El mendigo (Sala)
Un infeliz anciano
llamaba un día con temblosa mano
a la puerta de un rico moralista,
diciendo en voz muy queda:
-«Ese hombre, al menos, no será egoísta;
»quizá ponga en mi diestra una moneda,
»o me dé de comer... ¡Qué aciaga vida!»-
Abriole un escudero,
y el dueño, al verle, preguntó en seguida:
-«¿Es otro pordiosero?
»¡Qué peste; hay un enjambre!»-
-«Piedad, buen caballero;
»soy viejo y desvalido;
»miradme sin aliento y abatido;
»me estoy muriendo de hambre.»-
-«¿Y a qué debéis el vergonzoso estado
»que os fuerza ahora a demandar socorro?
»En vuestra juventud, desventurado,
»no supisteis hacer ningún ahorro?»-
-«Me ocupé en trabajar; pero no tanto,
»que pudiese guardar para más tarde
»algún exiguo bien. No haré yo alarde
»de dotes que no tuve. La pereza
»fue origen principal de mi quebranto.
»No sé mentir.»-
-«¡Qué cínica franqueza!
»¿Ignoras, miserable,
»que el hombre perezoso
»es en la tierra el ser más detestable?»-
-«Fue la naturaleza
»quien me hizo tal.»-
-«¿Faltábate juicio?»-
-«Yo bien quería combatir el vicio;
»y os juro, por mi fe, que fue mi intento
»trabajar como a dos; pero, al probarlo,
»sentía un invencible desaliento.
»Toda labor costábame gran pena:
»era un duro tormento
»que rendía mis fuerzas con exceso,
»y la misma pereza una cadena
»de insoportable peso.
»Dios me ha dado mi cruz.»-
-«Cruz merecida:
»velar y trabajar, en esta vida
»es ley común, es ley obligatoria;
»para hallar paz y conquistarse gloria,
»el hombre ha de velar hasta la muerte;
»así veló también la mujer fuerte;
»así veló David. En este valle
»de perpetua amargura,
»el genio, la hermosura,
»el saber, la fortuna, la grandeza,
»todo, todo ha venido
»a doblar la cabeza
»ante el trabajo santo y bendecido.
»La ociosidad exalta la tristeza,
»engendra la maldad, mueve el encono,
»y lleva por castigo la miseria,
»el desprecio tal vez y el abandono.
»¿Viendo a tus pies la previsora Hormiga,
»que en verano sudaba con fatiga,
»atesorando, con afán eterno,
»trigo para el invierno,
»¿cómo olvidó tu juventud florida
»el espantoso invierno de la vida?»-
-«Me arrepentí después.»-
-«Pesar tardío.»-
-«¡Piedad; señor!»-
-«¿De qué? ¿De tu vagancia?»-
-«Mi llanto de dolor...»-
-«Me causa hastío,
»me infunde repugnancia.
»¿Limosna a un perillán? Dios que te asista.
»Vete, o teme que en cólera yo estalle.»-
Eso dijo al anciano el moralista,
y le arrojó a la calle.
Al eco de moral tan inclemente,
lleno de afrenta, exánime y sin tino,
cayose el pobre viejo de repente,
en los umbrales del portal vecino.
Una pobre mujer, buena sin duda,
corrió al punto en su ayuda,
y -«¿Quién sois?» -preguntole cariñosa.-
-«Señora, ya lo veis: un infelice;
»dije mal, un culpable.
»En edad más dichosa,
»pude yo trabajar y no lo hice:
»la suerte me castiga justiciera.»-
-«Alzad, buen hombre, alzad.»-
-«¡Dejad que muera!»-
-«Dios al que se arrepiente le bendice;
»el genio no se cambia fácilmente.
»Escuchad en mi voz la voz del cielo.»-
-«¡Gracias!»-
-«Venid y os prestaré consuelo;
»¿quién niega caridad a sus hermanos?»-
-«¡Oh, gracias!»-
-«¿Para qué somos cristianos?»-
Y esa santa mujer, que no sabía
lo que es filosofía,
con mano hidalga y corazón humano
partió con el anciano
el pan, el negro pan que ella tenía.
¡Bendita la largueza
que habita el mismo hogar de la pobreza!
Es el doctor, si meditáis con calma,
la razón inflexible;
y esa mujer sensible
es la moral del alma.