El nido de gorriones

El nido de gorriones
de Joaquín Dicenta


Ancho, huesoso, atlético, con los hombros robustos, las piernas fuertes y el cuerpo encorvado por la edad, era el tío Roque un campesino aragonés que llevaba con energía sus setenta y cinco años y la administración de sus fincas y propiedades, evaluadas por los inteligentes del contorno en ciento cincuenta mil duros; un capital, diariamente vigilado por su dueño, que recorría sus tierras sobre un caballejo de mala muerte para inspeccionar y dirigir la siega en agosto, la vendimia en septiembre, la siembra en invierno, el esquileo del ganado en primavera, la recolección de frutos en otoño, y las múltiples faenas de la agricultura en todo tiempo, sin cuidarse del calor ni del frío, ni del aire, ni de la lluvia; atravesando una atmósfera de fuego cuando el sol abrasaba los campos, y una sábana de hielo, cuando la nieve, cayendo de las nubes, se extendía en forma de mancha monótona desde los más hondos repliegues del valle hasta los más altos picachos de la sierra.

Porque el tío Roque no quería dejar nada a la inspección ajena; la más insignificante semilla pasaba por sus dedos antes de caer en la tierra, aquella tierra suya, completamente suya, a la que amaba con ternuras de abuelo y codicia de amante celoso; tierra de la que no se había separado nunca y de la que parecía hijo, mejor que hijo, producto. A tal extremo se había compenetrado con ella, que era, por su aspecto, parte integrante de ella misma.

Su cuerpo achaparrado, duro, lleno de ángulos y nudosidades asemejábale a una encina añosa, dotada por un capricho de la Naturaleza de la facultad de trasladarse; su rostro curtido por la intemperie, era del color de la tierra labrada; no parecía sino que un solo arado había hecho los surcos de la una y las arrugas del otro; como crece entre los surcos la cizaña, desigual, revuelta y salpicándolo a trechos, crecía la barba en la cara rugosa del viejo labrador; hasta su cabeza puntiaguda, coronada de cabellos blancos, recordaba los picos inaccesibles que se erguían sobre la montaña, cubiertos de nieves perpetuas. El tío Roque era un pedazo de terruño; las raíces de su vida arrancaban de él.

Ni su dinero, ni sus hijos (cuatro hombretones ya casados), ni sus años, ni sus fatigas, fueron bastantes a inducirle al reposo, a la existencia cómoda, al vivir quieto de un anciano pudiente... Quebrantábase su salud con el rudo trabajo a que venía entregado desde el amanecer; algunas noches de invierno, una tos seca desgarraba su pecho; no pocos días de verano sintió un ahogo, un principio de asfixia, que le hizo detenerse y buscar apoyo en el tronco de un árbol; aconsejóle el médico multitud de veces que descansase, que renunciara a su labor diaria; pero el tío Roque se encogía de hombros, se burlaba de consejos y de dolencias, y al romper la aurora bebía un vaso de aguardiente, ensillaba su caballejo, y al campo, a inspeccionarlo todo, a que trabajasen los braceros, a que produjese la tierra, a que no estropeasen a su querida; la única hembra que había sabido pagarle con usura sus desvelos y su constancia.

¡El reposo! ¡Entregar a manos ajenas el cuidado y conservación de lo suyo! ¡Buena locura!... ¡No ver sus tierras sino a ratos y como un paseante más! ¡Como si aquello fuera posible!... ¡Como si él, acostumbrado a trabajar sus terrones y a dirigirlo todo, pudiera resignarse a permanecer inactivo, a convertirse en espectador, a no ver cómo en las mañanas frías de invierno desflora la reja del arado la tierra húmeda y palpitante, para que la mano del sembrador arroje en su seno la simiente fecundadora; a no contemplar bajo los rayos abrasadores del sol de agosto, cómo el trigo desgrana la requemada espiga y la horquilla la recoje y la pala la aventa para que el trigo caiga convertido en granizo de oro sobre el ancho montón que cubre la era y se eleva en forma de pirámide; quedarse en casa bajo la sombra perezosa del emparrado, cuando la hoz arranca de la cepa el lozano racimo y el carro lo traslada al lagar y los mozos lo pisotean entonando canciones hasta que, convertido en mosto, lo recogen las cubas y fermenta en ellas y de ellas sale transformado en chorro rojizo que humedece los labios y calienta la sangre; no tomar parte en la recolección de los frutos, en el esquileo de sus ovejas, en la labor harinera de sus molinos, en la confección y refinamiento de sus aceites! ¿Era acaso eso lo que querían de él? Pues no lo esperaran. Él haría siempre lo mismo, recorriéndolo todo, visitándolo todo; a caballo, mientras pudiera tenerse firme en la silla; en un carro si no podía andar. ¡Aunque fuese arrastra!

¿Quién iba a hacerlo si no él? ¿Sus hijos? Tenían que cuidar lo de sus mujeres. ¿Un encargado? Como si dijéramos, un ladrón, un tramposo que no podía querer más que su provecho. Y él solo, quieto dejándose robar en sus propias narices. ¡Que no!... ¡En seguida!... ¡Apartarse de sus terrones, no saludarlos a todas horas! ¡Cómo iba a intentarlo si los quería tanto; si, en verano, al irse acostar, dejaba la ventana abierta para recoger todos los rumores de la noche, y no cerraba en tiempo alguno las maderas para no desperdiciar ningún rayo de sol, ninguno; ni siquiera el que se bosquejaba en el horizonte al amanecer, sin alumbrar casi, como el parpadeo de unos ojos que se despiertan!

El que quisiera verle furioso no tenía más que hablarle de ello.

Muchas veces le habían propuesto sus hijos, cada uno de por sí, y prescindiendo de los otros, irse a vivir con él, ayudarle. Pero el tío Roque se negó siempre.

Si hubiesen estado solteros, bueno; con la recua de la mujer y de los hijos, no; el casado casa quiere. Sabía que de favorecer a uno se hubieran enfadado los demás, y bastante se odiaban al pensar en las eventualidades de la herencia futura, para que añadiese leña al fuego.

Ni un hijo, ni un administrador.

El uno y el otro habían de robarle. Él solo se bastaba para su negocio.

Así pasaron años, y el tío Roque se fué Poniendo achacoso y débil. Ya no podía montar a caballo; apoyado en su bastón de nudos recorría sus propiedades y presenciaba las faenas del campo, con toda la energía de su espíritu, empeñado en sostener y pasear aquel cuerpo que se tambaleaba sobre la tumba.

Pero como sus dolencias le hacían quedarse en casa muchos días, como no lograba inspeccionarlo todo, ni los mozos iban tan derechos, ni las cosechas producían tanto como antes. Como esto era verdad y lo era también que el tío Roque estaba muy enfermo y el trabajo acababa con él, y su salud tenía necesidad -en opinión de los médicos- de absoluto descanso, resolvieron sus hijos obligarle a cambiar de vida, y fueron a verle una noche y hablaron con él, sentándose en torno del sillón donde su padre descansaba y oía sus proposiciones, contrayendo su boca sin dientes, y fijando en ellos sus ojos astutos de campesino.

El hijo mayor fué el encargado de decírselo, y se lo dijo claro, con rudeza no desprovista de cariño y de lealtad.

-¡Padre, usted está inútil!... ¡La vida que lleva no le sienta bien! Es preciso que descanse usted y que busque la manera de encargar a otro de sus negocios.

-¡A otro! ¿Y a quién? -repuso el viejo-. ¿A un extraño?

-Eso de ningún modo -contestaron los hijos a coro.

-Entonces, ¿a quién? ¿A uno de vosotros? ¿Queréis vosotros tres que se encargue Antonio de las fincas?

Los preguntados arrojaron sobre el presunto una mirada de rencor y desconfianza.

¡Encargarse Antonio de todo! Para aprovecharse de ello; para quedarse con lo mejor. Preferirían a un cualquiera.

Leíase esto con tanta claridad en sus ojos, en las frases irónicas y sutiles con que contestaron a la pregunta de su padre, que el viejo les dijo sonriendo con sonrisa entre burlona y triste:

-Ya veo que eso no os conviene. Lo presumía. No os niego tampoco que estoy malo y que el cultivo de las tierras no anda tan bien como en años atrás. ¡Qué remedio!... Tendremos paciencia. Yo haré lo que me sea posible.

-No, padre. Usted necesita descanso. Se lo ha dicho el médico y se lo repetimos nosotros.

-Pues vosotros diréis cómo se arregla.

-Mire usted: como medio, hay uno.

-¿Cuál?

-Cédanos usted las tierras, repártalas entre nosotros a su gusto; de ese modo nos evitaremos pleitear por las participaciones cuando usted se muera; nosotros cuidaremos cada uno por su parte como usted mismo, y usted descansa, viviendo al lado de sus hijos, del que usted desee, porque todos le queremos bien, y nos desviviremos por complacerle.

-Vamos -dijo el tío Roque con voz nerviosa- queréis heredarme en vida.

-¿Nosotros...?

-¡Si no me enfado! Es natural que penséis en ello; pero oídme:

«Cuando vosotros erais muy pequeños, cogí yo en el alero de ese tejado un nido de gorriones; me los llevé a casa, los puse en una jaula y la dejé encima de la ventana.

»Los padres, que habían venido detrás de sus hijos, empezaron a dar vueltas en derredor de aquella cárcel y a piar dolorosamente. Por fin uno de ellos echó a volar, volvió a poco rato con un grano de trigo en el pico, entró en la jaula, dió de comer a una de las crías, y mientras él practicaba la operación, se fué el otro gorrión y volvió también cargado de trigo...; en fin, que los dos padres mantuvieron a los pajarillos, ni más ni menos que cuando estaban en el alero del tejado.

»Crecieron las crías y echaron alas; ya revoloteaban dentro de la jaula; los padres seguían alimentándolos.

»Cuando estuvieron los pequeños en disposición de volar por su cuenta, puse yo unos espartos con liga delante de la jaula; hice prisioneros a los padres y dí libertad a los hijos. A los padres los encerré, y ¿sabéis vosotros lo que pasó? -dijo el tío Roque con acento burlón y duro-. Que los padres se murieron de hambre; porque ninguno de los hijos se ocupó en darles de comer».

-Y ¿qué quiere usted decir con eso? -esclamó el mayor de los hijos.

-¿Qué? Que no despedazaré mi tierra querida por vosotros; que os vayáis a vuestra casa y me dejéis en la mía. Que no me quiero encerrar en la jaula.

Y el tío Roque, riendo a carcajadas, se metió en su cuarto.