El jugador/Capítulo 09

Habían llevado su sillón hasta el rellano del amplio vestíbulo y se hallaba rodeada de sus criados, de la obsequiosa servidumbre del hotel, y en presencia del "oberkellner" que había acudido a recibir aquella visitante de alta categoría llegada allí con tal aparato y ruido, tan numerosos sirvientes propios y tanto equipaje... ¡la abuela!

Sí, era ella misma, la imponente y rica Antonina Vassilievna Tarassevitchev, gran propietaria y gran dama moscovita; la "babulinka", a la que se habían mandado tantos telegramas, moribunda de setenta y cinco años que no se decidía a morir y que de pronto nos llegaba en carne y hueso, como caída del cielo. Allí estaba, conducida en su sillón, como siempre, desde hacía cinco años, con su gesto avispado, irascible, satisfecha de sí misma, erguida en su asiento, dando gritos imperiosos, regañando a todo el mundo... En una palabra, exactamente la misma Antonina Vassilievna que yo había tenido el honor de ver dos veces, desde que entré de preceptor en casa del general. Era natural que me quedase ante ella fulminado de estupor. Sus ojos de lince me habían visto a la distancia de cien pasos; me había reconocido y llamado por mi nombre y apellido, pues estaba dotada de una memoria prodigiosa.

"He aquí, pues, a la que esperaban ver muerta y enterrada y después de haberles dejado una herencia -pensé en seguida-; pero es ella quien nos enterrará a todos y a toda la gente del hotel ¡Dios mío! Pues es capaz de revolver el hotel de arriba abajo."

-Bueno, amigo mío, ¿por qué me miras con los ojos tan abiertos?-me apostrofaba a gritos la abuela-. ¿No sabes saludar y dar los buenos días? ¿Es el orgullo lo que te detiene? ¿No me has reconocido? Mira, Potapytch -y se dirigía a un viejecito vestido de frac y corbata blanca, con una calva rosada, su mayordomo, que la acompañaba en el viaje-. Mira. ¡No me conoce! ¡Ya me han enterrado! Recibíamos telegramas:"¿ Se ha muerto o no?" ¡Sí, sí, lo sé todo! Pues bien, ya lo ves; aún estoy vivita.

-Por favor, Antonina Vassilievna, ¿por qué tengo yo que desearla ningún mal? -repliqué alegremente cuando me hube serenado-. Me ha sorprendido y es muy natural... ¡Su llegada es tan inesperada!...

-¿Qué hay en ello de extraño? Me he sentado en un vagón y,¡adelante, marchen! Se va muy bien, no hay sacudidas, a fe mía.¿Vienes de paseo?

-Sí, he dado una pequeña vuelta hasta el casino. Está aquí cerca.

-Se está muy bien aquí -dijo la abuela girando la vista en torno suyo-. Hace calor y los árboles son frondosos. ¡Esto me gusta! Pero ¿y nuestra gente? ¿Y el general?

-¡Oh, sí! A esta hora todos están en sus habitaciones.

-¡Ah! ¿También aquí tienen sus horas reglamentadas y andan haciendo ceremonias? ¡Se dan tono! Tienen coche, según me han dicho. Los señores rusos. ¿No es eso? Después de haberse comido su fortuna, huyen al extranjero. ¿Y Praskovia, está con ellos?

-Sí, Paulina Alexandrovna debe de estar con ellos.

-¿Y el francés también? Bueno, ya los veré a todos. Alexei Ivanovitch, llévame en seguida a las habitaciones del general. ¿Te encuentras bien aquí?

-Regular, Antonina Vassilievna.

La abuela volvióse hacia sus mayordomos.

-Y tú, Potapytch, dile a ese papanatas de mozo que nos dé una habitación cómoda, agradable, en el primer piso, y haz que trasladen mi equipaje. Pero, ¿por qué quieren llevarme todos? ¿Por qué esta insistencia? ¡Qué serviles!... ¿Quién es ése que está contigo? -me preguntó de nuevo.

-Es Mr. Astley -respondí.

-¿Y quién es Mr. Astley?

-Un viajero, uno de mis buenos amigos. Conoce también al general.

-¡Un inglés! Por eso me contempla fijamente sin despegar los labios. Me gustan los ingleses. Que me lleven a las habitaciones de nuestra familia. ¿Dónde se hospedan? Transportaron a la abuela. Yo marchaba a la cabeza por la amplia escalera del hotel. Nuestro grupo causaba sensación. Las personas que encontrábamos a nuestro paso se detenían y abrían mucho los ojos. Nuestro hotel pasa por ser el mejor, el más caro y el más aristocrático de Ruletenburg. En la escalera y en los corredores encuéntranse siempre grandes damas y graves ingleses. Muchos interrogaban abajo al "oberkellner", que, por su parte, estaba muy impresionado. Contestaba naturalmente que se trataba de una extranjera muy principal, "una rusa, una condesa, una gran señora", y que ocuparía las mismas habitaciones que habían sido reservadas una semana antes a la gran duquesa de N.

Lo que más llamaba la atención era el aspecto majestuoso y autoritario de la gran dama que conducían en un sillón. Al encontrarse con alguna persona desconocida ya estaba midiéndola de arriba abajo con curiosos ojos y me hacía preguntas en voz alta acerca de ella.

La abuela era de recia complexión, aun viéndola sentada se adivinaba que era de elevada estatura. Se mantenía derecha como una tabla en su asiento, sin apoyarse en el respaldo, y llevaba erguida su cabeza gris; los rasgos de su rostro eran muy pronunciados. Tenía un aire de arrogancia y de desafío, si bien su mirada y sus gestos eran completamente naturales.

No obstante sus setenta y cinco años tenía la cara fresca y los dientes bastante bien conservados.

Llevaba un vestido de seda negra y una cofia blanca.

-¡Qué anciana más interesante! -murmuró Mr. Astley, que me acompañaba.

"Se halla al corriente del asunto de los telegramas -pensaba yo-;conoce también a Des Grieux, pero no a la señorita Blanche." Inmediatamente revelé este pensamiento a Mr. Astley.

¡Debilidades del corazón humano! Tan pronto me repuse de mi sorpresa, me hallé encantado del golpe que en aquel momento íbamos a dar al general. Me sentía agresivo y marchaba a la cabeza de la comitiva con alegría.

Nuestras gentes se alojaban en el segundo piso. Sin prevenir, ni siquiera llamar, abrí las puertas de par en par y la abuela hizo una entrada triunfal.

Como si lo hubieran hecho adrede, todos se hallaban reunidos en el gabinete del general. Era mediodía y proyectaban, según parece, una excursión, unos en coche y otros a caballo, y, además, tenían invitados a algunos amigos.

Además del general, y Paulina con los niños y su niñera, se hallaban presentes: Des Grieux, la señorita Blanche vestida de amazona; su madre, la señora viuda de Cominges; el principillo y un sabio alemán, doctor viajero y explorador al que había ya visto anteriormente.

El sillón de la abuela fue colocado en el centro de la habitación, a tres pasos del general.

¡Dios mío, jamás olvidaré aquella escena!

Al entrar nosotros estaba el general contando no sé qué cosa y Des Grieux rectificaba.

Hay que observar que desde hace dos o tres días Des Grieux y la señorita Blanche manifiestan, en las mismas barbas del general, una gran admiración hacia el pequeño príncipe. La reunión, al menos en apariencia, daba la impresión de la alegría más franca, más íntima.

Al ver a la abuela el general, de pronto, quedóse estupefacto, abrió la boca y no llegó a pronunciar una frase. La contemplaba con las pupilas dilatadas... como fascinado por la mirada de un basilisco. La abuela le examinaba también, inmóvil, con aire de triunfo, provocativo y burlón. Se observaron así durante unos diez segundos, en medio de un profundo silencio. Des Grieux se sintió primeramente aniquilado, pero pronto su rostro reflejó una inquietud extrema. La señorita Blanche, con las cejas levantadas, la boca abierta, miraba estúpidamente a la abuela. La mirada de Paulina expresaba asombro y duda extraordinarios; de pronto se puso pálida como la cera y al cabo de un instante la sangre afluyó a su rostro coloreándole las mejillas.¡Sí, aquélla era verdaderamente una catástrofe para todo el mundo!

Paseé mi mirada por todos los presentes.

Mr. Astley se mantenía apartado, tranquilo y digno, como de costumbre.

-¡Bueno, ya estoy aquí, en vez de un telegrama! -exclamó, finalmente, la abuela, rompiendo el silencio-. ¿No me esperabais?

-Antonina Vassilievna... querida tía... ¡qué sorpresa! ¿Cómo has venido?... -murmuró el infortunado general.

Si la abuela hubiese tardado en hablar unos cuantos segundos más, el general hubiese sufrido un ataque.

-¿Que cómo he venido? ¡Pues que tomé asiento en un vagón y adelante, marchen! ¿Para qué sirve el ferrocarril? Pero todos pensaban: la vieja ha estirado la pata y ¡vamos a heredar! Sé que has telegrafiado muchas veces y me imagino lo que ha debido costarte eso. Creo que aquí es muy caro. Pero yo, ni corta ni perezosa... aquí me tienes... ¿Es éste el famoso francés? ¿El señor Des Grieux, no se llama así?

-"Oui, madame" -asintió Des Grieux-, "et croyez, je suis enchanté ... Votre santé... c'est un miracle... Vous voir ici ... une surprise charmante..."

-Sí, sí "charmante"... Te conozco, farsante, y no te creo ni así...- y le mostró su dedo meñique-. ¿Quién es? -preguntó luego, señalando a la señorita Blanche. La francesa, vestida de amazona y con la fusta en la mano, le producía una impresión que no podía ocultar-. ¿Vive aquí? ¡Hum!

-Es la señorita Blanche de Cominges, y ésta es su madre, la señora de Cominges. Se hospedan en nuestro hotel -expliqué.

-¿Está casada la hija? -preguntó, sin ambages, la abuela.

-La señorita de Cominges es soltera -contesté lo más respetuosamente posible y con toda intención en voz baja.

-¿Es alegre?

No quise entender la pregunta.

-¿Resulta distraído hablar con ella? ¿Comprende el ruso? En Moscú, Des Grieux lo chapurreaba bastante mal.

Le expliqué que la señorita de Cominges no había estado nunca en Rusia.

-"Bonjour" -dijo la abuela, encarándose bruscamente con la señorita Blanche.

-"Bonjour, madame".

Y la señorita Blanche hizo una ceremoniosa reverencia, marcando bajo el velo de una extremada cortesía su estupefacción ante unos modales tan extraños.

-¡Oh, baja los ojos, se hace la tímida!... Se conoce al pájaro por su manera de volar. Debe ser una comedianta... Me alojo en este hotel, justamente en el primer piso -continuó, dirigiéndose al general-. Seremos vecinos. ¿No te alegras?

-¡Oh, tiíta! Crea en mis sinceros sentimientos... de satisfacción-replicó el general. Este se había tranquilizado ya hasta cierto punto, y como, cuando llegaba la ocasión sabía hablar con facilidad pasmosa, se puso en seguida a perorar afectadamente.

-Estábamos tan alarmados... tan consternados por las malas noticias que temíamos acerca de su salud... Recibíamos telegramas tan inquietantes... Y de pronto.

-¡Cuéntaselo a otro! -interrumpió la abuela.

-Pero, ¿cómo? -contestó inmediatamente el general, alzando la voz y haciéndose el desentendido-. ¿Cómo se ha podido decidir a hacer semejante viaje? A su edad... con su mal estado de salud... Todo esto es tan imprevisto que nuestra sorpresa es comprensible. Pero estoy tan contento... y procuraremos todos -aquí una encantadora sonrisa-, por todos los medios, hacer su estancia aquí lo más agradable posible. Ya lo verá usted.

-Basta de cumplidos. Charlas, según tu costumbre. Ya sabré vivir a mi manera. De todos modos, no te guardo rencor, he olvidado las ofensas. ¿Cómo he podido decidirme a venir?, me preguntas. ¿Qué hay en ello de sorprendente? Es la cosa más sencilla. ¿Y por qué se extrañan todos...? Buenos días, Praskovia. ¿Qué haces aquí?

-Buenos días, abuela -dijo Paulina, acercándose-. ¿Fue muy largo el viaje?

-He aquí, al menos, una pregunta sensata. Los demás se limitan a exclamar: ¡Oh! y ¡Ah! Bueno, escucha. Pasaba el tiempo en la cama, el tratamiento se eternizaba, envié a paseo a los médicos e hice venir al bedel de San Nicolás, el cual había curado de la misma enfermedad a una mujer con harina de heno. Bueno; pues este remedio me dio buen resultado. Al cabo de tres días sudaba abundantemente y me levanté. Luego, mis médicos alemanes se reunieron de nuevo, se pusieron las gafas y deliberaron:

"La estancia en un balneario con tratamiento apropiado haría desaparecer la obstrucción." ¿Por qué no?, pensé. Los Duorzaivguine lanzaron suspiros: "¡ Qué idea irte tan lejos!" ¿Qué os parece eso? En veinticuatro horas, mis preparativos de viaje estaban hechos y el viernes de la semana pasada tomé a mi camarera, luego Potapytch, luego a Fiodor, mi criado, del que me separé en Berlín, pues me era inútil y hubiera podido ya viajar sola. Tomé un departamento reservado. Hay factores en todas las estaciones que, por veinte kopeks, os llevan a donde queréis... ¡Qué habitación! -terminó diciendo, mientras miraba en torno-. ¿De dónde sacas el dinero, amigo mío? Porque toda tu hacienda está hipotecada. ¡Sólo a este franchute le debes una buena suma! ¡Lo sé todo, todo!

-Tía... -comenzó diciendo, confuso, el general-. Creo no tener ya necesidad de tutela. Además, mis gastos no rebasan mis recursos, y aquí...

-¿No los rebasan? ¡Vamos! ¡Seguramente has desvalijado a los niños, tú, su tutor!

-Después de eso, después de esas palabras, -replicó el general, indignado- ya no sé...

-¡No sabes! Dime, ¿no has dejado la ruleta? Estás exhausto,¿verdad?

El general estaba tan consternado que, bajo el peso de la emoción, apenas podía hablar.

-¡La ruleta! ¡Yo! En mi situación... ¿Yo? Tranquilícese, tía, usted debe estar todavía enferma...

-¡Cállate! ¡No haces más que mentir...! Pero hoy mismo he de ver yo qué es eso de la ruleta... Veamos, Praskovia, cuéntame, dime lo que hay que ver aquí. Alexei me lo enseñará, y tú, Potapytch, toma nota de los lugares adonde se puede ir. ¿Qué se puede visitar aquí?-preguntó de nuevo a Paulina.

-Cerca de aquí están las ruinas de un castillo y, además, el Schlangenberg.

-¿Qué es el Schlangenberg? ¿Un bosque?

-No; no es un bosque; es una montaña; hay allí una "punta".

-¿Qué es eso de "la punta"?

-La cima, el lugar más elevado de la montaña. Se disfruta desde allí de una vista incomparable.

-¿Habría que transportar el sillón a la montaña? ¿Es posible?

-Se pueden encontrar braceros -dije.

En aquel momento, Feodosia, la niñera, vino a saludar a la abuela, trayendo consigo a los niños del general.

-¡Nada de besuqueo! No me gustan las babas de los niños. ¿Cómo estás, Feodosia?

-Muy bien, muy bien, mi buena Antonina Vassilievna -contestó Feodosia-. ¿Y usted, cómo lo pasa? Hemos estado inquietos por su salud.

-Ya lo sé, tienes un buen corazón tú. ¿Quiénes son esas gentes, invitados? -preguntó, dirigiéndose de nuevo a Paulina-. ¿Quién es ese tipo con gafas?.

-El príncipe Nilski, abuela -murmuró Paulina.

-¡Ah! ¿Un ruso? ¡Y yo que creía que no me entendía! Quizá no me ha oído... Ya he visto a Mr. Astley.

Pero hele aquí de nuevo. ¡Buenos días! -exclamó, encarándose, de pronto a él.

Mr. Astley la saludó en silencio.

-Vamos a ver, ¿qué me cuenta usted de bueno? ¡Dígame algo! Tradúcelo esto, Paulina.

Paulina hizo de intérprete.

-La contemplo con verdadero placer, y estoy muy satisfecho de que goce usted de buena salud - contestó Mr. Astley, en un tono muy serio, pero extremadamente apresurado.

Esta frase, traducida a la abuela, pareció gustarle. Estaba predispuesta hacia el inglés.

-¡Qué bien contestan siempre los ingleses! -observó-. Siempre he sentido simpatía hacia ellos, muy al contrario de los "franchutes".Venga a verme -dijo a Mr. Astley-. Procuraré no aburrirle demasiado. Tradúcele esto y añádele que me alojo aquí abajo... aquí abajo... ¿entiende usted? -repitió a Mr. Astley, bajando el dedo.

Mr. Astley pareció encantado de la invitación.

Con una mirada satisfecha, la abuela examinó a Paulina de la cabeza a los pies.

-Te quiero mucho, Praskovia -dijo de pronto-. Eres una buena muchacha. Vales mucho más que todos juntos, pero tienes mal carácter... Bueno, también yo lo tengo... Vuélvete; ¿son cabellos postizos esos que llevas aquí?

-No, abuela, son míos.

-Tanto mejor. No me gusta la estúpida moda actual. Eres encantadora. Me enamoraría de ti si fuese hombre. ¿Por qué no te casas...? Pero bueno, es hora de que me vaya. Tengo ganas de pasearme, estoy harta de ferrocarril... Bien, ¿estás todavía enfadado? -preguntó al general.

-¡Por favor, querida tía, deje usted eso! -suplicó el general, más tranquilizado-. Comprendo que a su edad...

-"Cette vieille est tombée en enfance" -me dijo en voz baja Des Grieux.

-Quiero verlo todo... ¿Me cedes a Alexei Ivanovitch? -preguntó la abuela al general.

-Tanto como usted quiera, y yo mismo... y Paulina, y Des Grieux..., todos tendremos mucho gusto en acompañarla.

-"Mais, madame, cela sera un plaisir..." -intervino Des Grieux, con una sonrisa encantadora.

-¡Caramba, un "plaisir"! ¡Me diviertes! Pero no te daré dinero- añadió, dirigiéndose al general-, y ahora, pasemos a mis habitaciones. Quiero verlas. Luego iremos a todos esos sitios. ¡Vamos, transportadme!

Se transportó de nuevo a la abuela, y toda la comitiva, escoltando el sillón, descendió por la escalera tras ella.

El general iba atontado, como si hubiese recibido un garrotazo en la cabeza. Des Grieux meditaba. La señorita Blanche quiso primeramente quedarse, pero luego juzgó oportuno seguir a los demás. A su zaga venía también el principillo; sólo el alemán y la señora viuda de Cominges se quedaron en la habitación del general.