El lugar de la dicha

El lugar de la dicha

La tarde primaveral arrojaba afuera a los vecinos deseososo de aprovechar paseando un domingo tan bello.

Alejado el rumor de las últimas llaves echadas a sus puertas y de sus pasos en el corredor, la gran mansión de departamentos se llenó de un sosiego conventual.

Esta es la mía, me dije, dispuesto a desquitarme con un baño de silencio, diré, del suplicio de los ruidos diarios de aquella casa infernal, en la que hacía sólo quince días habitaba.

Abrí de par en par mi ventana, miré el patiecito de la planta baja, en que malvivían en tiestos herrumbrosos algunas plantas polvorientas, paseé la mirada por el pelado y triste muro lindero y la levanté hacia el cielo azul, cuya luz era un bálsamo para mi espíritu. Y con el fin de seguir bebiéndola, de continuar recibiendo su sedante caricia, volvíme a mi asiento y allí me quedé cara arriba, mudo, arrobado, con la ilusión divina de que me diluía en el infinito.

¿A qué trabajar? Precisamente el no tener que luchar con el habitual obstáculo del barullo, alejaba conceptos e imágenes de mi pobre cabeza febril, y mientras block y lápiz descansaban tan bien como yo, mi mente gustaba dejar que el cielo la reconociese hermana y la besase con santa sencillez.

No podría precisar el tiempo que permanecí de tal suerte; tampoco si algún rumor me anunció el suceso que referiré. Creo, por el contrario, que nada, absolutamente nada me lo avisó: de otra manera no se explicaría mi sobresalto a la vista de una mujer joven, enlutada, pronta a entrar en mi pieza.

—¡Ah, señor! — exclamó ella, confundida al verme y dando un paso atrás.

—Señora? — interrogué solícito, incorporándome, deseoso de volver de mi sorpresa.

—Creí, señor, que no estaba, — agregó con cierta naturalidad, en medio de la desazón que le ocasionaba mi presencia.

Yo, que ya lograba serenarme, quedé desconcertado a esa confesión de la pálida desconocida. La miraba y no sabía qué pensar. Ya no podía ser que se hubiese equivocado de departamento, como al principio creí.

—Señor, — prosiguió ella como si supiese lo que por mí pasaba: yo viví aquí hasta hace veinte días.

—Pero... ¿usted estuvo otra vez?

—Sí, señor; perdón: se lo ruego.

Y sostuvo en mí una mirada suplicante, capaz de anular las negativas más duras.

—Fué el domingo pasado. ¡Y qué feliz he sido durante un par de horas! Aquí... lo perdí — concluyó con voz sofocada por la pena, pero sin dejar de contemplarme.

Me hallé envuelto en la mirada de la viuda, mirada de loca, de santa, de alucinada, llena de una luz irreal.

Recordé vagamente que el casero me hablara de esa señora para elogiarme el departamento, pues ella no lo hubiera abandonado por nada del mundo a no quedar en condiciones que le impedían costearlo.

Y de golpe comprendí el extraño caso. Sin duda, la desdichada amaba el lugar en donde había sido feliz con su compañero tanto como al compañero mismo.

—Esto la consuela de la pérdida — balbuceé: entiendo. Y siendo así, ¿cómo podría yo negarme ?

—¡Ah, gracias, gracias! Dios se lo premiará a usted exclamó con un reconocimiento profundo, estremecida, radiante de un contento como jamás ví.

La viudita se tocaba apenas con un manto. Era bella, bien formada, muy pálida, y sus ojos negros reflejaban una pena que atraía a causa de ese fulgor extreterrenal que la iluminaba.

—Estése usted cuanto quiera, señora volver con el sombrero en la mano.

1 dije al La viuda vagaba en la pieza como viendo lo que yo no veía.

Bajé la escalera, abandoné la casa y me hallé poco menos que hablando sólo en medio de la multitud popular que llenaba los jardines de Palermo. ¡Qué extrañio suceso el de mi casa! Porque el caso no se limitaba a la nostalgia de ese gran corazón amante hasta más allá de la muerte, como el de la mujer con que soñamos todos los amadores en el delirio romántico de la pasión. El caso era doblemente sujestivo para mí. Comprendí que la morada que en mala hora fuera yo a habitar no era tan molesta por los ruídos de sus inquilinos como por mi singular incapacidad de aguantarlos y vencerlos, yo que estoy hecho a esa dura prueba.

Extremecido, me expliqué la causa: mi departamento lo habitaba él, el propio esposo de la viuda; porque no podía ser sino su espíritu aquella sombra de hombre bondadoso, ojos de claridad marina y bigotes caídos, que crei fuera una idiota y obsesionante creación de mi mente, y que durante quince días había cruzado tantas veces mi pieza de trabajo.

La gente profusa, los jardines, la suave brisa, la luz de la tarde más hermosa del año, combatieron malamente mis inquietudes. Recuerdos de hechos tan anormales y recientes, la certidumbre de que se reproducirían, no podían ser ahuyentados así como así. Visité a un conocido locuaz, superficial; cené en un fondín napolitano; nada: la viuda, su muerto querido, que se me aparecía a solas, iban y venían en mi mente. Mi departamento no era mío, era de ellos. ¿Debía yo seguir habitándolo? ¿Es que acaso hubiera podido? Momento por momento me hacía esta pregunta con la respuesta egoísta, llena de satisfacción, de tener en todo eso motivos sobrados para abandonar una casa que me había sido fatal, y que constituía el colmo de la dicha para aquella mujer que sabía amar tanto. Y cuando llegaba a esta conclusión proponíame, en castigo de mi cobardía y como obra de bien, continuar habitándola, pues otro que no fuera yo probablemente no prestaría a la pobre viuda el lugar de su dicha.

Pero, ¿ cómo avenirme a convivir con el difunto?

Aquella primera noche fué para mí la más agitada. Debo reconocer que la agitación era obra exclusivamente mía, sugestión de mis miedos. En vano pensaba lo que otras veces, al cruzar un cementerio a deshoras, y es que no se debe temer a los muertos sino a los vivos.

Mas cuando estuve en la cama me fui tranquilizando, porque creí ver, digo mal, ví al esposo de la viuda, el cual, con una expresión más bondadosa que de costumbre, me sonreía.

La sombra llegó a serme propicia. No sé qué poder atribuirle. La casa concluyó haciéndoseme soportable, hasta grata.

Salía todos los domingos y no regresaba hasta medianoche. Ya a lo último entraba con serenidad, naturalmente, y complacíame en ver las dos sillas junto a la ventana, una enfrente de otra, y aquí y allá leves indicios de que la viuda preparaba mate y comía bizcochuelos como sin duda en los tiempos en que él vivía.

Y esta sería la hora en que yo seguiría viviendo allí, si no es que una tarde llaman a mi puerta, acudo y, con la dulce sonrisa del finado, me sonríe detrás de su velo riguroso la viuda de los domingos.

Venía tocada con una gorrita de crespón y vestía ropas de mejor calidad.

La hice entrar y se explicó. Ella no podía vivir sino en aquel departamento. Hacía mes y medio que tenía a su cargo la caja de un almacén inglés. Ganaba lo suficiente para poder recuperar el lugar de su dicha. Todo dependía de mí.

Decir que le cedí la casa con placer, sería mentir.

Así se lo manifesté a ella.

—Usted comprende, señora? ¡Yo me había hecho tan amigo de él!...

Cuando esto le dije, me pareció que aumentaba prodigiosamente su felicidad.

Me rogó, por lo tanto, que no abandonase la casa del todo.

Y la obedecí.

Visito de tarde en tarde a la viuda. Y a medida que el tiempo pasa, la hallo más bella, más tranquila, más dichosa; suele hablarme de "él" como si él estuviese escuchando nuestra conversación; y sobre todo jamás decae ese maravilloso fulgor de otros mundos que irradia su pálida belleza.