El mes de diciembre en la antigua Lima

Apéndice a Mis últimas tradiciones peruanas (1910)
de Ricardo Palma
El mes de diciembre en la antigua Lima

I editar

Allá en los tiempos del rey, la conclusión del año era, en la ciudad fundada por Pizarro, de lo bueno lo mejor. Mes integro de jaraneta y bebendurria.

Raro era el barrio en que el 8 de diciembre no se celebrara, en lagunas casas de la circunscripción, con lo que nuestras bisabuelas llamaban altar de Purísima. Armábase éste en el salón principal, y desde las siete de la noche los amigos y amigas invitados empezaban a llegar.

Las jóvenes solteras se diferenciaban de las casadas en la colocación de las flores que se ponían en el peinado. Era sabido que rosas y claveles al lado izquierdo significaban que la propietaria se hallaba en disponibilidad para admitir huéspedes en el corazón.

Principiábase por un rosario de cinco misterios, acompañado de cánticos a la Virgen; seguía una plática devota, pronunciada por fraile de campanillas, comensal de la familia, y dábase remate a la función religiosa con villancicos alegres, cantados a compás de clavicordio y violín por las criadas de la casa, a las que se asociaban otras de la vecindad.

Después de las diez de la noche, hora en que se despedían los convidados de etiqueta, principiaba lo bueno y lo sabroso. Jarana en regla. Las parejas se sucedían bailando, delante del altar, el ondú, el paspíe, la pieza inglesa y demás bailes de sociedad por entonces a la moda.

Por supuesto que las copas menudeaban, y ya después de medianoche se trataba a la Purísima con toda confianza, pues dejándose de bailecicos sosos y ceremoniosos entraba la voluptuosa zamacueca con mucho se arpa y cajón. Y el altar de Purísima duraba tres noches, que eran tres noches de jaleo, en las que, so capa de devoción, había para las almas mucho, muchísimo de perdición.

II editar

Desde el 15 de diciembre comenzaban las matinales misas de Aguinaldo, en las que todo era animación y alegría. ¡Qué muchacheo tan de rechupete el que en esas mañanas se congregaba en las iglesias para tentación y pecadero del prójimo enamoradizo!

Una orquesta criolla, con cantores y cantoras de la hebra, hacía oír todos los airecitos populares en boga, como hoy lo está aquello de:

Santa Rosa de Lima,

¿cómo consientes

que un impuesto le pongan

al aguardiente?

Lo religioso y sagrado no excluía a lo mundanal y profano.

Al final de la misa, un grupo de pallas bailaba la cachua y el maisillo, cantando coplas no siempre muy ortodoxas.

Una misa de Aguinaldo duraba un par de horitas por lo menos, de siete a nueve. Esas misas sí que eran cosa rica, y no insulsas como las de hogaño. Hoy ni en las misas Aguinaldo, ni en las misas del Gallo, hay pitos, canarios, flautines, zampoñas, bandurrias, matracas, zambombas, cánticos ni bailoteos, ni los muchachos rebuznan, ni cantan como gallo, ni ladran como perro, ni mugen como buey, ni maúllan como gato, ni nada, nada de lo que alcanzamos todavía en el primer tercio de la República, como pálida reminiscencia del pasado colonial.

De tiempos que ya están lejos

Aún me cautiva el dibujo.

¡Ay hijos! Cosas de lujo

hemos visto acá los viejos.

III editar

La nochebuena, con su misa de Gallo, era el no hay más allá del criollismo.

Desde las cinco de la tarde del 24 de diciembre, los cuatro lados de la plaza Mayor ostentaban mesitas, en las que se vendían flores, dulces, conservas, juguetes, pastas, licores y cuanto de apetitoso y manducable plugo a Dios crear.

A las doce, sólo el populacho quedaba en la plaza multiplicando las libaciones. La aristocracia y la clase media se encaminaban a los templos, donde las pallas cantaban en el atrio villancicos como este:

Arre, borriquito,

vamos a Belén,

que ha nacido un niño

para nuestro bien.

arre, borriquito,

vamos a Belén,

que mañana es fiesta,

pasado también.

A la misa del Gallo seguía en las casas opípara cena, en la que el tamal era plato obligado. Y como no era higiénico echarse en brazos de Morfeo tras una comilona bien mascada y mejor humedecida con buen tinto de Cataluña, enérgico jerez, delicioso málaga y alborotador quitapesares (vulgo legítimo aguardiente de pisco o de Motocachi), improvisábase en familia un bailecito, al que los primeros rayos del sol ponían remate. En cuanto al pueblo, para no ser menos que la gente de posición, armaba jarana hasta el alba alrededor de la pila de la plaza. Allí las parejas de descoyuntaban bailando zamacueca, pero zamacueca borrascosa, de esa que hace falta resucitar muertos.

IV editar

Como los altares de Purísima, eran los nacimientos motivo de fiesta doméstica.

Desde el primer día de pascua armabas en algunas casas un pequeño proscenio, sobre el que se veía el establo de Belén con todos los personajes de que habla la bíblica leyenda. Figurillas de pasta o de madera más o menos graciosas complementaban el cuadro.

Todo el mundo, desde las siete hasta las once de la noche, entraba con llaneza en el salón, donde se exhibía el divino misterio. Cada nacimiento se las agasajaba con un vaso de jora, chicha morada u otras frescas horchatas, bautizadas con el nada limpio nombre de orines del Niño.

En no pocas casas, después de las once, cuando quedaban sólo los amigos de confianza, se armaba una de golpe al parche y fuego a la lata. Se bebía y cuequeaba en grande.

El más famoso de los nacimientos de Lima era el que se exhibía en el convento de los padres belethmitas o barbones. Y era famoso por la abundancia de muñecos automáticos y por los villancicos con que festejaban al Divino Infante.

Pero como todo tiene fin sobre la tierra, el 6 de enero, día de los Reyes Magos, se cerraban los nacimientos. De suyo de deja adivinar que aquella noche el holgorio era mayúsculo.

Y hasta diciembre de otro año, en que, para diferenciar, se repartían las mismas fiestas sin la menor variante.