El ombligo de nuestro padre Adán

Tradiciones peruanas
Cuarta serie (1894) de Ricardo Palma
El ombligo de nuestro padre Adán


Limeño de regocijada musa y sazonado ingenio fue el bachiller Juan del Castillo, y tanto que remató mal por haber ocupado su intelecto en cuestioncilla que no era para caletre de poco más o menos.

Allá verán ustedes que, como dijo el malogrado Narciso Serra,


«El tal tuvo talento, y yo lo siento,
que es mala enfermedad tener talento».


La casualidad y la manía de desempolvar papeles viejos pusieron al alcance de mis quevedos cinco pliegos, en letra de cadeneta, y que no son más que un extracto minucioso del proceso que se le siguió a aquel prójimo.

El bachiller Castillo era un buen mozo a carta cabal y tenía gran partido con las damiselas; como que el mancebo era tracista, y no tan pobre que necesitara acudir a la sopa boba de los conventos. Poseía un callejón de cuartos cerca del Tajamar de los Alguaciles; y con el producto, que no era para rodar carroza, tenía lo preciso para andar siempre hecho un pino de oro, luciendo capa de paño de Segovia, jubón atrencillado, gorguera de encaje, calzas atacadas y en los días de fiesta zapatos de guadamacil con virillas de plata. Sin ser allegador de la ceniza ni derramador de la harina, el bachiller se trataba a cuerpo qué quieres, cuidando sí de no sacar la pierna más allá de la sábana.

Nadie como él en Lima para hacer hablar a una guitarra, echar un pasacalle a las mozas e improvisar décimas y ovillejos.

Constante tertulio de la escribanía de Cristóbal Vargas, cuyos protocolos existen hoy en el archivo de don Felipe Orellana, era por los años de 1607 el bachiller Juan del Castillo. A la oficina del cartulario o intérprete de la fe pública concurría diariamente, entre otros ociosos y litigantes, fray Rodrigo de Azula, de la orden dominica de predicadores, fraile cogotudo y que se trataba tú por tú con el alegre bachiller.

Dotado Castillo de carácter burlón y epigramático, no desperdiciaba ripio ni oportunidad para armar disputa al reverendo, que era gran argumentador y ergotista insigne. Entre ambos se sostenía guerra asidua de coplas, más o menos agudas, pero henchidas siempre de denuestos; que tal era el gusto literario de esa época, a juzgar por las muestras que en su famoso Diente del Parnaso nos ha legado el cáustico Juan de Caviedes. Por supuesto que para los concurrentes a la tertulia del escribano era todo ello motivo de entretenimiento y risa.

Un día, impulsado acaso por su mala estrella, ocurriósele al bachiller escribir (¡nunca tal hiciera!) estas rimas de gato cojo, como decían las limeñas, metro muy a la moda en aquellos tiempos:


«Santo varón
más grueso que el marrano
de San Antón.
Dómine Azula,
promiscuador eterno
sin pagar bula.
Padre Rodrigo,
para habértelas no eres
hombre conmigo.
Tu teología
es leche avinagrada,
cemita fría.
Toma, tomates,
tesis para que abortes
cien disparates.
A ti lo digo:
a ver, ¿tuvo o no tuvo
Adán ombligo?».


La controversia fue interesantísima. El dominico probó con muchos latines que Adán no se diferenció de sus descendientes y que por lo tanto lució la tripita o excrecencia llamada ombligo. El bachiller argüía que no siendo Adán nacido de hembra, maldito si le hizo falta el cordón umbilical. Contestó aquél con un distingo y un nego majorem, y replicó el limeño con un entimema, dos sorites y tres pares de silogismos.

Los tertulios, como era natural, alambicaban las opiniones, inclinándose a alguna; y como la tesis era de suyo tan original, ocupáronse de ella fuera del recinto de la escribanía.

Tan monótona era por entonces la existencia en Lima que, a falta de otra distracción, personas graves se dieron a cavilar sobre el tema propuesto por el travieso limeño.

Llegó a conocimiento de la Inquisición tamaña bobería, y los hombres de la cruz verde le dieron importancia, calificando las palabras del bachiller de escandalosas y aun de sospechosas de herejía. Echáronse a espulgar en la vida, costumbres y antecedentes del acusado, y sacaron en limpio que el padre de Castillo había sido portugués judaizante y, por ende, recaía sobre el lujo la presunción de traer la conciencia entre la Biblia y el Alcorán, o lo que es lo mismo, de no hacer ascos a la ley de Moisés.

Añádase a esto que el bachiller había dicho públicamente, en la tertulia de Vargas, que el día de Pascua no estaba bien determinado en el almanaque, y que el agua bendita y el vinagre eran las dos únicas cosas iguales en el Perú y en España, y se convendrá en que el Santo Oficio no podía menos que encontrar en las creencias del bachiller Castillo sobra de materiales para condimentar un suculento puchero.

Así sucedió. Una noche le cayeron encima al disputador coplero los familiares de la Santa; lo encerraron en un calabozo; lo pusieron a pan y agua; lo sujetaron a la cuestión de tormento; se zurció proceso en regla; y el domingo de la Santísima Trinidad, 10 de julio de 1608, coram pópulo y con asistencia del excelentísimo señor virrey marqués de Montesclaros y de todo el cortejo palaciego, se le quemó por hereje en el cementerio de la catedral. Según Mendiburu, fue éste el octavo auto de fe celebrado en Lima, y el séptimo, según el cronista Córdova y Urrutia.

Quépanos, sí, a los católicos hijos de esta tres veces coronada ciudad de los reyes del Perú la satisfacción de decir a boca llena y en encomio de nuestra religiosidad católica-apostólica-romana, que el único limeño a quien la Inquisición tuvo el gusto de achicharrar fue el bachiller Castillo, y aun éste no fue limeño puro, sino retoño de portugueses.

Con tal antecedente y escarmentado en cabeza del bachiller mi paisano, otro, que no yo, póngase en calzas bermejas, y con el resultado avíseme por telégrafo, averiguando si Adán tuvo o no tuvo ombligo; punto en que la Inquisición no dijo sí ni no, dejando en pie la cuestión. Por mí, la cosa no vale un pepino y espero salir de curiosidad y saber lo cierto el día del juicio a última hora.