El monte que plantó José María

Los milagros de la Argentina
El monte que plantó José María​
 de Godofredo Daireaux


Algunos, en este mundo, aspiran a cosas imposibles y malgastan su vida esperando en vano que se realicen, muchas veces, por lo demás, sin hacer para ello ningún esfuerzo; otros se contentan con tener una idea bien sencilla y empeñarse en su ejecución y, algunas veces, sucede, no solamente que llegan a ver colmados sus modestos deseos, sino que se divierte la suerte en recompensar su trabajo con inaudita fortuna.

Así le pasó a José María, hará unos sesenta años, con el monte que plantó en plena Pampa, sencillamente para resguardar su rancho del viento rabioso que voltea y del sol que, de tanto calentar, cuece.

José María era vasco español, no de aquellos que por el peso de su cuerpo atlético, tallado, al parecer, en el mismo granito de los Pirineos, por poco se hundirían en el suelo algo blando todavía de la llanura platense, sino de estos otros, delgados, flexibles y resistentes como hoja de acero, que se deslizan hasta el bulto antes de atropellar. Le habían ofrecido un puesto en una estancia lejana del Sur, con una majada al tercio y se regocijaba con la suerte que le había tocado. Pero, por otra parte, sus compañeros le habían pintado la Pampa, como sitio de pocos encantos, ponderándole sobre todo lo desnuda que era, sin un árbol siquiera para ponerse a su sombra; y esto había hecho nacer en su mente la idea de llevar a su nuevo destino, de las quintas de Buenos Aires, donde hasta entonces había trabajado, algunos gajos de álamo y de sauce y una bolsita de carozos de estos duraznos tan sabrosos con que, durante dos meses, se había hartado a su gusto.

Cuando llegó a la loma perdida que le había señalado su patrón para que en ella edificara su rancho, vio que sus amigos no lo habían engañado: nada había, en leguas en redondo, que pudiera atajar la vista de un hombre parado; y pensó en seguida que el que plantase en esta soledad sin reparo cualquier montecito, tendría un pequeño tesoro al cabo de pocos años. Leña, sombra, abrigo y fruta; ¿cómo podrían vivir sin esto los hombres? Y nada parecía deber impedir que crecieran árboles en esta tierra tan fértil.

José María, desde entonces, soñó en dotar la Pampa con esa riqueza que tanta falta le hacía y, antes de empezar a edificar su casa, plantó en buen terreno sus gajos de álamo y de sauce y enterró en suelo bien removido y limpio todos los carozos que había traído. No fue por lo demás mucho trabajo; en menos de un día, había acabado, y todavía le quedaba tiempo para empezar a colocar los esquineros del rancho.

Hubiera querido conseguir -lo que entonces era todo un lujo-, algunos postes y un poco de alambre para cercar su plantación y protegerla contra el diente pertinaz de las ovejas; pero cuando vio el patrón la dichosa plantación ésta, se echó a reír, y le dijo que costaban demasiado los alambrados para emplearlos tan mal. José María se contentó con cavar alrededor una zanja honda para poder atajar algo siquiera los animales invasores; persiguió las hormigas durante todo el invierno, aprovechando las mañanas frías para deshacer sus nidos; y cuando llegó la primavera, su corazón se llenó de gozo al ver surgir con magnífico vigor brotes exuberantes de savia de todas sus estaquitas.

Había pasado un invierno bastante molesto en su ranchito pelado, expuesto al viento frío, en la loma sin reparo; la primavera fue peor con sus ventarrones locos que hacían crujir la choza, pero más cruel aún fue el verano, con sus soles ardientes, con los cuales no había más que quedarse encerrado en el rancho hecho un horno. Cierto es que así no había estorbo que impidiese ver a lo lejos la majada, pero no le parecía compensación.

El segundo año no fue mucho mejor; asimismo, uno que otro sauce, los más cercanos al pozo, bien regados, habían crecido ya bastante y las hileras de álamos, cuando tuvieron todas sus hojas, alcanzaron a dar una listita regular de sombra, en la cual casi hubiera podido dormir la siesta José María, estirándose bien.

Los duraznos también habían crecido y el almácigo ya se cubrió de flores rosadas con las primeras sonrisas de la primavera. El invierno siguiente, José María los trasplantó, formando con ellos todo un monte; y despojando los álamos de todos los gajitos que habían dado, multiplicó con éstos las hileras alrededor de su rancho.

El patrón, un buen criollo, para quien sólo valía la hacienda y que siempre había tenido para toda planta que no fuera pasto, altamisa y trébol, gramilla o cardo o flor morada, el más profundo desprecio, empezaba a mirar con cierto interés la plantación de su puestero. No decía nada; miraba, no más; pero venía a menudo al puesto; parecía calcular cuántas plantas había conseguido José María; las medía con la vista, las acariciaba con la mano, embriagándose con el olorcito tan rico a verde estrujado que en el cutis le quedaba; pasaba grandes ratos a su fresca sombra, mirando las largas y elegantes ramas de los sauces mecerse al soplo de la brisa. Escuchaba el gorjeo de los pájaros que, al amor de los pequeños árboles, ya habían venido a elegir domicilio y esbozar nidos, y su canto y el murmullo del viento en el ramaje parecían contarle, en un idioma seductor, mil cosas que nunca hasta entonces nadie le había dicho.

Y cuando, un año después, pudo, durante la siesta, un día que se había quedado a almorzar en el puesto de José María, atar su crédito a la sombra del sauce ya grande y coposo que cubría el palenque, se entusiasmó de veras y lo empezó a manifestar. Cuando se desborda el corazón, habla el más callado.

El vivía en la estancia, en una casa grande de material, con su buen corredor de donde a todos rumbos se podía divisar el campo; y nunca se le había ocurrido poner una planta en el patio; esto de taparse la vista tampoco le hubiera gustado mucho. El único árbol que quizá, con el tiempo, hubiera podido admitir era el ombú y había estado a punto de plantar uno que le querían regalar; pero un peón cordobés que tenía, habiéndole asegurado que donde se planta un ombú, queda tapera, había rechazado la oferta.

La vista del monte de José María había cambiado sus ideas al respecto; le había entrado poco a poco el amor a los árboles; ya en ellos veía verdaderos compañeros y fieles amigos del hombre y hasta servidores de provecho.

Y empezó a preguntar a José María si se animaría a plantarle también un monte en la estancia. El vasco no pedía otra cosa y, preguntado cuánto cobraría, pidió un peso papel por cada planta de tres años. Ponderó el trabajo que sería preparar la tierra, destruir los hormigueros, cuidar durante tres años plantas de las cuales quizá no quedaría ninguna.

Asimismo, aceptó cuatro reales y trataron, pero dejando sin fijar la cantidad de plantas que debía entregar. José María se había deslizado hasta el bulto; ya podía atropellar, y atropelló fuerte. Hizo un viaje a Buenos Aires; compró en las islas todo un cargamento de gajos de álamo y de sauce y millares de plantas de durazno, y también paraísos, porque no era mezquino y quería contentar a su patrón; y toda una tropa de carretas llevó las plantas a la estancia.

Se acercaba junio; no había que perder tiempo y José María conchabó peones; no era cosa de dejar perder ni un gajo, pudiéndolo evitar; y plantó, plantó sin descanso, plantó con pasión, con furor; y con los peones que había conchabado, llegó a colocar como doscientas mil plantas entre duraznos, paraísos, sauces y álamos.

El estanciero no dejó de pensar que, si todas prendiesen y se lograsen, iba a tener mucho que pagar; pero no dudaba de que, en tres años, mermaría mucho su número, y que, al fin, quedaría con un lindo monte que no le vendría a costar más que lo muy justo.

La primavera, al cubrir de verde follaje el inmenso monte plantado y cuidado por José María, sin que se perdieran casi plantas, se encargó de definir situaciones; y el estanciero empezó a maliciar que tanta riqueza bien podría ser para él media ruina, al sorprender, una mañana, al vasco muy ocupado en contar una hilera de álamos, y en tomar apuntes. Algo inquieto, entabló la conversación:

-«¡Lindo el monte, don José María! ¿no es cierto?»

-«Lindo, patrón».

-«Pocas plantas se han perdido, según parece».

-«Muy pocas pero también las hemos cuidado bien, y buenos pesos me cuestan».

-«Cierto -contestó el amo-. Pero no los ha de perder. Y, dígame, ya que veo que estaba contando los árboles, ¿cuánto me va a cobrar por el monte?»

«Todavía no conté todo; pero, más o menos, me va a deber usted, a los tres años, una cosa de noventa mil pesos».

-«¡Noventa mil pesos!» -exclamó el estanciero. -«¿Está loco usted? ¿quién le va a pagar semejante disparate por cuatro plantas?»

-«No, mire, patrón, que son muchas las plantas; y que si ahora tienen poca vista porque todavía son nuevitas, de aquí a dos años, cuando se las entregue, formarán un lindo monte, y el primero en el sur de la provincia. Y, dígame, patrón, el invierno próximo, ¿seguiré plantando?»

-«¡Dios me libre!» -contestó sin vacilar el hombre.

Y dándose vuelta, se fue a encerrar en su casa, cavilando en la barbaridad que había cometido al dejarse llevar de su imaginación, una vez en la vida; y maldecía las plantas y los árboles, y los pájaros que, sin que lo pensara, lo habían alucinado.

Pasaron los dos años; José María cuidaba de su majada como siempre, pero tampoco descuidaba el monte; aunque fueran muchas, casi conocía las plantas una por una, y sabía también ahora, con exactitud absoluta, los árboles que había en cada hilera y en cada cuadro. El monte se había puesto hermoso; ya se divisaba de lejos su masa imponente; los duraznos estaban cubiertos de flores, los álamos, en hileras algo tupidas, por todas partes, corrían sus misteriosas cortinas y hacía días ya que los sauces meneaban sus largos penachos, suaves como plumas de avestruz. Los pájaros, a millares, gorjeaban en el monte; pero el amo se había vuelto insensible a tanta belleza. José María le había pasado la cuenta, y el arrebato de poesía que le había hecho desear un monte le venía a costar demasiado caro para que fuera tentado otra vez de admirar la naturaleza. ¡Ciento setenta y dos mil árboles de tres años a cuatro reales, o sean ochenta y seis mil pesos moneda corriente!

Y como la legua de campo valía por allá en aquellos tiempos, alrededor de cuarenta mil pesos papel, y que vender hacienda para pagar plantas le hubiera parecido un crimen al criollo viejo, transigió con el vasco y le escrituró dos leguas de campo. De todos modos, tenía diez leguas, y el sacrificio le fue llevadero.

José María, no podía contar ya mucho que digamos, con el cariño de su antiguo patrón; pero se siguió deslizando antes de atropellar. Fue a visitarlo como buen vecino; se le ofreció para lo que precisara; no dejó de prestarle algunos servicios; le enseñó a sacar provecho del famoso monte, sin destruirlo, vendiendo gajos a los vecinos que, todos ahora también querían monte, y leña, y estacones y, con el tiempo, tirantes y cumbreras, y cuando las relaciones entre ambos se hubieron otra vez vuelto amistad, el vasco atropelló.

Le gustaba mucho una de las hijas de su vecino; él no era feo; era joven, trabajador, inteligente; así lo entendió la muchacha, y una vez medio de acuerdo con ella, la pidió al viejo, y el viejo se la dio, porque, al fin y al cabo, las hijas casaderas, mejor que se casen de una vez.

Y desde entonces manejó José María su estancia y la del suegro con tanto acierto, que empezó a echar las bases de una de las mayores fortunas que hayan hecho los vascos en la Argentina, las que no son muy pocas, ni muy pequeñas. Y en toda la parte sur de la Pampa se empezaron también desde entonces a multiplicar los montes que tanta falta hacían y que tan incalculables servicios prestan a los hacendados.



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