El maniquí de mimbre: I

El maniquí de mimbre de Anatole France
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En su estudio, ensordecido por el piano, donde sus hijas ejecutaban —pared por medio— ejercicios difíciles, el señor Bergeret, catedrático de Literatura de la Universidad, preparaba su lección acerca del octavo libro de la Eneida. El estudio del señor Bergeret sólo tenía una ventana, de bastante anchura, que abarcaba casi todo un lienzo de pared, por la cual solía entrar más frío que luz, pues los postigos no ajustaban, y a poca distancia de las vidrieras se alzaba un muro muy alto.

Colocada junto a los cristales, recibía la mesa del señor Bergeret los apagados reflejos de una claridad avara y sórdida. Ciertamente, la estancia donde sutilizaba el catedrático sus agudos conceptos de humanista era un rincón deforme, o, mejor dicho, un doble rincón junto a la caja de la escalera, cuya monstruosa panza casi dividía el estudio en dos porciones angostas e irregulares. Oprimido por aquel incómodo saliente, oprobio de la geometría y del buen gusto, apenas encontró el señor Bergeret un plano que sirviera de apoyo a las tablas de pino donde ordenaba su biblioteca, sumergida en la oscuridad.

Junto a los cristales, el pobre señor escribía sus reflexiones, heladas por un filo de aire molesto; pero se sentía dichoso cada vez que, al entrar en su estudio, no encontraba las cuartillas en desorden o mutiladas y las plumas de acero abiertas de puntos. Era el rastro que solían dejar su esposa y sus hijas cuando anotaban sobre la mesa del catedrático la cuenta de la compra o la lista de la ropa sucia.

Y, por añadidura, la señora de Bergeret tenía guardado en el estudio el maniquí, chisme indispensable para confeccionar sus vestidos.

Tieso, en pie, imagen conyugal, el maniquí de mimbre rozaba las ediciones eruditas de Catulo y de Petronio.

Mientras preparaba su lección acerca del octavo libro de la Eneida, aquel trabajo sería para el señor Bergeret no digamos un goce profundo, pero sí la paz del espíritu y la tranquilidad inestimable del alma, si no turbara el estudio minucioso de la métrica y de la lingüística (en los cuales debía fundar sus razonamientos para definir el genio, el alma y la forma de aquel mundo antiguo cuyos textos analizaba) con el deseo inoportuno de visitar las playas doradas, los montes rosados, el mar azul y la hermosa campiña por donde conduce a sus héroes el poeta.

Deploraba amargamente verse privado de recorrer, como Gastón Boissier, como Gastón Deschamps, la ribera donde se alzó Troya, de contemplar los paisajes virgilianos y de respirar en el ambiente de Italia, de Grecia y de la santa Asia. Por esto, su estudio le parecía triste, y el desaliento invadía su corazón. Era infeliz por su culpa, ya que todas las miserias que nos agobian son interiores y emanan de nosotros mismos. Suponemos que las recibimos de lo exterior, cuando, en realidad las formamos a nuestras expensas de nuestra misma sustancia.

El señor Bergeret, así oprimido por la enorme panza de cal y canto, se complacía en construir su tristeza y su hastío; pensaba que su vida era pobre, monótona y encarcelada; que su mujer tenía un alma vulgar y un cuerpo ya marchito; que sus hijas no le querían, y que los combates de Turno y Eneas carecen de todo encanto.

Libróle de sus preocupaciones dolorosas la visita de Roux, su discípulo, que se presentó con pantalón encarnado y capote azul, por hallarse en su año de servicio obligatorio.

—¡Hola! —dijo el señor Bergeret—, han disfrazado a mi latinista predilecto; de pronto lo han convertido en un héroe.

Y como Roux no admitía el calificativo, el catedrático replicó:

—Yo me entiendo. Llamo «héroe» a todo el que ciñe una espada. Si, además, lo hubieran obligado a llevar una gorra de pelo, entonces lo llamaría «héroe famoso». Lo menos que merecen los mozos elegidos para que se maten en un poco de adulación. Se paga barato su oficio. Celebraría mucho, amigo mío, que no se inmortalizase usted por un acto heroico, y que debiera únicamente a sus conocimientos de la métrica latina las alabanzas de los hombres. El amor que le tengo a mi patria me inspira este deseo. La historia me ha enseñado que sólo aparecen los actos heroicos en las derrotas y en los desastres. Roma, pueblo menos belicoso de lo que se dice y vencido con frecuencia, no tuvo un Decio hasta los mayores apuros. En Maratón, el heroísmo de Cinégiro responde al punto flaco de los atenienses, los cuales pudieron contener al Ejército bárbaro, pero no pudieron evitar que se embarcara con toda la Caballería persa de regreso en la llanura. Tampoco parece probado que los persas mostrasen mucho arrojo en aquella batalla.

Roux dejó su sable en un rincón del estudio, fue a sentarse cerca de su maestro, que le había ofrecido una silla, y dijo:

—En cuatro meses no pude oír una sola frase meditada y culta. Yo mismo, durante cuatro meses, he concentrado todas mis potencias para ser agradable al cabo y al sargento, a los que sólo vencen dádivas. Es la única instrucción militar que poseo perfectamente. Sin duda, es la más importante. Pero he perdido toda mi aptitud para discurrir acerca de ideas generales y sutiles. Por esto me llenan de confusiones los juicios que usted pronuncia acerca de la batalla de Maratón y el carácter bélico de los romanos. Mi cabeza es una olla de grillos.

El señor Bergeret respondió tranquilamente:

—Dije que los bárbaros sólo fueron contenidos por Milcíades. En cuanto a los romanos, fácil es comprender que no eran esencialmente invasores, porque hicieron conquistas provechosas y durables, al revés de los verdaderos héroes, que todo lo conquistan y nada conservan.

»También es conveniente observar que la Roma de los reyes no admitió a los extranjeros como soldados, hasta que en tiempo del bondadoso rey Servio Tulio, poco satisfechos los ciudadanos de disfrutar ellos solos el honor de las fatigas y de los peligros, invitaron a los extranjeros domiciliados en la ciudad. Hay héroes, pero no pueblos heroicos, ni ejércitos heroicos. El soldado sólo avanza bajo pena de muerte. El servicio militar fue odioso hasta entre los pastores del Lacio, que ganaron para Roma el imperio del mundo y la gloria de los dioses. Tan pesados y molestos juzgaban los arreos, que su nombre, arumna, significó pronto fatiga, cansancio agotamiento, miseria, desdicha, desastre. Bien conducidos, resultaban, si no héroes, útiles jornaleros y soldados; poco a poco invadieron el mundo, y lo cubrieron de carreteras y de malecones. Los romanos no perseguían la gloria, porque no era su fuerte la imaginación. Sólo sostuvieron guerras por intereses de los cuales no podían prescindir. Fue su triunfo el de la paciencia y el de la sensatez.

»Déjanse arrastrar los hombres por la influencia más poderosa. Entre los soldados, como entre todas las muchedumbres, la influencia más poderosa es el miedo. Avanzan contra el enemigo porque de todo lo que temen, es lo que menos temor les causa.

»El arte de la guerra consiste en ordenar las tropas de tal modo, que no puedan huir. Los ejércitos de la República vencieron porque se mantenían con extremado rigor las costumbres del antiguo régimen, relajadas en los campamentos de los aliados. Nuestros generales del año segundo eran sargentos La Ramee, y hacían fusilar diariamente media docena de reclutas para infundir aliento a los demás; como dijo Voltaire, "les comunicaba así un impulso patriótico".

—Es posible —repuso Roux—. Pero también existe otra razón: el goce instintivo de la fusilería. Ya sabe usted, mi estimado maestro, que no soy un animal destructor ni partidario del militarismo; tengo ideas humanitarias muy avanzadas, y supongo que la fraternidad universal debe ser la obra del socialismo triunfante. Profeso el amor de la Humanidad, y, sin embargo, al echarme un fusil a la cara, quisiera disparar sobre todo bicho viviente. Lo llevamos en la sangre...

Era Roux un guapo mozo, robusto, y adquirió en el cuartel mucha desenvoltura. Los ejercicios violentos convenían a su naturaleza sanguínea; y como era excesivamente astuto, no se aficionó al oficio del soldado, pero encontró manera de hacer soportable aquella vida sin perder la salud y el buen humor.

—No desconoce usted, mi estimado maestro, la fuerza de la sugestión. Basta darle a un hombre un fusil con bayoneta calada para que la hunda en el vientre del primer transeúnte y, como dice usted, se transforme en un héroe.

Vibraba todavía el acento meridional de la última palabra de Roux, cuando la señora de Bergeret entró en el estudio, adonde casi nunca la conducía el deseo de ver a su marido. El señor Bergeret notó que su mujer lucía su bata más elegante, rosa y blanca.

Mostróse muy sorprendida al encontrar allí a Roux. Había entrado —según dijo— para pedir a su marido un volumen cualquiera de poesías con que entretenerse.

El catedrático notó, sin darle importancia, que su mujer se presentaba muy amable y casi hermosa.

El joven Roux dejó libre un viejo sillón de gutapercha, donde reposaba el Diccionario de Freund, para que la señora de Bergeret pudiera sentarse. Miraba el catedrático, alternativamente, los volúmenes dejados en el suelo contra la pared y a su esposa, que los había sucedido en el asiento, y reflexionaba que ambas agrupaciones moleculares, tan diferentes por su condición, por su aspecto y por los usos a que se prestan, habían presentado una semejanza de origen durante mucho tiempo conservada, mientras el uno y la otra, el diccionario y la mujer, flotaban aún en el estado gaseoso de la nebulosa primitiva.

"Es indudable —se decía— que Amelia navegó en edades remotas, informe, inconsciente, diseminada en sutiles emanaciones de oxígeno y de carbono. Las moléculas que, a través del tiempo, contribuirían a formar este léxico latino, gravitaron también durante un largo período en la nebulosa, de la cual salieron, al fin, monstruos, insectos y gérmenes de inteligencia. Se ha necesitado una eternidad para producir mi diccionario y mi mujer, monumentos de mi vida triste y desdichada, formas defectuosas y con frecuencia inoportunas. Mi diccionario está lleno de inexactitudes y errores; Amelia guarda un espíritu procaz en un cuerpo desfigurado. Seguramente no es justo prometerse que una eternidad nueva origine, al fin, la ciencia y la hermosura. Nuestra vida es corta para una importante labor; pero de nada serviría vivir eternamente. Ni espacio ni tiempo faltaron jamás a la Naturaleza; y... ¡ya vemos lo que hizo!"

El señor Bergeret proseguía sus meditaciones perturbadoras:

"El tiempo ¿es algo más que las variaciones de la Naturaleza? ¿puedo yo suponerlas cortas o largas?"

La Naturaleza es cruel y vulgar; pero ¿quién me lo ha dicho? ¿Cómo sustraerme a ella para conocerla y juzgarla? Es creíble que me pareciera el Universo más tolerable si la fortuna me hubiese reservado un sitio mejor."

Terminada su reflexión, se inclinó para equilibrar la pila de libros, que se tambaleaba.

—Vuelve usted un poco moreno, amigo Roux —dijo la señora de Bergeret—, y hasta me parece que adelgazó algo; así está usted mejor.

—Los primeros meses de servicio son fatigosos —respondió Roux—, Hacer el ejercicio a las seis de la mañana, en el patio del cuartel, a ocho grados bajo cero, es desagradable, y tampoco se acostumbra uno fácilmente a las repugnantes faenas de la cuadra. Pero la fatiga es un poderoso remedio, y el embrutecimiento, un recurso magnífico. Se vive atolondrado, y como de noche se duerme poco y mal, de día nunca está uno despierto del todo. Esta especie de automatismo letárgico es favorable a la disciplina, conforme con el espíritu militar, útil para el buen orden físico y moral del Ejército.

En resumen: Roux no estaba muy quejoso; pero un compañero suyo, alumno de la Escuela de Lenguas orientales —donde sólo estudiaba el malayo—, era víctima del servicio, que le apesadumbraba sobremanera. Deval, inteligente, culto resuelto, pero rígido, inflexible de cuerpo y de alma, desmañado y distraído, tenía una idea muy exacta de la justicia, con arreglo a la cual determinaba oportunamente sus derechos y sus deberes; y este juicio atinado era su desdicha mayor. A las veinticuatro horas de hallarse recluido en el cuartel, mientras hacían el ejercicio, le preguntó el sargento Lebrec —con palabras que Roux vióse obligado a suavizar para que pudieran ser oídas por la señora de Bergeret— "quién sería la re...ísima señora que se permitió dar a luz un zopenco malamente alineado como el número cinco". Deval no comprendió, al pronto, que se trataba de su persona, que allí era el número cinco y hasta verse arrestado no se dio cuenta de que sólo a él se referían aquellas palabras. Y aun después no comprendía por qué ultrajaban el honor de la señora Deval a consecuencia de que su hijo no guardase una perfecta alineación. La responsabilidad inconcebible de su madre, referida por el sargento, contrariaba la idea exacta que de la justicia concibió el joven Deval, y a los cuatro meses aún sentía el escozor doloroso de aquella desventura.

—Su amigo el recluta —dijo Bergeret— había dado una torcida interpretación a la marcial arenga del sargento, cuyas palabras deben ser fructíferas para el buen servicio, deben excitar la emulación de los hombres y esforzarlos a ganar con su comportamiento unos galones que les permitan poder espresar de aquel modo la superioridad evidente de quien así habla, comparado a quien por obligación tiene que oírle y aguantarle. No se deben disminuir, en modo alguno, las prerrogativas de los jefes militares como lo hizo en una reciente circular un ministro de la Guerra culto, discreto y civil, quien, para mantener la dignidad siempre respetable del ciudadano en la milicia, se propuso que oficiales y sargentos no tutearan a los reclutas. Al ordenar esto, aquel ministro infeliz olvidaba, tal vez, que el menosprecio hacia el inferior es un gran principio de emulación y base de la jerarquía. El sargento Lebrec hablaba en el estilo de un héroe que se propone convertir en héroes a los reclutas. Como soy filólogo, sin gran esfuerzo reconstruyo la frase principal de su arenga. Pues bien: afirmo sin reticencias que me parece sublime un sargento al asociar en una frase tan rotunda el honor de una familia y la torpe alineación de un recluta en cuyo garbo militar pueden fundarse muchas glorias, muchos triunfos.

"Me dirán, acaso, que incurro en la extravagancia, común a todos los comentaristas, de atribuir a mi autor intenciones que jamás cruzaron por su magín. Estoy conforme; debo conceder que hubo una parte de inconsciencia en el discurso memorable del sargento Lebrec. Así es precisamente como se manifiesta la inspiración genial: brilla, estalla, sin darse cuenta de su poderío.

Contestóle Roux, sonriente, que también él atribuía casi por completo a inconsciencia la comentada genialidad o incongruencia del sargento Lebrec.

Pero la señora de Bergeret dijo con sequedad a su marido:

—No te comprendo, Luciano: te hace reír todo lo que para los demás no es cosa de risa, y nunca puedo saber si hablas en broma o en serio. No es posible sostener una conversación contigo.

—Mi mujer opina como el decano de la Facultad, y es preciso dejar satisfechos al uno y a la otra; siempre les daré la razón.

—¡Ah, eso es lo que debes hacer, eso: ridiculizarle! ¡Pon al decano en solfa! Hiciste cuanto era posible para serle desagradable, y ahora te roes los puños por tu inconveniencia. Y como si no bastara, también quedaste mal con el rector. El domingo lo vi en el paseo; iba yo con las niñas, y apenas me saludó.

Cambió el tono, encaróse con el soldado, y dijo:

—Mi marido tiene predilección por usted, su mejor discípulo, y le augura un brillante porvenir.

Roux, atezado, rizoso, con una dentadura muy blanca, rió satisfecho. Ella insistió:

—Convenza usted a mi marido para que no maltrate a las personas que pueden sernos útiles. Todos nos abandonan.

—¡Ah, no lo imagine usted siquiera! —murmuró el estudiante; y dio en seguida otro giro a la conversación—. Se les hacen muy duros a la gente del campo los tres años de servicio. Padecen, pero no manifiestan su dolor, y nadie lo adivina. Lejos de su país, que les inspira un cariño bestial, arrastran su tristeza monótona y profunda, sin tener, cautivos y desterrados, más distracciones que la fatiga del oficio y el temor a los jefes. Todo les parece difícil y extraordinario. Hay en mi compañía dos bretones que no pudieron acostumbrarse, en mes y medio, a retener el nombre de nuestro coronel. Todas las mañanas, alineados frente al sargento, damos lección de... nombre porque la instrucción militar es común a todos. Y el coronel se llama Dupont. Ocurre lo mismo con las demás enseñanzas. Los reclutas avispados y hábiles repiten indefinidamente las mismas cosas, como los estúpidos.

El señor Bergeret preguntó si los oficiales cultivaban la elocuencia marcial del sargento Lebrec, y Roux le dijo:

—Tenemos un capitán que, por el contrario, nos trata con una delicadeza exquisita. Es un esteta, un rosacruz. Pinta imágenes y ángeles muy pálidos en cielos verdes y sonrosados. Mientras Deval hace servicio de cuadra, yo estoy de servicio con el capitán, que me manda escribir versos. Mi capitán es un hombre admirable, se llama Marcelo Lagere, y en su arte usa el seudónimo de Cisne.

—¿También es un héroe? —preguntó Bergeret.

—Un San Jorge —dijo Roux —. Concibe de un modo místico la carrera de las armas; la supone estado ideal que, sin darnos cuenta, nos conduce al fin desconocido. Se consagra, piadoso casto y solemne, a sacrificios misteriosos y necesarios. Mi capitán es un hombre delicioso; lo inicié yo en el verso libre y la prosa rimada, y compone "prosas" acerca del Ejército. Es feliz; vive tranquila y suavemente. Una cosa le martiriza: la bandera. Siente que azul, blanco y rojo forman un conjunto chillón, con una violencia inicua. Le agradaría una bandera rosa o malva. Imagina banderas primorosas y celestiales. "Aún sería tolerable —dice— si los tres colores partiesen del asta, como tres gallardetes de oriflama; la disposición vertical es absurda. Cuando el viento agita la bandera, los pliegues flotantes dibujan horrores." Padece con esto, pero es muy sufrido y tenaz. Un San Jorge.

—Tal como usted lo retrata resulta muy simpático a mis ojos —dijo la señora de Bergeret; y luego miró agriamente a su marido.

—Pero ¿no choca entre los oficiales un hombre así? —preguntó el señor Bergeret

—De ningún modo —respondió el estudiante— En la mesa, en las tertulias, calla como uno de tantos.

—Y los reclutas, ¿qué opinan de su capitán?

—Desconocen su vida y sus costumbres fuera de los actos de servicio.

—Comerá usted con nosotros, amigo Roux —dijo la señora—. Tendremos un verdadero placer en verle hoy sentado a nuestra mesa.

Esta frase le sugirió al catedrático la idea de una empanada. Cuando la señora de Bergeret hacía de pronto una invitación, era sabido que se aumentaba la comida con una empanada; iban por ella a la pastelería de Magloire, y solían llevarla de pescado, porque son más finas. El señor Bergeret imaginó, desde luego —sin gula ni ansia de goloso, por un fenómeno exclusivo de su inteligencia—, una empanada rellena de huevos o pescado, que humeaba en la fuente redonda con filete azul sobre un mantel adamascado. Visión profética y vulgar. Luego discurrió que su esposa, Amelia, debía de sentir por su discípulo una señalada preferencia, pues raras veces hizo tales ofrecimientos. Amelia se preocupaba, con razón, del gasto excesivo y del trajín que ocasiona un convite en una mesa modesta. Los días en que tuvo algún invitado se distinguieron siempre por un estrépito de vajilla rota, chillidos horribles y lágrimas tumultuosas de la joven criada, Eufemia; por un humo asfixiante que difundía en toda la casa un tufillo de cocina, y al invadir el estudio donde Bergeret se recogía para trabajar disipaba las imágenes de Eneas, de Turno y de la tímida Lavinia. Sin embargo, le satisfizo mucho saber que su discípulo predilecto comería con ellos aquella noche, porque le agradaba el trato social, y se complacía en las conversaciones prolongadas.

La señora de Bergeret añadió:

—Por supuesto que la comida será como todos los días. No haré ningún extraordinario.

Y salió para dar sus órdenes a Eufemia.

Bergeret dijo a su discípulo:

—¿Aún pregona usted las excelencias del verso libre? Sé perfectamente que las formas poéticas varían según los tiempos y los lugares; no ignoro que ha sufrido el verso francés incesantes modificaciones en el curso de los siglos; y bien pudiera yo, escudado en mis apuntes de métrica, sonreír discretamente del prejuicio religioso de los poetas, a quienes lastima imaginar que pueda someterse a la crítica el instrumento consagrado por sus aspiraciones. Advierto que no justifican las reglas a las cuales obedecen, y me inclino a creer que la justificación debe hallarse no en la estructura del verso mismo, sino en el canto que primitivamente le acompañaba. En una palabra: me juzgo apto para concebir innovaciones, precisamente porque me guía el procedimiento científico, que por su naturaleza, es menos conservador que las inspiraciones artísticas. Y he de advertir que no me penetro del verso libre, cuya definición me parece poco precisa. La incertidumbre de sus límites me turba, y...

Un hombre, joven aún, afable, de finas facciones bronceadas, entró en el estudio. Era el comendador Aspertini, de Napóles, filólogo, agrónomo, diputado en el Parlamento italiano, que desde diez años atrás sostenía con el señor Bergeret una docta correspondencia, semejante a la de los famosos humanistas del Renacimiento y del siglo XVII. No dejaba de visitar a su corresponsal ultramontano en cada uno de sus viajes a Francia. Carlos Aspertini era muy estimado en el mundo erudito por haber descifrado en uno de los rollos carbonizados de Pompeya un tratado entero de Epicuro. Actualmente se consagraba a estudios y experiencias de agricultor, a la política y a los negocios; pero sentía un apasionamiento invencible por la numismática, y sus manos elegantes no hubieran sabido prescindir nunca de tocar medallas antiguas. Tanto como la satisfacción de visitar al señor Bergeret, le llevaba el goce voluptuoso de ver una vez más la incomparable colección de monedas antiguas legadas a la biblioteca de la ciudad por Boucher de la Salle. Y también le interesaba cotejar las cartas de Muratori archivadas allí.

Los dos hombres, unidos y hermanados por la ciencia, se colmaron de felicitaciones mutuas; y cuando el napolitano se dio cuenta de que había un militar en el estudio, el señor Bergeret le advirtió que aquel soldado era un joven filólogo, entusiasta latinista.

—Este año —dijo el señor Bergeret— aprende a marcar el paso, y aparece convertido en eso que nuestro brillante general Cartier de Chalmot llama "el instrumento elemental de la táctica"; dicho vulgarmente, un soldado. Mi discípulo Roux es un soldado, y con ello se honra como bien nacido. A decir verdad, esta honra la comparte con todos los jóvenes de la bélica Europa, de la que también disfrutan como él vuestros napolitanos desde que su patria es una temible nación.

—Sin menoscabar en lo más mínimo la lealtad que me une a la Casa de Saboya —dijo el comendador—, he de reconocer que los impuestos y el servicio militar obligatorio pesan de tal modo sobre Nápoles, que muchas veces hacen desear al pueblo una regresión a la época feliz del rey Bomba y a la dulzura de vivir sin gloria bajo un Gobierno suave. No es grato pagar ni servir; el legislador ha de hacer un estudio profundo que le descubra las necesidades y las conveniencias de la vida nacional. Ya sabe usted que a todas horas he combatido la política de los megalómanos, y que deploro la formación de los grandes ejércitos, que son remora del progreso intelectual, moral y material en la Europa continental. Es una inmensa y ruinosa locura que acabará en el ridículo.

—No preveo cómo acabará —respondió el señor Bergeret—; nadie lo desea, nadie quiere que acabe, si se exceptúan algunos sabios y filósofos, gente sin poder y sin influencia. Los jefes de Estado no se atreven a desear el desarme que dificultaría sus funciones y les quitaría un admirable instrumento de poder, porque las naciones armadas se dejan conducir dócilmente; la disciplina militar las educa en la obediencia, y no hay que temer insurrecciones, disturbios ni asonadas. Mientras el servicio militar es obligatorio para todos; mientras todos los ciudadanos van a las filas, todas sus fuerzas sociales se hallan dispuestas a proteger el Poder y hasta la total ausencia del Poder, como se ha visto en Francia.

Llegaba el señor Bergeret a este punto de sus reflexiones políticas, cuando estalló en la inmediata cocina un rugido violento de grasa que se prende al caer sobre la lumbre. El catedrático infirió que la joven Eufemia había volcado la sartén sobre la hornilla, como acostumbraba en los días de convite. Dedujo que semejante desacierto se producía con el rigor inexorable de las leyes que rigen al mundo. Un olor asqueroso de chicharrón y chamusquina invadió el estudio del catedrático, el cual siguió el desarrollo de las ideas con estas palabras:

—Si no estuviese acuartelada toda Europa, estallarían insurrecciones como en otros tiempos, ya en Francia, ya en Alemania o en Italia. Pero las energías ignoradas que de tarde en tarde produjeron alguna sublevación y desempedraron las calles de la capital, hoy encuentran un oficio regularizado en las faenas del cuartel en las maniobras y en el patriotismo.

"El grado de sargento, manejado con oportunidad, es un aliciente para invertir la energía de los jóvenes héroes que, libres y arrastrados por sus impulsos, hubieran construido barricadas donde ofrecer un desgaste a sus bríos. Precisamente acabo de averiguar que un sargento llamado Lebrec pronuncia sublimes arengas. Si vistiera blusa, un hombre de su carácter aspiraría, seguramente, a la dichosa libertad; con el uniforme aspira sólo a sostener la tiranía y a conservar el orden. La paz interior es fácil de mantener en las naciones armadas, y es de advertir que si en el transcurso de veinticinco años hubo un momento de agitación en París fue porque la promovió un ministro de la Guerra.

"Un general pudo realizar lo que no lograría un tribuno, y cuando ese general dejó de pertenecer al ejército, quedóse de pronto inhábil, sin fuerza. Ya sea el Estado monarquía, república o imperio, a sus jefes interesa mantener el servicio militar obligatorio, porque más fácil es conducir un ejército que gobernar una nación.

"El desarme, que los jefes de Estado no desean, tampoco lo desea el pueblo. El pueblo soporta con gusto el servicio militar, que, sin ser delicioso, armoniza bien con los instintos de ingenuidad y violencia de la mayoría de los hombres, se les impone como la expresión más sencilla, más firme y severa del deber, los subyuga por la grandeza y el brillo aparatoso, por la abundancia del metal, y los exalta con las únicas imágenes de poderío y de gloria que son capaces de concebir. Se precipitan cantando alegremente, y si no lo hacen les obligan a la fuerza. Por estas razones me parece muy lejano el término de la conformación honorífica del Estado, que empobrece y embrutece a Europa.

—Se abren dos puertas —adujo el comendador Aspertini—: la guerra y la bancarrota.

—¡La guerra! —exclamó Bergeret—. Es indudable que los grandes ejércitos la retrasan, porque la presentan más horrible y de un éxito más dudoso para cada uno de los adversarios. En cuanto a la bancarrota, no hace muchos días que la predije, sentado en un banco de piedra del paseo, de charla con el padre Lantaigne, rector del Seminario. Pero no se puede confiar en mis argumentaciones. Usted ha estudiado profundamente la historia del Bajo Imperio, mi estimable señor Aspertini, y no ignora que se ofrecen a los negocios de los pueblos recursos misteriosos, imprevistos por los más sagaces economistas. Una nación arruinada puede vivir quinientos años de tributos y rapiñas, y ¿cómo calcular hasta qué punto la miseria de un gran pueblo puede abastecer a su ejército de cañones, de fusiles, de pan deplorable, de zapatos inservibles, de paja y de avena?

—Este razonamiento es engañoso —replicó el comendador Aspertini—. Yo creo que alborea en lontananza la paz universal.

Y el amable napolitano, con una voz tan armoniosa que parecía un cántico, refirió sus ensueños y esperanzas, acompañados por el repiqueteo del trinchante que, manejado sobre la mesa de la cocina por la joven Eufemia, preparaba un picadillo dispuesto para obsequiar a Roux.

—Usted recordará —decía el comendador Aspertini— una página del Quijote, donde se lamenta Sancho de la prisa con que se suceden las desventuras, y el ingenioso hidalgo le responde que las borrascas preceden al buen tiempo y pronto han de mejorar las cosas, "porque —dice— no es posible que el mal ni el bien sean durables, y de aquí se sigue que, habiendo durado mucho el mal, el bien está ya cerca". Las continuas mudanzas...

El final de la frase confundióse con la explosión de una botella de agua caliente, acompañada por chillidos inhumanos que lanzaba Eufemia, al salir escapada de la cocina.

Entonces, el catedrático, dolido y amargado por la prosa y la torpeza de su vida miserable y ruin, imaginó el placer de hallarse instalado en una elegante vivienda, junto a un lago azul, donde, sobre un terrado blanquísimo, razonaría dulcemente con su discípulo Roux y con el comendador Aspertini, acariciado por el perfume de los mirtos a la hora en que la luna se muestra sobre un cielo puro como la mirada de los dioses buenos y suave como el aliento de las diosas.

Pero abandonó el ensueño de un instante para intervenir de nuevo en la conversación, y dijo:

—La guerra ofrece resultados múltiples. Una carta de mi excelente amigo William Harrison me advierte que la ciencia francesa es despreciada en Inglaterra desde mil ochocientos setenta y uno, y que no se menciona siquiera en las Universidades de Oxford, de Cambridge y de Dublín el Manual de Arqueología, de Mauricio Raynouard, que pudiera ser para los alumnos de mayor interés y provecho que cualquiera otra obra semejante pero no se avienen a seguir la escuela de los vencidos, Para estar acreditado un profesor que nos habla de los caracteres del arte eginético o de los orígenes de las porcelanas griegas, debe pertenecer a la nación que fabrique mejores cañones. Por la sencilla razón de haber fracasado MacMahón en Sedán y de haber perdido el general Chanzy su ejército en el Maine durante la guerra de mil ochocientos setenta, a mi compañero Mauricio Raynouard le desdeñan en mil ochocientos noventa y siete las Universidades inglesas. Tales son, y por tan extraviados caminos aparecen, las consecuencias ineludibles de la inferioridad bélica.

No es dudoso que de un mandoble dependa, tal vez, la gloria de las Musas.

—Amigo mío —dijo el comendador Aspertini—, voy a contestarle con toda la libertad permitida a un amigo. Reconozcamos que el pensamiento francés circula, como antes, por el mundo entero. El Manual de Arqueología de su colega y sabio compatriota Mauricio Raynouard no se halla instalado en los pupitres de las Universidades inglesas; pero las obras del Teatro francés encuentran acogida en todos los escenarios del globo, y las novelas de Alfonso Daudet, las de Emilio Zola, se traducen a todos los idiomas; los cuadros de los pintores franceses son admirados en las galerías de pinturas de ambos mundos; las experiencias y las teorías de los sabios de Francia brillan y se reflejan aún en la cultura universal. Si el alma francesa no vibra ya en el alma de otras naciones ni hace latir con su ritmo el corazón de toda la Humanidad, es porque los franceses ya no son los apóstoles de la justicia y de la fraternidad; porque ya no salen de sus labios las santas frases que fortalecen y consuelan; porque Francia ya no es la defensora del género humano, la hermana de los pueblos; porque ya no abre las manos para esparcir la semilla de libertad, en otro tiempo arrojada por el mundo con tal abundancia y gallardía, que todo pensamiento humanitario pareció un pensamiento francés; porque ya no es la Francia de los enciclopedistas y de la Revolución; porque ya no hay en las buhardillas próximas al Panteón y al Luxemburgo jóvenes inspirados y gloriosos que, de noche, sobre una mesa de pino, escriban páginas que hagan estremecer a los pueblos y hagan temblar a los tiranos. No se lamenten de haber perdido la buena fama.

"Y, sobre todo, no digan que sus calamidades provienen de sus derrotas; digan que provienen de sus culpas. Una batalla perdida no quebranta más a una nación que a un hombre sano un rasguño recibido en un duelo a espada. Es un contratiempo que sólo debe producir un malestar pasajero en la economía, un desfallecimiento reparable. Bastan para remediarlo entereza, juicio y un poco de astucia. La más notoria habilidad, la más necesaria y, seguramente, la más fácil, consiste en sacar de una derrota cuanto honor militar sea posible. Si se procede con tacto, la gloria de los vencidos puede igualar a la de los vencedores, y es más interesante. Para que un desastre resulte digno de admiración, aconseja la prudencia que se hagan muchos elogios del general derrotado y se publiquen episodios que prueben la superioridad moral de aquella desdicha.

Los hay hasta en las retiradas más ignominiosas. Deben los vencidos, ante todo, adornar, exaltar, glorificar su derrota, revestirla con tirones de grandeza y hermosura. En Tito Livio se advierte que los romanos no dejaban de hacerlo nunca, y que rodearon de laureles y de palmas las rotas espadas de la Trebia, del Trasimeno y de Cannes. Hasta la desastrosa inacción de Fabio encontró glorificaciones; a tal punto, que se admira durante veintidós siglos la prudencia del Cuntactor, que sólo era un estúpido. Es el arte más conveniente para los vencidos.

—Y en Italia se cultiva también —advirtió el señor Bergeret—. Así lo han hecho después de Lissa, de Novara y de Adua.

—Amigo mío —repuso el comendador Aspertini—, cuando un ejército italiano capitula, invariablemente juzgamos gloriosa la capitulación. El Gobierno que presenta una derrota en condiciones estéticas, adquiere la confianza de los nacionales y la simpatía de los extranjeros. Me parece que no es cosa despreciable. Ustedes pudieron conseguirlo en mil ochocientos setenta. Si al recibir la noticia de la rendición de Sedán, las dos Cámaras y todas las corporaciones oficiales hubieran felicitado pomposamente al emperador Napoleón III y al general MacMahón, ¿supone que el pueblo francés no hubiera celebrado la derrota de su ejército como una gloria espléndida, y que no expresara su decidido propósito de triunfar? No me permito, señor Bergeret, la impertinencia de aleccionar a su país en celo patriótico; de ninguna manera; le ofrezco solamente algunas anotaciones marginales, que, después de mi muerte, aparecerán en mi ejemplar de Tito Livio.

—No es cosa nueva —dijo el señor Bergeret— que un comentario de las Décadas tenga más importancia que el texto. Continúe.

Sonriente, prosiguió su discurso el comendador Aspertini:

—Obra bien la patria cuando arroja a manos llenas una lluvia de flores para cubrir sus desgarraduras militares. Después, discreta, silenciosa, rápida, ocultamente, estudia su llaga. Si la herida es honda, si las energías del país quedaron muy lastimadas, intenta un convenio. La mejor época para tratar con el vencedor es cuando el triunfo está reciente. Asombrado y satisfecho de su gloria, le complace ver que sus comienzos afortunados hallan consagración definitiva. Faltóle tiempo aún para enorgullecerse de un acierto constante o irritarse por una resistencia continua. Como sus pérdidas fueron escasas, no puede pedir indemnizaciones enormes. Acaso no se consiga una paz barata; pero, seguramente, se pagaría mucho más con el tiempo, cuando nuevos triunfos aumentaran la codicia del vencedor. La prudencia exige que se negocie antes de poner de manifiesto la debilidad inevitable, y se obtiene así la paz en condiciones menos duras, que la intervención de las potencias neutrales acaba de suavizar. Obstinarse desesperadamente para conseguir una victoria definitiva es impropio de una época en la cual, por una parte las conveniencias industriales y mercantiles, y por otra, la extraordinaria cifra de hombres a que asciende un ejército cuyo equipo y manutención cuestan diariamente un capital, no permiten que se prolonguen las hostilidades, porque agotan los recursos y desbaratan los negocios. La Francia de mil ochocientos setenta, que se inspiraba en muy nobles ideas, razonablemente debió de negociar al sentir los primeros reveses. El Imperio pudo y debió entonces asumir esa responsabilidad en condiciones muy aceptables; el buen sentido aconsejaba que se pidiese aquel servicio a última hora. Pero la nación, que lo había sufrido veinte años, se apresuró a derribarlo precisamente cuando podía ser útil, y a sustituirlo por otro Gobierno que no se creía responsable de los desaciertos y comenzaba de nuevo la guerra sin aprontar nuevas energías para resistir.

"Se proyectó un tercer Gobierno, que hubiera intentado por tercera vez la guerra. Los franceses querían a todo trance salvar su honor; habían derramado ya su sangre por dos honores: el honor del Imperio y el honor de la República, y estaban dispuestos a sacrificarse nuevamente por el honor de la Commune aun cuando es indudable que un pueblo, el más gallardo y brioso del mundo, sólo tiene un honor que satisfacer. El exceso de generosidad produjo su agotamiento, del cual se libra ya felizmente.

—Es cierto — dijo el señor Bergeret— que si hubiera sido Italia derrotada en Wissemburgo y en Riecshoffen, esas derrotas le valieran la posesión de Bélgica. Pero Francia es un pueblo heroico, y en todas partes imagina traiciones. Lo mismo siempre. Vivimos en plena democracia, la situación más difícil para entablar negociaciones. No puede negarse nuestra sostenida y valerosa defensa. Dícese también que somos agradables, y lo creo. Por lo demás, todos los arranques de orgullo nacional fueron siempre y en todo el mundo patochadas lúgubres, y los historiadores que muestran algún orden en la sucesión de los acontecimientos lo consignan con suma elocuencia. Bossuet...

Apenas había el catedrático pronunciado este nombre, cuando la puerta del estudio se abrió con estrépito, derribando el maniquí de mimbre, que se desplomó a los pies del militar, atónito. Presentóse una moza, rubicunda, bizca, de rostro achatado, y cuya maciza fealdad, rebosante de juventud y fuerza, relucía. En sus mofletes y en sus desnudos brazos reinaba el rojo triunfante. Plantóse frente al señor Bergeret con la badila enarbolada, y exclamó:

—¡Que me voy!

La joven Eufemia se despedía, después de un altercado con la señora y repitió insolente:

—¡Que me voy ahora mismo!

El señor Bergeret repuso:

—Vaya, vaya, muchacha, no escandalices.

Ella no se cansaba de repetir:

—¡Que me voy; que me voy ahora mismo! La señora me hace volver tarumba.— Y añadió con bastante sosiego, ya depuesta su actitud amenazadora: Suceden aquí tales horrores, que vale más no verlos.

El señor Bergeret, sin propósito de recoger y aclarar aquellas palabras misteriosas, dijo a la criada que nadie la sujetaba, y que, por consiguiente, podía irse cuando quisiera.

—Ya lo creo; ¡en cuanto me paguen! —exclamó la moza.

—Vete de aquí —respondió el catedrático—, ¿No ves que interrumpes una visita interesante? Anda, vete de aquí; luego me dirás lo que tengas que decirme. Pero Eufemia, enarbolando nuevamente la pesada y negra badila, vociferó:

—¡Venga mi dinero! ¡Mi salario! ¡Déme usted mi salario!