El lunar/Capítulo VI


Solo, y hundido en un viejo sillón, allá en el fondo de su cuartito de la hostería del Sol, esperó el caballero, primero un día y luego dos, sin recibir la menor noticia.

-¡Extraña mujer! ¡Amable y autoritaria, buena y mala y tan terca como frívola! Me ha olvidado. ¡Oh desdicha! Tiene razón; ella lo puede todo y yo no soy nada.

Y, levantándose del sillón, siguió diciendo, mientras se paseaba por su cuarto:

-No soy nada; no soy más que un pobre diablo. ¡Cuánta razón tenía mi padre! Está bien claro que la marquesa se ha burlado de mí; mientras yo la miraba, lo que le gustaba a ella era su propia belleza. ¡Bien lo ha gozado viendo en aquel espejo y en mis ojos el reflejo de sus encantos, que verdaderamente son incomparables! ¡Verdad es que sus ojos son pequeños, pero cuán graciosos! Y Latour, antes que Diderot, cogió, para hacer su retrato, el polvillo del ala de una mariposa. No es alta, pero ¡qué bonito cuerpo tiene! ¡Ay, señorita de Annebault! ¡Ay, querida amiga! ¿Es posible que yo también os esté olvidando?

Dos o tres golpecitos secos dados en la puerta sacáronle de su tristeza.

-¿Quién es?

El huesudo ujier, todo vestido de negro y calzado con un par de magníficas medias de seda rellenas en las pantorrillas, entró y, haciendo un gran saludo, dijo:

-Caballero: esta noche hay baile de máscaras en la Corte, y la señora marquesa me envía para deciros que estáis invitado a él.

-Está bien, señor; muchas gracias.

Apenas salió el ujier corrió el caballero a tocar la campanilla, y la misma sirvienta que tres días antes le había arreglado lo mejor que supo, le ayudó a ponerse el mismo traje bordado, esmerándose aún más en su trabajo.

Terminado el cual, se dirigió el joven a palacio, invitado esta vez y en apariencia más tranquilo; pero más inquieto y menos atrevido que cuando dio su primer paso en aquel mundo para él desconocido.