El obispo del libro y la madre Monteagudo

Tradiciones peruanas - Quinta serie
El obispo del libro y la madre Monteagudo

de Ricardo Palma


(A monseñor José Antonio Roca)


Esto que llaman don de profecía, segunda vista o facultad de leer en el porvenir, es tema largamente explotado por los que borroneamos papel. Raro es el pueblo del Perú que no haya poseído profetas y profetisas, santos los menos y embaucadores y milagreros los más. La Inquisición tuvo en muchos casos, como en los de Ángela Carranza y la madre San Diego, que gastar su latín para sacar en claro lo que había de inspiración y favor celeste en ciertos facedores de milagros o pronosticadores de dichas y desventuras.

En el monasterio de Santa Catalina de Arequipa había, allá por el siglo XVII, una monja conocida por la madre Ana de los Ángeles Monteagudo, de la cual refieren sus paisanos maravillas tales que la hacen acreedora a que Roma la canonice y coloque en los altares.

Leyendo la vida del trinitario fray Juan de Almoguera y Ramírez, obispo que fue de Arequipa, encuentro que el reverendísimo en Cristo fue para la santa monja un venero de profecías, algunas de las cuales antójaseme hoy desempolvar para solaz de la gente descreída que pulula en la generación a que pertenezco.

El padre Almoguera, natural de Córdoba en España, se ocupó entre los marroquíes de la redención de cautivos cristianos, mereciendo en premio de su abnegación y afanes que Felipe IV lo nombrase predicador de la real capilla y que en 1658 lo presentase a Roma para el obispado de Arequipa. Sus armas de familia eran castillo de plata, en campo de gules, y por bordura nueve cabezas de moros en campo de oro.

Su ilustrísima esperó que estuviese lista para hacerse a la mar, con rumbo a Indias, la flota de veinte buques que mandaba el almirante don Pablo Contreras, y embarcose en una de las naves. A los dos o tres días de navegación, una tempestad furiosa sumergió en el Océano siete de los bajeles, siendo el primero en hundirse aquel en que iba el obispo. Entre los pasajeros que salvaron, cuéntase al conde de Santisteban, que venía para Lima a desempeñar el cargo de virrey.

Llegó la noticia al Perú por cartas y gacetas, con abundancia de pormenores comunicados por los tripulantes de las otras naves, que habían sido testigos de la catástrofe. Según ellos, hasta las ratas se habían ahogado, fortuna que no tuvo el Perú en 1540, año en que vinieron de España los pericotes embarcados en uno de los tres buques que, con gran carga de bacalao truchuela y otros comestibles, despachó para el Callao el obispo de Palencia D. Gutierre de Vargas.

Congregose el Cabildo de Arequipa, y resolvió que desde el día siguiente hiciese la Iglesia aquellas manifestaciones de duelo que son de práctica en los casos de viudedad. Súpolo la madre Monteagudo, y llamando al locutorio a canónigos y cabildantes, les dijo:

-Harán bien vuesas mercedes aplazando por tres meses los honores fúnebres que han dispuesto. Así evitarán el desaire de mandar repicar por el mismo por quien hoy quieren doblar. No diga la malicia que han deseado la muerte del pastor, no aguardando a saberla circunstanciadamente.

Los cabildantes la contestaron que gacetas y cartas no podían mentir sobre hechos que autorizaban con su testimonio centenares de marinos y pasajeros.

-Pues yo digo -repuso con exaltación la monja- que, aunque es cierto que zozobró el bajel, dio tiempo para que su ilustrísima salvase en la barquilla con unos pocos compañeros y llegase a la costa. Digo también que se ha vuelto a embarcar en Cádiz, y navega con viento favorable. Esperen tres meses, y sabrán si hablan más verdad cartas y gacetas que esta humilde sierva del Señor.

Tan grande era la reputación de santidad que rodeaba a la madre Monteagudo, y tan frecuentes eran (al decir de los cronistas) sus milagros y pronósticos, que los cabildantes decidieron llevarse del consejo.

Tres meses después, día por día, se hacía cargo del gobierno eclesiástico de Arequipa el Ilmo. Sr. Almoguera, quien refirió que las circunstancias de su naufragio y salvación fueron las mismas que había puntualizado la madre Monteagudo.

Gran obispo fue el trinitario Almoguera, según Echave, Travada y todos los cronistas que de él se ocupan, y debiole Arequipa no pocos bienes.

En su celo por reformar las costumbres un tanto relajadas del clero y en su empeño por la ilustración de los párrocos, escribió un famoso libro, que se imprimió en Madrid en 1671, titulado Instrucción a curas y eclesiásticos de las Indias.

La Inquisición creyó encontrar en el libro una moral poco ortodoxa, y aun lo calificó de injurioso al monarca; pues su ilustrísima dejaba entender que en la corte se anteponía el favor al verdadero mérito, acordándose beneficios en América a clérigos indignos.

El Santo Oficio declaró prohibido el libro; y el Consejo de Indias, en representación de la corona, le echó una filípica al autor, a quien desde entonces los cortesanos dieron en llamar el obispo del libro.

Hablándose un día delante de la madre Monteagudo sobre la desgracia en que, para con la corte, había caído el trinitario, dijo un caballero que acababa de llegar de España:

-Tienen los arequipeños obispo de por vida; pues me consta que en la coronada villa no hay quien hable en favor del Sr. Almoguera.

-Pues se equivoca, hijo mío -interrumpió la Monteagudo,- que el señor Almoguera arzobispo es ya de Lima. Créanlo, que es verdad, y acuérdense de lo que digo.

Estas palabras de la madre Monteagudo corrieron inmediatamente por la ciudad; mas a pesar de la fe que inspiraban sus profecías, dudaron todos que ésta se realizase, tomando en cuenta que su ilustrísima tenía quejosa a la sacra real majestad, hostil a la Inquisición y ofendidos a muchos malos sacerdotes que, amparados por padrinos de influencia, habían ido a España a querellarse de agravios positivos o supuestos.

Sin embargo, no pasaron seis meses sin que el Sr. Almoguera recibiese la real cédula y los documentos pontificios que lo constituían arzobispo de Lima.

He aquí la manera como, contra toda previsión, se realizó en la corte en 1673 un nombramiento que los conocedores de la política palaciega habían calificado, no sin razón, de imposible.

Vacante el arzobispado de Lima por muerte del Ilmo. Sr. Villagómez, viose la reina madre doña Mariana de Austria, regente de la monarquía durante la minoridad de Carlos II, asediada de pretendientes. Presentola el secretario de Estado una lista de todos los obispos de América, en la cual no consignó a Almoguera, por imaginarse que este nombre disgustaría a su soberana.

La reina, después que el secretario leyó la lista, preguntó:

-¿Cuáles el más antiguo de los obispos peruleros?

-Señora, a ese no lo he apuntado, temeroso de ofender a vuesa majestad.

-¡Ah! ¿Será el obispo del libro?

-Sí, señora.

-Pues nombra arzobispo de Lima al obispo del libro.

-¿A fray Juan de Almoguera?-preguntó maravillado el ministro y recelando no haber oído bien.

-No sé cómo se llama, a ti toca averiguarlo. Lo que mando es que hagas arzobispo al obispo del libro.

El nuevo arzobispo murió el 2 de marzo de 1676, a la edad de setenta y un años, y a la misma hora en que falleció daba en Arequipa la triste noticia la madre Ana de los Ángeles Monteagudo. Según la Guía del virreinato para el año 1796, el Sr. Almoguera está en olor de santidad, porque su cadáver se encontró, después de un siglo, incorrupto.

En el obispado de Arequipa sucedió al Sr. Almoguera el mercedario fray Juan de la Calle; y el día en que con grandes fiestas verificó su entrada en la ciudad, dijo a sus compañeras la inspirada monja: «¡Ay, hermanitas! No veremos a nuestro obispo ni él nos verá a nosotras».

En efecto, el Sr. Calle se sintió enfermo pocos días después de su llegada y murió a las cinco semanas.

No habiéndome propuesto en esta tradición más que apuntar las profecías de la madre Monteagudo que se relacionan con el obispo del libro, terminaré indicando a los que deseen hacer más amplio conocimiento con la monja catalina que lean su vida, escrita por el agustino Alonso Cabrera, o el libro de D. Ventura Travada.

La madre Monteagudo murió en edad muy avanzada el 10 de enero de 1686.

Según el deán Valdivia, en sus Apuntes históricos sobre Arequipa, se envió a Roma expediente canónico para la beatificación de la monja catalina; pero se fue a pique el buque que conducía el protocolo, y Arequipa se quedó sin santa.

En 1890 los arequipeños han vuelto a promover el expediente. Pronto tendrán santa en casa.