El niño del sonajero

​El niño del sonajero​ de Arturo Reyes


I editar

Una multitud alegre y abigarrada bullía la noche en que nos permitimos conducir a él a nuestros lectores en el famoso café cantante de Chinitas, donde, decidores y típicamente engalanados, lucían sus hechuras y prodigaban sus donosos decires los mozos más baríes y pintureros; charlaban, graves y reposados, los prohombres de la estiba y del arrumbo; pintábanla de rumbosos y macarenos algunos señoritos de índole achulada, y extasiábanse, enardecidos por el deseo, varios próceres de Roalabota y Jotrón, contemplando el brillante grupo de bailaoras y cantaoras que lucían, sobre el reducido escenario, sus vestidos vaporosos y crujientes, sus brillantes pañolones de Manila y sus bien peinadas cabelleras tocadas de flores, sus relucientes gargantillas, sus pies de maravillosa pequeñez primorosamente calzados y, a veces, algo más que ofrecían pérfidamente a las miradas codiciosas de los que unían la sotobarba al tablero de la mesa para gozar un punto de vistas tan tentadoras.

El ruido era ensordecedor; el humo de los cigarros y el vaho de la muchedumbre llenaba el ámbito de un olor acre y cálido; una de las cantaoras templábase modulando alguna nota que brotaba, límpida y vibrante, de sus labios carmesíes. Rosita, la bailaora, taconeaba como impaciente por lucir sus habilidades y su maravillosamente torneada pantorrilla en los voluptuosos giros del baile. Juan el Pito, el guitarrista, dialogaba en uno de los extremos del tablado con el señor Paco el Duende, dueño afortunado del café, que decíale al Pito, con expresión contrariada:

-¿Conque es la chipé que se le ha puesto al del Sonajero sobre el corazón que no cante más la Veterana?

-Eso dice, y que es ésta la última noche que canta sobre un tablao.

-Pos eso es una mala chanaíta que me juega a mi el del Sonajero, al que, si la Rosario se va, le voy yo a cantar un polo, y un medio polo y un par de cartageneras.

-¿Y qué vas tú a conseguir con cantarle esas cosas al Sonajero?

-¿Que qué voy a conseguir? Pos quitarme un poco los agrios. ¿Te parece a ti bien lo que jace ese gachó conmigo, cuando sabe que la Veterana es la que a mí me mete cuatro ochavos en el bolsillo? Y si no, ¿por qué se me ha metío a mí esta noche este lleno, sino porque se ha dicho que esta noche güerve a cantar aquí la que ese pícaro se ha colgao a la bandola?

-Puée que si tú hablas con el Niño, el Niño transija, por más que hoy han caío sobre él mis razones como sobre un yunque un martillo.

-Pero si es que se necesita estar más loco que un cencerro, chavó; si es que el Niño, desde que cogió el pasmo, no gana pa comprarle yeros a una tórtola. Y no treinta reales que le doy ahora por fatiga, sino ocho en lugar de los cuatro chuscos que le daba, le daría yo si cantara como antes. Pero ahora to lo que se le dé a ese gachó es como si se le diese regalao.

-No, hombre, no; tanto como eso no. Es verdá que no canta ni con mucho lo que cantaba; pero treinta reales los gana cualisquier grillo cebollero debajo de cualquier mata.

-Güeno, pero no tiée comparación lo que jace con lo que jacía antes que pillara el pasmo.

-Naturalmente que no. Si antes de eso, cuando decía a subir..., con las águilas se diba el gachó. ¡Pero cómo!, como quien no jace na, como si no fuera él el que cantaba. ¡Asín estaba el mozo, rifao y requeterifao! ¡Como que era el primerito y el de más estilo y el de más facurtades de toítos los primeros!

-Eso es verdá. Pero es que el Niño lo que debía jacer ahora es seguir con su mujer en mi casa, porque con lo que gana él y con lo que ella gana, que gana dos duros y medio, podían dir tirando de la vía, y si él no fuera como es, jasta podían ayudarse con la bebía, que yo a ella le daba el cinco por ciento. Y que te coste a ti que esa gachí, cuando quiere, es un proigio pa escupir lo que se bebe.

-¡Cualisquier día del año se conforma el Niño, chavó! Pos sí ca vez que veía alternar a la Rosario con cualisquiera, cuasi le daba al gachó un ataque de meningitis.

-Y oye tú, ¿cómo es que ha conseguío el Niño que la Rosario se case con él y que desprecie a José el de los Melones, a un gachó que tiée más parné que metal un belonero?

-Pos to tiée su encarte y su descarte en este valle de lágrimas. A ella no le desazonaba el cuerpo del Niño cuando el Niño entoavía ponía sus coplas en la luna, y si entonces no le dijo que sí al primer envite, fue porque como esa gachí es tan caprichosa y se le había metío en la cabeza no casarse nunca con un hombre que cantara mejor que ella, pos velay tú, por eso no transigió la primera vez que repicó la campana.

-Pero oye tú, ¿por qué era esa manía de la Rosario?

-¡Y qué sé yo! Porque la Rosario es como la parió su madre, una gachí mu rara, mu voluntariosa, mu orgullosísima; una mujer que si hubiera nació estrella hubiera aborrecío de muerte al sol, una gachí que si, pongo por caso, su marío tuviera el pito de plata, ella se moriría de chingares a no tenerlo de oro.

-Pos siendo asín, ¿cómo es que ha transigió con el que transigió?

-¡Toma! Transigió cuando al Sonajero le cayó la filoxera, y como por mo de ella le cayó la filoxera al mozo, y como además el mozo no le sabía a retama, y como además le remordería la consencia por lo del pasmo, pos velay tú, por eso transigiría.

-¿Y es verdá que fue por ella por quien perdió la mitá de las facultaes el Sonajero?

-Por mo de ella. Tú suponte que el gachó una noche, que llovía más que cuando enterraron a Zafra, al salir de aquí se fué a la reja de la Rosario, y allí se estuvo el alma mía hasta el amanecer, aguantando el diluvio universal, y lo que pasó, que cogió un pasmo que por poquito si se lo lleva con su padre, que esté en gloria.

-Y oye tú, ¿la Veterana está conforme en darle gusto en lo del cante al Sonajero?

-Ella está que arde, pero como le ha tomao la mar de voluntá al mozo, y el mozo es un vivo y un fenómeno dando coba, pos velay tú, eso pa mí como si tuviera el prescinto.

-Pos veremos a ver lo que me dice cuando venga aluego; pero mientras anda tú y alegra una miaja al público y dile a la Topacio que se cante el último del Mochuelo.

Y momentos después enmudecían todos a los sones de la bien tañida vihuela, y cantaoras y bailaoras rompían en un acompasado y sonoro palmoteo, adelantando los bustos de eréctiles arrogancias y alargando los desnudos brazos, dignos todos ellos de ser embellecidos por ajorcas orientales.



II editar

Rosario, sentada en una mecedora, taconeaba nerviosamente, mientras el Niño, de pie y apoyado un codo en el tablero de mármol de la cómoda, contemplaba con algo irónica y acariciadora expresión a la hembra que, gracias a un aguacero providencial, había él conseguido unir para siempre a su buena o mala fortuna; a aquella tan codiciada por Joseíto el Melones, además de por su renombre, por su semblante de tez morena, por sus ojos rasgados y brilladores, por su agitanado perfil, por sus labios encendidos como pétalos de rosas, por su pelo negro y rizoso que caíale sobre la nuca en abullonados remolinos, por la voluptuosa languidez de sus movimientos y por la elástica gallardía de su cuerpo arrogante, en aquellos instantes engalanado con una falda color de rosa y un rico pañolón de seda, bordado en los más vivos colores.

La mirada del Niño paseábase complacida por todos los encantos de su mujer, pero ésta no miraba al Niño, no quería mirarle, no quería que le hicieran vacilar, en su enérgica decisión, los incentivos del Sonajero, su figura armónica ni su semblante gracioso y juvenil de tez pálida, de finísimas facciones, de ojos de lánguido y de insinuante mirar, y de labios en que la gracia y la voluptuosidad desbordaban en misteriosas. sonrisas.

Durante algunos instantes permanecieron en silencio el Niño y la Veterana; pero cansado aquél, sin duda, de su mutismo, díjole a Rosario con voz siempre dulce, siempre plácida, siempre acariciadora:

-¡Conque me darás tú gusto, salero! ¡Conque ésta será la última noche en que gozará toíto er mundo de tu piquito gitano!

Se incorporó bruscamente aquélla, poniendo al hacerlo de relieve lo escultural de su figura, y colocándose delante del espejo del tocador, dijo, mientras con mano temblorosa colocábase algunas flores purpurinas y una peineta, de doradas incrustaciones, en la rizosa cabellera:

-Ya te he dicho que no, y que no y que no; que yo no me he casao contigo pa que tú me encierres a mi en una jaula como si fuese un lúgano. ¿Tú te enteras?

-Pero, mujer, no seas tú cabezona con quien crucificar se dejaría por ti, como el Nazareno, si algún día fuera tu gusto el verme a mí morir entre dos ladrones.

-Pero-exclamó Rosario, revolviéndose iracunda-¿por qué si pensabas hacer esto conmigo, no me lo dijiste antes de que nos dijera lo que nos dijo el cura de la parroquia?

El Niño se acercó a su mujer, que habíase vuelto de espaldas a él de nuevo, para seguir ocupándose, trémula de indignación, de su gracioso tocado, y llegado que hubo junto a ella, le colocó una mano sobre el hombro y, besándola a traición en la nuca, le dijo con acento susurrante:

-¡No seas tú asín, por los ojitos de tu cara! ¿Tú no comprendes que si tú siguieras en el café tendría yo que llamar, pa que me sangrase toas las noches, al barbero de la esquina? ¿Tú no comprendes que ojos que te miraran a ti, puñales serían que a mí se me clavarían en lo más jondo del pecho; que cañas que te ofrecieran y que te bebieras tú, tragos serían pa mi que me quemarían la boca?

-Pero ¿por qué no me dijiste to eso antes de que fuésemos a la iglesia? ¿Por qué, vamos a ver, por qué no me lo dijiste?-tornó a preguntarle Rosario con voz de menos duras inflexiones.

¡Que graciosa eres tú! Pos entonces no te lo dije porqué si te lo digo antes a estas horas estaría yo muriéndome de la pena, porque yo te conozco a ti, porque yo sé lo cabezona que te jizo a ti el señó Pepe el Cansao; porque yo, al prendarme de tu carita, comprendí que ganarte a ti era más dificil que ganarse la gloria sin martirio, y gracias a un divé que me mandó el pasmo que me mandó, que si no a estas horas estaría yo ya cuasi comío de gusanos.

-Pero es que manque yo me arrancara y te quisiera dar gusto en lo que me píes, no podía ser lo que tú quieres, Joseíto, no podría ser eso. Si es que con lo que ganarnos ca uno solamente no se podría vivir sin tenerle que aguantar sus gritos a la casera.

-¿Y si no fuera asín, vamos a ver? ¿Y si tú estuvieras equivocailla der to? ¿Y si yo solito pudiera agenciarme tantos parneses como agenciamos reuníos?-le preguntó el del Sonajero a su mujer, sonriendo irónicamente y mirándola de hito en hito.

Rosario contempló al Niño con expresión burlona, y exclamó, encogiéndose de hombros:

-¿Y cómo irás tu a ganar tanto dinero? ¿Si le irás tú a jacer la competencia al amo del Martinete?

-Pos no, señora, na del Martinete, que lo que voy a jacer está misma noche, en cuantito arrematemos nuestra faena, es decirle al amo del café que es preciso que de aquí pa alante me dé tu sueldo y er mío, si es que quiere que yo siga trinando en su pajarera.

-Eso es; tú le dices eso al señor Paco y el señor Paco, como es natural, encomienza a tocar el pito de carretilla y no para hasta verte en la grillera.

-Ca, mujer, tú no conoces al señor Paco. El señor Paco tiée una sangre que es toa arropía; el señor Paco me estima a mí muchísimo, pero que muchísimo; el señor Paco tiée un corazón más grande que un solar. Y si no, vamos a ver lo que te digo: si yo logro que el señor Paco me dé por cantar yo sólo los parneses que ganamos dambos reuníos, ¿te comprometes tú a darme a mi gusto en lo que yo de ti quiero?

Rosario, a la que le retozaba la risa en los purpurinos labios, ante la cándida confianza de su don Cuyo, presintiendo la victoria segura, le preguntó a su vez con acento decidido y con resuelta actitud:

-Me conformo, pero con la condición de que si tú pierdes la pelea, yo seguiré cantando jasta que se me orsíe er metá de la voz y se me agile la campanilla.

-¡Trato jecho!-exclamó el Niño con la expresión triunfadora.

-¡Trato jecho!-repitió con expresión también triunfadora Rosario.

Y un beso largo, muy largo, un beso de un minuto, selló el pacto aquel entre la gentil Veterana y el Niño del Sonajero.



III editar

Un prolongado murmullo de alegría acogió la llegada del Niño y la Veterana.

-Veremos a ver si es que le ha quitao voz a ese proigio la pícara marimorena-murmuró, sonriendo picarescarnente, Curro el de los Cascabeles, dirigiéndose a uno de sus amigos, mientras...

-Mira tú-decíale al del Sonajero Juan el Pito con voz zumbona-, tú tiées esta noche mu mal color; tú debías tomar mucho, pero que muchísimo, alimento.

Rosario, que habíase ya sentado entre sus compañeras, paseó una mirada complacida por el numeroso público y exclamó, dirigiéndose a la Topacio:

-Oye tú, ¿sabes tú que esto está archisuperiorísimo esta noche?

-Oye tú, Rosario-díjole a ésta la Abalorios, casi al oído, ¿es verdá lo que se dice de que te retiras del cante?

Encogióse de hombros la Veterana:

-Eso no se sabe entoavía-le repuso sonriendo.

-Que cante ya la Veterana- gritó en aquel momento el Pollo de los Peroles.

-Sí, que cante ya-gritaron al unísono algunos de los asiduos parroquianos.

El del Sonajero aparecía tranquilo y risueño, y de vez en cuando miraba a hurtadillas a su mujer, sin dejar de golpear suave y acompasadamente con el recio bastón de puño de asta sobre el tablado.

-Vamos ya-dijo el Pito dirigiéndose a la Veterana.

Y aprovechando ésta la entrada que el tocaor le ofrecía, adelantó un tanto el arrogante busto, echó graciosa y afectadamente hacia atrás la gentil cabeza, y un a modo de prolongado gemido que pareció modelado por una laringe de cristal, probó al Cascabeles que en nada había perjudicado a la cantadora la pícara marimorena.

Rosario, animada por los piropos entusiastas con que los doctos y no doctos hubieron de acoger su salida, cantó como únicamente solía hacerlo en las grandes solemnidades:

«Yo que me encierres no quiero
ni en una jaula de flores;
mira que si los encierran
se mueren los ruiseñores.»

Una nutrida salva de aplausos resonó a la terminación de la copla, y llena de orgullo la Veterana miró fijamente al Niño como ofrendándole sonriente los aplausos conquistados.

-Pos si está la gachí más mejor que antes-exclamó, lleno de entusiasmo, el de los Peroles.

-¡A ver si sus calláis o sus mando a la jefatura!-gritó con voz destemplada el Mostachones.

-Sí, que se calle, que ahora va a cantar el Niño del Sonajero.

Este, que había respondido a la mirada triunfante de su mujer con otra llena de ironías y de ternura, no se hizo repetir la entrada que el Pito le ofrecía, y echó también hacia atrás la cabeza y un a modo de estallido de entusiasmo loco seguido de un silencio profundo siguió a la salida del Niño, el cual, tras desabotonarse el cuello de la camisa y arrojar una nueva mirada sobre Rosario, en cuyo semblante pintábase la sorpresa, cantó no como venía haciéndolo desde que un pasmo le restara a su voz la mitad de sus bríos, sino como cuando no había quien le disputara la bandera, como cuando con las águilas se iba al subir y como cuando decía de él la Veterana:

-Cualisquier día me casaba yo con ese gachó ni manque me gustara catorce veces más de lo que el gachó me gusta.

Público y artistas estaban asombrados; el casamiento había sido el unto de la Magdalena para el Niño; todos le miraban delirantes de gozo, y cuando éste hubo puesto fin a la copla, una explosión de olés y gritos entusiastas tronó en el reducido local. «Olé», gritaban en pie los mozos más baríes. «Olé», los señoritos rumbosos y macarenos. «Jolé», los próceres de Roalabota y Jotrón. «Olé», los prohombres del arrumbo y de la estiba, y «Olé por mi Niño», gritaron también las cantadoras, mientras la Veterana, llena de orgullo y mortificada a la vez por la superioridad indiscutible de su marido sobre ella, murmuraba, claveteándose los nítidos dientes en sus labios fragantes y purpurinos:

«¡Ah, charrán! ¡Ah, siete veces charrán, qué bien que me has engañao!»

Y algunas horas después, ya a solas con su marido en su casa, decíale a éste con acento de reproche:

-Bien me la has pegao y bien me has llevao el pulso, y como el que pierde paga, yo no cantaré más pa la gente; pero por tu salucita, dime cómo se te ha quitao a ti el pasmo que cogiste por mo de mí en mi ventana.

Sonrió el Niño con picaresca expresión:

-Es que a mí me dio el pasmo de la pena de pensar que tú no querías casarte con ningún hombre que cantara mejor que tú, y como es naturá, en cuantito me casé se me quitó la pena y se me ha quitao el pasmo a fuerza de medicina.

-Eso ha sío una...

Y no pudo proseguir Rosario: su marido había puesto a modo de dulcísima mordaza sus labios sedientos de caricias en los suyos fragantes y carmesíes.