El medio y el fin
Tiranos y criminales vulgares están igualmente sujetos a la ley natural del determinismo, y aunque sus actos nos horroricen e indignen, hemos de convenir con la justicia en la irresponsabilidad de unos y otros; pero sin llegar a las consideraciones absolutas, podrá decirse que la tiranía es el más disculpable de los crímenes, porque ningún individuo puede cometerlo si no concurren a ello circustancias muy complejas, extrañas a su voluntad y fuera del poder del hombre más apto y mejor dotado de cualidades para el mal. En efecto, ¿existiría un tirano sobre un pueblo que no le diera elementos para sostenerse? Un malhechor común puede cometer sus fechorías sin la complicidad de sus víctimas; un déspota no vive ni tiraniza sin la cooperación de las suyas, de una parte numerosa de ellas; la tiranía es el crimen de las colectividades inconscientes contra ellas mismas y debe atacársele como enfermedad social por medio de la Revolución, considerando la muerte de los tiranos como un incidente inevitable en la lucha, un incidente nada más, no un acto de justicia.
Las dos pesas y las dos medidas carecen de uso en el criterio libertario; la ciencia, negando el libre arbitrio en los individuos destruye la base de las actuales y bárbaras instituciones penales, los revolucionarios no establecemos criterios diferentes para los actos del malhechor en grande y el malhechor en pequeño; ni hemos de buscar subterfugios para barnizar las violencias que inevitable y necesariamente tienen que acompañar al movimiento libertador, las deploramos y nos repugnan, pero en la disyuntiva de seguir indefinidamente esclavizados y apelar al ejercicio de la fuerza, elegimos los pasajeros horrores de la lucha armada, sin odio para el tirano irresponsable, cuya cabeza no rodará al suelo porque lo pida la justicia, sino porque las consecuencias del largo despotismo sufrido por el pueblo y las necesidades del momento, lo impodrán en la hora en que rotos los valladares del pasivismo den franca salida a los deseos de libertad, exasperados por el encierro que han padecido, por las dificultades que siempre han tenido para manifestarse.
Vamos a la lucha violenta sin hacer de ella el ideal nuestro, sin soñar en la ejecución de los tiranos como en una suprema victoria de la justicia.
Nuestra violencia no es justicia, es simplemente necesidad que se llena a expensas del sentimiento y del idealismo, insuficientes para afirmar en la vida de los pueblos una conquista del progreso.
Nuestra violencia no tendría objeto sin la violencia del despotismo, ni se explicaría si la mayoría de las víctimas del tirano no fueran cómplices conscientes o inconscientes de la injusta situación presente; si la potencia evolutiva de las aspiraciones humanas hallase libre ambiente para extenderse en el medio social, producir la violencia y practicarIa sería un contrasentido; ahora es el medio práctico para romper añejos moldes que la evolución del pasivismo tardaría siglos en roer.
El fin de las revoluciones, como lo hemos dicho muchas veces, es garantizar para todos el derecho a vivir, destruyendo las causas de la miseria, de la ignorancia y el despotismo; desdeñando la grita de sensiblería de los humanitaristas teóricos.
Práxedis G. Guerrero
Regeneración, N° 10 del 5 de Noviembre de 1910. Los Angeles, California.