individuos que segregasen cada vez más saliva produjese al fin una especie con instintos que la llevasen a despreciar otros materiales y a hacer sus nidos exclusivamente de saliva condensada? Y lo mismo en otros casos. Hay que admitir, sin embargo, que en muchos no podemos conjeturar si fue el instinto o la conformación lo que primero varió.

Indudablemente podrían oponerse a la teoría de la selección natural muchos instintos de explicación dificilísima: casos en los cuales no podemos comprender cómo se pudo haber originado un instinto; casos en que no se sabe que existan gradaciones intermedias; casos de instintos de importancia tan insignificante, que la selección natural apenas pudo haber obrado sobre ellos; casos de instintos casi idénticos en animales tan distantes en la escala de la naturaleza, que no podemos explicar su semejanza por herencia de un antepasado común, y que, por consiguiente, hemos de creer que fueron adquiridos independientemente por selección natural. No entraré aquí en estos varios casos, y me limitaré a una dificultad especial, que al principio me pareció insuperable y realmente fatal para toda la teoría. Me refiero a las hembras neutras o estériles de las sociedades de los insectos, pues estas neutras, frecuentemente, difieren mucho en instintos y conformación, tanto de los machos como de las hembras fecundas, y, sin embargo, por ser estériles no pueden propagar su clase.

El asunto merece ser discutido con gran extensión pero tomaré aquí nada más que un solo caso: el de las hormigas obreras estériles. De qué modo las obreras se han vuelto estériles, constituye una dificultad; pero no mucho mayor que la de cualquier otra modificación notable de conforrnación, pues puede demostrarse que algunos insectos y otros animales articulados, en estado natural, resultan accidentalmente estériles; y si estos insectos hubiesen sido sociables, y si hubiese sido útil para la sociedad el que cada año hubiese nacido un cierto número, capaces de trabajar pero incapaces de procrear, yo no sé ver dificultad alguna especial en que esto se hubiese efectuado por selección natural. Pero he de pasar por alto esta dificultad preliminar. La gran dificultad estriba en que las hormigas obreras difieren mucho de los machos y de las hembras fecundas en su conformación, como en la forma del tórax, en estar desprovistas de alas y a veces de ojos, y en el instinto. Por lo que se refiere sólo al instinto, la abeja común hubiese sido un ejemplo mejor de la maravillosa diferencia, en este particular, entre las obreras y las hembras perfectas. Si una hormiga obrera u otro insecto neutro hubiese sido un animal ordinario, habría yo admitido sin titubeo que todos sus caracteres habían sido adquiridos lentamente por selección natural, o sea, por haber nacido individuos con ligeras modificaciones útiles, que fueron heredadas por los descendientes, y que éstos, a su vez, variaron y fueron seleccionados, y así sucesivamente. Pero en la hormiga obrera tenemos un instinto que difiere mucho del de sus padres, aun cuando es completamente estéril; de modo que nunca pudo haber transmitido a sus descendientes modificaciones de estructura o instinto adquiridas sucesivamente.

Puede muy bien preguntarse cómo es posible conciliar este caso con la teoría de la selección natural. En primer lugar, recuérdese que tenemos innumerables ejemplos, tanto en nuestras producciones domésticas como en las naturales, de toda clase de diferencias hereditarias de estructura, que están en relación con ciertas edades o con los sexos. Tenemos diferencias que están en correlación, no sólo con un sexo, sino con el corto período en que el aparato reproductor está en actividad, como el plumaje nupcial de muchas aves y las mandíbulas con garfio del salmón macho. Tenemos ligeras diferencias hasta en los cuernos de las diferentes razas del ganado vacuno, en relación con un estado artificialmente imperfecto del sexo masculino; pues los bueyes de ciertas razas tienen cuernos más largos que los bueyes de otras, relativamente a la longitud de los cuernos, tanto de los toros como de las vacas de las mismas razas. Por consiguiente, no sé ver gran dificultad en que un carácter llegue a ser correlativo de la condición estéril de ciertos miembros de las sociedades de los insectos: la dificultad descansa en comprender cómo se han acumulado lentamente, por selección natural, estas modificaciones correlativas de estructura.

Esta dificultad, aunque insuperable en apariencia, disminuye o desaparece, en mi opinión, cuando se recuerda que la selección puede aplicarse a la familia lo mismo que al individuo, y puede de este modo obtener el fin deseado. Los ganaderos desean que la carne y la grasa estén bien entremezcladas; fue matado un animal que presentaba estos caracteres; pero el ganadero ha recurrido con confianza a la misma casta, y ha conseguido su propósito. Tal fe puede ponerse en el poder de la selección, que es probable que pudiera formarse una raza de ganado que diese siempre bueyes con cuernos extraordinariamente largos, observando qué toros y qué vacas produjesen cuando se apareasen bueyes con los cuernos más largos, y, sin embargo, ningún buey habría jamás propagado su clase. He aquí un ejemplo mejor y real: según míster Verlot, algunas variedades de alelí blanco doble, por haber sido larga y cuidadosamente seleccionadas hasta el grado debido, producen siempre una gran proporción de plantas que llevan flores dobles y completamente estériles; pero también dan algunas plantas sencillas y fecundas. Estas últimas, mediante las cuales puede únicamente ser propagada la variedad, pueden compararse a los machos y hembras fecundas de las hormigas, y las plantas dobles estériles a las neutras de la misma sociedad. Lo mismo que en las variedades de alelí blanco, en los insectos sociables la selección natural ha sido aplicada a la familia y no al individuo, con objeto de lograr un fin útil. Por consiguiente, podemos llegar a la conclusión de que pequeñas modificaciones de estructura o de instinto relacionadas con la condición estéril de ciertos miembros de la comunidad han resultado ser ventajosas, y, en consecuencia, los machos y hembras fecundos han prosperado y transmitido a su descendencia fecunda una tendencia a producir miembros estériles con las mismas modificaciones. Este proceso tiene que repetirse muchas veces, hasta que se produzca la prodigiosa diferencia que vemos entre las hembras fecundas de la misma especie en muchos insectos sociables.

Pero no hemos llegado todavía a la cumbre de la dificultad, o sea el hecho de que las neutras de varias especies de hormigas difieren, no sólo de los machos y hembras fecundos, sino también entre sí mismas, a veces en un grado casi increíble, y están de este modo divididas en dos y aun en tres castas. Las castas, además, no muestran comúnmente tránsitos entre sí, sino que están por completo bien definidas, siendo tan distintas entre sí como lo son dos especies cualesquiera del mismo género, o más bien dos géneros cualesquiera de la misma familia. Así en Eciton hay neutras obreras y neutras soldados, con mandíbulas e instintos extraordinariamente diferentes; en Cryptocerus sólo las obreras de una casta llevan sobre la cabeza una extraña especie de escudo, cuyo uso es completamente desconocido; en el Myrmecocystus de México, las obreras de una casta nunca abandonan el nido, y son alimentadas por las obreras de otra casta, y tienen enormemente desarrollado el abdomen, que segrega una especie de miel, la cual reemplaza la excretada por los pulgones -el ganado doméstico, como podría llamárseles-, que nuestras hormigas europeas guardan y aprisionan.

Se creerá, verdaderamente, que tengo una confianza presuntuosa en el principio de la selección inatural al no admitir que estos hechos maravillosos y confirmados aniquilen de una vez mi teoría. En el caso más sencillo de insectos neutros todos de una casta, que, en mi opinión, se han hecho diferentes mediante selección natural de los machos y hembras fecundos, podemos, por la analogía con las variaciones ordinarias, llegar a la conclusión de que las sucesivas y pequeñas variaciones útiles no aparecieron al principio en todos los neutros del mismo nido, sino solamente en unos pocos, y que, por la supervivencia de las sociedades que tuviesen hembras que produjesen el mayor número de neutros con la modificación ventajosa, llegaron por fin todos los neutros a estar caracterizados de este modo. Según esta opinión, tendríamos que encontrar accidentalmente en el mismo nido insectos neutros que presentasen gradaciones de estructura, y esto es lo que encontramos, y aun no raras veces, si consideramos qué pocos insectos han sido cuidadosamente estudiados fuera de Europa. Míster F. Smith ha demostrado que las neutras de varias hormigas de Inglaterra difieren entre sí sorprendentemente en tamaño, y a veces en color, y que las formas extremas pueden enlazarse mediante individuos tomados del mismo hormiguero; yo mismo he comprobado gradaciones perfectas de esta clase. A veces ocurre que las obreras del tamaño máximo o mínimo son las más numerosas, o que tanto las grandes como las pequeñas son numerosas, mientras que las de tamaño intermedio son escasas. Formica flava tiene obreras grandes y pequeñas, con un corto número de tamaño intermedio, y en esta especie, como ha observado míster F. Smith, las obreras grandes tienen ojos sencillos (ocelos), los cuales, aunque pequeños, pueden distinguirse claramente, mientras que las obreras pequeñas tienen sus ocelos rudimentarios. Habiendo disecado cuidadosamente varios ejemplares de estas obreras, puedo afirmar que los ojos son mucho más rudimentarios en las obreras pequeñas de lo que puede explicarse simplemente por su tamaño proporcionalmente menor, y estoy convencido, aun cuando no me atrevo a afirmarlo tan categóricamente, que las obreras de tamaño intermedio tienen sus ocelos de condición exactamente intermedia. De modo que, en este caso, tenemos en el mismo hormiguero dos grupos de obreras estériles, que difieren, no sólo por su tamaño, sino también por sus órganos de la vista, aunque están enlazadas por un corto número de individuos de condición intermedia. Podría divagar añadiendo que si las obreras pequeñas hubieran sido las más útiles a la comunidad, y hubieran sido seleccionados continuamente aquellos machos y hembras que producían obreras cada vez más pequeñas, hasta que todas las obreras fuesen de esta condición, en este caso hubiésemos tenido una especie de hormiga con neutras casi de la misma condición que las de Myrmica, pues las obreras de Myrmica no tienen ni siquiera rudimentos de ocelos, aun cuando las hormigas machos y hembras de este género tienen ocelos bien desarrollados.

Puedo citar otro caso: tan confiadamente esperaba yo encontrar accidentalmente gradaciones de estructuras importantes entre las diferentes castas de neutras en la misma especie, que aproveché gustoso el ofrecimiento hecho por míster F. Smith de numerosos ejemplares de un mismo nido de la hormiga cazadora (Anomma) del África Occidental. El lector apreciará quizá mejor la diferencia en estas obreras dándole yo, no las medidas reales, sino una comparación rigurosamente exacta: la diferencia era la misma que si viésemos hacer una casa a una cuadrilla de obreros, de los cuales unos tuviesen cinco pies y cuatro pulgadas de altura y otros diez y seis pies de altura; pero tendríamos que suponer, además, que los obreros más grandes tuviesen la cabeza cuatro veces, en lugar de tres, mayor que la de los pequeños, y las mandíbulas casi cinco veces mayores. Las mandíbulas, además, de las hormigas obreras de los diversos tamaños diferían prodigiosamente en forma y en la figura y número de los dientes. Pero el hecho que nos interesa es que, aun cuando las obreras pueden ser agrupadas en castas de diferentes tamaños, hay, sin embargo, entre ellas gradaciones insensibles, lo mismo que entre la conformación, tan diferente, de sus mandíbulas. Sobre este último punto hablo confiado, pues Sir J. Lubbock me hizo dibujos, con la cámara clara, de las mandíbulas que disequé de obreras de diferentes tamaños. Míster Bates, en su interesante obra Naturalist on the Amazons, ha descrito casos análogos.

En presencia de estos hechos, creo yo que la selección natural, obrando sobre las hormigas fecundas o padres, pudo formar una especie que produjese normalmente neutras de tamaño grande con una sola forma de mandíbulas, o todas de tamaño pequeño con mandíbulas muy diferentes, o, por último, y ésta es la mayor dificultad, una clase de obreras de un tamaño y conformación y, simultáneamente, otra clase de obreras de tamaño y conformación diferentes, habiéndose formado primero una serie gradual, como en el caso de la hormiga cazadora, y habiéndose producido entonces las formas extremas, en número cada vez mayor, por la supervivencia de los padres que las engendraron, hasta que no se produjese ya ninguna de la conformación intermedia.

Míster Wallace ha dado una explicación análoga del caso, igualmente complicado, de ciertas mariposas del Archipiélago Malayo que aparecen normalmente con dos, y aun tres, formas distintas de hembra, y Frizt Müller, del de ciertos crustáceos del Brasil que se presentan también con dos formas muy distintas de macho. Pero este asunto no necesita ser discutido aquí.

Acabo de explicar cómo, a mi parecer, se ha originado el asombroso hecho de que existan en el mismo hormiguero dos castas claramente definidas de obreras estériles, que difieren, no sólo entre sí, sino también de sus padres. Podemos ver lo útil que debe haber sido su producción para una comunidad social de hormigas, por la misma razón que la división del trabajo es útil al hombre civilizado. Las hormigas, sin embargo, trabajan mediante instintos heredados y mediante órganos o herramientas heredados, mientras que el hombre trabaja mediante conocimientos adquiridos e instrumentos manufacturados. Pero he de confesar que, con toda mi fe en la selección natural, nunca hubiera esperado que este principio hubiese sido tan sumamente eficaz, si el caso de estos insectos neutros no me hubiese llevado a esta conclusión. Por este motivo he discutido este caso con un poco de extensión, aunque por completo insuficiente, a fin de mostrar el poder de la selección natural, y también porque ésta es, con mucho, la dificultad especial más grave que he encontrado en mi teoría. El caso, además, es interesantísimo, porque prueba que en los animales, lo mismo que en las plantas, puede realizarse cualquier grado de modificación por la acumulación de numerosas variaciones espontáneas pequeñas que sean de cualquier modo útiles, sin que haya entrado en juego el ejercicio o costumbre; pues las costumbres peculiares, limitadas a los obreras o hembras estériles, por mucho tiempo que puedan haber sido practicadas, nunca pudieron afectar a los machos y a las hembras fecundas, que son los únicos que dejan descendientes. Me sorprende que nadie, hasta ahora, haya presentado este caso tan demostrativo de los insectos neutros en contra de la famosa doctrina de las costumbres heredadas, según la ha propuesto Lamarck.

Resumen

En este capítuio me he esforzado en mostrar brevemente que las cualidades mentales de los animales domésticos son variables, y que las variaciones son hereditarias. Aún más brevemente, he intentado demostrar que los instintos varían ligeramente en estado natural. Nadie discutirá que los instintos son de importancia suma para todo animal. Por consiguiente, no existe dificultad real en que, cambiando las condiciones de vida, la selección natural acumule hasta cualquier grado ligeras modificaciones de instinto que sean de algún modo útiles. En muchos casos es probable que la costumbre, el uso y desuso hayan entrado en juego. No pretendo que los hechos citados en este capítulo robustezcan grandemente mi teoría; pero, según mi leal saber y entender, no la anula ninguno de los casos de dificultad. Por el contrario, el hecho de que los instintos no son siempre completamente perfectos y están sujetos a errores; de que no puede demostrarle que ningún instinto haya sido producido para bien de otros animales, aun cuando algunos animales saquen provecho del instinto de otros; de que la regla de Historia natural Natura non lacit saltum es aplicable a los instintos lo mismo que a la estructura corporal, y se explica claramente según las teorías precedentes, pero es inexplicable de otro modo; tiende todo ello a confirmar la teoría de la selección natural.

Esta teoría se robustece también por algunos otros hechos relativos a los instintos, como el caso común de especies muy próximas, pero distintas, que, habitando en partes distintas del mundo y viviendo en condiciones considerablemente diferentes, conservan, sin embargo, muchas veces, casi los mismos instintos. Por ejemplo: por el principio de la herencia podemos comprender por qué es que el tordo de la región tropical de América del Sur tapiza su nido con barro, de la misma manera especial que lo hace nuestro zorzal de Inglaterra; por qué los cálaos de África y de India tienen el mismo instinto extraordinario de emparedar y aprisionar las hembras en un hueco de un árbol, dejando sólo un pequeño agujero en la pared, por el cual los machos alimentan a la hembra y a sus pequeñuelos cuando nacen; por qué las ratillas machos (Troglodytes) de América del Norte hacen nidos de macho («cock-nests»), en los cuales descansan como los machos de nuestras ratillas, costumbre completamente distinta de las de cualquier otra ave conocida. Finalmente, puede no ser una deducción lógica, pero para mi imaginación es muchísimo más satisfactorio considerar instintos, tales como el del cuclillo joven, que expulsa a sus hermanos adoptivos; el de las hormigas esclavistas; el de las larvas de icneumónidos, que se alimentan del cuerpo vivo de las orugas, no como instintos especialmente creados o fundados, sino como pequeñas consecuencias de una ley general que conduce al progreso de todos los seres orgánicos; o sea, que multiplica, transforma y deja vivir a los más fuertes y deja morir a los más débiles.