El músico de la "trattoria"

El músico de la "trattoria"

-Sonatelo un'altra volta — le había dicho al primo de Carmen la Rosina esa.

Y desde que se pronuncia el "tóquelo otra vez", en un italiano no conocido del todo en aquella hostería napolitana, demasiado nota Carmen que Pepucho cambió para con ella.

Carmen sufre mientras lava los vasos en que ha de servir a los parroquianos bebedores de vino grueso, fumadores en pito de barro y caña, barulleros altercantes en el juego de la morra.

Carmen va y viene en la "trattoria", con un rostro ensimismado que antes no tenía. Piensa que a Pepucho le ha sabido a gloria el "tóquelo otra vez".

Y el valse con que se ha merecido ese ruego le parece odioso.

Ya no le disputa Pepucho el trabajo de portar los vasos, como lo hiciera hasta hace cinco días.

Sólo se le interpone bruscamente, decidido, cuando hay que llevar algo a ella, a la Rosina esa.

Pero lo peor, la prueba más acabada de que Pepucho la ha olvidado, la tuvo el día antes. Era después de comer, entrada la noche. La Rosina, ágil en su bata roja, en su falda oscura y algo corta, en su calzado fino, habíase erguido y abandonado su puesto para ir al patio. No dijo, como de costumbre, "; buen proveccio!" No dijo nada. Callada y rápida salió, cuando hacía momento que Pepucho había dejado su acordeón sobre el asiento desapareciendo como por encanto. Y entonces Carmen, asaltada por un fuerte presentimiento, creyó que aprovechaban ambos el que ella se hallase sirviendo, entorpecida, fuente y platos en mano. Puso súbitamente éstos en el mostrador y se dirigió a la puerta del fondo, que había quedado mal cerrada.

¡Y apenas asomó, vió aquello!

¡Pepucho!—gritó, con grito que no pudo dejar de ser alarmante para los presentes.

Jugadores, bebedores, la vieja Isabel, madre de Carmen, que comía en la mesa del "cumpá" Vittorio, padre de Rosina, todos volvieron el rostro hacia la puerta del fondo, hasta que vieron a Carmen reanudar su servicio y a Pepucho recobrar su acordeón.

Después de un rato, la puerta del fondo se abrió, apareciendo en ella Rosina que, apesar de esforzarse para estar serena, tenía el fresco y atrevido rostro más rojo que la bata.

Así al menos lo vió Carmen.

—Li lalá, li lalá, li lalá...—recomenzó Pepucho, medio aturdido, el valse, al par que pensaba si Carmen lo había llamado con ese grito para que la ayudase a servir o porque había sido testigo de la escena del beso bajo la escalera, a espaldas del viejecito cocinero.

39 ¡Oh, qué embromar!—concluyó en su pensamiento Pepucho.

Y Carmen tuvo que presenciar, hasta más de media noche, las ojeadas de soslayo que se cambiaban Rosina y Pepucho, durante la conversación familiar en torno de la mesa en que todos compartían la atención.

El "cumpá" Vittorio se establecería con un puesto de cigarrillos y libros, ahí nomás, a las dos puertas.

¡Qué mirada de fuego se cruzaron Rosina y Pepucho cuando el viejo dijo aquello, terminando con un " bravo, Vittorio!", de doña Isabel!

. Por todo ello, Carmen está hoy más sombría que nunca. Ve entrar a los parroquianos que tomarán su litro de vino, pedirán tabaco, gritarán como siempre. Pero nada de eso la acobarda. Ella sola, sin Pepucho, sin doña Isabel, cuyo reumatismo suele agravar, basta para servir al barrio entero. Lo que la aterra es pensar que de un momento a otro se oirán los pasos en la escalera encubridora, los pasos que indicarán que Vittorio y hija vienen a comer.

La zozobra dura poco, pues la reemplaza el tormento de la realidad.

Doña Isabel ha puesto los platos en la mesa. Y ahí están ya padre e hija. Y allí enfrente se ha sentado él, Pepucho, acordeón en mano, aprontándose a tocar, con lentitud estudiada, lleno de orgullo.

—Ma me dica, Pepucho. ¿E un altro acordeone?

Pare nuovo—interroga Rosina.

Pepucho sonríe triunfal.

¡Ah! Carmen ve y oye todo aquello, mientras va y viene llevando platos y vasos. Sabe por qué parece nuevo el acordeón. Pepucho dedicó todo el día transcurrido en dar brillo a las llaves y teclas del instrumento, en acicalarlo como a cosa sagrada.

¡Non si dimentica... il valso!—dice la Rosina, más por coquetería que por nada; pues sabe que Pepucho ha de comenzar por él.

—Li lalá, li lalá, li lalá...

Y no es una vez, son una infinidad de veces las que Pepucho toca esa pieza favorita.

Carmen siente que le sube a la garganta un nudo estrujador. A cada momento se halla a punto de decir a Pepucho si no oye que los parroquianos le piden "Il leone di Caprera", la marcha real y otras músicas de que gustan.

¿Qué? Se ha ido Pepucho al patio? ¿Esperó que ella volviese al mostrador para hacerlo?¡Ah!

¡Qué furor! También Rosina se va! Esta vez ve claramente Carmen que su rival, después de incorporarse y antes de irse tras de Pepucho, la ha mirado con desafío. La puerta se cierra no bien desaparece la falda y el botín fino de la intrusa.

Carmen arroja fuente, platos y vasos al suelo, donde se quiebran con estrépito. Lánzase como un tigre sobre el acordeón que fulgura en el banco, y clavando las uñas en los pliegues semiabiertos del fuelle, rasga el instrumento en dos mitades, que deja caer, agitada de coraje.

Doña Isabel, saltando sobre la vajilla rota, toma a su hija en brazos y la sacude, interrogándole por qué hizo eso.

Los parroquianos acuden al sitio del arrebato.

Entre ellos, seguido de Rosina, ábrese paso Pepucho, fruncido el ceño sobre los peludos ojos oscuros, el ademán violento. Recoge los trozos del acordeón. Se los refriega a Carmen en la cara, rugiéndole:

¡Por questo, corpo di Baco, io lo giuro: non mi marito piú co te!

Carmen arráncale un trozo de acordeón.

—¡Ah, porco, fetente!—contéstale furibunda, ensañada, haciendo volar esa mitad de "filarmónica", que choca en quesos "di cavallo", chorizos y papeles rizados, levantando de su sueño a un copioso enjambre de moscas.

Y mientras aquellos animalitos van a posarse en los rostros admirados de los circunstantes, los cuales observan a Rosina y se dan cuenta del altercado de celos, Pepucho encasqueta, brutal, la otra mitad del acordeón en la cabeza de su destructora.

Carmen así, mientras forcejea enrojecida por librarse el ridículo sombrero, abre desmesuradamente los ojos y siente perder el juicio, pues cree oir, a cada tirón que da, el "li lalá, li lalá" odioso del valse funesto.