El libro talonario: 14
Escena XIV
editarMARÍA Y CARLOS.
MARÍA. (Levantándose lentamente y acercándose, CARLOS, que parece abismado en su dolor. Con voz suplicante.)
¡Carlos, por última vez!
CARLOS. (Sin volverse.)
Es inútil.
MARÍA. ¡Un favor!
¡El postrero de tu amor!
¡Mira mi pálida tez!
¿La ves anegada en llanto?
¡Eugenio!...
(Con voz cada vez más tierna.)
CARLOS. Queda conmigo.
Ese será tu castigo.
MARÍA. (Fingiendo desesperación.)
¡Perderle siendo mi encanto!
(Pausa.)
¡Carlos, tu enojo refrena!
¿Nada mi crimen disculpa?
CARLOS. ¿De quién es, mujer, la culpa?
Tuya: pues sufre la pena.
MARÍA. ¡Es tu corazón de roca!
CARLOS. ¡Es inmenso mi dolor!
MARÍA. ¡Jamás olvidé tu amor!
CARLOS. ¿Así profana tu boca?
¡Vete! (La rechaza con indignación.)
MARÍA. ¡Escúchame!
CARLOS. ¡Jamás!
MARÍA. ¡Una distracción galante!...
(Con fingida candidez, en cuyo fondo hay algo de ironía.)
Fué mi amigo, no mi amante.
¡Lo juro, Carlos!
CARLOS. (Dominándose apenas.)
¡No más!
MARÍA. (Marcando aún más la ironía.)
¡A veces nos avasalla
un delirio, un arrebato!
CARLOS. (Con desesperación.)
¡Y la escucho y no la mato!
MARÍA. ¡Te amo tanto, Carlos!
(Acercándose cariñosamente a CARLOS.)
CARLOS (Rechazándola.)
¡Calla!
MARÍA. Alguna frase imprudente
que nada, Carlos, encubre:
ligerezas...
CARLOS. ¡Ves que cubre
mortal palidez mi frente!
MARÍA. Si leyéramos con calma
esos papeles...
CARLOS. ¡María!
(Con voz suplicante y procurando apartarse de ella; pero MARÍA le sigue.)
MARÍA. Justificarme podría.
CARLOS. ¡Vete!
MARÍA. ¡Carlos de mi alma!
(CARLOS hace esfuerzo por no oírla. MARÍA insiste.)
También hay en las mujeres
(Con cierto tinte de candidez y de ironía.)
ilusiones pasajeras:
la importancia tú exageras
de esas cartas...
CARLOS. (Con acento terrible.)
¿Tú lo quieres?
MARÍA. ¡Sí, Carlos!
CARLOS. (Ciego de ira.)
¡Tu voluntad
es la muerte de los dos!
MARÍA. ¿Y bien?
CARLOS. ¡Escucha!
(La coge por un brazo y la trae a sí violentamente.)
MARÍA. ¡Por Dios!
CARLOS. ¡El de ti tenga piedad!
(Leyendo con voz alterada.)
- «Adorado Luis: Es muy tarde y aún no he podido cerrar mis cansados párpados. Tú me faltas y sin ti no hay para tu María ni sosiego ni reposo, ni es la existencia más que tormento intolerable.»
MARÍA. Y esto, ¿qué prueba?
CARLOS. (Se detiene algunos instantes y la mira con profundo estupor. MARÍA sonríe con inocencia.)
¡Me asombra
la audacia de esta mujer!
(Cubriéndose el rostro con las manos.)
¡Alrededor de mi ser
se va extendiendo la sombra!
MARÍA. Sigue, Carlos.
CARLOS. ¡Que prosiga!
MARÍA. Y sin temor.
CARLOS. Pues escucha.
(Sigue leyendo con voz sorda y contenida, y casi maquinalmente.)
«Estoy sola y puedo escribirte. Sola, sí, Carlos no ha vuelto y Eugenio duerme. ¡Carlos, Eugenio, los dos seres que más amaba yo en el mundo antes de conocerte!...»
MARÍA. ¿No acabas?
CARLOS. No; que esta lucha
me enloquece... y me fatiga...
¡Toma y huye!
(Le da la carta a MARÍA; ésta la toma, pero sigue inmóvil.)
¡Por el cielo!
(Al ver que MARÍA no se marcha.)
¿No estás viendo que en mis ojos,
Por el delirio ya rojos,
se extiende de sangre un velo?
MARÍA. (Aparte.)
A mi carta sustituyo
la que a Loreto escribió.
(Hace con precaución el cambio de una carta por otra.)
¿Por qué no terminas?
(Alto y procurando darle la carta; pero CARLOS se resiste.)
CARLOS. ¡No!
MARÍA. (Con acento provocativo.)
Que ya vacilas arguyo.
(Le sigue con la carta en la mano, insistiendo en que la tome, pero sin conseguirlo, por la obstinación de CARLOS.)
¡Sigue leyendo!
CARLOS. (Defendiéndose.)
¡No más!
MARÍA. (Con fiereza.)
¡Sigue, que acepto el combate!
CARLOS. ¿Anhelas que yo te mate?
¡Pues bien: lo conseguirás!
¡Tiemble la mujer liviana!
(Fuera de sí.)
¿Quieres que tu carta lea?
MARÍA. ¡Mil veces sí!
CARLOS. ¿Sí?... ¡Pues sea!
¡Y al despuntar la mañana,
por destrozo de esta lid,
de mi venganza pregón
debajo de ese balcón
verá tu cuerpo Madrid!
MARÍA. ¡Pronto!
CARLOS. (La trae a sí con furor.)
¡Ven!... ¡Escucharás
tu sentencia de rodillas!
(La obliga a arrodillarse, a pesar de su resistencia.)
MARÍA. ¡Carlos, Carlos..., que me humillas!
CARLOS. ¡Tu crimen te humilla más!
(Comienza CARLOS a leer, pero sin encontrar el punto en que lo dejó, dudando y repitiendo las palabras.)
- «Tú me faltas..., ni la existencia más que tormento intolerable..., los dos seres...-¡ah!...-, los dos seres -¡sí!...-, los dos seres que yo amaba más en el mundo antes de conocerte, Loreto de mi vida... ¡Loreto de mi vida!... ¡¡Loreto de mi vida!!...»
(Después de repetir dos veces maquinalmente el nombre de Loreto, se detiene
CARLOS, asombrado de lo que acaba de leer. Mira a su alrededor con desvarío, se pasa la mano por la frente, contempla con estupor a MARÍA, que sigue arrodillada a sus pies, y demuestra en todos sus movimientos la confusión que le domina. El actor, a pesar de estas observaciones, interpretará este momento como juzgue oportuno. Aparte.)
¡Cómo!... ¡Qué!... ¿Yo dije?... No.
(Alto.)
¡Aire!... ¡Luz!... ¡Me vuelvo loco!...
¿Qué es esto?... No... Poco a poco...
Un vértigo me turbó.
(Vuelve de nuevo a mirar la carta. En tanto, MARÍA, siempre de rodillas, le contempla con sonrisa sardónica. Aparte.)
¡De Loreto el nombre miro!
(Alto.)
¿Qué es esto?
MARÍA. Prosigue.
CARLOS. Espera...
¡Una ilusión pasajera!...
(Aparte.)
Dice: «¡Loreto!...» ¡Delirio!...
MARÍA. ¿De tus venganzas en pos
no sigues?
CARLOS. (Mirando otra vez la carta, y aparte.)
Dice: «¡María
y Eugenio!...» ¡La letra es mía!
(Deja caer la carta, que MARÍA recoge sin levantarse.)
MARÍA. Leeremos juntos los dos.
(Siempre arrodillada, pero obligando a CARLOS a que se incline hacia ella. Leyendo.)
- «A poca distancia de mí duermen María y Eugenio, los dos seres que yo más amaba en el mundo antes de conocerte, Loreto de mi vida. Hoy, ¿qué son para mí? Si su recuerdo pasa por mi memoria, más es como sombra molesta que como imagen querida. Es que tu amor, Loreto de mi alma, se ha apoderado como dueño absoluto de mi ser, y tu Carlos diera por sólo un beso tuyo...»
CARLOS. ¿Qué es esto, Dios de los cielos,
que mi razón enloquece?
MARÍA. Esto es, Carlos, que amanece:
sol que rasga negros velos.
¡Basta de infame ficción
(Levantándose con energía.)
y de cobarde comedia,
que ya mi altivez me asedia
con gritos de indignación!
CARLOS. Pero ¿aquella horrible carta
que yo con mis ojos vi?...
MARÍA. Aquí la tienes, aquí,
(Presentándosela.)
que ya mi paciencia es harta.
Escucha, Carlos, la historia
que alucinó tu razón,
O por sobra de pasión
o por falta de memoria.
(Pequeña pausa. MARÍA relata con rapidez.)
Hoy descubro tu Secreto;
la verdad por fin te arranco:
sobre las hojas en blanco
de tus cartas a Loreto,
dominando mi dolor,
secando mi llanto ardiente,
voy copiando lentamente
tus tiernas frases de amor;
ruego a Luis y al fin escribe
compasivo; llamo a Inés;
ella a Juan llama después,
y a tu vuelta le apercibe
con una historia mentida;
te repite Juan el cuento,
penetras en mi aposento
y me finjo la dormida;
y aquí ya el esposo infiel,
a entender por fin empieza
lo que cuesta una vileza
de lágrimas y de hiel.
En mí como en un espejo
viste tu amor criminal:
yo soy el limpio cristal
y tú el impuro reflejo.
Aquésta es la triste historia
que alucinó tu razón,
o por sobra de pasión
o por falta de memoria.
CARLOS. (Hablando consigo mismo.)
Todo así por fin se explica...
¡Pero esta duda fatal!...
¡Una prueba material
mi angustia te lo suplica!
MARÍA. (Mostrando las cartas de CARLOS.)
De mis cartas éstas son
comprobante necesario,
como libro talonario
de tu infamia y tu traición.
(Ajustando dos cartas, una de CARLOS y otra suya.)
¿Tus cartas ves ajustar
por los bordes a las mías?
¿No es verdad que mis porfías
premio lograron hallar?
¡Tanta perfección alcanza
el ajuste, y tal limpieza,
que jamás a una vileza
más se ajustó una venganza!
CARLOS. (Con arrebato.)
¡Es la luz! ¡La luz del día!
¡Es la verdad; la evidencia!
¡Miraba yo mi conciencia
y dudaba de María!
MARÍA. (Aparte.)
¿Por qué, corazón cobarde,
su alegría te conmueve?
¡Es el traidor, el aleve!
CARLOS. ¡Ven a mis brazos!
MARÍA. (Retrocediendo.)
Es tarde.
Ya conoces mi secreto
y estás tranquilo por ti;
Pero no piensas en mí,
ni en tu infamia, ni en Loreto.
Cuando la traición nos hiere;
cuando el ser a quien amamos,
por quien todo lo olvidamos,
otro cariño prefiere;
cuando de sí nos arroja
y su esquivez nos humilla;
cuando el llanto en la mejilla
más la quema que la moja;
cuando por horrible prueba,
ella, la esposa ultrajada,
oye leer arrodillada
las cartas a la manceba,
se extingue toda ilusión
por aquel que nos agravia,
y de la vida la savia
se seca en el corazón.
Un abismo nos separa;
me repugna tu regazo;
rompiste el divino lazo
que postrado ante el ara
por siempre unirnos debió.
CARLOS. ¡María!
MARÍA. En mi pecho frío
sólo hay tristeza y hastío.
CARLOS. ¿Y tu cariño?
MARÍA. (Pausa.)
Murió.
De la mujer tan escasa
la autoridad siempre fué,
que como tú no podré
decirte: sal de mi casa;
pero aunque el dolor taladre
mi pecho, si al ser de día
aquí estás...
CARLOS. ¡Por Dios, María!
MARÍA. (Pausa.)
Iré a unirme con mi madre.
Grato me fuera vivir
entre recuerdos de ayer;
si esta casa he de perder...
CARLOS. Es justo, debo partir.
MARÍA. Eugenio queda conmigo;
necesito que mi llanto
seque.
CARLOS. ¡Pero él es mi encanto!
MARÍA. Ese será tu castigo.