El médico inglés
A principios de 1819 recibió en Lima el virrey Pezuela la denuncia de haber aparecido en las provincias de Cajatambo y Huailas un hombre rubio, mediano de cuerpo, con bastón y capa, que hacia propaganda de ideas en favor de la independencia, y lo que más alarmó al gobierno fue que conquistaba numerosos prosélitos el misionero político. Iba de pueblo en pueblo predicando la buena nueva, como Jesús entre los judíos. Sus peroraciones tenían saborcillo bíblico, si bien no eran en correcto castellano, pues el idioma nativo del aparecido apóstol era el inglés.
Decíase que sin recibir de nadie una moneda en pago, ejercía la medicina con los pobres indios, realizando en ellos curaciones que parecieron portentosas.
-Yo soy Pablo -decía unas veces,- y estaré siempre del lado de los oprimidos y en contra de los opresores.
-Yo soy Jeremías -decía otras veces,- y ensalzo el bien y la libertad humana, tanto como execro el mal y la tiranía.
Como para unos era Pablo y para otros Jeremías, ora apóstol, ora profeta, el gobierno optó por bautizarlo con el nombre de el médico inglés, y despachó comisiones para echarle guante a las provincias que hoy forman el departamento de Ancachs.
A la vista tenemos, entre los manuscritos de la Biblioteca Nacional, la indagación oficial seguida en Chiquián. Resulta de ella que el propagandista revolucionario estuvo por tres días alojado en casa de un señor González, administrador de correos y padre de un clérigo perseguido por patriota, quien cedió al huésped su propia cama y lo trató con el respeto y consideraciones que se dispensan a un alto personaje.
Todos los esfuerzos del gobierno de Lima para apresarlo fueron estériles. Los comisionados, como los carabineros de la zarzuela, llegaban siempre trop tard, esto es, un par de horas después de escapado el hombre.
El médico inglés llegó a ser la pesadilla de Pezuela, y entre sus áulicos hubo quien opinara que el misterioso viajero no podía ser sino San Martín en persona que había tenido al Perú a preparar el terreno para la expedición libertadora que en Chile se alistaba, y que al fin en 1820 desembarcó en Pisco.
Lo positivo es que el incógnito fue un norteamericano, agente de O'Higgins y San Martín, y cuyo nombre era Pablo Jeremías.
Cúmplenos, para concluir, ocuparnos del triste término que en 1822 tuvo este incontrastable apóstol de la democracia, como lo llama Mariátegui en sus Anotaciones a la Historia del Perú por Paz Soldán. Copiemos a Mariátegui: «De orden de Monteagudo fue fusilado Jeremías en Lima, en la plazuela de Santa Ana, sin proceso, ni audiencia, ni fallo de juez competente. Esa atentatoria ejecución tuvo lugar sin aparato, y de un modo que mostraba que los autores no querían que de ella se hablase. Sólo trataron de deshacerse de un hombre estimado como enérgico enemigo de los planes de monarquía. Del asesinato de don Pablo Jeremías ni siquiera se publicó el menor anuncio en la Gaceta. Ese atentado contribuyó en mucho a hacer impopular a Monteagudo, acarreándole la destitución y el destierro».
Tal fue el trágico fin del médico inglés, que no pocos dolores de cabeza diera al virrey del Perú.