El malvís
de Emilia Pardo Bazán


Entre las mezquinas construcciones del barrio de la Judería, destacábase una espaciosa, bien encalada, alta, con volado balconcillo lleno de cajas de claveles reventones y plantas floridas.

Era la del judío David, negociante en joyas, telas y pieles, y el pensil lo cuidaba su hija Séfora, que solía asomarse para regar y para colgar al sol la jaula de un malvís, el ruiseñor de aquella comarca.

Aunque tan activo traficante, desmentía David las características del hebreo avariento y sórdido. Sus estancias lucían mobiliario más rico que el del conde de Lemos, señor de la ciudad. Su mano se abría frecuentemente para la limosna. Hasta a los mendigos cristianos socorría. Su rostro no era el de nariz corva y boca astuta de los fariseos, sino una faz grave y bella, con ahorquillada barba rizosa.

Dentro de su hogar, David ocultaba, o por lo menos callaba, sus buenas obras, cuando en cristianos recaían, porque su esposa, Raquel, profesaba a los cristianos odio de muerte, acrecentado por la rabia de notar que ni su marido ni su hija compartían tal furor, acentuado como una monomanía. Era una mujer que había sido muy hermosa, de ojos sombríos, cejas pobladas, labios que había estrechado y secado la cólera, y biliosa tez. Frecuentemente, tomaba de la leñera dos palitos, los cruzaba, los ataba, y arrojándolos al suelo, se complacía en escupirlos y pisarlos repetidamente.

Cuando Séfora presenciaba estos ultrajes, su lindo rostro, delicado y pálido, se entristecía. Ella no podía creer que los cristianos fuesen todos malvados y réprobos. Tenía, secretamente, una amiga cristiana, la hija de un panadero que vivía al lado de la Iglesia conventual de Santa María, y vendía sus hornadas a los frailes. Oculta la amistad como un delito, era más íntima aún: buscaban ardides para reunirse, y se contaban esas naderías que lisonjean a la gente joven: cómo se enfila una sarta de corales, lo bien que cantaba el malvís, sobre todo en las noches claras, estrelladas o lunares. Muchas veces oía Séfora, bajando la cabeza y callando, las discusiones de su padre y su madre, pues no siempre lograba David evitarlas con su prudencia.

-¿Has olvidado, hombre sin fe -gritaba la matrona-, cómo ahorcó el conde de Lemos a nuestro cormano Simeón?

-Simeón acuñó moneda falsa -contestaba David-, y eso es un grave delito, que la ley castiga con la muerte.

-Hizo bien en falsificar la moneda de los perros, contra los cuales todo es lícito -replicaba vibrante de ira Raquel.

-Mujer -advertía el negociante-, los hijos de Dios no deben entre sí llamarse perros ni decirse raca. Hombres somos todos, los cristianos como los judíos, y todos pecamos ante la presencia del Señor. Ya te he dicho una vez que Rabí Jesúa enseñó cosas verdaderas. Para que nos perdonen, hay que perdonar.

-A Rabí Jesúa, el impostor, si volviese al mundo, debieran crucificarle otra vez -rugió Raquel, con luz siniestra en la mirada.

Séfora, sin alternar en la disputa, guardaba en su corazón las palabras de su padre. Salía éste, la siguiente mañana, a un viaje corto, para vender por los castillos circunvecinos sus mercancías preciosas, entre las cuales, no sin indignación de Raquel, iban rosarios de oro y misales encuadernados en piel arábiga y, acompañando Séfora hasta fuera del pueblo al traficante, conversaron, libres de la vigilancia de Raquel.

-Mi amiguita cristiana es muy buena -afirmaba Séfora-. ¿Por qué dice mi madre que todos los cristianos son lobos, canes y buitres?

-Séfora -respondía el hebreo-, ese odio que tu madre se complace en cultivar, y que a su vez nos profesan muchos cristianos, será nuestra perdición. No; lo ha sido ya. Por obra de ese odio feroz, vagamos sin patria y aislados como leprosos, dondequiera que nos lleva el destino. Tu madre me aflige, me envenena el pan, con la maldición incesante colgada de los labios. Lejos de condenar a los cristianos, ya que entre ellos vivimos, debemos hacer lo posible para unirnos a ellos, para hermanar nuestras almas. Oye un secreto, hija -articuló bajando la voz, aun cuando el arriero, con la reata de mulas cargadas de fardos, caminaba muy adelante-. Esos odios son propios de gente baja. Nuestro Rabino piensa como yo, aunque no lo dice, por temor a que lo apedreen. ¡Y esto importa mucho, Séfora! Atiende un consejo que voy a darte: ¡Guárdate de tu madre! ¡Es capaz..., quién sabe de qué! Yo estaré de vuelta el sábado próximo.

La ausencia del padre coincidía con la Semana Santa. Raquel, que evitaba las fiestas de los cristianos, todos los días, desde la mañana salía a vigilar algunos trabajos agrícolas en una granja que poseían allí cerca. Séfora quedaba al cuidado de la casa, con orden expresa de no abandonarla un momento. Y la niña obedeció, hasta el Miércoles Santo, en que un deseo impetuoso agitó su espíritu, como agita el viento las parvas en la era.

Quería asistir a las ceremonias religiosas en honor de Rabí Jesúa. Quería saber cómo era su culto, cómo narraban en el templo su historia, su martirio. Y fue a pedir a su amiga, la panadera, ropa humilde de cristiana.

Vistióse la doncella israelita en casa de su amiga, y ambas penetraron en la iglesia conventual, colocándose al pie del presbiterio. Iban a comenzar los oficios.

Séfora, fascinada, miraba el retablo, recientemente colocado, resplandeciente, con sus dorados nuevos, flamígeros, y sus frescas pinturas, obra de lo que hoy llamamos un primitivo -pues esta historia es contemporánea del arte que enseñaron los Van Eyck-. Allí estaba, en las tablas primorosas, Rabí Jesúa, en todas las escenas de su vida terrenal: en brazos de su madre, en la gloria de las Palmas, en la senda de la Cruz, en el patíbulo, y, por último, dulce y pensativo, triunfador, con el cabello partido en bucles, los ojos abismales, y entre dos dedos de la alzada, bendecidora mano, la blanca Hostia...

El relato de la Pasión empezaba. Era la traición de Judas, las palabras de Isaías: «Decid a la hija de Sión que su Salvador viene»... Y la ruina de Jerusalén, y el relato de la celebración de la Pascua, y la oferta del Cuerpo y de la Sangre, y luego, la hora de agonía en el Huerto, y el Prendimiento sellado con el beso de traición, y los azotes, y el escarnio. Séfora, extática, bebía el amargor celeste del drama, antes para ella ignoto. Ansiosamente, suplicó a su amiga que, por la tarde, volviesen al Oficio de Tinieblas.

Y como lo hubiese obtenido, los Salmos cayeron sobre su alma, los Salmos que ya conocía, pero cuyo sentido creía ahora entender por primera vez. Las lamentaciones y trenos arrancaron de sus ojos lágrimas puras. Medio desvanecida de emoción, tuvo su amiga que sacarla de la iglesia, vestirla otra vez y acompañarla hasta su casa.

En el zaguán esperaba a Séfora la sierva de su madre, la vieja Sara, alborotada, haciendo aspavientos.

-¿Dónde eras ida, hija Séfora? Te busqué por todas partes, cordera mía. ¿Y qué diré a Raquel cuando me pregunte?

Séfora hizo un gesto de indiferencia, entró y fue derecha al balcón; necesitaba aire. La noche había caído, las flores olían a miel. El malvís, al primer resplendor de la saliente luna, empezó a gorjear. El corazón de Séfora se colmaba, como un cuenco donde el vino aromado de las granadas rebosa. Toda la plenitud de la savia primaveral hinchaba sus venas, y cada trino del pájaro aumentaba su ideal delirio. Sentía que amaba; que el amor, por fin, la vencía deliciosamente. Y fue necesario que Sara la llamase a gritos para que se apartase de aquel alto balcón, que tan lejos estaba de la tierra y tan próximo al cielo bañado de opalina luz...

La mañana del Sábado de Gloria volvió Séfora a la encrucijada a esperar a su padre. Cuando le vio asomar, apoyado en su báculo, al modo de los antiguos patriarcas, se echó a su cuello y declaró con ardiente voz que suplicaba:

-Padre, tengo que confesarte lo que sucede. Perdóname, no lo he sabido remediar. He ido al templo de los cristianos en estos días, y he visto el retrato de Rabí Jesúa. ¡Tiene tu misma cara! Es más joven, pero semejanza mayor no cabe.

Callaba el negociante, sorprendido, hasta que al fin prorrumpió:

-Hija mía, no extrañes eso. Rabí Jesúa descendió directamente del Rey David, y yo..., yo, pobre traficante..., lo mismo. Por eso los varones de nuestra familia se han llamado siempre David. De nuestra casa esperamos que nazca el Mesías prometido.

-Pues bien, padre, has de saber que amo a Rabí Jesúa...

-¡Pobre niña! Hace siglos que el Rabí ha muerto, víctima de los odios -respondió el israelita sencillamente.

-Muchas vírgenes -contestó ella- se reúnen para amarle en solitarios monasterios, cerrados a las miradas profanas. ¡Así lo haré yo!

-¡Reflexiónalo, Séfora! Sobre todo, que tu madre no lo sospeche.

-No me importa. Siento un valor, una fuerza terrible que me impulsa. Yo misma se lo confesaré.

No hubo que confesarlo. La noticia de la «conversión» se había esparcido por el pueblo. Al llegar a su casa, el rostro lívido de la madre hizo comprender a la hija que Sara, indiscreta, había hablado. Raquel, sin embargo, no abrió la boca. Con manos trémulas, lavó los pies a su marido y los enjugó, desciñéndose la toalla ceñida al talle. Después le sirvió la cena. Hacía un lunar argentado y el aire traía por el abierto balcón auras de flor de saúco y brezo. Séfora se asomó.

Cantaba dulcemente el malvís, y la niña pensaba en la felicidad de amar siempre, siempre, a Rabí Jesúa entre las paredes blancas del retiro, después de recibir en la frente el agua jordánica que redime... Le amaría cada vez más. Le amaría por su cruz, por sus clavos, por la cárdena brecha de su costado, por las espinas desgarradoras de su blanca frente... Moriría amándole y luego subiría hasta besar sus pies taladrados, llevando la mirra de su amor en un cáliz, como una ofrenda... Y se reclinaba, escuchando al pájaro misterioso...

Un vértigo nubló de improviso los ojos de la soñadora. Sintió como si en su cabeza entrase una enorme tromba de aire que la asfixiaba. Aún oyó, en aquel supremo trance, el último y romántico arpegio del ruiseñor del Sila. Luego, nada: su cuerpo rebotó sobre los guijarros de la calle.

Y la tradición asegura que baranda y balaustres habían sido aserrados por la mano implacable del mismo odio que crucificó a Rabí Jesúa.