El médico rural: 20

El médico rural
de Felipe Trigo
Segunda parte
Capítulo IX

Capítulo IX

Tal era la prisa, que para apremiarle había salido a legua y media otro mozo con un mulo; y aun a dos kilómetros de la finca apareció don Anselmo Cayetano galopando con su jaca.

-¡Hola, don Esteban!... ¡Vamos! ¡La niña está muy mal!

Ni le preguntó por la salud, en su azoramiento. Revolvióse, picando las espuelas, y Esteban le siguió con el caballo.

Quedaban atrás los mozos.

Don Anselmo daba excusas por las visitas del doctor Peña. Llegada la niña directamente al campo desde Asturias, y habiendo venido aquél a saludarla en los primeros días, pues queríala mucho, se hizo cargo de ella al verla endeble. En dos meses, lejos de mejorar, empeoraba: tenía clorosis, cansancio, tosecilla sospechosa y ataques. Uno de éstos habíala invadido hacía ocho horas, y no podían volverla en sí.

-¡Vamos! ¡Está muy mal! -apuró de nuevo.

Corrieron más.

No iba contento el médico de este aviso en que recurrían a él por la menor distancia y por la urgencia.

Llegaron. La niña era una morena gitanota de veinte abriles. Esteban se alarmó de hallarla palidísima, inerte y teniendo al lado un sacerdote.

Pero la madre, que lloraba, le aclaró:

-¡No!... Este señor es el coadjutor de Castellar; sólo que como también atiende a la capellanía de Boria, que está aquí cerca, para mucho con nosotros.

¡El coadjutor! Luego debía de ser el célebre coadjutor liado con doña Juanita Gloria Márquez, la coloradita y arriscada cincuentona, que aún presumía de encanto y juventud. A ella conocíala Esteban; a él, no, porque nunca andaba visible por el pueblo. Viejo, grande, enorme, parecido a un trabucaire, tenía la cara dura, y rojas y colgonas las narices, como un rábano.

Además advirtió Esteban en la alcoba a su crónica cliente doña Antonia, la madre del tonto Alberto, a quien había visto pelando bellotas bajo un árbol.

Se consagró a la enferma.

De espaldas en la cama, vestida, aunque sin zapatos y suelta la ropa en la cintura, con el pelo deshecho en greñas y mojado de vinagre, cerraba y abría los ojos, fijándolos a ratos en estrabismos de patética expresión. Su pulso regular y su aspecto persuadieron pronto al médico de que el ataque carecía de gravedad: un poco de histérico... un mucho de aquella gana de marcar que por la menor cosa y para todos sus enfermos tenían siempre los «señores».

Fastidiado por las circunstancias que concurrían en la visita, pidió éter y se lo acercó a la joven, que, al sentirlo, cerró los ojos, esquivando la cabeza. Entonces la palmoteó la cara, llamándola:

-¡Inés! ¡Inés!... ¿Qué tiene?... ¡Míreme! ¡Contésteme!

-¡No! ¡Es inútil! -intervino doña Claudia, sabia por sus largos contactos con los médicos-. He apurado los medios suaves. Tendrá usted que ponerla cualquier estimulante en inyección. ¿Trae la jeringuilla?

Y Esteban, sin hacerla caso, seguía enérgico, imperioso, con un acento que parecíales a los circunstantes descortés:

-¡Inés!... ¡Inés!... ¡Contésteme!... ¡Míreme, la digo!

Hubo un asombro.

Los ojos de la enferma, luego de pasar de sus inercias a sus éxtasis, claváronse en Esteban..., pero claváronse no insensatos, sino como hoscamente fascinados ante la seca voz, ante el desconocido que de aquel modo la hablaba y la mandaba.

-¿Qué tiene? ¿Qué la duele?

Gimió ella. Sus manos perdieron la crispación, y por un instintivo pudor llevóselas al pecho, donde dejaba entreasomar blancuras de batista la blusa sin botones.

-¡Siéntese! -la ordenó Esteban todavía.

Le obedeció, siempre mirándole. Divisó él un frasco de bromuro y la dio una cucharada, que fue aceptada dócilmente.

-¡Ah! ¡Sí!... ¡Traiga! -exclamó la madre-. ¡Un caldo! ¡Un caldo! ¡No toma nada desde ayer!

Voló a traerlo, y al regresar halló a su hija instalada en una silla, cumpliendo las órdenes del joven. Quiso hacerla beber, e Inés no parecía darse cuenta de que hablábala su madre; en cambio, Esteban cogió la taza, y con una simple intimación logró entregársela y que por sí propia la apurase.

¡Maravilloso!

La alucinada, muda en tanto tiempo para todos, contestaba a las preguntas. No la dolía nada. No sentía más molestias que algo de pesadez en las sienes y de opresión al corazón. No comía, porque le repugnaba la comida. Sin embargo, tenía limpia la lengua, y Esteban, levantándose y aprovechando aquella sumisión insólita, la dijo dulcemente, aunque sin abandonar su tono imperativo:

-Bien, Inés; su padre y yo nos vamos un rato a pasear; usted mientras va a calzarse, va a arreglarse, y en el comedor, pues no hay por qué permanecer aquí encerrada estando buena, comerá un muslo de gallina.

Salió con don Anselmo y con el cura. Recorrieron las proximidades de la finca. Al volver, doña Claudia participó la estupenda noticia de que la «niña», seria, sin hablar, igual que una sonámbula, se había lavado y peinado y ahora cambiábase de traje.

El mismo médico se asombraba de aquellos efectos prodigiosos.

-¿La ha hipnotizado usted, verdad? -opinó la madre.

-Sí, señora -disimuló él, con suficiencia.

Así sería; habríala hipnotizado sin saber ni jota de hipnotismo. Vista su eficacia, proponíase estudiarlo.

Pasaron al comedor. Por ser la hora, doña Claudia había dispuesto que todos almorzasen. En la mesa esperaba la gallina para Inés; vino ésta, y una vez más Esteban apreció lo importante del arreglo en las mujeres. Había gran diferencia entre aquella gitana desgreñada de la alcoba, negra, casi fea, y la que llegaba ahora y ocupaba una silla frente a él, muy encorsetada bajo un sencillo y lindo traje, blanquísimos los dientes y con un griego peinado lleno de ondas y de rizos. La sorpresa y la científica curiosidad por el cambio operado en la paciente hacíanle observarla: su aspecto era el de una mimada voluntariosa, el de una recóndita sentimental incorregible. La trataban sus padres como a una chiquitina de seis años, llamándola «niña», «nenita», «hijita mía», y ella, avergonzada, tan sólo dirigíale su fugaz atención a Esteban..., al joven médico aquel que habíanla dicho que iría a curarla, y que, en efecto, de tal modo habíase apoderado de sus nervios y de su voluntad, en un instante. A veces, la científica curiosidad de él, y la curiosidad como asustada de ella, se encontraban al mirarse, y el tenedor de Inés perdía un tanto el camino de la boca...

Miedo, miedo, sí; encendida su faz, dijérase que hasta causábala rubor y miedo comer con un extraño.

Otra singular observación que pudo hacer el médico referíase a la estatura de la joven; abandonada y a medio desvestir en el lecho, le pareció más corpulenta; y no pasaba de ser lo que podría llamarse una esbelta mujercita «bien empaquetada» -una muchacha agradable, ni fea ni linda, con un cierto gracioso hechizo en su morena cara llena de lunares y de sombras.

Pero dejó de mirarla, porque la aturdía; y se entretuvo en advertir el contraste que, no lejos de ella, formaba el idiota irremisible, cuyo modo de chascar parecíase al de los cerdos: Alberto mondaba un hueso a dentelladas, chorreándole la pringue por los dedos.

Junto al pobre tonto estaba el coadjutor, que todavía le proporcionó al médico otro asombro: mirábase y sonreíase sin cesar con doña Claudia, y con expresión tan inequívoca que no cabía dudar que eran amantes. ¡El colmo! ¡Ella, después de su desastre doloroso, se habría retirado al campo, buscándose el consuelo de quitarle o compartirle a la doña Juanita Gloria Márquez su famoso coadjutor!

Acabaron de almorzar; pero se hablaba de caza, conversación ya seductora para Esteban; y al fresco del comedor, y entre el café y los cigarros, se alargó la sobremesa. Todos, excepto el cura y don Anselmo, habían ido desertando. Cuando disponíase el médico a partir, entró y le reclamó un momento doña Claudia.

-Mire, don Esteban -le dijo en la intimidad de una salita-: quiero que reconozca detenidamente a mi pobre niña. Pero bien reconocida, ¿sabe?..., a fondo. Nos trae muertos. El doctor Peña, a más de los ataques, cree que está un poco picada del pulmón.

Enjugándose las lágrimas le guió hacia otro gabinete, donde ya tenía a Inés apercibida sobre un sofá; cubríala desde los hombros una toca, y se puso encarnadísima y cerró los ojos al sentirlos.

-¡Oh, no es nada, mi nenita! ¡Pobrecilla! -trató de confortarla su madre; y dirigiéndose a Esteban añadió, a la vez que abría la toca hacia los lados-: ¡Es tan cobarde! ¡No puede imaginar lo que nos cuesta que su propio tío la reconozca!

La toca había dejado al descubierto la desnudez de un firme escote; en él se iniciaban espléndidos los senos a medio velar entre cintas y encajes de la camisa, suelta completamente por los hombros y abajo recogida en el desorden del corsé y de la falda desabrochada. Era una de esas mujeres que suelen engañar vestidas, de muñecas y tobillos y cintura finos, de hombros anchos, de muslos poderosos.

Púsose a percutirla. El contacto de su mano estremecíala en un martirio de rubor; lentamente le fue arrancando a aquel bien constituido tórax sonoridades claras, que no pudo estimar como anormales. Cuando tuvo que auscultar, la camisa le constituía un estorbo con tanto lazo y tanto encaje; y doña Claudia, expedita conocedora de los fueros de la ciencia, y además interesada en que el examen resultase concienzudo, tiró del pico de una cinta que enjaretaba el canesú, y, rápida, rebatió éste por debajo de ambos senos.

-¡Así! -dijo-. ¡Los médicos son ustedes igual que confesores!

Todavía, discreta para con su «niña», que había lanzado un pequeño grito, ocultándose los ojos con un brazo, se alejó un poco, a fin de ahorrarla la mortificación de su presencia.

Admirado Esteban por la altiva solidez de aquellos senos, sonreíase de la comparación de doña Claudia, sólo en ella exacta con su bravo coadjutor, pues no sería lo corriente que las demás les dejasen ver a sus confesores estas cosas... A la notabilísima señora, por otra parte, debería de inspirarla tal concepto de infantilidad su hija, con relación al médico, que no viese entre ambos ocasión posible de vergüenzas ni malicias.

Tornó a auscultar. Los soplos fluían tan sanos como los sonidos que antes exploró. Una expansión respiratoria suave y dulce en todas partes. Por fatalidad de las violentas oposiciones, su cara y la de Inés, a veces, quedaban cerca. Obligada ella a retirarse el brazo de la frente, veíala él encarnadísima, sofocadísima, pestañeando a ratos, para volver a cerrar los ojos en fuga y disimulo cuando al abrirlos se encontraba fijos los del médico; respiraba en un abrasado aliento que la dilataba la nariz y la entreabría la boca como el ansia de un beso apasionado e imposible, mas ya que al sobrecogimiento de ninguna clase de temores, y estaba siendo aquello, en fin, a pesar de Esteban, una semiposesión, una enorme violación de todos los pudores de la virgen... ¡Ah, sí, sí; crueldades de la médica profesión ejercidas por hombres en estas sensibilísimas muchachas!... Tuvo un momento la mirada de ella una tan quieta y trágica serenidad terrible, que Esteban retiró la suya, retiró la mano que sobre el corazón la hundía el seno, afirmando el estetoscopio, y sintió la caridad de terminarla tal tortura.

-¡Puede usted vestirse!

Nuevamente pasó a la sala con la madre.

Del breve interrogatorio que debía integrarle el juicio, las dos respuestas principales quedaban hechas por las ojeras y por la excitabilidad de la ardiente carne de la joven. Lo emprendió con maña, tratándose de investigaciones de índole moral delicadísima, y supo que Inés, desde los cinco años, se educó en un buen colegio; que desde los catorce vivía en Oviedo con sus tíos, y que sí, que habría tenido novios, porque el tío, con una mujer joven todavía, sin hijos, y en desahogada posición como director de un banco, hízola disfrutar de una vida de sociedad brillante e incesante... Ahora, venía para quedarse en Castellar.

Lo que esperaba Esteban. Le fue dable causarle a doña Claudia una alegría, que hubiera sido mayor a poder expresarse con franqueza; pero, lo mismo que otras veces, en su práctica, la franqueza estábale prohibida; y en esta ocasión no sólo por lo que de raro, de absolutamente inaudito habría de tener lo que dijese, sino también por cortesías de compañero al doctor Peña: la «niña», aun hallándose amenazada de tisis, no sufría más que de un poco de anemia y de un vital desequilibrio.

-¡Higiene, mucha higiene, doña Claudia..., y volverla a Oviedo con sus tíos. Esto es lo importante. Su mal quedará en absoluto conjurado así que llegue.

Mas no podía ser aquello que era justamente lo importante; la «niña» tendría ya que permanecer en Castellar, por altas conveniencias de familia. Insistió él en el viaje, e insistió en la negativa doña Claudia. ¡Lo de siempre! La dificultad de poner en su propicio ambiente a cada enfermo. Pedíasele, en cambio, una, receta, y la dio con amargura.

Esperábale el caballo. Partió, acompañado por el mozo.

La amargura le siguió en la soledad del encinar. Por propios egoísmos o por ridículos respetos a las gentes, su profesión llenábase de limitaciones que la convertían a menudo, de augusto ministerio de verdad que podría ser, en farsa. Hierro, recetó -con una harto consciente y casi vil contribución al crimen de lesa vida que iba a consumarse-. Si no tísica, actualmente, lo estaría pronto aquella Inés, cuya larga preparación en un colegio y en una capital, aprendiendo distinción, música y francés, teniendo amigas y novios, servía para traerla al desencanto de este pueblo. Ojos trágicos, los suyos, por debajo de todas las mártires obediencias infantiles habíanle revelado que ella conocía tal vez demás trances amorosos en las rejas, a la luna, con aquellos capitancitos artilleros de la fábrica de armas que también habríanla auscultado el corazón. Ahora desilusionada para siempre ante la ristra de sus primos botarates, consumida poco a poco al fuego de sus ansias de besar, ya empezaba en su pecho la seca tosecilla que no le había dado al doctor Peña más que un engaño de anticipo.

¡Hierro, sí! -dispúsola en una fórmula de infame hipocresía. A recetarle breve lo preciso, lo infalible..., la madre, el padre y hasta el coadjutor le hubieran echado de la casa y de Castellar a puntapiés, tomándole por un loco sinvergüenza-. Con sólo indicar discretamente que la volviesen a Oviedo y a sus novios, ya saliéronle al encuentro las absurdas conveniencias de familia...

Le intrigaban las tales conveniencias. ¿Cuáles podían ser? ¿El tardío y repentino afán de doña Claudia por hacerse ayudar en el cuidado de quesos y chorizos?... Deslizó su curiosidad en charla con el mozo, que acaso las supiera, y pronto pudo verla satisfecha al preguntarle si la señorita Inés continuaría en el pueblo mucho tiempo.

-Sí, señor; creo que se queda; creo que la han traído pa casarla.

-¿Con quién? -inquirió él doblemente sorprendido por la fundamental equivocación, y por la reserva que la madre le había guardado en este punto.

-Con su primo don Alberto.

-¿Qué don Alberto?

-Pues, don Alberto..., su primo de mi señorita; ese que ha almorzao a la mesa con ustedes.

-Pero, con... ¿ése?... ¿Con el ton..., con Alberto?

-Sí, señor; sí -confirmó el otro-; con su primo. -Y viendo la admiración incrédula del médico, añadió en explicación-: ¡Un poco corto, don Alberto no se pué negarlo; pero, ¡concho!, el primer caudal del pueblo, y al pelo administrao por doña Claudia a la mira d'esta boa.

-¡Qué barbaridad! ¡Qué barbaridad!

Y aún el hombre lo expresaba en un aplauso de codicia. La indignación le hizo a Esteban adelantarse, picándole al caballo las espuelas. Esta monstruosidad que iba a realizarse con Inés, y que Inés no aceptaría sino por respeto hacia los padres, por esclavitud, por sacrificio, le confirmaba exuberantemente el crimen que con ello se estaba cometiendo. Peor mil veces que lo que antes sospechó de su condena a la decepción de Castellar y de sus toscos primos Juan Alfonso, Frasco Guzmán, Rómulo Márquez..., puesto que imponíanle a su carne y a sus dignidades de mujer un imbécil asqueroso.

La madre, la famosa doña Claudia, se juzgaría con su hija bien cumplida habiéndola dejado divertirse...

Sonó un coche tras unos olmos. El doctor Peña, tal vez... ¡Ah, Evelina..., que venía en su jardinera paseando! Le hizo ella pararse, y él se acercó y la saludó:

-Hola, ¿a dónde vas?

-Al molino; ¿me acompañas?

-Gracias. Llevo prisa.

-¿De dónde vienes tú?

-De visitar una enferma.

-Creí que volvías con tu amigote, porque acabo de encontrarle.

-¿Qué amigote?

-Juan Alfonso.

-¡Ah!

-Y..., ¡oye! -díjole Evelina, ya al oído, en tanto atendía a las inquietas mulas el cochero-. ¡Hay que ver, el bruto, qué modo de mirarme!... ¡Me mata si tiene pistolas en los ojos!... ¡No, no me tragan estas gentes!

-Pues, mira, mujer -insistió el conciliador Esteban, por el mismo innato sentimiento de bondad que le hizo mentirle al amigo la otra tarde-; no creo yo tal de Juan Alfonso; al revés, le gustas; le he oído hablar de ti muy bien, muy bien, y antes juraría que le traes enamorado.

-¡Hombre!... ¿Enamorado? -saltó la vanidosa, sensible al embuste certerísimo.

Pero había tanta vivacidad de admiración, de como intensa e inesperada luz reveladora en su acento y en su gesto, que aún más tuvo que admirarse Esteban de escucharla:

-¿Enamorado? ¿Dices que... enamorado?... Pues... ¿sabes tú que... sí? ¡El burro! Mira, oye, Esteban, tiene gracia...; ahora entiendo muchas cosas: le he encontrado aquí mismo muchas tardes; y, además, claro, sí, hombre, claro, ¡quién lo hubiese de pensar!... ¡Además, sin falta, desde hace quince días, todas las mañanas, en la huerta que él tiene cerca de la mía, le estoy viendo de plantón!

Esteban la miraba sonriendo..., aunque sin saber qué matiz darle a la sonrisa: o Evelina, que en tratándose del poderío de su beldad era de un ilusionismo prodigioso, vería visiones, o él, con su cándida mentira bonachona, habría acertado en la más congruente, en la más inverosímil de todas las verdades.

Acabó creyendo lo primero, de puro parecerle incomprensible que pusiérase a rondarla Juan Alfonso, y aduló aún a la orgullosa visionaria:

-¿Lo ves? ¿No te digo yo?

-¡Calla, calla, hombre! ¿Y qué te ha dicho? ¿Y por qué, además, habláis de mí?

Una chispa de egoísmo pasional que le saltó al amante en las entrañas, le hizo aprovechar la ocasión para dejarla advertida de que Juan Alfonso conocía las relaciones de los dos. Era una discreta advertencia para la veleidad de la mujer, aunque en este lance no hubiera de encontrar ocasión de ejercitarse, y al mismo tiempo, en el corazón de ella, y contra el amigo, una especie de humillación anticipada. Le contó que Juan Alfonso le vio salir una noche de la huerta, y que él no pudo negarle la verdad...

-¡Cómo! ¡Vamos, tú!... -clamó Evelina, enojadísima-. ¿De modo que eso es lo que te importo?... ¡Hijo, hijo, sí, anda... que lo sepan! ¡Ponte a pregonarlo, ponte a...!

-¡Calla! Fíjate en que tú eres la que ahora mismo lo pregonas.

El cochero prestábale atención a la que surgía como reyerta. Vaciló Evelina, y por fin cortó rabiosamente:

-¡Oh, a la noche, Esteban! ¡Ya hablaremos!

Apartáronse el coche y el caballo.

Incluso habituado el amante a la inmensa y vacua vanidad de esta mujer tan guapa, tan insuperablemente guapa, seguía asombrado de que en su trivial mentira hubiese podido prender aquel complicadísimo castillo de visiones con respecto a Juan Alfonso. Y todo para darse de un modo más el placer de despreciarle. «¡El bruto! ¡el bruto!» -había oído.

Lo extraño, aún, en las incongruencias de Evelina, que, no obstante sus falsos enojos de reserva, hacía lo posible y lo imposible porque supiese todo el mundo estos amores con él, estaba en que no parecían las gentes enterarse. Un secreto singular, guardado milagrosamente para el pueblo. Las dos sirvientas madrileñas del chalet callarían por afecto o servilismo; Pablo Bonifacio, por respeto y conveniencia, y Juan Alfonso, quizá por el orgullo donjuanesco que no le permitiría ni hablar de que otro tuviese tal encanto de querida.

Gracias a lo cual iba Esteban tirando sin disgustos.