El olmo del paseo: XV

El olmo del paseo
de Anatole France
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XV

Al terminar su lectura, doblando el señor Bergeret su manuscrito, lo guardó.

El señor Mazure, archivero; el señor Terremondre y el señor Paillot inclinaron tres veces la cabeza, silenciosos.

Luego, el señor Terremondre, posando su diestra en una manga del señor Bergeret, dijo:

—Lo que acaba de leernos, mi estimado señor, es verdaderamente...

León se presentó de pronto, agitado, brusco; su emoción y la importancia del suceso no le obligaban a ser más comedido:

—¡Han asesinado a la señora Houssieu!

—¿Es posible? —interrumpió el señor de Terremondre.

—¡Ya lo creo! en su misma cama la estrangularon. El cadáver está en descomposición; los médicos aseguran que debió de cometerse hace tres días el crimen.

—¿Hace tres días? —indicó el archivero señor Mazure—. Pues el crimen tuvo lugar el sábado.

Paillot, librero, que había enmudecido, quedóse como embobado, con la boca entreabierta, porque la muerte le infundía mucho respeto. Haciendo memoria, y ordenando sus indicios, precisó:

—El sabado, a las cinco de la tarde, oí voces ahogadas y el ruido que produce un cuerpo al desplomarse. Tal vez recordarán ahora dos de los caballeros aquí presentes —indicando al señor de Terremondre y al señor Bergeret— que supuse debía de pasar algo extraordinario en la casa de la reina Margarita.

Ninguno confirmó la supuesta perspicacia del librero, quien solamente por la constante atención de su oído y la sutileza de su razonamiento —derivadas una y otra de un recelo que siempre le roía— pudo concebir una vaga sospecha del suceso mientras, pared por medio, se desarrollaba.

Después de un silencio respetuoso, prosiguió:

—En la noche del sábado al domingo, dije a mi mujer: "No se oye el más pequeño ruido en la casa de la reina Margarita."

El señor Mazure preguntó cuántos años tenía la interfecta.

Paillot afirmó que la señora Houssieu tendría, seguramente, los ochenta; de no haberlos cumplido ya, le faltaría poco. Medio siglo llevaba viuda; era propietaria de algunas tierras, de valores cotizables y de un capital en oro que tendría escondido para gozarse avaramente contemplándolo. Era tan roñosa, que vivía sin criados, haciéndose la comida en la chimenea de su estancia, siempre sola entre los muebles desvencijados y las valijas rotas, que guardaban polvo de veinte años. Hacía, en efecto, más de veinte años que no se dio un barrido en el interior de aquella casa. La señora Houssieu salía poco, adquiriendo víveres para una semana, y sólo franqueaba su puerta al muchacho de la carnicería y a dos o tres chiquillos recaderos.

—¿Aseguran que se cometió ese crimen el sábado por la tarde? —preguntó el señor de Terremondre.

—Lo suponen, sí señor; el cadáver apesta y da espanto verlo —dijo León.

—El sábado por la tarde —afirmó el señor de Terremondre— estábamos reunidos aquí. Mientras al otro lado de la pared medianera se cometía un crimen horrible, discurríamos con la mayor tranquilidad acerca de cosas indiferentes.

Hubo un silencio prolongado. Todos reflexionaban. Después, ciertas preguntas referentes al asesino quedaron sin respuesta. León, a pesar de su ansioso deseo, no pudo satisfacerlas; ignoraba si el asesino fue preso al pronto, si era público su nombre, si había sospechas fundadas contra ése o aquél.

Una sombra, cada vez más densa y de fúnebre aspecto, se proyectaba en las vidrieras de la librería; era la muchedumbre de curiosos, apiñados en la plaza, frente a la casa del crimen.

—Sin duda, esperan al jefe de Policía y al Juzgado —insinuó el archivero Mazure.

Paillot, cuya prudente previsión jamás descansaba, temiendo que le rompiesen los cristales, mandó a León que pusiera los tableros en la fachada principal, dejando sin cerrar el escaparate de la calle de Tintelleries.

Fue una orden acertada, que los asiduos del rincón aprobaron sin vacilar. Pero como la estructura de la calle de Tintelleries no deja mucho campo a la luz y los cristales de aquella fachada están, precisamente, destinados a exhibir los modelos de dibujo y los carteles, hundióse la tienda en tenebrosa oscuridad.

El rumor de la muchedumbre, imperceptible al pronto, creciendo en la sombra, se propagó sordo, grave, hasta cierto punto imponente y terrible, patentizando de manera clara la unanimidad manifiesta de un sentimiento moral.

Conmovido el señor de Terremondre, dio forma de nuevo a la idea que le preocupaba.

—Es particular. Mientras el crimen hacía presa en la víctima tan cerca de nosotros, hablábamos de cosas indiferentes.

Al oir esto, el señor Bergeret, inclinando la cabeza sobre su hombro izquierdo, dijo:

—Creo conveniente advertirle, señor mío, y perdone mi atrevimiento, que no es nada extraño lo que a usted le preocupa. Lo extraño sería que, al realizarse un acto criminal oculto, en algunas leguas a la redonda o en algunos metros de radio, las conversaciones triviales cesaran y un silencio inconveniente respondiera, respetuoso, al estertor de las víctimas. Un impulso, aunque provenga del juicio más depravado, sólo produce las consecuencias naturales.

El señor de Terremondre no contestó a este razonamiento, y las demás hicieron patente al señor Bergeret, con un gesto de inquietud, su desagrado y su desaprobación.

A pesar de todo, el catedrático de la Facultad de Letras prosiguió:

—¿Cómo es posible que un acto natural y frecuente, pues frecuente y natural es el asesinato, provoque particulares y extraños efectos? Matarse los unos a los otros, ejercer la violencia, es costumbre generalizada entre los animales, y, sobre todo, entre los hombres. Durante mucho tiempo, el asesinato fue considerado en las sociedades humanas como una prueba de bravura, como una gallardía, y en las costumbres, en las instituciones actuales, queda rastro aún de la estimación que inspiraban los asesinos en otras épocas.

—¿Qué rastro de barbarie queda? —preguntó el señor de Terremondre.

—Por de pronto, lo encuentra usted —respondió el catedrático— en los honores que reciben los militares.

—Hay mucha diferencia entre soldados y asesinos —repuso el señor de Terremondre.

—Seguramente —dijo el señor Bergeret—. Pero todas las acciones humanas tienen por móvil inmediato el hambre o el amor. El hambre adiestró a los bárbaros en el asesinato, les hizo concebir la guerra y proyectar las invasiones. Los pueblos civilizados, como los perros de caza, siéntense impulsados por el instinto que les obliga torpemente a destruir sin causa ni provecho. La sinrazón de las modernas luchas recibe los nombres de interés dinástico, nacionalidad, equilibrio europeo, honor. Este último pretexto es, acaso, el más extravagante de todos, cuando no hay en el mundo una sola nación que no se haya envilecido cometiendo todos los crímenes imaginables y cubriéndose con todas las vergüenzas posibles. Tampoco se vio libre ninguna de sufrir todas las humillaciones que la suerte pueda sembrar sobre una miserable muchedumbre. Y si, a pesar de todo, conservaran las naciones algo de honor, sería un modo singular de atenderlo provocar la guerra, lo cual equivale a cometer cuantos crímenes deshonran a un ciudadano: incendios, robos, asesinatos, violaciones. El amor no suele conducir a fines menos violentos, menos desastrosos, menos crueles, y, en consecuencia, el hombre debe ser clasificado entre los animales feroces. Ahora falta investigar por qué me doy cuenta de semejante ferocidad y por qué me inspira dolor e indignación. Si existiera sólo el mal, sería desconocido como la sombra de la noche si la luz del sol no contrastara con ella.

El señor de Terremondre acababa de ofrecer una prueba de ternura y dignidad humanas, lamentando que hablaran ligera y alegremente, pared por medio, en el mismo instante del crimen: y sin embargo, empezó a discurrir acerca del fin trágico de la señora Houssieu, como de un sencillo accidente cuyas consecuencias pueden aquilatarse.

Reflexionaba que ya no le sería difícil adquirir la casa de la reina Margarita para conservar allí sus colecciones de muebles, porcelanas y tapices, creando una especie de Museo municipal. Se prometía recibir, en premio a su generosidad y a sus meritorias y pacientes adquisiciones, la cruz de la Legión de Honor, y acaso el título de socio corresponsal de la Academia de Inscripciones. Le apoyarían, sin duda, sus buenos amigos, dos o tres académicos, machuchos e incansables como él, a quienes encontraba, con frecuencia, en París, almorzando juntos en un figón y comunicándose historias de amoríos. No habiendo "corresponsal" en la región, sería más fácil conseguir que le nombraran a él.

Seguro de que no se lo disputarían, comenzó a despreciar el inmueble ansiado.

—Es una casa ruinosa la de la reina Margarita —dijo—. Las vigas de los techos, apolilladas, se deshacían como serrín sobre la cabeza de la pobre octogenaria. Restaurarla exige gastos considerables.

—Lo mejor sería —opinaba el archivero Mazure— que la derribasen, y llevaríamos al patio del Museo la fachada. No se debe abandonar a los contratistas el escudo famoso de Felipe Tricouillard.

La muchedumbre, arremolinada ruidosamente, resistíase a los polizontes que procuraban abrir calle al Juzgado para que pudiera entrar en la casa del crimen.

Paillot, después de asomar las narices entre los filos de la puerta, dijo:

—Ya llegaron. El señor Roquincourt, juez instructor, y el señor Surcouf, escribano, entran ya en la casa.

Y salió a la calle de Tintelleries. Los tertulios del "rincón de pergaminos y pastas viejas", uno tras otro, salieron también observando los vaivenes de la muchedumbre reunida en la plaza de San Exuperio.

Paillot reconoció en aquel agitado mar de cabezas la del presidente Casagnol. Había salido el venerable anciano a dar su paseíto de costumbre, y se vio, de pronto, envuelto por la multitud, que lo arrastraba; pero, a pesar de sus ojos casi ciegos y de sus piernas temblonas, iba erguido, sobresaliendo su rostro enjuto y su cabellera blanca.

Paillot precipitóse a su encuentro, y, cogiéndolo por un brazo, le invitó a descansar en la librería.

—¡Qué imprudencia, señor Casagnol, atravesar la plaza entre un gentío alborotado! Esto parece un motín.

¡Un motín! El antiguo presidente de Audiencia, que llevaba ya veinticinco años de jubilación, sintió reverdecer las memorias revolucionarias del siglo. ¡Un motín! ¡Había presenciado muchos en los ochenta y siete años de su vida!

Guiándolo Paillot, pudo llegar a la librería, y lo recibieron muy respetuosos los contertulios, ofreciéndole una silla de anea. Entre sus muslos descarnados temblaba su bastón bajo su mano débil. Tenía la espalda tan derecha como el respaldo que le servía de apoyo. Se quitó los anteojos para limpiarlos, y tardó mucho en ponérselos. No recordaba las fisonomías; a tal punto, que, a pesar de ser torpe de oído, reconocía sólo a las gentes por la voz.

Indagó en discretas preguntas el motivo de hallarse invadida la plaza por la muchedumbre, y se hizo apenas cargo de las contestaciones del señor de Terremondre. Su cerebro, sano y endurecido como una momia viviente, no fijaba ya ninguna impresión nueva, guardando sólo las antiguas, claras e imborrables.

El señor Bergeret, el señor de Terremondre y el señor Mazure lo rodearon. Desconocían su historia, envuelta en el silencio de lo pasado. Sólo barruntaban que fue discípulo, amigo y compañero de Lacordaire y de Montalembert, que resistió a las imposiciones del Imperio en los justos límites de su cargo y de la ley que había soportado las afrentas de Luis Veuillot, y que no dejaba ningún domingo de ir a misa, con su voluminoso devocionario. Veíanlo, como lo veía todo el pueblo, escoltado por su venerable honradez y por la gloria de haber defendido siempre, durante una larga vida, la causa de la Libertad. Pero los contertulios del "rincón de pergaminos y pastas viejas" no podrían precisar la forma de su liberalismo, porque desconocían todos la contundente frase contenida en un folleto publicado por el señor Casagnol en 1852, con motivo de los asuntos de Roma: "Sólo puede llamarse verdadera libertad aquella que se funda en la fe de Jesucristo y en la dignidad moral del hombre."

Decíase que, habiendo conservado su laboriosa y activa entereza de carácter, se ocupaba en clasificar su correspondencia y en escribir un libro acerca de las relaciones entre la Iglesia y el Estado. Hablaba con soltura y brío.

En el curso de la conversación, que seguía difícilmente por su torpeza de oído, cogió al vuelo el nombre del señor Garrand, fiscal de la República, y, clavando la mirada en el puño de su bastón, el solo testigo viviente que pudiera compartir con él memorias de tanta fecha, dijo:

—Conocí en Lyón, y en el año mil ochocientos treinta y ocho, a un fiscal del rey que había concebido una elevada idea de su cargo. Sostenía que una de las condiciones fiscales era la infalibilidad, y que un fiscal del rey no podía equivocarse, infalible como el rey mismo. Se llamaba Clavel, y publicó libros muy estimables acerca de la instrucción de procesos.

El anciano calló, aislándose con sus recuerdos.

Paillot, en el umbral de la puerta, divertíase curioseando.

—El señor Roquincourt sale ya de la casa.

El venerable Casagnol, abstraído en lo pasado, continuó:

—Empecé mi carrera judicial a las órdenes del señor Clavel, quien me repetía con frecuencia: "Desentrañe todo el sentido que la siguiente máxima encierra: el interés del acusado es sagrado; el interés de la sociedad es dos veces sagrado, y el interés de la justicia es tres veces sagrado." Los fundamentos meta- físicos obraban más poderosamente sobre las inteligencias entonces que ahora.

—Es muy cierto —dijo el señor de Terremondre.

—Sacan una mesa de noche, un lío de ropa y un cochecillo de paralítico —dijo Paillot—. Sin duda, serán esos objetos las pruebas de convicción.

El señor de Terremondre, cediendo, al fin, a su curiosidad, salió también a la calle. De pronto, frunciendo el ceño, exclamó:

—¡Demonio!

Y como si respondiese a una interrogadora mirada que le dirigía el curioso librero, dijo en seguida:

—Nada, nada.

Inteligente, perspicaz, había descubierto entre los muebles retirados por la Justicia un jarro de porcelana de la reina, y se prometía, cuando terminaran las actuaciones, tratar el asunto con el escribano Surcouf, hombre muy razonable. Usaba infinitos recursos para coleccionar objetos de arte.

"Hay que valerse de todo; atravesamos tiempos difíciles..." y con esta reflexión tranquilizaba su conciencia.

—Fui nombrado juez suplente a los veintidós años —prosiguió Casagnol—. Entonces, mi abundante cabellera rizada, mis rubicundas e imberbes mejillas me daban un aspecto de juventud verdaderamente desconsolador. Para infundir todo el respeto que mi cargo exigía, mostré una gravedad bien estudiada y actitudes muy dignas. Premiando mi aplicación, me ascendieron, y a los treinta y tres años era fiscal en la Audiencia de Puy.

—Es una ciudad muy pintoresca —intercaló el archivero Mazure.

—En cumplimiento de mis nuevas funciones, me vi obligado a intervenir en un asunto poco interesante por la naturaleza del delito y la humilde condición del acusado, pero que tenía importancia por tratarse de una pena de muerte. Un rico labrador amaneció asesinado en su cama. Pasaré por alto las circunstancias del crimen, aunque las recuerdo perfectamente, por ser vulgares. Bastará decir que desde las primeras diligencias del Juzgado recayeron sospechas en un mozo de labranza. Era hombre de veintinueve años, y se llamaba Poudrailles, Jacinto Poudrailles. Había desaparecido a las pocas horas de perpetrado el asesinato. Lo hallaron en una taberna, donde hizo gasto de alguna importancia. Fundadas presunciones designábanle como autor del crimen, y al registrarle, resultó que tenía en su poder sesenta francos, cuya procedencia no pudo justificar. Se reconocieron en sus ropas manchas de sangre. Dos testigos declararon que vagaba por los alrededores de la hacienda la noche del suceso. También se presentó un testigo de descargo, pero era hombre de malos antecedentes.

"Instruyó el proceso con habilidad consumada un juez muy práctico y celoso. El acta de acusación aparecía sólidamente razonada. Pero Poudrailles no había confesado su crimen. Y en la Audiencia, durante la vista, se aferró en su negativa, de la que nadie pudo sacarle. Tenía yo preparada la acusación en términos ajustados a la conciencia y al saber de un joven resuelto a mostrarse competente y digno en el desempeño de las elevadas obligaciones propias de su cargo. Pronuncié mi abrumador informe con arranque varonil; y como la mujer de Cortot, declarando que Poudrailles había pasado en su casa de Puy toda la noche del crimen, era un obstáculo a mi razonamiento, arremetí contra esa coartada para destruirla; supuse falso el testimonio de la mujer, y uno de mis argumentos produjo verdadera sensación en el Jurado y le impresionó favorablemente. Recordé que, según las declaraciones de los vecinos, los perros no ladraron: luego conocían al criminal; era uno de la casa; era el mozo de labranza; era el propio Poudrailles. Terminé pidiendo la pena de muerte, y la obtuve. Poudrailles fue condenado por mayoría, y cuando le hubieron leído la sentencia, gritó: '¡Soy inocente!'

"Aquel grito engendró en mi conciencia una duda espantosa. Consideré que, al fin y al cabo, la inocencia de aquel hombre no era inverosímil, y que yo me había complacido en inculcar a los jurados una certeza que no arraigaba en mí. Mis compañeros y superiores, mis amigos, hasta el abogado defensor del reo, me felicitaron por la terrible y vigorosa elocuencia, que me proporcionaba un verdadero triunfo. Sus alabanzas me complacían. Ya conocen ustedes, amigos míos, la delicada reflexión de Vauvernarges acerca de los primeros resplandores de la gloria. Sin embargo, el grito de Poudrailles resonaba en mi cerebro: '¡Soy inocente!'

"No se desvanecieron mis dudas, y a solas, constantemente, me obligaban a razonar, a reconstruir mis firmes acusaciones.

"Cuando fue denegado el recurso de apelación al defensor de Poudrailles, acrecieron mis incertidumbres. En aquella época no eran frecuentes los indultos. Poudrailles imploró, en vano, que se le conmutara la pena. El mismo día señalado para la ejecución, por la mañana, cuando ya el patíbulo se alzaba en Martouret, fui a la cárcel, y me hice introducir en el calabozo del reo. A solas con él, dije: 'Nada puede alterar el fallo de la Justicia; se cumplirá la sentencia. Pero si guarda su corazón un honrado sentimiento, Poudrailles, por la salud de su alma le pido que me diga si es o no culpable del crimen que le condena.' Mirándome fijamente, callaba. Nunca podré olvidar aquel semblante achatado, la boca extendida y silenciosa. Pasé un momento de angustia horrible. Inclinando la cabeza, convencido ya de que no había esperanza, el reo murmuró, con voz débil y clara: 'Sí, yo lo asesiné. Y me costó mucho trabajo. Era duro y brioso el viejo; se defendía bien.' Respiré, libre de mi angustia. Semejante confesión me devolvía la tranquilidad."

El señor Casagnol hizo una pausa, fijando los ojos débiles, casi apagados, en la empuñadura de su bastón, y terminó con estas palabras:

—Durante mi larga carrera en la magistratura, no tuve noticia de un solo error judicial.

—Semejante afirmación tranquiliza —dijo el señor de Terremondre.

—A mí —repuso el señor Bergeret—, semejante afirmación me da escalofríos.