El legado
Este que era un hidalgo pobre, pero de justo y noble corazón.
En sus épocas de miseria, supo encontrar el medio de animar a su esposa y sonreir al tierno infante su hijo. Rechazó con energía los procedimientos poco escrupulosos de proporcionarse bienestar, prefiriendo tener un físico escueto por las privaciones; eso le daba mayor aire de señoría —decía, chanceándose— y su lema fué: "Hidalgo honrado, antes roto que remendado". El severo varón era de ánimo dulce, incansable amigo del bién.
Vivió en la tierra de los hidalgos —¿vosotros sabéis donde es, verdad, lectores?— Por allá en el año... tengo mala memoria, perdonadme, pero no recuerdo.
Sucedió que el asiduo luchar, encaneció sus cabellos prematuramente, y encorvó sus espaldas. A pesar de ello, jamás nadie observó en su rostro cetrino, la mueca de un disgusto. Proporcionaba sumo agrado al extranjero, estrechar esa mano flaca, ceremoniosa, que parecía un escudo de nobleza cuando para saludar, la apoyaba galantemente contra su corazón.
Crecía el infante a la vera de tan saludable sombra, repartiendo sus caricias entre la hirsuta barba del hidalgo, y los resplandecientes cabellos de su madre.
Era muy pequeño aún, cuando un traidor encuentro con los moros arrebató la vida del afable señor, y a su vez la pena de esta ausencia eterna, apagó como un cirio los ojos de la madre.
Por mucho tiempo, los feligreses de aquel lugar, vieron entrar el mancebo al recinto de los fieles, llevando entre sus manos grandes ramos de lirios. Distribuía esas flores religiosamente, sobre la losa donde, olvidados de la vida, dormían sus progenitores. Después de un fervoroso soliloquio, se retiraba el muchacho con paso firme, dejando la custodia de la fosa amada a los lirios, blancos pajes del silencio.
Como herencia sólo le habían quedado, el recuerdo del ánimo tesonero del hidalgo, y la sangre azul que circulaba en sus venas.
Dedicóse el huérfano al trabajo, haciéndose cargo de las fincas de un burgués. No era de su agrado este deslucido oficio. Sus sueños lo remontaban a épocas de guerra, haciendo resaltar en su mente episodios leídos en libros de caballería, donde se producían sangrientos encuentros y raptos de hermosas doncellas, que terminaban por enamorarse de los arrogantes enemigos.
Entregado enteramente a sus labores de campo, apenas el muchacho tenía tiempo para distraerse. La noche lo tumbaba rendido en el fresco camastro, sin otro deseo que cerrar los ojos, y dormir. Los domingos se allegaba a la fuente para recrearse, mirando las caras rozagantes de las mozas, pero no se atrevía a dirigirles la palabra, porque su carácter era excesivamente tímido.
Guardaba su salario intacto en el fondo de un carcomido arcón, con el paciente propósito de reunir una pequeña fortunita, para emprender un largo viaje. Al cabo de varios años, casi agotado por largas fatigas, se encontró poseedor de algunos maravedíes en oro, y pensó entonces, realizar sus ardientes deseos de rodar tierras. Cuando tuvo todo listo, suspendióse al cuello un escapulario con la imagen de la Virgen de los Desamparados, colgóse al cinto la espada del hidalgo, y partió.
Los campesinos de la comarca viéronlo alejarse entristecidos. El muchacho era bueno; un coro de bendiciones lo acompañó en el camino. Al cabo de unos meses, como no tuvieron noticias, lo echaron al olvido, fiel compañero de los que se despiden.
—Que si, que no, —disputan, en el umbral de una rústica vivienda, dos ancianas lugareñas.
—Que no, mujer, que no puede ser. Cómo quieres comparar a este hombre acabado, de andar vacilante, con el joven que partió hace cinco años; el otro era fuerte, trabajador, y este parece un mendicante.
—No discuta, vecina, sobre lo que no está segura —respondió la más anciana. Reconozco al antiguo empleado de mi amo en este mancebo. Sus ojos eran azules como cuentas de aderezo; ahora están más turbios, pero es su misma mirada tímida.
—Ahí viene —exclamaron las dos en coro— ya sabremos a que atenernos.
Un hombre avanza por el estrecho sendero, un hombre, si es que así puede llamarse a la extraña figura que se acerca; ¿es el hijo del hidalgo? La flacura ha espigado su talle, y en el fondo del cráneo titilan los ojos, como próximos a extinguirse.
Camina sonámbulo, sin fijar la vista en los sitios familiares; su andar es débil, lleva la cabeza baja hasta tocar su pecho con la barba. Doblegado por el peso de un gran abatimiento, busca refugio en la tumba de los padres, tanto tiempo abandonada.
—Perdón, padres míos. He venido arrastrándome a buscar el calor de vuestros recuerdos, cuando nada me quedaba de pureza.
Mi alma está pobre, pobre, más que el lazarillo del mendigo, y hay tanta tristeza en mi interior como en un campo desvastado. Tronché con inquietud febril, todo lo bello que salió a mi encuentro, mancillé ilusiones, destrozé el alma que me ofreció un amor sencillo, hurgué en el vicio, y en su charco dejé mi sana juventud.
¡Ah si pudierais ver lo enfangado y harto que está mi espíritu, no me maldeciríais, muertos míos!
Sólo me resta terminar la obra destructora... Al decir esto cruzó en un azote negro la frente del mancebo el látigo del misterio.
Largo rato estuvo caviloso, apoyado en el muro del templo. Luego, como saliendo de un sueño, cogió el ancho sombrero caído sobre las losas y salió del recinto, tambaleante, pesaroso en dirección al camino que llevaba a la montaña.
Sus manos fuertementes oprimidas contra el pecho, trataban de sentir la última caricia pura, la caricia de la Virgen de los Desamparados, que colgaba a su cuello. Acercándola a sus labios, puso el beso desmayado de su alma en la imagen bendita, y en un impulso desesperado arrancó de su cinto la espada del hidalgo, para atravesarse el corazón.
Pero el viejo puño de bronce cedió, abriéndose en dos, y cayó de su hueco este amarillento pergamino.
"Hijo mío:
Guíame al legarte estos consejos un sentimiento de humanidad, y el propósito de volverte un caballero serenísimo, dueño de tus pasiones y de firme voluntad, como tal debe ser el hombre que hereda el linaje de tu padre, y de tanto valiente antepasado.
Estas líneas, trazadas por la mano de un anciano, mano impregnada en la experiencia del combate por la patria y por la vida, te darán, fortaleza en horas desfallecidas, y reconforto en tus instantes de amargura.
Comenzaré por advertirte, hijo mío, que del camino que tornes dependerá tu felicidad. No vayas de prisa por la vida, observa con ojos profundos todo lo que te rodea, aprende a extraer del mal que te acecha, el fruto que es el bien. Si logras establecer una estrecha amistad con tu espíritu, no te exasperarán las sañudas e inflexibles dificultades que fatalmente esperan en mitad de la ruta, para hacer tragar al hombre el agrio polvo de que fué hecho.
Quiero hijo mío, que formes para tu culto, un ideal fuerte, cuyas raices estén firmemente atadas a la belleza de tus sentimientos.
Cuídate de todo lo que reluce, el exceso de fulgor, es el mejor medio para dejar la mente en tinieblas.
Me es un deber prevenirte, no tengas muchos amigos; ten presente que cuando el diablo reza engañarte quiere.
No des gran importancia a los seres humanos, ayúdalos siempre, consuélalos cuando puedas. Tampoco tomes estrictamente los consejos y alabanzas. Los primeros, rara vez son desinteresados; las segundas, son armas definitivas para lograr un propósito. El hombre es suceptible de engañarse. Me parece acertada la comunión con la naturaleza; ella es fuente insondable de sabiduría; si te fijas bien, encontrarás en sus gestos la enseñanza que precises para allanar tus dificultades.
Observa también a tus inferiores; en más de una ocasión te servirán ellos de provecho. Nada hay bajo el sol que no encierre un ejemplo.
No huyas el sufrimiento, hijo mío, antes bien búscalo, sólo asi alcanzarás serenidad. Tú, con tu propio esfuerzo, debes de horadar el duro lecho de piedra donde ella se enconde.
Las primeras decepciones preparan para la lucha futura, son el nervio de la energía.
Todo ser lleva un tesoro dentro del corazón. Guarda el tuyo, hijo mío. Cúbrelo con tus dos manos formándole una defensa; no permitas que aquella larva venenosa, incansable perseguidora de la juventud, escoja en él su guarida.
Acrecienta ese tesoro enriqueciéndolo en bondades, como la hormiga provee de alimentos su cueva de invierno. El te dará pan moral, más tarde, cuando solo y dolorido te haya botado en la playa de la vida, el fogoso corcel a cuyas crines va asida la inconciencia.
Abandona el camino por donde vayan tus hermanos ataviados de relumbrantes oropeles, fantochesco ropaje, con que cubre sus miserias la hueca farsa humana. Viste de peregrino, hijo mío, y golpea rudamente con tu cayado en la roca interior, hasta que brote el agua limpia del bautismo, agua donde deleitada, bajará a saciar su sed de bien tu alma.
Adelante, y no desmayes, pon tu frente vuelta hacia los astros, y tu corazón descubierto a los malos y buenos vientos.
Acoje en tu seno al desgraciado, tiende tu diestra al que te injurie, no rechaces las benditas penas que enseñan y redimen.
Entonces, sólo entonces, hijo mío, recibirás la sagrada palma, que te envía el Omniscio Señor de todos los mundos y justísimo tribunal de las alturas celestes.
Paz te desea
Cuentan las crónicas de aquel país de hidalgos, que ha muchos años, fué encontrada en lo espeso de las montañas una cueva sombría.
Dentro de ella, respetado por los siglos, dormía un ermitaño el sueño eterno. Su faz alargada por los ayunos, era la imagen misma de la serenidad.
Guardando el olvido del severo asceta, echado a sus pies, con las crines rebeldes y el mirar tranquilo, custodiábalo un león.