El médico rural: 13
Capítulo II
De los señoritos, ninguno usaba bastón; pero alguien advirtió a Esteban, regalándole uno, que era propio de médicos; y al salir a la visita se apoyaba en él -fuerte, de acebuche-. El donador le había explicado que el puño, tallado con navaja, representaba una cabeza de pato con un higo en el pico. ¡Bien!
Servíale para no tropezar en los guijarros. Acostumbrado a orientarse, no necesitaba al alguacil que le guió los tres primeros días.
Grande el pueblo; sin embargo, bastante rectas y bien rotuladas las calles y todas las puertas con número. Entre las bajas viviendas blancas, alzábanse de cuando en cuando otras de dos pisos, azules, nuevas, en muchas de las cuales entraba el joven estirándose los puños, por tratarse de gente encopetada.
Señores y señoras que imponían, casi todos parientes entre sí, de las familias de los Guzmán o de los Márquez, deudos de un conde de otro pueblo, senador por el distrito, y llenos de igual aristocrática tiesura que si todos fuesen condes.
Esteban temía a veces haber pasado con demasiada rapidez desde una aldea de pobres botarates a un pueblo de gente ilustre y principal. Los saludos de entrada y de salida poníanle siempre un poco torpe, de tan ceremoniosos.
-¡Vaya con Dios, don Esteban! ¡Buenos días!
-¡Buenos días!
-¡Caramba! -miró, y vio a una dama en una reja. Aunque tarde, quitóse el sombrero cortésmente. Debió decir: «¡A los pies de usted!» o «¡usted siga bien!», al menos. Habíale sonreído finísimo la dama. Alejábase confuso. Habiendo reconocido en ella a doña Claudia de Guzmán, la vecina por las traseras del huerto, tan simpática con sus canas y su aspecto que recordábanle a su madre, ni le dio siquiera las gracias por los tres jamones que ella acababa de enviarle. Espléndida de veras. Días atrás, estuvo a visitarlos, luego de haberles regalado también doce quesos de oveja, riquísimos, dos carros de leña y seis gallinas.
No era cosa de volverse a subsanar la incorrección. Jacinta y él irían a cumplirla la visita antes que a nadie.
Volvió a pensar en los enfermos. Muchos, como era consiguiente en una clientela no pequeña donde contábanse desde pescadores y artesanos hasta delicadas señoritas, tenía que ser amplia y muy otra que en Palomas la terapéutica de uso.
Efectivamente, aquí tenían costumbre de específicos modernos, de cosas nuevas, de alcaloides, de esencias y artimañas para encascararles a las drogas el sabor. La práctica, o séanse las señoras (que lo sabrían por otros médicos), les enseñaba procedimientos útiles a que no aludían los libros: una buchada de aguardiente fuerte, por ejemplo, encallaba la boca y dejaba tomar sin repugnancia el aceite de ricino.
Deteníase en la farmacia y, a título de curiosidad (que al ingenuo farmacéutico, tomándola por celo, forzábale a tenerlo todo en orden), miraba las cajas y los frascos a fin de conocer algunos medicamentos que veía por primera vez. Iba anotando la dosificación de los activos en un hojita del carnet, y, frecuentemente, antes de recetar, la consultaba al disimulo.
Así lograba bandearse, y nada mal hasta el presente. En clase de notabilidad, ya le habían llamado a Quintanilla, donde le extirpó al alcalde una falange necrosada, y a Torres de Morón para un delirium tremens; aliviados los pacientes, goteaban de ambos pueblos los que venían a consultarle. Veinticinco pesetas cada viaje y dos cincuenta las visitas... ¡trece duros en diez días!
Hoy, domingo, tocando en la iglesia las campanas, andaba la gente peripuesta por las calles. Apenas si encontraba a los enfermos leves en sus casas. De los de algún cuidado, el que inquietábale más era un porquero que vivía en el Altozano; aquejábanle dolores al oído. El buen hombre, en su ignorancia, se empeñaba en que tenía una gusanera. Reconocido con una lente, que mal que bien enfocaba dentro el sol (ya que Esteban carecía de espéculum auricular), había podido verse una acumulación de porquería; y quitada ésta con inyecciones béricas, quedaba el fondo nacáreo y supurante de la otitis.
-¡Don Esteban, que no, que no es inflamación, que son gusanos! ¡V'usté que como duerme y anda uno siempre con los cerdos!...
-¡Sí, hombre, bueno, sí! ¡Sí, son gusanos! -dejábale creer al testarudo-. ¡Pues con esto van todos a morirse y a salir!
Sonreíase. Transigía con la ignorancia de estas gentes. Muchos decíanle que sentían un bicho en el estómago.
Le cambió el calmante de láudano y aceite de almendras dulces por otro de cocaína, y se marchó.
Ya acabada la visita, volvía a las calles céntricas.
Seguía encontrándose señoras y artesanas: aquéllas de negro, con mantilla y con una erguida dignidad que hacíales caminar mirando al suelo; éstas provocativas, con trajes colorinescos y muy pintadas las mejillas, los labios y los ojos.
-¡Eh, eh, Esteban! ¡Hombre, ven!
Juan Alfonso estaba con otros dos en la puerta de la iglesia.
Le dieron un cigarro. Quedóse allí, charlando y viendo entrar la gente.
-¡Adiós, niñas; adiós, tita! -no cesaba de repetir a cada grupo de damas Juan Alfonso, mientras los otros quitábanse el sombrero.
Se hacía un silencio como una estela de respeto al paso de ellas, y en seguida, en este corro y en otros, formado el más numeroso por señores viejos, tíos y parientes también de Juan Alfonso, resurgían discretos los picarescos comentarios ante cualquier pastorcita que cruzaba. Cambios de miradas rápidas, sonrisas leves, expresivas, en que Esteban hubiese creído vislumbrar secretos dulces.
No tuvo que adivinar, porque de sobra íbanle informando los gestos y palabras del francote Juan Alfonso, del audaz y rígido Macario y del pobre diablo Cascabel.
-¡Contra, la Felisa!
-¡Qué guapota!
-¿Sigue con tu primo Andrés?
-Sí.
Pasaba la Felisa, morena almibarada, miraba a Andrés, y no obstante la expectación de todos, más disimulada en el corro de señoras respetables, y de «seguir» con el allí presente primo de Juan Alfonso, en un coquetón jugar de ojos rendíale a éste su buena voluntad.
-¡Aire la Florencia!
-¡Qué ladrona!
-¡Y con su golpe de barriga!
-¿De Perico?
-¡Claro!
-¡Hay quien dice que tuya, Juan Alfonso!
-¡Quiá! ¡No me ha gustado nunca, por guarra!
Sumióse en la oscura puerta la Florencia, no sin haber sonreído amablemente a Perico en primer lugar, y luego al desdeñoso, y se hizo otro obligado silencio, porque llegaban señoras. Todo el mundo saludaba. Esteban reconoció a la hermana y a la madre de su amigo, altas como él, graves como reinas, y acompañadas por el padre, que se quedó en un grupo de parientes.
No fue obstáculo para que el hijo continuase acogiendo y contestando tiernos homenajes. Además, le pareció a Esteban notar que el mismo padre recibíalos con disimulo. Juan Alfonso debía ser, en Castellar, el tenorio indiscutible. Cuantas veíanle, en no siendo señoritas, tenían para él una más o menos tímida o descocada admiración. Hallábase arrogante, todo afeitado, con el pantalón de punto, el marsellés, y el gris sombrero de ala ancha. ¿Por qué sus primas y la sobrina del cura y las hijas del notario eran las únicas que pasaban a su lado indiferentes?... Como explicación, tuvo Esteban que recordar lo que en paseos de confidencia habíale dicho días atrás el propio Alfonso: «No tenemos novias. Se trata de un pueblo tan decente, que nunca verás a las señoritas por las rejas. Ni van a bailes, ni a visitas; las bodas las conciertan las familias, y es mejor, ¡no como en Sevilla!, y así puede uno casarse cierto de que no le han sobajeado a su mujer cuarenta mil»...
-¡Chacho!, ¿eh? ¡Tu Eulogia!
Le avisaban. Acercábase esta vez una muchachota de negros ojos y labios gordos y encendidos. Mirando a Juan Alfonso, lucía con tanto orgullo la ostentación de estar siendo su querida, como la cruz y el calabrote de oro que caíala sobre el alto pecho por la roja y enflecada pañoleta.
-¡Concho, si está de buten, tú! -la aduló Macario, sabiendo que siempre sus elogios de hombre experto éranle gratos al amigo.
-¡Psé! -aceptó con displicencia Juan Alfonso.
Y Macario, tocado por Cascabel con la rodilla, se engalló. Su Irene presentábase a la vista. Casi tan guapa y menos charra que la Eulogia, traía pendientes y sortijas de más lujo, de más gusto.
-«¡Je-jem!» -contestó el discreto a otra no menos discreta guturación de su querida.
Juego de prudencias. Esteban, advertido, pudo observarle al esquelético Macario, alto como un siniestro y rubio Mefistófeles, el ademán de disimulo con que afrontó el paso de su coima. Casado y maestro de escuela (si bien habíale tomado Juan Alfonso un auxiliar, a fin de librarle de las clases), no era jactancioso. Valiente y hábil, levantábase a las once, ayudaba en todo lo que fuese chanchulleo de la política y sabía mejor que nadie tallar y pagar la banca en el Casino, cuando poníala con su dinero Juan Alfonso, o en las ferias de los pueblos inmediatos, donde establecíala con gran provecho por su cuenta. Hombre simpático, de gesto duro, de palabra terminante, gozaba de omnímoda influencia. Su dominación suave, pero enérgica, efectiva, llegaba a recelar a sus mismos protectores; por ejemplo, ahora, ante aquella Irene, que habría quizá parecido más bonita que la Eulogia, Juan Alfonso se creyó en el caso de apartarse con Esteban y advertirle:
-La deshonró mi padre, ¿sabes?... Luego la tuve yo; pero me hartó, porque es una borrica, y se la he dejado a ése.
-¡Tu padre!
-Sí. ¡El primero!
Sonaba el tercer toque de campana; removiéronse los hombres y entraron: la misa iba a empezar.
Esteban tenía que acabar de arreglar su despacho, y partió con Cascabel -más aficionado, según iba diciendo, a ver a las «hijas de su alma» que al cura.
Grande hablador este Cascabel, y con el sonoro descuido o inconsciencia a que parecía aludir su mote, era pequeñín y desmedrado hasta el ridículo. Flaco y rubio como una empequeñecida contrafigura del maestro, con el cual tenía ciertos bohemios puntos de contacto, la mansa audacia trágica de éste volvíase en él cinismo cómico e insulso... Hijo de una rica familia extinguida por la tisis, tosía como un desesperado, desde que a los veintiún años se quedó huérfano y solo; púsose un plan de juego, niñas, juerga y aguardiente, para cuya realización emprendió viajes a todas las ciudades andaluzas, y en poco espacio se arruinó. Volvióse a Castellar, vendió la última tierra, y con los once mil reales estableció una tiendecilla de ultramarinos y licores que se iba comiendo y bebiendo poco a poco. Contaba que, después de haber sido o pasado por un gran señor en muchas partes, durante las épocas de ahogo fue en Cádiz marinero, por los pueblos torero de capea, y limpiabotas en Jerez. En Málaga solicitó, y no quisieron darle, por falta de influencias, la plaza de verdugo. En fin, conservaba su tisis en alcohol y hallábase dispuesto a no estirar la pata mientras le quedase en el comercio siquiera un salchichón, siquiera una botella.
-Bueno, vamos, señor médico -inquirió-, ¿le gusta el mujerío?
-¡Sí! -repuso Esteban, que justamente iba preocupado con lo que acababa de ver en el desfile-. Por cierto que oiga, diga, amigo Casc... ¿cómo es su nombre?
-Diego; pero Cascabel es mi alias del toreo, y entiende uno mejor.
-Bien. Decía que me ha chocado ver tantas muchachas... alegres: la querida de éste, la de aquél, la de... ¡tantas casi como han ido pasando! ¿Es que en Castellar... son todas alegres?
-Hombre, no. Ya ve usted que ha entrado también el señorío, y...
-¡No, claro! ¡Refiérome a las otras!
-Pues las otras, como las otras..., si se quiere decir la clase media, la clase baja, tampoco, en general: por más que tenga su alma en su armario cada hija de mi alma y ande la que más y la que menos con la mosca en la oreja por el lujo y el aquel de los ricachos. Lo que hay es que a misa de diez acuden las señoras, y con ellas los señores, naturalmente; y para timotearse con éstos y lucirse entre ellos y ellas con sus rumbos, acuden también las siete u ocho lumias del pueblo como moscas a la miel.
-¡Ya, vamos! -admiró el médico-. De modo que... en esta misa de elegancia, los dos extremos: la alta representación de la virtud, por una parte, y por otra... ¡Claro es que las señoras no conocerán a esas muchachas!
-¿Que no? ¡De sobra! ¿No ve usted que al liarse con los señoritos de la casa han sido todas sus criadas o pastoras? Además, eso de la alta virtud habría que verlo: ¡mujeres al fin, las de abajo y las de arriba!... Y muchas de arriba, no diré que no... por feas o por el punto de orgullo de no rebajarse de su clase, si no han de apañarse con parientes, que no es lo natural, pero algunas, cuando menos, y por cierto de entre la gente más pintada, como la doña Juanita Gloria Márquez, hilvanada con el coadjutor de la parroquia, y como la señora de don Anselmo Cayetano, que se ha acostado ya con tres o cuatro médicos... ¡Mire! ¡En nombrando al ruin de Roma...! ¡Allí viene el marido!
Siguiendo la indicación de Cascabel, vio Esteban por la acera de enfrente a un señor que acababa de aparecer entre unos carros. A pesar de la confusión en que se hallaba con tanta gente nueva, con tantas presentaciones, reconoció en éste a un Guzmán de los que más habían intervenido con los Márquez al darle a él la titular. Saludáronse. Era un hombre alto, fuerte, tosco, que no mostraba su alcurnia más que en las ropas de labrador endomingado, en el gran puro que llevaba entre los recios dientes y en el lento y majestuoso modo de marchar.
-¡Ése! ¡El mismo que viste y calza! -añadió bajando el tono Cascabel-. ¡Su mujer le va poniendo hecho un bosque la cabeza! ¡Le gustan los doctores a la hija de mi alma!
-¿Los doctores? -admiró Esteban, intrigado por lo que pudiese afectarle en la noticia y sintiéndose dentro despertar al animoso de sus tiempos de estudiante.
-Le gustan y lleva tres: uno, a quien yo no conocí; otro, don Justo Zenara, hace seis años, y este don Ramón que acaba de marcharse, porque un pariente le ha nombrado no sé qué de La Coruña. Especialmente con don Ramón, un escándalo. Fueron muchos a despedirle a él y a su familia, en Oyarzábal, y al salir el tren dicen que los dos armaron una juerga de adioses, de llantos, de pañuelos, que tiritaba el nuncio.
-¡Caramba!
-Sí, señor. Andaba loca por él; y eso que, aunque jaquetón, era feúcho. ¡Ella es la que es buena moza de verdad!... Conque ojo, don Esteban, y a irse preparando; porque ya se sabe que el médico, así que llega, toma posesión de la barbiana más barbiana de este pueblo.
-¡Hombre, por Dios!
Despidióse Cascabel, al verse cerca de su casa. Esteban continuó hacia la suya sorprendido, pensando que estaba en un pueblo singular; en un pueblo de perversiones, de extraña mezcla de honradez y de imprudencia, de virtud y prostitución; en un pueblo donde la vida reaparecía jovial y loca con todos sus absurdos, lo mismo que en Sevilla, lo mismo que en Madrid, y más acentuados los contrastes por el minúsculo conjunto, así que sentíase libre de las hambres y miserias de Palomas.
Sin embargo, no debía ser cierto lo que el trasto aquél refería de las señoras.
¡Oh, no! ¡Estas señoras de Castellar, por encima de calumnias, debían de permanecer tanto más encastilladas en su orgullo y en su honor, cuanto que sus mismos hombres, y a conciencia de ellas, para la defensa de aquel honor, de aquel orgullo, las tenían en torno la indecencia organizada!
Al entrar en casa, con la idea de pedir sin pérdida de tiempo el espéculum auricular para el porquero, se admiró de ver el portal lleno de gente que esperaba a la consulta. Forasteros. Lo menos quince. Como cada enfermo solía venir acompañado de dos o tres parientes, quería decirse que iba a tener sus cinco o seis... a diez realitos. ¡Ah, la mina que era Castellar!
La sorpresa le aumentó al divisar al porquero mismo, con un papelito en la mano y muy contento y sonriente. Fue el primero que entró tras él en el despacho.
-¿Eh? ¡Ar pelo! ¡Mire, don Esteban! ¡Qué medecina aquélla, recristo!... No se han muerto; pero se atontaron deseguía, salieron! ¡y aquí los tiene usted!
En el papel mostraba cinco gusanos, semejantes a grandes granos de arroz cocido, con un negro puntito brillante por cabeza, y que no cesaban de agitarse.
-Tiene usté que darme, pa guardarla, esta receta. ¡Ar pelo!, ¡ar pelo!... ¡bueno ya!... Fue la mujé por ella a escape, y en ve de cuatro gotas, que usté dijo dije yo, poniéndome de lao: «Anda y échame to el frasco, a ver si se ajogan mejó los maldecíos...» Asín fue: al minuto, fuera los gusanos. La mujé me los acabó de quitá con una horquilla.
En su gozo, expresaba la gratitud hacia Esteban, tras haber manifestado una grande admiración por el éxito admirable ante aquellos forasteros que llenaban el portal.
Y Esteban, aturdido, sin decir palabra, cuando el buen hombre se marchó, tuvo que rehacerse.
¡Gusanos, sí! Los había visto por sus ojos.
La cocaína los desprendió narcotizados.
Esto es, que se trataba de un efecto que él no leyó jamás en libro alguno; pero, fuese por lo que fuese, de una insigne torpeza suya, digna de haberle puesto en ridículo, y... al revés, convertida en triunfo por la casualidad de haber recetado un narcótico y por la aún mayor torpe imprudencia del porquero al soplarse de una vez aquella enormidad de cocaína.
El porquero y su mujer, igual que aquí, habrían contado y contarían por el barrio y por el pueblo tal victoria.
¡Oh!
Fue a la puerta, y abrió, grave, estirado, comediante...; llamó al primer enfermo.
Más que nunca, en el misterio o en la compleja dificultad de su carrera, acababa de aprender cuán era indispensable una circunspección de farsa en los diagnósticos.
Por brutos que fuesen los pacientes, tomaríales en cuenta su opinión, así viniesen a decirle que tenían un caimán en la cabeza.