El médico rural: 23

El médico rural
de Felipe Trigo
Segunda parte
Capítulo XII

Capítulo XII

He aquí unos impresos circulados por el pueblo:

«DIEGO ROVIRA CAMARGO

(a) Cascabel,

del Comercio de Castellar; antiguo novillero

y limpiabotas; ex aspirante a verdugo

de la Audiencia de Granada

B. L. M.

Al Sr. D. .................................................................................

tiene el honor de invitarle a la juerga de despedida del mundo, que celebrará esta noche, a las nueve, con los últimos salchichones y botellas de su tienda.

Al mismo tiempo le convida para su entierro, que se celebrará mañana, por lo civil o eclesiástico, si no lo impiden las autoridades competentes.

Castellar, a 11 de octubre de 1910.


.......................

Oyarzábal. Imprenta y Litografía La Primavera.»



Se lo envió el interesado a todo el mundo, y fue celebradísima la broma. Muchos concurrieron, y entre ellos Macario, Frasco Guzmán y Rómulo Márquez, que en calidad de sportman, apasionado por lo intrépidamente original, lamentaba que la idea se le hubiese ocurrido a Cascabel, incapaz de hacerle daño a un gato, y no a otro con las agallas suficientes para dejarla realizada -a él, por ejemplo-. Sí, sí; él lo efectuaría, causando la general admiración con una última hazaña estupenda...; ¡vaya si lo efectuaría, puesto en la situación de ruina del inofensivo Cascabel, que sólo querría despedirse y volverse a Cádiz a ser de nuevo limpiabotas!

Se bebió, se comió, rióse de lo lindo, bailó Cascabel encima de una mesa tangos, garrotines..., sin que nadie, al poco de empezada la jarana, se acordase más de chunguear con la fúnebre tarjeta, y cuando no quedaba ni una gota de jerez y de coñac, cuando hubieron devorado los once salchichones hasta el último pellejo, trazando eses por la plaza desfilaron los quince comensales. Iba amaneciendo. En cuanto amaneció bien, Cascabel se encaró desde su puerta con el primer labriego que pasó y le encargó, haciéndole reír:

-Anda, tú, Relincha, ve y avisa al juez que me voy a pegar dos tiros en mitad de la cabeza.

Entró y se los pegó de una vez, porque era de dos cañones la pistola. Se había desbaratado el cráneo. Los sesos estaban en el techo, contra el gancho de donde había descolgado el último hermoso salchichón.

Y esta tarde Esteban hallábase atareado con la autopsia, al tiempo que llovía y tronaba con toda la rabia de los cielos, y que todo Castellar, y especialmente Rómulo Márquez y Macario, comentaban el suceso asombradísimos. ¿Habría sido Rómulo capaz de llevarlo a término con tal exactitud? ¿No habríase Macario expuesto anoche con sus burlas hacia el que siempre le hubo parecido un memo y un gallina?... ¡Increíble en Cascabel... y cualquiera, tras de esto, sabría quién era un valiente y quién era un cobarde!

Hasta Jacinta, tan metida siempre en sus trabajos, los tenía hoy abandonados por hablar del trágico incidente con Rosa y con Inés. Pero otro la absorbió de pronto, y en verdad bien agradable: el arribo de un hombre forastero con un mulo y con una carta acompañada de tres mil reales.

La carta era del esposo de la operada en Belem hacía tres meses; ésta seguía perfectamente; antes de la semana, el operador había quitado los vendajes y los puntos, y ni apenas la cicatriz se conocía; daba las gracias por la prodigiosa operación, y añadía que le enviaba a Esteban esa suma (en vista de que él, y a pesar de las excitaciones reiteradas, no ponía la cuenta) por consejos del doctor..., «pero si fuese más, dígalo, porque hemos quedado contentísimos; mi señora está mejor que nunca».

Marchó el mozo, gratificado con dos duros.

Anochecido, al tornar del cementerio Esteban lleno de barro, loca de alegría, Jacinta le entregó, extendidos en baraja, los billetes.

-Y esto, ¿qué es?

-De la operación, hombre; de Belem. ¡Tres mil reales!

Quemáronle los dedos. Empalideció y sufrió una angustia inconfesable. No puso cuenta ni contestó a las invitaciones a ponerla, porque no quería cobrar.

Atribuyó Jacinta la pálida emoción de su marido al contento por la enorme cantidad, y dominó el suyo para volver con las amigas.

Esteban se metió en el despacho, dejó en la mesa los billetes, y los contemplaba como el precio de una vil claudicación de su conciencia. Pensaba devolverlos.

Mas... ¿cómo? ¿Cómo explicarle la devolución a aquel señor, ni cómo explicársela a Jacinta... sin horrorizarla, haciéndola saber lo sucedido?

¡Un robo, este dinero!

Meditaba, tratando al menos de aquilatar qué parte de responsabilidad cabíale en el asunto, y qué móviles hubieron de impulsarle.

Puesto en la inevitable alternativa de impedir un disparate o desacreditar a un compañero, no había hecho sino la buena obra, al fin, de ahorrarle a la señora un destrozo, del que tal vez hubiese muerto en las manos imperitas de Aspreaga. Merecía, pues, los tres mil reales mejor que los doce mil y el gran renombre de la operación aquel bandido.

¡Así eran a menudo en medicina las famas y renombres!

Además, si por escrúpulo rechazaba esto, ¿con qué derecho o por cuál razón de mejor servicio, él ni los demás pudieron aceptar los veinte duros en la consulta de Paluzie?

Sonrió. El caballo, que le había desnivelado el presupuesto, saldríale gratis. Cogió el dinero y lo guardó con el temblor de una codiciosa complacencia miserable. No él, la condición de su carrera..., santo sacerdocio por mitad y la otra mitad canallería. ¡Oh, la acrecida fama de Aspreaga! ¡Qué barbaridad!

Llegaban por él para un niño que se había tragado un perro.

-¿Eh?

-¡Sí, señor! ¡Una moneda! ¡Se ahoga! ¡Corra usted!

Tomó el impermeable, pinzas, espejuelos..., y partió.

Fatigosamente, por hallarse la moneda más abajo de la glotis, la extrajo, tras una hora de pelea con el indómito chiquillo.

Cuando se marchaba fueron en su busca para Inés..., de pronto fulminada por un dolor que la solía atacar algunos meses.

Rosa y Jacinta habíanla conducido medio muerta. Ya desnuda y acostada, quejábase en el lecho junto a ellas y la madre. «Dismenorrea», con reflexiones espasmódicas al corazón y a la garganta. Esteban empezó a reconocer, palpándola a través de la camisa el vientre y la región de los ovarios.

-¡Bah, como al confesor! -le oyó decir a doña Claudia, al tiempo que la «niña» se encogía y se estremecía.

De un tirón habíala subido al talle la camisa, la expedita madre cariñosa; y tan resuelto, que ella propia tuvo que apresurarse a ocultar cierta oscura bellísima vislumbre con las ropas de la cama derribadas a los muslos... El coadjutor, el «confesor» de doña Claudia veíase en la casa frecuentemente, mientras el buen don Indalecio se iba al campo, e Inés con Rosa y con Jacinta.

Y la reconocía el médico, a Inés, a la que era al fin su amiga dulce y delicada; a pesar de sus angustias, estremecíala con el contacto de la mano en aquellas carnes virginales para él desveladas tantas veces.

Dispuso un baño caliente y embrocaciones clorofórmicas. Luego, morfina. Insignificante el alivio, temblaba y mordía un pañuelo la pobre Inés. Su titas y primas, al husmeo del sufrimiento, llegaban a bandadas, como grajos. Sabían cuánto con esto se sufre y que nada lo calmaba, hasta que fuese pasando poco a poco. Sin embargo, el médico recordó una fórmula de acetato amónico perdida en un viejo manual de terapéutica, y el éxito fue rápido y magnífico: a los diez minutos de ingerirla se vió la enferma libre de dolores.

Le aplaudían el triunfo las señoras, y muchas pedíanle la receta. Siguió allí largo rato, asegurándose de la mejoría. El gozo no le impidió reiterar su antigua observación: estas familias de los Guzmán y de los Márquez, a pesar de sus aparentes cariños extremosos, nunca se reunían sino con ocasión de males o de entierro; lúgubres las jovencillas, lo mismo que sus madres, parecían desdeñar envidiosamente a Inés, a la ciudadana y peripuesta señorita; y ésta, a su vez, las despreciaba..., o, cuando menos, continuaban siendo ahora sus mimos y atenciones, desde el lecho, para Rosa, para Jacinta, para el amigo y médico, que una vez más la había salvado de torturas. ¡Ah, mirándole... qué embeleso agradecido el de la tímida y simpática gitana!

Cerca de las doce, al fin, pudo Esteban sentarse a cenar con Jacinta, en la calma de su casa. Fría la noche, sucedíanse unas a otras las tormentas. El cumplimiento del deber, ¡qué apetito despertaba! No comía, devoraba las perdices cazadas por él mismo. Recobrado a sus afectos, libertado de líos y trapisondas, sentíase tan plácidamente lejos de Evelina, como de un tigre encontrado años hiciese en una selva. Harto le daba derechos a la satisfacción y al descanso la ruda labor de hoy. Día excepcional, no le habían dejado ni un minuto los enfermos. Caíale como un bien en la conciencia el trabajo realizado. Si a su profesión el social ambiente hundíale a veces, y no menos ni más que a las demás, en ciertas impurezas, quizá como ninguna tenía compensaciones inmensas, inefables... La operación que realizó por la mañana (sin contar lo de la moneda del chiquillo y el triunfo de Inés) eran de las que bien pueden acrecer prestigios no usurpados: fractura doble del antebrazo, con herida y prodicencia de ambos huesos en una extensión de diez centímetros; reducción en la anestesia; vendaje inamovible, fenestrado, artístico... y alborozo y consideraciones de Dios rendidas al experto cirujano por la familia del paciente... ¡Sí, estas cosas afianzaban a la larga los renombres, y no las farsas de Aspreaga!

Acabada la cena, se acostaron. Diluviaba. Siempre el amor lauro de victorias, en preludio lento y dulcísimo de besos disponíase Jacinta a rendirle el suyo a su marido. Y sonaron unos golpes.

-¡Oh, Esteban!... ¿Oyes?

Retumbaron los golpes otra vez.

-¡Llaman, Esteban! ¡Llaman!

-¡Sí!

Escuchaban, sin siquiera respirar, tal que si quisiesen extinguirse en ellos mismos, como muertos, hasta hacer pasar aquellos golpes.

Pero insistieron con violencia... y de endiablado humor tuvo el joven que ir al gabinete. Al abrir la ventana entró una bocanada de lluvia y frío, con un relámpago; luego, la voz de un hombre de Alcaucín, en llamada apremiantísima para un parto que traía atravesada la criatura. Habló con él informándose, y a pesar de que el hombre aquél, en nombre de su amor, ofrecía cuanto pidiese, resistíase a partir en noche semejante; sí el médico del pueblo no tenía instrumentos, él se los daría.

-¡Oh, Esteban!... -intercedió Jacinta al verle retornar con un fórceps por el cuarto-. ¡Mala es la noche... pero... se debe estar muriendo esa señora cuando así y todo mandan a buscarte!...

Esteban, que ya en el egoísmo de quedarse estaba sintiendo la amargura de su deserción ante el deber, vaciló apenas un segundo.

-Sí, tienes razón -dijo secamente-. Iré.

Veinte minutos después, los dos jinetes, azotados por el agua, dejaban las débiles luces de las calles y se hundían en la negrura de los montes. Mejor que su caballo, había preferido Esteban una de las fuertes mulas que llevaba el mozo para tal horrenda cabalgata entre el huracán y las tinieblas. No los podía guiar, a la vez que los cegaba, más que el fulgurar de los relámpagos. Los truenos estallaban espantosos.

¡Qué noche, Dios! De lobos. De ladrones. Y qué dura profesión su profesión. El desconocido que le había sacado de la cama y ahora llevábale la mula del diestro, igual que un hombre honrado, podía ser un bandolero. Le irritaba la impiedad de su mujer. Ella, siempre ella (que habría oído la oferta espléndida del pago) lanzábale por ambición a estas empresas, contra no importase qué molestias o peligros... Sin embargo, pronto la misma crudeza de su encono la halló disculpas, pensando en su cariño inmenso y en su gran ingenuidad: la pobre, irreflexiva y niña, no tendría ni idea de los horrores de una marcha como ésta... Era, en suma, que él cumplía su obligación, amparándoles la vida al hijo y a la esposa, además, embarazada Jacinta, expuesta con la perspectiva de un parto a riesgos parecidos, habríala inspirado compasión el abandono de la infeliz mujer que para un parto le llamaba.

A fuerza de asistirlos, Esteban, en los partos, había cobrado fama y una habilidad que acaso faltaríale al colega de Alcaucín, hombre extraño a quien aún no conocía, ni tampoco al pueblo miserable, a pesar de que venían a consultarle sus vecinos.

Se calaba. Volábasele el impermeable, de cara al vendaval. Sin ver dónde pisaban; sin ver al compañero, sentía tan sólo que cruzaban arroyos despeñados lo mismo que torrentes; los relámpagos permitíanles vislumbrar algunas veces la salida.

-¡Riaá! ¡Jup!... ¡Agárrese? -le oyó gritar al mozo.

Un riachuelo. Y a tiempo se agarró Esteban. Las mulas, con el agua hasta las cinchas, tropezaban, y la suya arrodilló. Heroico o resignado a la miseria de sí mismo, persuadióse de que el guía íbale guiando sin ver tampoco una palabra. Perdió el camino, los relámpagos no alumbraban ante ellos más que canchos y maleza.

-¡Oiga! -gritó el médico, haciéndose entender difícilmente en el fragor de aquel diluvio-. ¿Pero usted sabe a dónde va?

-Sí, señor, sí; no tenga cuidia que no hay más que dejá a los animales, que saben más que uno!

Y si no fuese verdad, que la Divina Providencia se apiadase de ellos, salvándolos de estrellarse en cualquiera de aquellas simas cuyas rocas ardían a las centellas y parecían a cada trueno desgajarse y rodar por los abismos... Se arregló el impermeable como pudo; cobijó más la boca en la bufanda, cerró los ojos, y, «mejorando lo presente», púsose a soñar un lejano porvenir en que los médicos no fuesen sacados del descanso de su lecho, tras un día entero de fatigas, con noches tan horribles, y en que las rubias mujeres lindas de los médicos sintiesen el amor y la piedad más que la ambición... marineras de este mar de las tinieblas, las mulas, tuvo Esteban que admirarse efectivamente de que llegasen a Alcaucín. El mozo lo conoció porque pisaban unas rampas empedradas. Rompió en luz el ruido de una puerta, y un hombre apareció, reclamando al intrépido viajero. El médico, que le aguardaba.

-Vete, Pericón; y di a tu amo que ya vamos -le encargó al mozo; y añadió, entrando con Esteban-: ¡Es usted un valiente, amigo! Dudaba que viniera. Pase, y podrá enjugarse un poco y confortarse con una taza de café sin las prisas de la enferma. ¡Aquello está muy mal! ¡Paralizado!

Chorreaba Esteban. Se quitó el impermeable y las polainas, y el colega le hizo cambiar por otras suyas las botas. Quería darle también pantalón y calzoncillos mas era tan largo el amable dueño de estas prendas, que halló mejor enjugárselos al fuego. Las botas le sobraban media cuarta. Además, inspirábale reparo el no muy limpio don Eulogio. Soltero, flaco, muy negro, y con las grises y lacias barbas descuidadas, vivía absolutamente solo y tenía en los ojos tristezas de la bilis y en la boca una enferma sonrisa de ermitaño. Disculpábase de no haber ido a visitarle personalmente a Castellar, cuando recibió, al llegar Esteban, su tarjeta de saludo. Hombre sin ilusiones, sin familia; nacido en las montañas vascas, aquí hacía treinta años, se instaló, apenas acabada en Santiago su carrera; y aquí había de morir, como un hongo arraigado por el viento en un peñasco.

-¡Ah; ya, ya verá usted mañana el pueblecito!

Volvieron a la cocina, no menos sucia y miserable que la alcoba. La casa, o la cabaña, mejor dicho, no se componía más que de la cocina, de aquella alcoba y del corral. Su dueño no tenía criada, y contaba que por sí propio lavaba las cazuelas y freíase los huevos y torreznos. De cuchillo servíale un bisturí.

-Pero... no le dé asco, compañero -aclaró al cortar para el café unas rebanadas-; ¡no me ha servido jamás para otra cosa!

En vano buscaba Esteban con los ojos la escopeta, la guitarra, el retrato de mujer, las flores, el altar con crucifijo..., el algo, en fin, que le pudiese explicar la vida de este hombre por no importase cuál afecto de la tierra o de los cielos; y lo que más le chocaba era su aspecto de seco hidalgo inteligente, lejos de tener el de un botarate bien hallado en su ruindad.

-Oiga, don Eulogio, y... la enferma... -insinuó, ya bebiendo su café y notando que el colega hablábale de todo menos de lo que era al fin lo urgente.

Se encogió de hombros don Eulogio, sonrió con su bilioso sonreír entre socarrón y bondadoso, y expuso sin rodeos:

-¡La enferma!..., usted hará de ella lo que guste; porque, mire, la verdad... ¡no sé jota de partos ni de nada, ni tengo más que un libro que me resuelve como puede todas las cuestiones! ¿Lo quiere usted?

Interpretó como aquiescencia la mudez, que era admiración a su franqueza, y fue al cuarto por el libro. El Valdivieso, un viejo manualito de medicina enciclopédica, que le había servido en el repaso general al licenciarse. A cada enfermedad dedicábale seis líneas. Buscó el registro que marcaba los casos de distocia, y le presentó a Esteban el risible manual, a la vez que lamentaba:

-Le llamo el Remediavagos. Siento no poder brindarle textos de mejor ilustración, si antes de operar le hiciesen falta. El caso es grave, a mi corto parecer. Operada o no, creo que se muere esa infeliz; ya está que no puede con el alma. La criatura tiene un brazo fuera desde ayer, y presenta las costillas. Pues bien; dice para esto mi buen Remediavagos: «Versión, cefalotripsia, embriotomía, según los casos.» Lo peor es que la partera, antes de llamarme, le había atizado el cornezuelo cuatro veces..., ¡cuatro!..., y, en fin, seamos claros, compañero: la primera por mi culpa, porque vino a consultarme, leí yo aquí, y hallé: «Si retarda el parto la atonía de la matriz, masaje y cornezuelo»... ¡Una atrocidad, lo reconozco, según las consecuencias!

Tan atrocidad, que Esteban se aterró. Iba a encontrarse con uno de los más comprometidos casos de obstetricia, y todavía dificultado y agravado por la ignorancia de aquella bestia comadrona y de este hombre.

El cual, sin ceder en su impávida sonrisa de tristeza, siguió diciendo:

-Supongo que no le habré parecido a usted ninguna lumbrera de la ciencia, don Esteban; pero... ¡qué caramba!... solo aquí, sin sombra de ilusión ni más aspiraciones que ir tirando y que me entierren... paréceme que bien se está uno como está para un pueblo y unas gentes como éstas. Mire... si necesito botas, el zapatero me hace esos faluchos; si quiero un traje, o habrá de ser de fuera o el sastre me planta un albardón; si compro pan, ¡vea!... como perrunas; me pelan, y me deja el barbero propiamente que una oveja, a trasquilones...; salgo de noche, sin luz por esas calles, y voy rompiéndome la crisma en los baches y en los tronchos... Dicen que van a echarme; pero como lo están diciendo desde hace tanto tiempo, y también lo dicen del secretario y del alcalde, que no saben más que yo su obligación y roban lo que pueden, y del juez municipal, que no hace justicia, y del maestro, que es un pobrecito..., resulta que todos nos queremos echar unos a otros y que nadie nos echamos. Pues, bueno, compañero, si todos los oficios y servicios son tan malos, ¿de qué se quejan porque no sea el de médico mejor?

Un filósofo, en resumen, este don Eulogio melancólico que padecería del hígado, o que guardaría Dios supiese cuál lejano o tremendo desengaño. No quiso Esteban decirle que, sin tanta adaptación, había él estado en Palomas, en un lugar por el estilo; y otra vez pensando en un remoto porvenir que fundaría las ciudades y estos pueblos en una dispersión mundial de bien más nobles y rústicas aldeas, salieron... cuando justamente llegaba con un farol en busca de ellos el marido de la enferma.

Tratábase del riquito de Alcaucín, un merchante de cerdos que por el trayecto iba reiterando su propósito de pagar no importase cuánto, con tal de que le salvasen la señora.

Esta, agotada por los inútiles esfuerzos, yacía de espaldas en la cama, cubierta de sudor, y con un brazo de la criatura, hinchadísimo, en completa procidencia. Seguíala el terrible tetanismo que hubo de causarla el cornezuelo, y parecía imposible pensar en más que una operación desesperada... sacándola a pedazos aquel hijo, ya sin vida...

Esteban se retiró a la sala, e inquieto, pues que iría a afrontar la operación sin más ayuda que la del inepto compañero, revisó y apercibió los aparatos: pinzas, cefalotribo, sondas, fórceps, tijeras... Valía la pena ensayar primero cualquier suave intervención, y volvió junto a la enferma. En nuevo examen, consideró hasta qué punto fuese incorregible el tetanismo que había matado al feto e imposibilitaba la versión. No consentíale el paso de la mano el cuello de la matriz, ceñido al hombro edematoso como un círculo de acero.

-Bien, don Eulogio -le dijo aparte al escéptico colega-; intentaremos la versión.

-¡Bien, don Esteban! -repuso el otro-. Aunque lo mejor sería no intentar nada, hacer tiempo para que se muera sola esa infeliz, y ahorrarse usted que se le quede en la faena.

La misma falta de fe del compañero estimulaba al joven. Mandó preparar un baño tibio, y de su botiquín portátil le propinó una gran dosis de láudano a la enferma. Mientras el agua se calentaba, él mismo se dedicó a esterilizar aceite, al fuego.

El láudano, por lo pronto, hizo a la parturienta descansar y expeler algún líquido amniótico, lo cual constituía una prueba de que el espasmo de la matriz iba cediendo. El baño, media hora después, acabó de disiparlo.

Esteban se llenaba de esperanzas. Ahora no se acordaba de las botas grandes que trajo a rastra por las calles, de lo sufrido en el camino ni del cansancio que rendíale. La iluminaba la divina filantropía de su trabajo, de su ciencia capaz de luchar frente a frente con la muerte y de arrebatarle la esposa y la madre de un marido y de unos hijos que lloraban... ¡Oh, cómo una sola hora de éstas resarcíale de toda la dura ingratitud de su carrera!

Tomó la sonda e inyectó el aceite; así librificado aquel espacio que antes no existía más que de un modo virtual entre la matriz y la presentación, pudo con infinito gozo advertir que ésta se movilizaba. El brazo procidente cedió mucho en su edema, con un masaje pertinaz..., y, en fin, desapareció hundido en la vulva, obedeciendo a las combinadas maniobras interiores y exteriores del joven médico, que sudaba y se afanaba, en tanto el otro sonreíase mirándolo... Diez minutos después, hecha la versión, el pobre niño muerto estaba fuera, y la madre desmayada, pero en salvo.


.......................



Esplendente y como nuevo el sol, lavado el firmamento, al otro día.

El vencedor, a quien le habían rendido una ovación digna de dioses, y que había dormido nueve horas en la casa de la enferma, iba en la mula con un tesoro de alegría en el corazón y con un caudal en el bolsillo... ¡Dos mil reales!... Sin pedirlos él, el merchante se los entregó en un sobre, añadiéndole con harto más motivo que aquel pobre estafado de Aspreaga: -¡Si es más, dígalo, aunque me arruine..., que me queda mi mujer, y estoy contento!

Una lágrima de Esteban ennobleció el momento aquél, siempre un poco mercantilmente fastidioso, de cobrar.

¡Dinero, pan, bienestar para sus hijos!

¡Y bendita fuese también la Jacinta rubia y buena que con su honradísima ambición de madre le excitaba al médico sus honradísimos deberes!