El náufrago (Trigo): 03

El náufrago (Trigo) de Felipe Trigo
Primera parte
Capítulo III

Capítulo III

Cierta de haber contenido en términos de pasable discreción la imprudencia de su secreto desvelado (para Josefina, para esta medio simple Josefina, única que aún desconocíalo enteramente), Anita Mir había venido con ella por un impulsivo afán, opuesto al que antes hubo de forzarla á descubrírselo, de seguir justificando ó atenuando de un modo hábil su conducta, haciéndola entender cuán frecuente era entre las damas honorables... la misma culpa deliciosa.

Además, puesta ya por la íntima convicción de la amiga honrada en el contrario bando de las deshonestas..., un lejano orgullo del tiempo en que ella fué honesta, también, inspirábala el antojo (por insana complacencia de ser, con respecto á las otras, el fermento que hubiese de pudrirlas), de quebrantar cuanto pudiera aquella honradez intolerable de la inocentísima condesa.

¡Ah! ¡Sí, sí! ¡La más bella, la más rica, la que luciese en todas partes los mejores automóviles y la más radiante y altanera diadema de virtud!... Intolerable, á la verdad; completamente insoportable.

Por eso se la odiaba en Sevilla.

O, cuando menos, entre las alcurniadas damas de Sevilla que, en tal concepto, tendrían por qué callar.

Una mujer así, joven y bonita (es decir, sin disculpa para dejar de ser de otra manera) constituíales á no pocas de las demás una perenne ocasión de afrenta y de sonrojo.

Ante una mujer así, en los teatros, por ejemplo, cuando el barba, á última hora, con párrafos retóricos condena el vicio y proclama la virtud, las otras no pueden aplaudir en un sobrentendido de reojos y mordiéndose los labios. La virtud no quedaría relegada completamente á la categoría de una pública antigualla, respetable y bella aun para dramas y comedias, mientras por la realidad del mundo quedasen mujeres como esta.

Y ¡oh, bah! ¡Los dramas y comedias! ¡Los dichositos autores con sus temas de virtud!... Ella, Anita, sabía más que demás de la moralidad de los autores..., por aquel moralísimo Nandín, que, sin perjuicio de predicar en el teatro, fué el primero que hubo de instruirla en... todo el savoir faire de una cocota!

Callaban, callaban las dos, Anita y Josefina.

Anita, haciéndose aire, con su abanico de tul, pensaba todo esto.

Josefina, haciéndose aire con su abanico de calados sándalos, estaba inquieta y creía de buena fe, irritadísima, que la perversa amiga no hubiese venido á acompañarla más que por matar el tiempo... hasta la hora de su cita con el húsar.

¡Ah!

Pero, en ella propia, en las emociones nuevas y extrañas de ella propia, y en el silencio crispado de malignidad que adivinábale á la indigna, sentía la sensación del peligro.

En vano, para alejarlo, para rechazar desde luego cualquier idea de comunidad en la intimidad, habíala recibido, no en un gabinete de confianza, como á una cordial amiga á quien se invita al abandono, sino en la adusta etiqueta de un salón, como á una simple conocida sospechosa ante cuya posible indiscreción se instalan todos los respetos.

Y, no obstante, ¡cosa incomprensible!... no sentía la honradísima condesa el menor deseo de plantarse y decirle á Anita: ¡Vete, perdida! ¡después de lo que tan indecentemente me has hecho comprender en el «Giralda», tú manchas mi salón!... Al contrario, por tratarse de la primera vez que una mujer de tal laya hubiera con ella osado á semejantes confidencias..., ó porque se tratase del húsar, del fraternal y delicadísimo pariente sorprendido insólitamente en bajeza y grosería..., Anita Mir inspirábala una infinita curiosidad, inspirábala una horrible atracción de abismo.

Anita, al fin, sonrió.

Luego exclamó, tendiendo la vista por la muda y muerta sala suntuosa:

-¡Oh, sí, Josefina, sí! ¡Henos aquí en nuestra soledad de toda una semana, cada mes, en tanto Dios que sepa cómo los buenos maridos se divierten!... ¡Esclavas, esclavas nosotras siempre, y nada más!

-¿Esclavas? -rechazó, mirándola frente á frente, Josefina.

-¡Esclavas! ¡Nacemos para serlo!

Al suspiro de la pintada rubia, opuso excitadamente la condesa:

-¿Y por qué esclavas?

La otra se reacomodó en la bergère, y volvió á levantar los ojos, pérfida.

-Porque sí. Nosotras, esclavas. Nosotras..., las que no tenemos la sans façon de todas esas que antes vimos divertirse por su cuenta. Cadenita de oro, hija, la virtud. Recuerda aquello del francés: -«Cien amantes monsieur le mari?... Muy bien!- Un amante la señora?... Muy mal!» Y por mucho que nuestros maridos nos digan de poético y galante, no cabe dudar que de punta á punta el código conyugal está inspirado en tal sentencia.

-¡Ah! Pero ¿es que tú... -lanzó ya francamente enojada la dueña de la casa-, es que tú crees que todos los maridos, Javier, el mío, por ejemplo, se ocupa de tener esas amantes; ni es que tú, ni mujer decente alguna, aunque los vuestros las tuvieran, pudiéráis imitarlos?

Hubo un silencio.

Sin mirarla ahora, y siempre con su sonrisa de enigma, Anita prefirió empezar su réplica zumbona declamándola el Tenorio.

-Cálmate, pues, vida mía... -dijo-: reposa aquí, y un momento olvida de este convento la triste carcel sombría... Yo, hija, no puedo saber si tu marido, metido ahora á formal, tendrá por ahí ó no, sus cosas; pero del mío, te respondo que las tiene... á pares, como me consta á mí y á Sevilla entera que el tuyo las tenía... en su primera juventud. Y por cuanto á si nosotras las decentes esposas les debiéramos ó quisiéramos imitar, yo no digo tanto...; mas sí (filósofa, según tú sabes que lo soy un pocoi me limito á proclamar: si ellos nos quieren honradas, que lo sean, y si no... que no se quejen.

-¡Oh! -rugió la condesa, ocultándose la cara entre las manos, al peso irrefutable, verdaderamente irreftitable de la lógica brutal.

Abrumada, amarrada se podría decir, en la horrenda sencillez de aquel breve raciocinio que de un golpe absolvía áAníta Mir de sus delitos de traición y de indecoro, puesto que era famosa la liviandad de su marido, medio arruinado, como tantos otros, con cupletistas y actrices..., en fuga tendió la vaguedad de la mirada hacia el salón... carcel sombría, quizá, ciertamente, de una virtud que tan sólo servíales de mofa á los demás... á las amigas, á estas amigas que venían de raro en raro á visitarla sin protestas de Javier; á estas amigas, como Anita, como Lulú y como Marta Iboleón, como Margot, como Aurelia..., como la baronesita del Roble, como la marquesa de Montealegre, como...; y lo que era todavía peor, á íntimos como Rodrigo, hipócritas, bajo su capa de delicadezas románticas, no menos que los descarados y cínicos Velázquez, Pepe Alba, Alfonso del Real... ¿Quiénes entonces habrían de ser los censores de la rígida honradez; los que con limpio corazón hubiesen de aplaudir en los teatros los líricos discursos de moral... si todos estos, justamente, formaban la representación más alta de Sevilla?

Rodrigo, Rodrigo..., Rodrigo. Era lo que la dolía más, el engaño de este hombre que había tenido para ella tantas frases mentirosas de respeto y de atención.

Por otra parte, Josefina no se había parado nunca á considerar que su marido mismo, tan noble y serio desde que le conoció, hubiese podido tener también una juventud tormentosa.

Tal idea de íntima tortura le quedó en el corazón; y como si lo adivinase Anita, la diabólica, oyó su voz la torturada: una voz certera, como de minúsculas flechas argentinas disparadas dulcemente:

-¿Has oído hablar de las célebres la Macarrona, de Cádiz, y de Etiennete l'Etoile, de París?... Á lo menos, habrás visto sus retratos en postales y en cajas de cerillas. Pues... fueron las dos últimas de tu formalísimo Javier.

-¿De Javier! ¿De mi marido!!

-De tu marido. Más rico, ó de mejores gustos, al fin, que los demás, ¡ve mi marido, con ese guiñapo ahora de la Churro!)..., siempre le dió por las famosas.

Á poder, la joven condesa habríase levantado para exigirle á Anita. con las uñas, la prueba de tan cobarde delación: pero el dolor la redujo destrozada en su butaca. Amaba demás á Javier para que nadie viniese á descubrirla estas... verdades ó mentiras.

Cerró los ojos.

Estuvo á punto de llorar.

-Creí que lo supieses, mujer -continuó serena la perversa-. Mas, cuando, no sólo toda España lo sabía, porque de ello habló la prensa al convertirse él en espléndido empresario de Ettiennete, sino porque aún en vuestro saloncillo blanco hay dos ó tres históricos retratos de... esas célebres bellezas. ¡Toda España lo sabía..., toda España menos tú, en tu rústico rincón tranquilo de Carmona!

Tuvo la virtud de secar el llanto y de excitar la altivez de Josefina, esta frase con que Anita Mir la cruzaba el rostro con una despectiva acusación de lugareña..., de estúpida, de torpe.

La lugareña, sí; pero la lugareña de alma dulce y cerril, forjada en las tradiciones hidalgas del orgullo de sus padres y de las severas soledades de su casa, surgió íntegra en el irguimiento de una hermética sonrisa de desprecio que la dejaba toda aparte de las perfidias ciudadanas.

-Javier -dijo, levantándose de su asiento y con la cortesanía exquisita y dura de una reina- podrá haber sido lo que fuese mientras no me conoció; después de conocerme..., es quien es, y nada mas. -É inclinándose, añadió: -¡Las doce!... Hora de almorzar. ¿Quieres?

Era echarla.

Dúctil y no menos diplomática Anita Mir, pues no había para casos tales de dejar de servirla su experiencia, se levantó, sin perder un minuto la sonrisa, y se dejó conducir despacio hacia el hall florido de latanias y gardenias, donde trinaban en monumentales jaulas de oro y de cristal tres canarios.

-¡Feliz tú siquiera, preciosa condesita -íbala diciendo- si al menos tu marido, de aquellas viejas experiencias del amor, ha sabido tejer para ti, para su esposa, un manto de delicias y caricias que vio le hagan añorar las de sus expertísimas queridas de otros tiempos, y que guarden por siempre para él tus posibles curiosidades peligrosas... de aprenderlas en poetas, como otras!

Se acercó á besarla, y entre beso y beso terminó:

-¡Ah, y siendo así, qué verdad no fuese que hacen mal todos los maridos no queriendo cada uno convertir en su querida á su mujer, como el tuyo (razón de su fidelidad y de vuestra felicidad, sin duda) en vez de buscar fuera las picantes gracias, y dejar para su casa toda la conyugal é insoportable sosería, á pretexto de respeto!...

-Adiós, Anita.

-¡Respetos de mi alma, que sólo á ellos en su casa los hace respetables... y como si cada una de nosotras no fuésemos capaces de más... que las demás... y con más legítimo derecho!

Salió.

Todavía, desde bajo el sátiro de bronce de la escalera, se volvió á tirarla un beso.