El médico rural: 04

El médico rural
de Felipe Trigo
Primera parte
Capítulo IV

Capítulo IV

Seis días después, por influjo del señor Porras, lograron mudarse a una de las casas más decentes del lugar: la del tío Boni, viejo gordo y gigantesco, de cara y ademanes de arzobispo, que partía temprano hacia su viña, detrás y al paso lento de una yunta de borricas, no volviendo hasta la noche, y cuya mujer, alta, seca, garrotosa, pero limpia, padecía ataques epilépticos. Sin hijos, este matrimonio redújose a dos cuartos interiores, cediéndole al médico lo mejor de la vivienda.

Jacinta pudo ver sus muebles en una sala y una alcoba que, si bien pequeñas, tenían bóvedas, suelo de cal y ventana con un minúsculo cristal en un postigo; a desear más luz, podría abrirse completamente la ventana, poniéndola un bastidor de muselina, que defendía de la maldita paja de la calle.

Esteban instaló sus libros, su despacho en otra salita de enfrente, que a través de una portada sin puertas, adornada con un claro cortinaje, daba acceso al cuarto del niño y de la Nora.

Además, disponían de la despensa; e igual que los caseros, del ancho caño del pasillo, del corral y la cocina.

Fue un primor. Arreglada la casita al gusto de la médica, la gente desfilaba a verla en procesión inacabable. Esteban, por otra parte, hallábase contento; habíanle llamado para asistir a un tal Tomate, que se dislocó un codo, y sobre sus mismas desconfianzas en aquella activa intervención, contemplada también por medio pueblo, atúvose a los precisos recuerdos de sus libros y obtuvo un éxito brillante. Tanto más cuanto que, al llevarle, el tío Potes le fue diciendo «que estas cosas de brazos rotos eran muy acérrimas, impropias de los médicos, y únicamente entendidas por un famoso curiel de la comarca, que agarraba un gallo, le descoyuntaba los huesos uno a uno y volvía al instante a componerlo, soltándole tan listo en el corral». Ver, pues, la destreza con que el joven acertó a reducir la luxación, calmando los dolores del Tomate; ver aquellas vendas de algodones y gasas dextrinadas que le puso, y que asombraron al tío Potes, causó una admiradísima sorpresa, de la cual, por varios días, todo el mundo se hizo lenguas. En Palomas, a la cuenta, nunca un médico habría obtenido triunfo tal.

Así animado ante el público prestigio, el joven devoraba sus libros con más calma, con más fe, mientras Jacinta y Nora trajinaban alegremente por la casa. Al niño se lo llevaban las hijas del señor Vicente; y durante los ratos que a la amabilidad de las simpáticas chiquillas podían rescatárselo sus padres, ambos jugaban con él, enseñándole a balbucir los primeros nombres, llevándole al corral para que viese los conejos y gallinas, o poniéndole en el suelo y protegiéndole con los brazos extendidos los tres o cuatro pasos en que ya iba aprendiendo a sostenerse. Un hechizo, aquel loco reír de la criatura, precisa y siempre bien vestida, como un blanco ramillete de lazos y de encajes.

Lo que les contrariaba en esta felicidad incipiente, que hubiesen querido afirmar y ensanchar por ellos mismos con la dulce intimidad de sus afectos, era la costumbre de Palomas que hacía tener de par en par las casas todo el día. Jacinta, a pesar suyo, no podía verse libre de vecinas, que impedíanla sentarse a coser en el despacho del marido, o pasear con él y con su hijo y con la Nora algunas tardes. Visitas, amables importunas que traíanse sus labores, formando tertulias en la sala, y otra tertulia numerosa y más molesta, para Esteban, al acabar la de mujeres, cuando desde poco después de anochecer, ya cenados los que iban regresando de los campos, se les llenaba de hombres la cocina.

A las once, a las doce muchas noches, aún seguían allí fumando y conversando, tan a gusto. Cohorte política del señor Vicente Porras, ninguno se resolvía a partir, así Esteban mirase cien veces su reloj con nerviosísima impaciencia, hasta que aquél se levantaba. Iban sin chaqueta, por el calor, o el que la llevaba al hombro, la colgaba del palo de la silla. En cambio, no se quitaban los grandes sombrerotes sucios y pesados; y las claveteadas suelas de sus botas y el incesante manejo de sus chisques y petacas iban llenando el suelo de colillas y de barro.

Salvo el señor Porras, con su facha de romano emperador embastecido por el sol y por el traje, y el tío Boni, con su aspecto arzobispal, no había entre los demás tipos salientes. Los mismos calzones de paño pardo, las mismas fajas encarnadas y los mismos rostros afeitados, morenuchos, que igual que el del Cernical, también tertulio, y cual si ello fuese estigma étnico del pueblo, mostraban chocantes semejanzas con los de muy diversos animales: el alcalde tenía la absoluta expresión de un zorro de agudo hocico y de ojos vivarachos; el juez la de un mochuelo; la de un conejo el secretario, siempre haciendo gestos y relamiéndose los dientes... Y estaba allí lo más florido y selecto de Palomas, y no lograba Esteban aprender de algunos ni los nombres.

La conversación, saltando desde la política a las agrícolas faenas, recaía a menudo en sucesos pintorescos. Eran conservadores, constituidos en cantón libre, que por medio del señor Porras se entendían directamente con el diputado del distrito, y tenían enfrente un partidillo liberal en el que el cura se contaba. Socarrones, mofábanse de Dios, del cura y de los santos de la Iglesia. No sólo los hombres de uno y otro bando, sino también sus familias, cortaban todo trato, dedicados a odiarse cordialmente. Se abrumaban y arruinaban a causas y más causas; y, de éstas, había una famosísima, a la cual llamaban la causa madre los magistrados de la Audiencia, por haber dado origen a otras veinte. El gobernador de la provincia y toda autoridad importábanles un pito: a un delegado que vino no hacía mucho con el fin de revisar cuentas, no le consintieron entrar en el Concejo ni en el Pósito; y luego, viendo que se obstinaba en no marcharse, le cogieron, le llevaron entre unos cuantos al ejido, abrieron un burro muerto que había allí, y metieron dentro al delegado, cosiéndolo y dejándole fuera los pies y la cabeza; de madrugada, un leñador le libertó...; y al buen hombre le faltó tiempo para salir raspajilando de Palomas...

Supo también Esteban que este pueblo, antes de dárselo a él, habíalo visitado como anejo el médico de Orbaz, gran enredador político desde que se casó hacía quince años con una rica labradora, y cacique liberal; razones por las cuales, en su enojo de que al fin aquí los conservadores en esta época de mando hubiésenle quitado la pitanza, ni contestó siquiera a la tarjeta que hubo de enviarle por saludo el joven compañero.

Relatáronle una noche un famosísimo epitafio del tío Potes, puesto en el Camposanto, y que sabíase el burlón alcalde de memoria. Decía así:

«A la inopinada y párvula muerte de mi sobrino Andresito, hijo de mi hermana la casada, víctima de un error facultativo del médico de Villaleón, el autor indignado le dedica el siguiente soneto:


¡Oh, niño muerto, que en tu niñez temprana
un bárbaro doctor fue tu verdugo!
Cuando yo pienso esto, el ceño arrugo,
Porque perdiste tu beldad temprana.
Recuerdo fue un domingo por la mañana;
Te tragaste un güeso de conejo en un añugo,
y al ignorante médico le plugo
mandarte sanguijuelas, ¡cosa vana!
Y al terminar su misión las sanguijuelas
montado en un querube al cielo vuelas.
Tu tío del corazón,
Lorenzo Potes


Otras veces, y entre broma o no, venía la charla a dar en un suceso de actualidad que traía a la gente preocupada. En la alta noche, allá a las dos, oíase, por la oscuridad sin luna de las calles, unos pavorosísimos aullidos que no eran de lobo, desde luego, pues jamás en el verano bajaban de la sierra. Muchos vecinos, y en sitios diversos del lugar, habíanlos escuchado claramente; entreabriendo las ventanas, no vieron nada en las densísimas tinieblas. ¿Fantasma?... No. ¿Alma en pena?... Bah, de estas cosas se reía, quizá su incredulidad, tintada por un fondo de temor supersticioso; debía de ser algún ratero que robase los corrales aspirando a amedrentar a los hombres en sus camas, o algún perro vagabundo. Los más bravos augurábanle mal al perro o al ladrón, ya que iban a dormir teniendo a mano la escopeta...

Sino que todo sería invención de aquellos socarrones, creyendo asustar al forastero, o el aullón, según ya le llamaban, no recorrería este lado del lugar, porque Esteban, que de puro aburrimiento quedaba nervioso y desvelado al desbandarse la tertulia, no le oía ninguna noche.

El cuarto, la casa entera, olía a humo de cigarros; y los mosquitos y las moscas, en plaga irrechazable, no obstante los cuidados de Jacinta, dejábanle dormir difícilmente. Dedicaba sus desvelos a pensar en los enfermos y a lamentar la desdicha de que el médico de Orbaz, como enemigo, y aquí el cura, el maestro de escuela también, únicos con quienes pudiese establecer alguna intimidad, fuesen, por lo visto, liberales que no querían venir a la tertulia.