El lunar/Capítulo I


En 1756, cuando Luis XV, cansado de las disputas entre la magistratura y el Consejo Superior sobre el impuesto de los dos sueldos, tomó el partido de mantenerse en un plano de justicia, los miembros del Parlamento le devolvieron sus actas. Dieciséis de estas dimisiones fueron aceptadas, recayendo sobre ellas otros tantos destierros.

-Pero ¿podríais ver -decía madame de Pompadour a uno de los presidentes-, podríais ver con sangre fría que un puñado de hombres se resistiese a la autoridad del rey de Francia? ¿No os habría parecido mal? Despojaos de vuestra investidura, señor presidente, y juzgaréis el caso como yo.

No solamente los desterrados sufrieron la pena de su malquerencia, sino también sus parientes y amigos. La censura epistolar divertía al rey. Para descansar de sus placeres, se hacía leer por su favorita cuanto de curioso contenía la correspondencia. Bien entendido que, bajo el pretexto de estar por sí mismo en el secreto de todo, se divertía así con las mil intrigas que desfilaban ante sus ojos; pero aquella que tocaba de cerca o de lejos a los jefes de partido estaba casi siempre perdida. Se sabe que Luis XV, con todas sus debilidades, poseía una sola fuerza, la de ser inexorable.

Una noche que se hallaba junto al fuego, sentado a la chimenea y, como de ordinario, melancólico, la marquesa, hojeando un legajo de cartas, se echó a reír encogiéndose de hombros. El rey le preguntó qué sucedía.

-Que acabo de ver -respondió la marquesa- una carta sin sentido común, pero muy conmovedora, y que da lástima.

-¿Quién la firma? -dijo el rey.

-Nadie; es una carta de amor.

-¿Y a quien va dirigida?

-Eso es lo gracioso. A mademoiselle de Annebault, sobrina de mi buena amiga madame de Estrades. Seguramente la han metido entre estos papeles para que yo la viera.

-¿Y qué es lo que dice? -añadió el rey.

-Ya os lo he dicho; habla de amor. Es cosa de Vauvert y de Neauflette. ¿Hay por allí algún gentilhombre? ¿Recuerda Vuestra Majestad?

El rey se picaba de conocer a fondo toda Francia, es decir, la nobleza de Francia. La etiqueta de su corte, que había estudiado muy bien, no le era más familiar que los blasones de su reino; ciencia bien reducida, puesto que no sabía nada más; pero se envanecía de ello; ante sus ojos toda noble jerarquía era como la escalinata de su trono, y quería pasar por su maestro. Después de permanecer unos momentos pensativo, frunció las cejas como ante un recuerdo desagradable, y haciendo a la marquesa seña de que leyera, volvió a hundirse en su sillón, y dijo sonriendo:

-Sigamos: la muchacha es bonita.

Madame Pompadour, en el tono más suavemente burlón, empezó a leer una larga epístola, pródiga en grandes tiradas amorosas.

«¡Ved -decía su autor- cómo me persigue el destino! Todo parecía dispuesto a satisfacer mis deseos, y hasta vos misma, mi tierna amiga, ¿no me habíais hecho esperar la felicidad? Sin embargo, por una falta que no he cometido, he de renunciar a ella. ¿No es excesiva crueldad haberme dejado entrever el cielo, para precipitarme en el abismo? ¿Gozaríais del bárbaro placer de mostrar a los ojos de un pobre condenado a muerte cuanto puede hacer la vida atrayente y amante? No obstante, tal es mi suerte; no me queda otro refugio ni otra esperanza que la tumba, pues mi desgracia me impide aspirar a vuestra mano. Cuando la fortuna me sonreía ponía toda mi esperanza en que llegaseis a ser mía; pobre ahora, me daría horror atreverme a seguir pensando en vos, y, puesto que no puedo haceros dichosa, aunque muriendo de amor, os prohíbo que me améis...»

La marquesa sonrió a estas palabras.

-He aquí un hombre honrado, señora -dijo el rey-. ¿Pero qué es lo que le impide casarse con su amada?

-Permitid, Sire, que continúe:

«Me sorprende que injusticia que tanto me abruma proceda del mejor de los reyes. Sabéis que mi padre solicitaba para mí una plaza de corneta o de abanderado, y que esta plaza decidía mi vida, puesto que me proporcionaba el derecho de aspirar a vos. El duque de Birón me había propuesto; pero el rey me recusó de un modo que me es muy triste recordar, pues si mi padre tiene su manera de ver las cosas -quiero admitir que ello sea una falta-, ¿debo ser yo castigado por eso? Mi fidelidad al rey es tan firme y sincera como mi amor a vos. Claramente demostraría lo uno y lo otro, si para ello me valiera tirar de espada. Es desesperante que se rechace mi demanda; pero lo que se opone a la bien reconocida bondad de Su Majestad es que se me rechace sin razón valedera, envolviéndome en desgracia semejante...»

-¡Ah! ¿Sí? -dijo el rey-. Eso me interesa.

«¡Si supierais cuán tristes estamos! ¡Ay, amiga mía! ¡Durante todo el día me paseo a solas por estas tierras de Neauflette, por este pabellón de Vauvert, por estos bosquecillos! Ayer, el jardinero odioso se presentó con su rastra; pero le he prohibido que rastrille. Iba a profanar la arena... La huella de vuestros pasos, más frágil que la brisa, aun no se había borrado. La punta de vuestros menudos pies y vuestros altos tacones blancos aun se marcaban en el paseo; parecían caminar ante mí, mientras iba siguiendo vuestra divina imagen, y vuestra sombra, como posándose sobre el fugitivo rastro, se animaba por momentos. Fue aquí, departiendo a lo largo del parterre, donde tuve ocasión de conoceros y apreciaros. Una educación admirable en un angelical espíritu; la dignidad de una reina junto a la gracia de una ninfa; un lenguaje sencillo para unos pensamientos dignos de Leibnitz; la abeja de Platón en los labios de Diana: todo esto me envolvía en cendal de adoración. Y entretanto, entonces, las bien amadas flores esparcían su aroma en torno nuestro. Las aspiré escuchándoos y en su perfume vive vuestro recuerdo. Ahora doblan sus corolas, como, mostrándome la muerte...»

-Ése es un mal discípulo de Juan Jacobo [1] -dijo el rey-. ¿Para qué me leéis eso?

[1] Juan Jacobo (Jean Jacques) Rousseau.

-Porque Vuestra Majestad me lo ha ordenado por los lindos ojos de mademoiselle de Annebault.

-Ciertamente, sus ojos son lindos.

«Al regresar de mis paseos encuentro a mi padre siempre solo, en el gran salón, de codos junto a un candelero, bajo estos dorados descoloridos que cubren nuestros carcomidos artesonados. Me ve llegar con tristeza... Mi pena aviva la suya. ¡Oh Atenaida! En el fondo de este salón, junto a la ventana, está el clavecino que recorrían vuestros deliciosos dedos, que sólo una vez tocaron mis labios, mientras los vuestros se entreabrían dulcemente a los acordes de la más suave música..., de tal modo que vuestro canto no era sino una sonrisa. ¡Ah, qué deliciosos Rameau, Lulli, Duni y qué sé yo cuántos otros! ¡Oh, sí! ¡Vos los amáis, y siempre están en vuestra memoria! ¡Su hálito ha cruzado por vuestros labios! También yo me siento ante el clavecino y trato de tocar una de esas sonatas que tanto os placen, y que ahora me parecen frías y monótonas; me paro de pronto, y las oigo extinguirse, mientras el eco se apaga bajo esta bóveda lúgubre. Mi padre se vuelve hacia mí y me contempla desolado. ¿Qué puede hacer él? Un chisme callejero, de antecámara palaciega, ha apretado nuestros grillos. Me ve joven, ardiente, lleno de vida, sin más deseo que estar en el gran mundo, y aunque es mi padre, nada puede hacer...»

-¿No se diría -dijo el rey- que al mozo, yendo de caza, le hubiera matado el halcón en su propia mano? ¿Acaso alude a alguien?

«Es muy cierto -replicó la marquesa, prosiguiendo su lectura en tono más bajo-, es muy cierto que somos vecinos cercanos y lejanos parientes del abate Chauvelin...»

-¡Ya salió aquello! -dijo Luis XV bostezando-. Un sobrino más de los pleiteantes y memorialistas. Mi Parlamento abusa de mi bondad; verdaderamente, tiene demasiada familia.

-Pero si no es más que un pariente lejano...

-¡Bah! Toda esa gente no vale la pena. El abate Chauvelin es un jansenista, un pobre diablo; pero de los dimitidos. Echad esa carta al fuego, y que no se me hable más de ella.