El olmo del paseo: II
El reverendo padre Lantaigne, rector del Seminario, trabajaba en su gabinete, cuyas paredes, blanqueadas con cal, estaban revestidas en sus tres cuartas partes por estanterías de pino sin barnizar, llenas de libros; toda la Patrología de Migne, las ediciones económicas de Santo Tomás de Aquino, de Baronio y de Bossuet. Una virgen, semejante a la de Mig- nard, coronaba la puerta, en un marco dorado, viejo y con desconchaduras. Sillas, nada envidiables ni tentadoras, con asientos de crin, descansaban sobre los rojos ladrillos, ai pie de las ventanas, por las cuales, y a través de las cortinas de algodón, entraba el vaho desapacible del refectorio.
Encorvado sobre su mesita de nogal, hojeaba el rector las notas de comportamiento que le iba presentando el padre Perruque, prefecto del Seminario.
—Veo —dijo el padre Lantaigne— que han vuelto a encontrarse golosinas en la celda de un educando. Tales infracciones reprodúcense con demasiada frecuencia.
En efecto: solían esconder los seminaristas pastillas de chocolate entre los libros de estudio. A esto lo llamaban la "teología del cacao". Por las noches reuníanse dos o tres en una celda para saborear aquel requisito.
El padre Lantaigne aconsejó al prefecto de estudios que impusiera fuertes castigos.
—No debe tolerarse nunca el desorden, y mucho menos cuando podría ser origen de faltas más graves.
Pidió las notas de la clase de Elocuencia; pero al presentárselas el padre Perruque, apartó la vista el rector, angustiado, al pensar que la Elocuencia Sagrada tuviera en el Seminario por maestro a un sacerdote cuyas costumbres y cuya doctrina dejaban mucho que desear, y dijo para sus adentros: "¿Cuándo tendremos la fortuna de que vea claro el cardenal-arzobispo en la deplorable conducta del padre Guitrel?"
Luego, ahuyentando esta preocupación amarga, tuvo que sentir las amarguras de otra preocupación.
—¿Y Piedagnel? —dijo.
Hacía dos años que Fermín Piedagnel no cesaba de causarle inquietudes. Hijo único de un zapatero que tenía su barraca entre dos contrafuertes de San Exuperio, era, por su clarísima inteligencia, el más brillante alumno de la casa. De carácter sosegado, su conducta no merecía reproche. Tímido y débil, ni la curiosidad ni las tentaciones debieron de poner en peligro la pureza de sus costumbres. Pero carecía de intuición teológica y de vocación sacerdotal; ni siquiera su fe religiosa estaba del todo arraigada. Gran conocedor de almas, al padre Lantaigne no le atemorizaron jamás en los jóvenes educandos las crisis violentas y saludables a veces, que amortiguaba la Divina Gracia; pero le daban mucho que temer esas languideces de un alma suavemente indócil; creía difícil evitar su caída cuando tranquilos razonamientos la inclinaban poco a poco hacia la irreligión. Esto acontecía con el inteligente hijo del zapatero. El padre Lantaigne, por sorpresa, por uno de aquellos bruscos artificios habituales en él, pudo examinar hasta un espíritu prudente y reservado. Entonces advirtió con asombro que Fermín sólo retuvo de todas las enseñanzas del Seminario las elegancias de latinidad, la destreza sofística y una especie de misticismo romántico; y le consideró en adelante un ser débil y temible, infeliz y malvado. A pesar de todo, le quería; le quería con ternura; era su preferido; le agradaba su ingenio, la flor del Seminario; le agradaba su manera de hablar, su frase correcta y expresiva; le agradaba también la incerti- dumbre de aquellos ojos miopes, vagos, que no podían resistir el sol. Se complacía con frecuencia imaginándole víctima de las enseñanzas del padre Guitrel, cuya pobreza intelectual y moral —a su juicio— debían ofender y descorazonar a un educando tan perspicaz e inteligente. Y luego imaginaba que, mejor atendido en lo por venir, el muchacho encauzaría sus pensamientos, y si era débil para ofrecer a la Iglesia un caudillo bien pertrechado con las necesarias energías, era bastante para convertirse con el tiempo en un Péreyve o en un Guerbert, para prestar a la Religión el apoyo que la prestaron esos dignos clérigos de corazón maternal. Pero, incapaz de adormecerse con ilusiones halagadoras, el padre Lantaigne desvanecía pronto esa esperanza incierta, viendo en el joven Fermín un Guéroult o un Renán; y un sudor angustioso helaba su frente. Su temor consistía, instruyendo a esta clase de alumnos, en que acaso preparaba enemigos terribles para la fe.Sabía de sobra que dentro del templo se forjaron los martillos que destruyeron el mismo, y con frecuencia razonaba: "Es tanto el poder de la disciplina teológica, que sólo a ella es dable formar terribles impíos; un incrédulo que no haya recibido nuestra educación carece de fuerza y de armas para el triunfo del mal. Sólo de nuestra enseñanza se deriva toda ciencia, y hasta la blasfemadora impiedad."
A la turba de los educandos exigía solamente aplicación, rectitud y obediencia, preocupándose nada más de hacer con ellos buenos oficiantes; pero en los elegidos lo temía todo: la curiosidad, el orgullo, la perspicacia intelectual y hasta las virtudes que han perdido los ángeles.
—Padre Perruque —dijo de pronto—, veamos las notas del educando Piedagnel.
Con el pulgar de la mano derecha humedecido, el prefecto de estudios hojeó los papeles, y al cabo subrayó con su dedo índice, cuya uña llevaba una orla negra, estas observaciones:
"El señor Piedagnel hace preguntas inconvenientes."
"El señor Piedagnel es propenso a la tristeza."
"El señor Piedagnel rehuye todo ejercicio muscular."
El rector balanceaba la cabeza. En la margen de otra hoja leyó:
"El señor Piedagnel ha razonado mal un ejercicio acerca de la unidad de la fe."
—¡La unidad! —exclamó entonces el padre Lantaigne—. La unidad: eso no le ha cabido nunca en la cabeza. Y, sin embargo, es el concepto que más raíces debe tener en el entendimiento de un sacerdote; porque no es posible poner en duda que dicho concepto lo inspira Dios, y es, por decirlo así, la forma en que se revela más claramente a los hombres.
Dirigió al rostro del padre Perruque su mirada profunda y negra.
—Este concepto de la unidad de la fe, padre Perruque, me sirve de piedra de toque para conocer la virtud o falsedad de las almas. Las inteligencias más elementales, cuando no Perdieron la rectitud en sus juicios, deducen de la idea de unidad consecuencias lógicas, y los más hábiles, en ese principio cimentan una consoladora filosofía. Tres sermones completos he consagrado a explicar la unidad de la fe, y no he agotado la materia; podría seguir explicándola en muchos sermones más.
Continuó leyendo:
"El señor Piedagnel ha copiado en un cuaderno que guardaba en su pupitre, donde aparecen de su puño y letra, fragmentos de poesías eróticas de Leconte de Lisie, de Paul Verlaine y de varios autores más, todos libertinos; y la elección de los asuntos corrobora las intenciones poco piadosas de quien los ha recogido."
Empujó bruscamente las notas.
—Lo que hace falta —exclamó dolorido— no es inteligencia ni conocimientos; lo que hace falta es intuición teológica.
—Reverendo padre —dijo el prefecto—, el ecónomo quisiera consultarle asuntos urgentes. El contrato de Lafolie para el abastecimiento de carnes acaba el día quince, y como lo que nos ha servido Lafolie deja mucho que desear, el ecónomo quisiera preguntar al reverendo padre rector qué se decide.
—Haga entrar al ecónomo —dijo el padre Lantaigne.
Y cuando el padre prefecto se fue, apoyando la cabeza entre las manos, el rector suspiraba:
"O quando finieris et quando cessabis universa vanitas mundi? Lejos de ti, Dios mío, ¿qué somos los hombres? No hay crímenes tan horrorosos como los que se cometen contra la unidad de la fe. ¡Inclina, Señor, todas las inteligencias hacia esa unidad gloriosa!"
Después de almorzar, cuando el rector atravesó el patio, a la hora de recreo, los seminaristas jugaban a la pelota. Se agitaban los rostros encendidos asomando sobre la negrura del traje talar, como si agarrotaran las cabezas mangos de cuchillos negros; rimando contorsiones violentas oíanse gritos desentonados, frases pronunciadas en todos los dialectos rurales de la diócesis. El prefecto de estudios —el padre Perruque—, recogiéndose la sotana, tomaba parte, con frecuencia, en el juego, con el ardor propio de un campesino encarcelado; ebrio de gozo, de aire, de movimiento, con un atlético puntapié lanzaba la inmensa pelota de cuero a gran altura.
Viendo al superior, suspendieron la partida; el padre Lan- taigne hizo una señal para que prosiguieran, y avanzó entre las dos filas de pobres acacias que bordeaban el patio por la parte de la muralla y de la campiña. Tropezóse con tres educandos que, de bracete, paseaban y discutían. Por emplear de aquel modo la hora de recreo, los llamaban los "peripatéticos". El padre Lantaigne llamó al menor de los tres, un adolescentepálido, encogido; revelábase cierta ironía en sus labios finos y timidez en sus ojos. El muchacho hallábase distraído, y su compañero tuvo que advertirle:
—Piedagnel, te ha llamado el rector.
Piedagnel se acercó al padre Lantaigne, saludando con una cortedad casi graciosa.
—Hijo mío —le dijo el rector—, ¿quisiera usted ayudarme la misa mañana?
El joven se ruborizó. Era una preferencia muy codiciada entre los colegiales la de ayudarle al rector la misa.
El padre Lantaigne, llevando su devocionario bajo el brazo, salió por el postigo que se abre sobre la campiña, y tomó el camino acostumbrado en sus paseos, un camino polvoriento, bordeado por cardos y ortigas, al pie de las murallas.
Reflexionaba:
"¿Qué sería de esa pobre criatura si de pronto lo arrojásemos de aquí, solo, en la calle, inútil para el trabajo manual, enfermizo, débil y temeroso? ¡Y qué desolación en la barraca de su padre, viejo y lisiado!"
Avanzaba por el árido camino. Al llegar a la Cruz de la Misión se quitó el sombrero, y, secándose la frente sudorosa, dijo en voz baja:
—Dios mío, inspírame lo más acertado, aunque sacrifiques mi paternal corazón.
A la mañana siguiente, serían las seis y media cuando el padre Lantaigne acababa de rezar su misa en la capilla severa y solitaria. En uno de los altarcitos laterales, un sacristán viejo adornaba con rosas de papel unos floreros de porcelana, bajo la dorada imagen de San Josc. Una opaca luz difundíase perezosamente, y la lluvia golpeaba los cristales empañados. El oficiante, en pie, a la derecha del altar, leía el último Evangelio.
—El Verbum caro factum est —dijo, doblando la rodilla.
Fermín Piedagnel, que ayudaba la misa, se arrodilló al mismo tiempo sobre el escalón, junto a la campanilla: luego se levantó, y, acabado el rezo, dirigióse a la sacristía guiando al sacerdote.
El padre Lantaigne depositó el cáliz con el corporal, aguardando a que le ayudara el acólito a quitarse los ornamentos sacerdotales. Fermín Piedagnel, sensible a las influencias misteriosas de todo, sentía el encanto de aquella escena tan sencilla en la forma, y, sin embargo, sagrada. Su espíritu, penetrado entonces por una unción apacible, saboreaba con ternura la grandeza familiar del sacerdocio. No había sentido nunca tan irresistibles deseos de ordenarse y celebrar a su vez el santo sacrificio. Habiendo besado y doblado primorosamente la casulla y el alba, hizo al padre Lantaigne una profunda reverencia, dispuesto a retirarse; pero el rector del Seminario indicóle, con una seña, que aguardara, y lo miró con tanta nobleza y dulzura, que Fermín recibió aquella mirada como un regalo piadoso y como una bendición. Después de un largo silencio, dijo el rector:
—Hijo mío, celebrando esta misa que usted me ayudaba, recé para que Dios me inspirase; y Dios me da fuerzas para cumplir con mi deber. Fermín Piedagnel, ya no es usted alumno del Seminario.
Oyéndolo, quedóse Fermín como estúpido; le pareció que se hundía el suelo. Sus ojos, llenos de lágrimas, avizoraban, temerosos, el camino desierto, la lluvia, una existencia miserable y trabajosa. Le producían espanto su flaqueza y timidez.
Miró al padre Lantaigne. La dulzura de su resolución, la tranquila firmeza, la quietud inalterable de aquel hombre le irritaron. De pronto, un sentimiento brotó y se arraigó en su alma: el odio al clero; un odio implacable y fecundo; un odio tal, que sería suficiente para llenar toda su vida.
Sin decir una palabra, se alejó a grandes pasos.