El médano y el pantano
Justamente por donde pasaba el camino carretero, un médano amontonaba arena siempre tan removida por el viento, que nunca podía crecer en ella una mata de pasto. El médano sentía verse tan inútil, la cosa peor y más humillante en este mundo; y cuando por las lluvias se había puesto intransitable el pantano que se extendía a sus pies, y que los carreros tenían por fuerza que cruzar por la arena para evitar de dos males el peor, sufría al oírlos renegar contra él.
La suerte del pantano no era mejor: los carreros lo cruzaban con el Jesús en la boca, por poca agua que hubiera caído, casi seguros de quedarse atascados en él, y poco cariño le podían tener a semejante estorbo. Aun en verano, cuando estaba seco, y que no presentaba más que su área polvorosa y desnuda, lo miraban de reojo, acordándose de los malos ratos pasados en él.
Pero, a fuerza de vivir juntos y de contarse sus penas, empezaron el médano y el pantano a prestarse mutuo auxilio. Ayudado por el viento travieso, el médano desparramó poco a poco su arena sobre el pantano, tapando con ella los pozos cavados en éste por el médano, y que ambos se cubrieron con pastos finos y tupidos, sin que en uno se estancara el agua, sin que en el otro se moviera ya el piso con el soplo del viento.
Y vino el día en que quedaron parejos el pantano y el pasar de los carros.
En ambos podían pastar los rebaños y cruzar las tropas de carros, sin que los carreros renegasen, incontrastable prueba de lo acertada que había sido su alianza.