El médico rural: 17

El médico rural
de Felipe Trigo
Segunda parte
Capítulo VI

Capítulo VI

Había realmente en Esteban mucha experiencia dormida; conteníase en él un crítico de sobra experto, para que pudiese por demasiado tiempo transigir con aquellas triviales distracciones. No se podía ser niño sin la inocencia del niño; él la había perdido, y «la inocencia, igual que la virginidad, no se recobra».

Si durante su ya no breve permanencia en estos pueblos de barbarie y de falsa sencillez pudo engañarse con un ansia de vida simple y primitiva, Evelina vino a ser el reactivo que le despertó bruscamente a lo pasado..., a su antigua aventurera y tormentosa vida madrileña.

La veía diariamente, en largos ratos que íbanles llevando a una rápida amistad, y sus cantos y sus músicas, que sin ser, en verdad, una maravilla, eran algo de positiva aptitud y de innata gracia y de aprendida técnica, hiciéronle menospreciarse en el ridículo aspecto de bandurrista de afición, tanto como los cuadritos y tablas y retratos que ella poseía, hechos por artistas de renombre, en el de espontáneo pintor ignorantísimo. Por extensión, advirtió que ni siquiera resultaban menos risibles sus condiciones de cazador improvisado. Mató la perdiz, que no cantaba y que habíale costado viva una peseta; hízola echar en el puchero, y dejó arrumbadas en un rincón del comedor la bandurria y las pinturas.

Mirándolas, le acosaban amargas reflexiones. Lo que le divirtió cuando chiquillo, cuando tenía el candor de la existencia, le afrentaba como hombre. Había oído y visto mucho en Sevilla y en Madrid, por San Fernando, por el Real, por los Museos...; sabía, sabía, y el saber habíale erigido en una especie de eunuco artístico incapaz de realizar nada por sí propio, y dispuesto únicamente a admirar el arte extraño... Es decir, que la ilustración social en tal sentido, condenábale a ser un pasivo e inútil diletante, restándole placeres, mientras que un barbero o Frasco Guzmán, aporreando una guitarra o el piano, sacaban de ellos los mismos gozos que si Wagner los tocase. ¿No sería el saber, pues, en música como en todo, una triste maldición?

Lo peor estaba en que Evelina, excitándole también en éstos sus recuerdos..., su saber, causábale con aquellos lujos de marquesa un daño a las molestias de Jacinta.

Evelina olía a perfumes; vestía gasas, sedas, medias caladas; deslumbrábale sin querer, en fin, de hermosura, de brillantes, de elegancia..., de todo eso que forma el seductor conjunto de una dama que se pasa el día al espejo..., y a pesar suyo Esteban, viniendo del chalet, encontraba a su mujer descuidada en el traje y el adorno... muchas veces sin peinar, con una chambra cualquiera y soltados o arrancados unos cuantos botones en las botas...

¿Era que el embarazo de Jacinta, por una parte, y por otra los domésticos quehaceres y la influencia del pueblo, íbanla quitando los gustos señoriles?

¿Era que él... se fuese enamorando de Evelina?

¡No!... El filósofo rechazaba tal suposición; pero, aun rechazándola, filosofaba acerca de ella: veía a Jacinta tan a sus anchas con Rosa y sus trabajos, tan contenta, se diría, de la libertad en que la dejaba el abandono de la música, la pintura y el ajedrez, que aun sabiéndola dulce y buena, tesoro de corazón y de ternura, no tenía más remedio que reconocer la distancia inmensa que, de alma a alma, iba desde aquella ingenua, ahora convertida en madre y ama de un hogar, según el molde de estos pueblos, hasta el «consciente» un poco poeta que era él, que él fue cuando la conoció e hízola su novia de ilusión, y que él querría siempre seguir siendo lo mismo en Madrid que en Castellar o en Londres o en la Luna. ¿Por qué las señoritas, si habían de dar en amas de su casa y atentas sólo a la despensa y la costura, no se presentaban como novias de otro modo? Al revés, se perfilaban, procuraban no hablar sino de modas y teatros, permitían entresoñar una existencia de poesía, y antes se dejarían matar que presentarse al novio de trapillo. Tratábase de la consabida caza de marido, con trampa, por más que Esteban no pudiera decirlo así en lo que a su noviazgo respectó. De todas suertes, terrible, bien terrible la educación de las pobres señoritas, plantel perenne de honestísimas esposas en un nivel no menos perenne de incapacidad e inferioridad junto a los hombres. La distinta ilustración de los sexos, fatalmente tenía que dar este resultado de incomprensión, de vida aparte en cuanto fuese el verdadero nexo ideal del matrimonio.

¡No, no era, pues, que Esteban se fuese enamorando de Evelina..., sino que, con dolor del corazón, sentíase mental y moralmente desamparado por Jacinta en el justo instante en que él ambicionaba, sobre el bienestar material que iban consiguiendo, constituirse y completarse la vida bellamente!...

-¿Dónde vas, hombre? ¡Ya no tocas la bandurria! -decíale ella, apenas extrañada, viéndole salir todas las noches.

Quedábase con Rosa, y él se iba, primero, al Casino, y luego, en compañía de Juan Alfonso y los demás al fresco de la Cruz hasta las doce, hasta la una, para oír el canto y el piano de Evelina por encima de las frondas de la huerta.

-¡Concho, qué tía! ¡Yo la ahogaba! -solía exclamar Alfonso-. ¡Mira que tener tan enfermo a su marido y ponerse ella a cantar!

Enfermo y grave. A más de la ciática, el médico le había descubierto una diabetes intensísima. Cuidábale su mujer con mimo y con esmero, mas no perdía el humor de divertirse. Por hábitos de la vida nómada de artista, no podía pasar sin cambiarse tres o cuatro trajes cada día, sin piano, sin tertulia... Sin embargo, lista como una ardilla, sobrábala el tiempo para todo. En un dos por tres le disponía los caldos al paciente, le daba una fricción, lavábase las manos y volvía a quedar tan suelta... sin parar apenas en la alcoba.

Luis en verdad, guapote, buen mozo y resignado, no echábala de menos. Era uno de esos hombres capaces de estarse solo los días enteros, sin aburrirse, sin hacer nada. Poco hablador también con los amigos que le iban a ver por las mañanas, estimábanle ellos como honrado a carta cabal, como valiente, como hombre que había sabido crearse una buena posición; pero dejándole en el aislamiento mudo de su no mucha inteligencia, prescindían de él para todas las cuestiones de política que allí trataban a menudo.

En cambio, Evelina se iba de ellas apasionando poco a poco y daba acertadísimas direcciones y consejos, con un creciente rencor hacia los toscos señores y señoras del pueblo, que la odiaban, Por ella se creó el Círculo Republicano, y Luis había dado parte del dinero.

Necesitada de una cohorte alrededor, habíala formado, por último recurso, con los antiguos amigos del esposo; gente burda, tal que Pablo Bonifacio, Gironza el albañil, Pepe el barbero, Zurrón y cuatro o cinco más. Los asiduos, y a la vez apóstoles del republicanismo naciente en Castellar, eran Gironza y Pablo Bonifacio -ya encausado aquél y próximo éste a serlo, pues sabíase que los «señores» (¡con qué insidias pronunciaban la palabra!) andaban buscándole las vueltas. A Luis y a su mujer también se sonaba que los iban a baldar en el reparto de consumos.

Evelina sonreíase.

-¡Bah! ¡Líbrelos Dios! ¡Todo sea que yo me harte, que escriba dos renglones a Madrid y bailen el juez y el alcalde y todo el mundo de corona!

No la creían. Ateniéndose a su espléndida amistad, de la cual sentíanse envanecidos, mirábanla con embeleso los contertulios. Al menos era una hermosísima mujer de talento y brava. Nadie como ella osó nunca alzar el gallo en Castellar; la especie de fascinación que producíales bastó para lanzarles, de republicanos platónicos que fueron siempre, a esta protesta activa de que al fin, por sentir ya el castigo en las espaldas, íbanse tornando temerosos. Ella no dejaba de hablar de sus grandes relaciones con duques y ministros; pero conocían el mecanismo tradicional de la política y el arraigo de los «señores», que formaban en el pueblo un partido formidable.

Rara y singular ofrecíase a los ojos de Esteban, ciertamente, aquella tertulia de paletos, de hombres de paño pardo o de blusa (puesto que el propio Pablo Bonifacio, el más caracterizado, no era sino un infeliz labradorzuelo), presidida en el bello cenador de delante del chalet por la mujer elegantísima, que si no fuese en realidad amiga de tantos personajes, de tantos aristócratas, según ella repetía, mereciera serlo por su empaque. Estaba vestida y alhajada siempre, desde los pies hasta el peinado, con lujo y riqueza tal, que no desentonase en un salón.

Si el enfermo había pasado bien la noche, levantabanle, vestíanle, traíanle al cenador ella y un criado y lo instalaban en el canapé chino de bejuco lleno de almohadones; si no, dejábanle en el lecho y reuníanse Evelina y los demás a ocupar las artísticas mecedoras del jardín, a cuyo blando balanceo habían tenido que irse acostumbrando, entre risas indulgentes de la dueña de la casa, los rústicos amigos. Logró, además, poniéndoles una escupidera, que no escupiesen ni tirasen al suelo las colillas.

Cierto Esteban de que habrían de entretenerle (y no podría dilucidar si contra su gusto o con su agrado) las charlas de Evelina, dejaba para la última la visita del chalet. Era el modo de no perjudicar a otros enfermos. Cuando llegaba, a punto de las diez, ya estaban los demás -y sobre todo y constantemente Pablo Bonifacio, que en su calidad de pequeño propietario no tenía grandes quehaceres-. Evelina acogía sumamente amable al médico, como única persona que pudiese comprenderla y que sufría asimismo, bajo sus recuerdos de Madrid, el destierro de estos campos. Gustábala verle cerca, bien vestido; y estuviera la reunión como estuviese, levantaba a todos y sentábale a su lado. Para cada cosa que decía le buscaba la aquiescencia y el apoyo; y si había que burlarse un poco de las torpezas de Pablo Bonifacio o de Gironza hablando de la corte, o de la alta vida y de las cosas que ellos ignoraban, la burla surgía sobreentendida y suave de los dos. El bueno y guapote Luis, en tanto, tendido en el canapé, callaba y miraba al aire, añorando sus tiempos de torero; diríase a veces que Evelina, cuando remontándose a las evocaciones mundiales de sus viajes teorizaba acerca de la moral y del amor en remotísimos países -y por cierto con plena libertad en presencia del marido-, envolvíale también un poco en las piadosas burlas de que hacía al médico secreto confidente.

Se discutía, por ejemplo, la distinta condición social del hombre y la mujer, y ella, contra todos los demás, excepto contra Esteban, que opinaba en su favor, sostenía puntos de vista peregrinos: «Una muchacha no debía educarse en el candor, equivalente en suma a la ignorancia, sin que esto la hubiese de servir más que... para caer de un modo candoroso, o para estar siendo durante la vida entera una inconsciente y estúpida enjaulada en su jaula de virtud; en cambio, sabiéndolo todo, la virtud era más fuerte y meritoria». «Una mujer soltera a quien la gustase un hombre, debiera declarársele, ni más ni menos que haría él en caso inverso.»

-¿Qué, no es cierto, Luis?... ¿No me enamoré de ti en la tarde aquélla de La Habana, y no fui yo quien por la noche te envió al hotel una tarjeta?

-¡Cierto, cierto! -confirmaba saliendo de su abstracción el matador.

-Pues ésta fue la base de nuestra felicidad, que yo hubiera dejado pasar por la tonta razón de que tú no me conocieses, y la de una fidelidad y una virtud que, no obstante haberme sobrado siempre adoradores, aún más descansan en mi cariño que no en que hubieras de matarme y matar al que osara propasarse. ¿No es cierto, Luis? ¿No es cierto?

-¡Claro! -concedía el torero, revolviendo en momentánea furia los ojos, lo mismo que si ya buscase a quien darle un volapié.

Y como al decir ella «adoradores» había paseado la vista por el corro en una especie de suave delación aviesa que todos entendían, aquella otra mirada del bravo matador, que tantas veces se las había entendido con las fieras, causaba una impresión de desconcierto.

De pánico tal vez, en Pablo Bonifacio, señalado de una manera especial por la intención juguetonamente perversa de Evelina; de reflexiones y prudencias en el médico, sobre el que había ido a extinguirse aún más lenta y dulcemente irónica la sonrisa de la audaz. Esteban, en verdad, estremecido por lo que había de infierno y paraíso en tales coqueterías, de la que a un tiempo mismo ofrecía y amenazaba, tornaba íntimamente a preguntarse «si no iría de ella enamorándose»...; y por un rato, sin poder al cabo definirlo, quedábase fijo, fijo en Evelina..., fijo después en el marido, con la no grata visión del drama a que su impresionabilidad y esta mujer pudieran conducirle.

Por cuanto a Pablo Bonifacio, no había duda; estaba saturado por la pasión de ella hasta los tuétanos, y de los torvos celos hacia Esteban, que habría venido a interponerse entre los dos, a distanciársela tanto, cuando menos, como sus miedos al torero y la propia conciencia de su fealdad y su rustiquez. Dábale muchas veces a Esteban compasión, y particularmente si Luis quedábase en la cama, el advertir el sufrimiento, el vencimiento de que sentíase víctima el pobre ganapán así que entraba él y le concedía sus preferencias la coqueta.

¡La coqueta! ¡La coqueta, sí!... ¡La temibilísima coqueta que complacíase en incendiarle al buen hombre sangre y alma, igual que al albañil, igual que a todos, por una peligrosa y cruel necesidad de saberse ambicionada no la importara por quién, y hasta por el gigantesco orangután de faja roja y sucio sombrerote que era el tal Pablo Bonifacio!...

-Evelina -díjola el médico una mañana en que el burdo adorador, herido y humillado, los dejó solos de improviso-, es usted mala, mala de verdad con ese hombre.

-¿Yo, doctor, por qué?

-Porque le trae usted loco.

-¿Loco?

-Enamorado.

-¡Bah!... ¡Quizá!... ¿Y es culpa mía!... ¡Qué desgracia! He tenido siempre la fatalidad de que tantos como me hablan se enamoren. ¡No incurra usted mismo, doctor, en esa tontería! ¡Resulta fastidioso!

Tragó saliva Esteban, y hábil se esquivó de la perversa fatua (que le miraba y sonreía con una provocadora seducción cuyo poderío no fuese tanto si no fuera tan hermosa), diciendo:

-¡No! ¡Ése, más que los demás!... ¿No la ha dicho nunca nada?

-Nunca. Y sufre el infeliz. Pero sabe que no se juega con Luis, y sabe, más y mejor, que una declaración suya me haría estallar de risa. ¿Se ha hecho la miel para la boca del asno, doctor?

-Entonces... usted debía desengañarle.

-¡Cómo!... ¿Sin que me diga nada me voy a anticipar?...

-La dice a usted todo con los ojos, y usted puede dejar de decirle con los ojos muchas cosas.

-¡Vamos! -lanzó Evelina, en una carcajada-. ¿Está usted celoso de él? -Y cesando de reír, añadió, mirando a Esteban intensamente y echándose atrás en la mecedora, al mismo tiempo que cruzaba una pierna sobre otra (con lo cual lucía hasta la mitad la de debajo): -Pero, ¡señor!... ¡Qué le haré yo a ese pobre hombre ni a ninguno!... ¡Ellos lo sabrán!... Por mi parte, sólo observo, complacida, que mi trato, cuanto menos, los va volviendo limpios. Se lavan, se peinan, se cepillan... Hay que ver la diferencia de cómo están, a cómo eran.

Sufrió Esteban un bochorno. A él propio, con la revelación de una vergozante pasión igual por Evelina, se le impuso la noción de que asimismo, desde que la estaba tratando, cuidaba más de su persona. En vez de afeitarse cada tres días, se afeitaba diariamente; preocupábase mucho de los puños y de los cuellos, del discreto color de las corbatas, y no había vuelto a usar botas de becerro. La conmiseración en que quedaba unificado, le irritó y le hizo sentir otro arranque de soberbia desdeñosa:

-¡Tiene usted la pierna muy bonita! -dijo mirándola con fría insolencia el bajo de la falda.

-¿Qué?... ¡Oh, qué excusado! -clamó ella, bajándose la ropa, y sonriéndose, aunque sorprendida por el seco atrevimiento.

En seguida, fingióse tocada de pudor y le habló de la ciática de Luis.

No entraba en sus cuentas de dominadora, de fascinadora de hombres, el tono de rebeldía y confiada falta de respeto que acababa de escuchar. Como a una diosa, placíala la libertad de mostrarse irresistible, sumiendo en un mudo y deslumbrado fanatismo a los adeptos.

Un poco de intranquilidad llevóse Esteban, hoy, sobre si hubiese o no cometido una imprudencia irreparable. Sin embargo, halló a Evelina en su visita de la tarde tan gentil, tan gozosa y pronta a llevarle, como siempre, al gabinete donde recluíanse los dos para charlar a tales horas, luego de haber visto al enfermo, que la imprudencia, si lo fue, no pudo por menos de quedar como una norma de mayor jovialidad en lo sucesivo. Luis, rendido del canapé durante el día, acostábase después de comer y no volvía a levantarse. Pablo Bonifacio con pretexto de su era, dejó de concurrir a la tertulia vespertina; en verdad debíase la retirada a la presencia del médico, el cual, no obstante, seguía encontrándosele en el cenador por las mañanas, torvo y siniestro como una trágica amenaza... ganada por el infeliz la delantera con el fin de disfrutar a solas de su muda idolatría ante el ídolo perverso.

¡Sí, sí, Esteban, más ciego por la sensación misma del peligro, presentía que iba el azar reuniendo en el chalet cuanto hiciese falta para producir algún desastre!... Una mujer divina e insensata, un marido que no tenía pizca de cobarde, por mucho que tuviese de torpón y confiado, un temperamento de vehemencia, que era él mismo, y, finalmente, dos o tres recónditos celosos, desairados y traidores. Gironza y Pablo Bonifacio mirábanle a ratos, cuando él y Evelina se miraban, con una envidiosa crispación que daba miedo, y Esteban, muchas veces también, se iba a casa pensando que no merecía la frívola preciosa, no ya la pena de exponerse a un drama terrorífico, que ni siquiera a un escándalo que llenase el pueblo y llegara a su mujer.

Mas... ¡oh, propósito de enmienda!, veíala otra vez, forzado a ello por deber de profesión... y la hechicera le inundaba los ojos y el corazón con sus hechizos. Entonces, sus prudencias, causándole una vergonzosa impresión de cobardía, llevábanle a igualar y aun sobrepasar en audacias a la audaz inconcebible.

Rivalidad de atrevimientos insensatos, cuyo término nadie pudiese predecir.

Él entraba en la huerta a las cinco de la tarde, y había noches que se estaba hasta las diez. El gabinete donde se refugiaban hallábase en el ángulo del chalet opuesto diagonalmente al cuarto del marido. Éste, de tiempo en tiempo, la llamaba a voces, o por medio de los timbres; y la conversación o las canciones se interrumpían para llevarle agua o medicinas, cuando no porque avisase la criada, con un tanto de recelo misterioso, que era tarde, hora de cenar, y que el señor se impacientaba.

Generalmente, si ella no cantaba, se complacía en hacerle oír y en enseñarle relatos y recuerdos de sus viajes. Mirándola Esteban, veíala a lo mejor los senos, por el amplio escote, flojo, así que se inclinaba a él para mostrarle un retrato, una postal, o vislumbrábala el oscuro vello en las axilas, descubiertas por las anchas mangas de los kimonos de tul cuando alzábase las manos hacia el pelo con pretexto de afirmarse las peinetas.

-Tiene usted, Evelina -la decía, fiel a su estrategia de mero observador comentador-, más rubia la cabeza que... ahí bajo los brazos.

Súbita los bajaba ella; reprendíale por la insolencia, pues rehuía constantemente el lanzarle en conversaciones personales, escabrosas, y por un rato, como una tita mayor a un niño terco, ponía en su acento cierta seriedad al seguir contándole cosas de Londres, de París, del Japón, de Buenos Aires...

Sino que el observador seguía observando y comentando, tan tranquilo -para lo cual, hasta en las más recatadas aptitudes de la bella ruborosa, prestábanle ocasiones los tules de su traje:

-¡Mire! ¡diáfano! ¡aquí!... ¡Se ve muy bien: azul la liga, dorado el broche!

-¡Bueno, doctor! ¿Quiere ser formal?... ¡Vaya unas salidas!

Agolpábase los tules al punto señalado, dejándolos transparentar por otras partes, y proseguía sus anécdotas e historias: «En Valparaíso, un ex presidente de república pronto a casarse con ella, prometíala asesinar a su mujer». «A bordo del Mafalda, con rumbo a Buenos Aires, rifó un beso en una fiesta, y dio por él un ruso seis mil francos...»

Táctica, en la una y en el otro. Ella, con sus sonrisas, con sus miradas, con la ostentación de su íntimos encantos en sus ademanes y en la transparencia de sus ropas, procuraba apasionarle, por el único placer de uncirle al carro de sus triunfos desdeñosos; él, escondíala altivo su interés, decíala aquellas cosas insolentes, que eran flores impávidas sin serlo, y la irritaba. La mayor fuerza, en este pugilato, proveníale a Esteban, no sólo de su inmensa superioridad sentimental sobre la torpe, sino de la consideración de que ella, con menos o más empeño, intentase equipararle, a aquellos bestias Pablo Bonifacio y Gironza el albañil...

Llegaba incluso a mortificarla, como nadie, acaso, nunca, con los impasibles comentarios:

-¡Evelina, de perfil es usted menos guapa que de frente!

¡Ah!... Comentaban, discutían la observación. Sin derecho a sentirse herida, por el tono de dulce indiferencia, hízola más efecto cuanto que era la verdad: algo chata su nariz, también decíanselo siempre los espejos. Luego, acababa por querer envolver más en sus mañas y en sus gracias al sutil que parecía constantemente deslizársele.

Una noche, tras de haberse desbocado una vez más en denuestos contra las necias, contra las feísimas y puercas «señoras» de Castellar que tanto la aborrecían por envidia, quiso enseñarle a Esteban su cuarto tocador. Fueron. Estaba detrás del gabinete, en la misma ala de la casa. Comunicaba al paso el dormitorio coquetón, lleno de flores, y en donde ella dormía sin el marido. Deseaba mostrarle bien el contraste de unas mujeres que en la vida se aseaban, y lo que debía ser, lo que era otra mujer exquisitamente limpia. La gran pila de mármol, con grifos niquelados, lucíase regia en un rincón; sus llaves daban el agua a torrentes, y lo mismo las de un lavabo empotrado en la pared, para lo cual, obra nada fácil, habían tenido que construir fuera un depósito y alimentarlo con bomba, de la noria. Dos mesitas, vestidas de encajes y de cintas, como altares, sostenían todo un bazar de perfumes, jabones, peines y cepillos; una de ellas destinábase exclusivamente al cuidado de los pies.

-Beso a usted los pies, ¿eh?... ¡Me río yo, si la fórmula de las cartas tuviera que realizarse con cualquiera en Castellar, o si se les dislocara uno entrando en misa!... ¡Menuda roña, Esteban, vería usted al quitarlas el zapato!

Fue al armario, y por vanidad de pulcritud púsose excitadamente a mostrar sus ropas íntimas: enaguas, camisas, pantalones, saltos de cama como espumas; pañuelos y medias por docenas, riquísimas; corsés, ligas y zapatos. Una inundación que llenaba poco a poco los muebles de la estancia... Esteban contemplábala y contemplaba todo aquello. En el delicioso nido de voluptuosidad y galantería, sentíase transportado a un paraíso sensual, como él no vio nunca, ni en Madrid... puesto que la propia Antonia, con su grande amor y su simpática belleza, no fue una de estas célebres y lujosísimas beldades: Evelina tenía las manos cuajadas de brillantes, de esmeraldas y de ópalos, ni más ni menos que él habíale visto en los retratos de la Otero...; había bajo su túnica una divina bestia como aquellas por quienes príncipes y duques se arruinaban, se mataban..., y era, por tanto, una más que suficiente explicación de todas las locuras para él, para el pobre médico de pueblo que en la vida volvería a encontrarse una mujer, una ocasión por el estilo. El propósito de arriesgarlo todo por ella, si riesgos hubiese de haber en el empeño, quedó en su voluntad completamente firme.

-Oiga, Evelina -dijo, cuando ella dejó las ropas y quiso todavía probarle cuán pronto abriendo el grifo se llenaba la bañera-. Si por un beso el ruso aquél dio seis mil francos... ¿por cuánto querría usted que yo la viese desnuda en esta pila?

-¡Ah, usted! -lanzó ella irguiéndose y cerrando el grifo-. ¡Usted no es millonario! ¿Cómo iba a pagar?

-En ilusiones. ¡Mi caudal está en el corazón y no hay ruso que me iguale!

-¡Bah! -le sonrió.

-¿Qué?... ¿Valen más los francos para usted?

Ella reía, apoyándose hacia atrás en el mármol. Él enfrente, y tan cerca que la obligaba a echar el busto atrás, la miraba codicioso.

-Olvida usted que no fueron para mí; de haberlo sido, no hubieran bastado a pagar mi beso los millones de la tierra.

-Entonces, si yo la diese uno...

-¡Le daría una bofetada!

Pues...

Rápida la escena. Sonó el beso, estallado en plena boca, y sonó la bofetada en pleno rostro del doctor.

Inmediatamente, ofendida, indignadísima, Evelina se parapetó tras una silla llena aún de enaguas y corsés.

-¡Salga! ¡Salga, Esteban!... ¡Salga! ¡Usted no sabe lo que ha hecho!

Esteban, sereno, la seguía mirando sonriente. Sin embargo, pronto, y no por miedo, sino por la absoluta persuasión de toda inútil insistencia, obedeció.

Era tarde; la noche oscura. En el portalón de la huerta sufrió el miedo que no logró inspirarle la agraviada; una sombra, una silueta que recortaba un lejano foco eléctrico de enfrente, hízole reconocer a Pablo Bonifacio dirigiéndose a la Cruz.

¡Espiándole!

Esto le pareció aún más temible que el enojo de Evelina.

Pasó la noche inquieto. Por la mañana, a sus dudas de si iría, o de qué modo, al menos, presentaríase en el chalet, le trajo expedita solución un recado urgente. Le llamaban. Luis se había agravado.

Encontró a Evelina alarmadísima. Unos forúnculos que desde hacía media semana aquejaban al marido, hinchados de improviso, teníanle rabiando de dolores, sin poder mover el cuello, y fusionados en la enorme inflamación, con la apariencia de un ántrax.

Ántrax en efecto. El médico lo confirmó. Había fiebre. Tuvo que hacer desbridamientos. Por seis días, la situación fue peligrosa, y Evelina, contristada, no se movió de junto al lecho. En suspenso las tertulias del jardín y el gabinete, la gratitud de las frases de ella al buen médico que salvábala el marido, y aun sus ojos de coqueta delante de Gironza, de Pablo Bonifacio y del barbero habían ido otorgándole el perdón.

Tardías e ineficaces, por tanto, las explicaciones que ella provocó el primer día en que volvieron a verse solos, cuando Luis, fuera de peligro, quedaba nuevamente reducido a sus reúmas.

-Doctor, usted abusó de su situación con nosotros. Después de lo ocurrido no habría vuelto a recibirle; pero ¡no hay más médico que usted! Así y todo, si quiere que no perdamos la amistad, prometa respetarme.

El doctor, por primera providencia, doblóse a darla otro beso en la desnudez del codo, que ella retiró ligera del brazo del sofá. Sobrevino otra escena de tirantez, en que el reincidente le planteó el dilema de besarla siempre, siempre, o no entrar y salir jamás sino directo al cuarto del marido... y ella, la coqueta, leyéndole la decisión en la impávida sonrisa, tornó a sentarse un poco lejos. Esteban demostró en seguida que la falta de respeto y el agravio por parte de cualquier hombre en presencia de una mujer tan reladronamente guapa no estaría en besarla, sino en dejar de sentir el ansia de besar, irresistible... Homenaje a la hermosura. Reacción bien natural. Si la vista de una bella rosa despierta el impulso lógico de olerla y el de una buena fruta el de comerla, el de una soberana beldad despierta el de los besos... Él, por ejemplo, maldito si tenía que contenerse en tal sentido ante las «señoras del pueblo», feísimas y puercas... Y, por lo demás, un beso ¿qué?... ¿No era el saludo de etiqueta?

-¡Ah, pero en la mano! -puntualizó Evelina, tendiéndole la suya-. ¡Ahí ya puede usted besar cuanto le plazca!

La tomó Esteban y hartóse del antojo. Besaba a menudos besos las uñas, los anillos, que le daban una sensación de fausto sensual con su rica y dura pedrería, la muñeca... luego púsose a chupar la punta de los dedos, como caramelos de los Alpes, y Evelina, que abandonábale la mano sonriendo, tembló y la retiró...

Trataron un convenio: si esto, fórmula al fin de cortesía, le bastaba a él como saludo al verla y al partir, no veía la menor dificultad en concederlo la que, por otra parte, quería demás a su marido y tenía sobradísima conciencia de sus deberes conyugales.

-Conste, pues, para que usted no se ilusione; antes que faltarle a Luis me mataría.

Se conformó el médico, seguro de haber sentido en el estremecimiento de ella a una terrible lujuriosa sujeta ahora a la abstinencia.

Para dejar el pacto en una más pérfida invitación de intimidad, hízola saber que Pablo Bonifacio le había espiado cierta noche. A los ojos de él y de los otros contertulios, quizás estuviesen ya pasando por amantes.

No le importó a Evelina, por no ser cierto «ni haber de serlo nunca», lo primero, y, además, porque contaba con la servil discreción de Gironza y Pablo Bonifacio.

Este había venido justamente hoy a noticiarla, afligidísimo, que ya le estaban formando causa los «señores», igual que al albañil; que habían cerrado el Círculo Republicano, y que a Luis y a ella teníanles puestas (¡qué barbaridad!) ochocientas pesetas de consumo; en vista de lo cual, ella había escrito a Madrid pidiendo la destitución del juez, la no aprobación del reparto y la reapertura del Casino. ¡Cuestión de pocos días!... ¡Y ya iban a ver quién era ella!... ¡Bah!...

Iban cumpliendo lo pactado, salvo alguna que otra extralimitación de confianza. Llegaba el joven y besábala la mano. Sentábanse sin hablar más que como íntimos amigos, como buenos camaradas, y en la estrechez del confidente, viendo postales o portafolios, se juntaban dulces sus rodillas. Otras veces al descuido, y en tanto ella contaba cualquier cosa interesante, él se apoderaba de la mano seductora y teníala entre los labios. Su trato y sus conversaciones tocaban en franquezas sorprendentes. Siempre comedido él y Evelina vanidosa de sí misma, de su beldad, así que Esteban se permitía la más ligera duda referente a los treinta años no cumplidos que ella decía tener, probábale su juventud, la frescura y morbidez de su cuerpo con irrefragables argumentos. «¡Mire, toque!» -hubo de intimarle repentina un día, descruzándose la bata y enseñándole los blancos senos ideales... Tocó Esteban. Se rindió, se convenció. Ni vírgenes ni mármoles se la pudieran comparar. «¡Mire, vea!» -dijo en otra ocasión alzándose la falda a medio muslo, sólo porque el médico creyó imposible piernas más perfectas que las de una bailarina retratada en Nuevo Mundo; y añadió, dejando caer el cendal deliciosísimo -«¿Ve usted la Médicis que tengo en el jardín?... ¡Pues si fuese más grande, de tamaño natural, me comprometía a ponerme en cueros una noche junto a ella pintándome de blanco, sin que usted pudiera saber cuál era yo y cuál la estatua!» Lo ya visto por Esteban hacíalo harto creíble.

No eran frecuentes, sin embargo, estos rasgos de Evelina. Además, o surgían imprevistos y espontáneos, o resultaba inútil que él la provocase. Testaruda, ni logró Esteban (que porque sí, porque quiso, había empezado a tutearla) que correspondiérale a su vez. Insistía, llamándola al fin siempre de tú, y ella, molesta la primera y segunda tarde, acabó por no hacer caso, pero sin apearle a él el tratamiento.

Y... ¡ah, sí!, ¡lo maravilloso!, ¡lo estupendo!... Ocurrió, incluso en el plazo previsto, lo que ni el médico ni los mismos interesados esperaban. Una orden de Madrid, a rajatabla, transmitida por el Gobierno provincial, echaba abajo el reparto de consumos; otras, de la Audiencia, decretaban la reapertura del Círculo, sobreseían las causas de los dos amigos de Evelina, destituían al juez, y nombraban para sustituirlo, ¡el colmo!..., a Pablo Bonifacio.

Una bomba, en Castellar.

Esteban, al recorrer la visita, ya advirtió una sorda agitación sombría entre los «señores». Iban tristes y apremiados de un lado para otro, al Ayuntamiento, al telégrafo, al Casino, celebrando conferencias y consultas. Macario llevaba y traía recados con más celeridad que en bicicleta... Todos, con cara de estupor, acudían últimamente a casa de don Indalecio Cayetano, cuyo cacicazgo sufría tan rudo golpe.

El chalet, por el contrario, rebosaba de alegría. Evelina, sentada como una reina al lado del yacente esposo, repartía en su cenador café coñac y merengues. Allí estaban, llenos de admiración y asombro, Gironza, Pepe el barbero, Zurrón, tres o cuatro más y Pablo Bonifacio, el nuevo juez -a cuya expresión de inmensa gratitud unía la suya su mujer, horrible y gorda como un sapo-. Se brindaba por la jefa, por la bella influyente inverosímil, por la todopoderosa. A las once, y después de haber corrido Castellar entero triunfalmente, vino un grupo de obreros en manifestación de regocijo delante de la huerta. La agasajada hízoles pasar, y mandó por vino y por tabaco. Vivas, gritos, algazara..., pequeña arenga, también, de Evelina, que les prometió solemne, sin dejar de sonreír, destruir enteramente el poder de los «señores»... ¡de los ridículos «señores»!... Para que más éstos rabiasen, y para que no pudiesen dudar de dónde el golpe les venía, tuvo una ocurrencia maquiavélica: enganchar su coche, que en él montaran el nuevo juez y la Junta directiva del Círculo, allí presente, y que seguidos por los demás fuesen primero al Círculo a consagrar la reapertura y luego a darle posesión del cargo a Pablo Bonifacio.

Lanzáronse unos cuantos a la cuadra. El vehículo estuvo listo en un minuto. Quisieron por aclamación que ella fuese tal que en una apoteosis de teatro, y no accedió; pero vio partir el tumulto con Esteban, un tanto escondido para que no creyese nadie que él mezclábase en política, desde una azoteilla de las tapias exteriores que daba hacia la Cruz.

-¿Eh? ¡Caramba, tú! ¡¡Madama de Valois!! -aduló él, no muy seguro de la exactitud del parangón, por andar flojo en historia.

Pero le entendió Evelina.

-¿Eh? ¿Qué te parece? ¿Qué creías? -dijo a su vez, tuteándole en su ímpetu de orgullo y entusiasmo-. ¿Qué habíanse imaginado, que soy yo los pobres tontos de este pueblo?

-Oye, ¿y de quiénes te has valido?

-¿De quiénes?... ¡Bah, de cualquiera, para esto tengo amigos por docenas!

Pensó Esteban que esta mujer, antes de casarse, habría sido la querida de muchos personajes de Madrid, alguno de los cuales conservaríale afecto.

Al día siguiente el flamante juez hallábase en funciones. Al otro celebrábase en el Círculo Republicano un mitin social, con propagandistas de Oyarzábal; los «señores», aterrados, consternados, no se atrevían ni a andar siquiera por la calle...

Y he aquí que en la tarde del mitin, rebosante Evelina de victoria, y acaso de champaña (pues habíanselo traído de Oyarzábal para darles a los forasteros y amigos predilectos un semibanquete), Esteban, que de intento no fue a verla hasta que todos se marcharon en caballos y en el coche, la encontró contenta y excitada como nunca. Ebria, se podría decir. Visto el enfermo, se trasladaron los dos al gabinete, y aún quiso ella con dos últimas botellas festejarle. Había dulces también. Comieron y bebieron. Reíase mucho Evelina, sentábase al piano, cantaba y tuteaba al joven con frecuencia.

De pronto, conteniéndose y conteniéndole al beber la cuarta copa, le plantó:

-¡Verás! ¡Verá usted, Esteban!... ¡Vamos a beber el champaña en carácter! ¡Cómo me recuerda esto los tiempos de Madrid, del mundo!... ¡Te voy a dar una sorpresa!

Pasó a la alcoba, cerró las vidrieras, y veinte minutos después aparecía soberbia, magnífica, toda llena de joyas, con un riquísimo traje de cupletista que dejábala al aire las piernas, los brazos, los pechos...

Volvió a sentarse junto a Esteban, casi encima, y brindaron y bebieron. El besábala en un hombro, la abrazaba la cintura... y no parecía Evelina darse cuenta, más borracha cada vez... Pero la besó en la boca, y entonces sí... le largó una bofetada. Al segundo de estos besos protestó.

-No, oiga usted, oye tú. ¡Basta, Esteban!... Eso... nunca, bien lo sabes... Mira, vas a ver mis trajes... todos, todos... ¿Quieres? ¡Un caudal!

Desapareció de nuevo y sacó otro, más escotado aún, verde y cuajado de imbricadas lentejuelas que la hacían parecer una sirena. De pie Esteban para examinarla en sus detalles por el peto y por los hombros, la dio otro beso en la boca... y Evelina, aceptándoselo en unos más que largos instantes que embriagaron de otras embriagueces a los dos, huyó y le retiró, al fin, sus prevenciones...

-¡Que no, Esteban! ¡Sé formal!... Ahora, ¡espérate!... Voy a tardar un poco, porque son mallas. Y no te asomes, ¡ojo!, ¿eh?

Cuerdamente creyó el apasionado que ésta era la feliz invitación. Temblaba. No sabía por qué, temía y ansiaba con ansias del infierno lo que iba a suceder. Mirando a través del vidrio, veíala borrosamente desnudarse, porque el visillo era espeso. Entreabrió luego la puerta, sigiloso, y pudo contemplarla en cueros, por la espalda, poniéndose la malla, al lado opuesto del lecho.

Entró..., llegó hasta ella de puntillas; la abrazó. Evelina ahogó un grito y se le deslizó rápida y suave como un pez de entre los brazos. Corrió, y arrancó la colcha de la cama, envolviéndose cuando él volvía a alcanzarla. Fue una lucha feroz y lamentable..., larga, de esfuerzos y gemidos. Ella, teniendo que atender a ocultar su desnudez entre aquellas derribadas sedas de la colcha y a rechazarle, mordíale furiosa: «¡Que no! ¡Que no! ¡Que me haces daño!...» Enérgica, logró escapar cuando ya veíase casi tendida encima de él y de la cama..., y con un tal esfuerzo de brutalidad y de violencia, que Esteban, vencido y renegado, sin moverse, le lanzó con toda la rabia del dolor de sus mordiscos y de tantas burlas al fuego de su sangre:

-¡Oh, tú! ¡Maldita seas!

Y fue un conjuro que tuvo la virtud de contenerla, de convulsionarla, de petrificarla... allí de pie, mal envuelta por las sedas, tocada en no sabríase cuál galvánico resorte de sus supersticiones de bruta o de su orgullo.

Por un momento no se oyó más que la fuerte respiración de su nariz y el jadear del insensato.

Luego, ella, que miraba cómo a él fluíale sangre de los dedos, prorrumpió:

-¿Por qué..., por qué me has dicho eso?

Dobló la frente, llevóse a los ojos ambas manos, empuñadas en la colcha, y fue presa de una súbita y trémula explosión de llanto de borracha.

Acercábase a la cama, lenta. Tomó la inerte mano herida, y la besaba.

-¿Por qué me has dicho eso?

Las lágrimas se confundían en los besos con la sangre. Esteban la enlazaba, la atraía...

-¿Por qué me has dicho eso? ¿Por qué, por qué me has dicho eso?

Era una aterrada. Era una sumisa entregada por un absurdo conjunto inexplicable de terror, de bestialidad, de piadosa vanidad, de inconsciencias del alcohol y la lujuria...