El juez en su causaEl juez en su causaFélix Lope de Vega y CarpioActo I
Acto I
Sale[n] la reina LEONIDA y FABIA , dama.
FABIA:
A ti te falta prudencia.
LEONIDA:
Déjame, Fabia, que amor
ni tiene en celos valor,
ni entendimiento en ausencia.
Amar por breve accidente
aun hace alegre el vivir,
pero, ¿quién podrá sufrir
que toda el alma se ausente?
Si la mitad piensas que es
mi esposo el Rey, y que tengo
otra mitad con que vengo
a quedar viva después,
engáñaste, porque en él
está todo de tal suerte,
que se ha de seguir mi muerte
en apartándome dél.
Si aquello que nos anima
es alma, el Rey vive en mí
por alma.
FABIA:
Ya viene aquí.
LEONIDA:
¿Quién ha de haber que reprima
la fuerza de los enojos?
(Salen de camino el rey ALBANO y OTAVIO , su hermano.)
ALBANO:
Veros quisiera escusar,
mas pudo el alma obligar
la persuasión de los ojos.
Los vuestros me dicen ya
cuán bien escusado fuera,
pues con ser fuego su esfera,
lloviendo perlas está.
Dejad la tristeza aparte,
mirad, mi bien, que el aurora
al salir del sol las llora
pero no cuando se parte.
LEONIDA:
En esto veréis que soy
noche, a quien sin vós dejáis.
¿Ya en fin de partida estáis?
ALBANO:
De muerte, mi vida, estoy.
Que si el morir es partir,
cuando de lo que es la vida
se parten, esta partida
debe llamarse morir.
El rey de Escocia, señora,
vuestro padre y mi señor,
da a Otavio, por su valor,
a vuestra hermana Teodora
y quiere que yo presente
estos conciertos. Se acaben
los cielos, Leonida, saben
lo que siento en verme ausente,
pero consolarme debe
y dar a mi mal paciencia,
que será breve la ausencia,
si amando hay ausencia breve,
y a vós la seguridad
deste sentimiento mío.
LEONIDA:
Todo lo creo y confío
de vuestra justa lealtad.
Que si no me consolara
el saber que le tenéis,
lo que es la vida que veis
menos que el partir durara.
Esto y saber que mi hermana
merezca a Otavio y que vós
los amparéis a los dos,
mil imposibles allana
que esta partida ofrecía.
Mirad que de mí tengáis
la memoria que dejáis
tan estampada en la mía.
Y que si fuere posible,
con vós traigáis a Teodora.
ALBANO:
Ese postrero, señora,
parece a Otavio imposible.
Porque el Rey no ha de querer
verse ausente de los dos.
LEONIDA:
Sí hará, queriéndolo vós,
y por hacerme placer.
OCTAVIO:
A mi hermano he suplicado
que pida al Rey mi señor
nos haga tanto favor
luego que yo tome estado.
Que sé lo que gustaréis
de que esté con vós Teodora.
LEONIDA:
Si en la soledad de agora
darme consuelo podéis,
es solamente el seguro
desta palabra.
OCTAVIO:
Esa doy,
seguro está por quien soy,
lo que cumplirla procuro.
Y voy con gran confïanza
que el Rey mi señor la dé.
LEONIDA:
Pues con eso haréis que esté
toda verde mi esperanza.
Persuadiola a la venida.
ALBANO:
Poco será menester,
porque en siendo su mujer
será cierta la partida.
La nuestra se acerca ya;
venid a verme partir.
LEONIDA:
Y voy a ver dividir
la vida que en vós está.
Estoy, porque os vais sin veros,
por no sentir el dejaros,
si es bien, pudiendo miraros
anticiparle a perderos.
Al fin voy a ver que os vais
sin mí.
ALBANO:
Yo quedo con vós,
que siendo un alma los dos,
estoy donde vós estáis.
No creáis que se divida.
LEONIDA:
En vuestra salud allá
veréis cómo vive acá
esta que dejáis sin vida.
(Vanse; y salgan de una isla LIRANO y FLORELO , pescadores.)
LIRANO:
¿Está cocida la red?
FLORELO:
Al sol queda todavía
para pedirle merced
LIRANO:
Que despachemos querría.
La mesa en tanto poned.
FLORELO:
Dejad cocer el pescado
que aún el agua colea.
LIRANO:
Allá es señor delicado,
Florelo, el fresco desea,
y acá se estima el salado.
FLORELO:
Tienen poca estimación
las cosas por la abundancia.
LIRANO:
¿Echaste al barco el resón?
FLORELO:
Atado no es de importancia
dance de la mar al son.
LIRANO:
¿Qué pescado está cociendo?
FLORELO:
Un congrio y cuatro lampugas.
LIRANO:
¿Trujiste verdura?
FLORELO:
Entiendo
que trujo Ergasto lechugas
y que está ensalada haciendo.
Para vinagre y aceite
tiende en esta verde alfombra,
en tanto que abril la afeite,
los manteles a esta sombra,
que aún es agora deleite.
Dos o tres corchos refresca
en aquella fuente fresca.
LIRANO:
Saca el vino del tonel,
porque se escabeche en él,
dentro del cuerpo la pesca.
FLORELO:
Todo está a punto, Lirano.
LIRANO:
Ni cuidado me fastidia,
ni ambición de oficio vano,
mal haya quien tiene envidia
al más galán cortesano.
(Sale ERGASTO , pescador.)
ERGASTO:
¿Es hora ya de comer?
LIRANO:
Aquí dicen que ha de ser.
ERGASTO:
Hombre de la mar ha sido
de tan loco parecer.
FLORELO:
Aquí dicen que ha de ser.
LIRANO:
¿Cómo?
ERGASTO:
No quisiera estar
de aquí a un hora dentro el mar,
que este sol fuerte amenaza
que por su salada plaza
quieren los vientos rifar.
¿Aquellas nubes no veis,
no veis aquellos delfines?
LIRANO:
Pues, ¡alto!, no comencéis
para tener tristes fines
la fiesta que pretendáis.
Comed en el cabañal,
que ya cubre aquel nublado
la lámpara celestial.
FLORELO:
El cielo se ha rebozado,
cuán cierta fue la señal.
LIRANO:
Ya se levanta mareta,
ya todo el mar se inquieta.
ERGASTO:
¡Ay, de la nave, Florelo!,
que entre las aguas y el cielo
viene a los vientos sujeta.
(Sale SILVANO , pescador.)
SILVANO:
¿Ha llegado por agua
el espantoso aguacero?
LIRANO:
No, mas estase esperando.
SILVANO:
A daros aviso vengo
que tenéis un convidado.
Por eso, despachad presto
aunque las redes dejéis,
los plomos y los anzuelos,
las palangres y la ropa
de aquesta ribera en medio.
Porque la divina Arminda,
Arminda digo, no es menos
que Arminda, no presumáis
que pude engañarme en esto.
Princesa de aquestas islas,
con un venablo y dos perros,
temiendo la tempestad
viene de su furia huyendo.
En vuestra cabaña queda,
allí sentada la dejo
mientras os vengo a buscar.
LIRANO:
¿Hay más notable suceso?
¡La princesa destas islas
en nuestra cabaña, cielos!
Pero, ¿cuándo de las cosas
resulta a los reyes menos?
Dale gracias que en la tierra,
y suya, la coge el tiempo,
que si estuviera en la mar,
de la suerte que le veo,
apenas supiera darle
ni consuelo ni remedio.
Mísera de aquella nave,
que por sus aguas corriendo
hace experiencia del daño
que desde la tierra vemos.
FLORELO:
Parece que a tomar tierra,
arrojada de los vientos,
forceja una nave triste.
ERGASTO:
Bien dices, no viene lejos,
pero que llegue a la orilla
por imposible lo tengo;
que parece que la mar
quiere estrellarla en el cielo
como toro que algún hombre
tiene en los fogosos cuernos.
Quiere arrojarla de sí.
LIRANO:
Coge las redes, Florelo,
y vamos el monte arriba.
FLORELO:
¡Oh, tierra, principio nuestro!
(Vanse todos y sale ARMINDA , con un venablo de caza, y CLAVELA , pescadora.)
CLAVELA:
Aquí podrá Vuestra Alteza
entretenerse mejor.
ARMINDA:
¿Que también sabéis de amor?
CLAVELA:
Amor es naturaleza
y si está en los mismos peces,
cuánto mejor podrá estar
en los hombres de la mar.
ARMINDA:
Bien dices, que muchas veces
los peces enamorados,
sintiendo de amor los tiros,
han salido a dar suspiros
de las aguas a los prados.
Tú, en efeto, te casaste
con este tu pescador.
CLAVELA:
Mi padre era labrador
deste lugar que dejaste.
A la falda desta sierra
Silvio de pescar vivía,
salió de la mar un día,
puso la pesca en la tierra.
Llegué yo a comprar y compré
el pez marido, pues creyó
que allí nació su deseo
y allí mi remedio hallé.
De suerte que transformó
amor en carne el pescado,
y los peces y el ganado
a una misma red juntó.
Yo guardo aquellas ovejas
y él sale al mar en su barca,
y ansí viven en una arca
los anzuelos y las rejas.
Pero cuando el sol se baña
nos venimos a juntar,
yo del monte y él del mar,
en esta pobre cabaña.
Donde creo que una vez,
ya por gloria, ya por pena,
me vuelva el amor sirena,
porque la mitad soy pez.
ARMINDA:
Envidia tengo a tu vida.
CLAVELA:
Merezco ser envidiada,
porque contenta casada
quiero bien y soy querida.
Pero ves, señora, aquí
de mis bienes la ocasión.
(Sale[n] LIRANO , ERGASTO y SILVANO .)
LIRANO:
¿Estas sospechas qué son?
SILVANO:
¿Es esta la Infanta?
ERGASTO:
Sí.
SILVANO:
Denos, tu Alteza, los pies.
ARMINDA:
¡Oh, amigos, bien seáis venidos!
LIRANO:
No estamos apercebidos;
pobre nuestra choza es,
mas grande la voluntad,
¿cómo os dejaron ansí?
ARMINDA:
En el monte me perdí
con esta gran tempestad.
Mas no tengo por perderme
el haberme entretenido
con Clavela, pues ha sido
holgarme y entretenerme.
¿Quién es su esposo?
SILVANO:
Yo soy.
ARMINDA:
Vós estáis bien empleado.
SILVANO:
Ya de Vuestra Alteza honrado,
¿quién dudará que lo estoy?
ARMINDA:
Descansad, comed, que quiero
veros comer.
SILVANO:
No es razón,
porque en aquesta ocasión
habéis de comer primero.
¡Oh, quién lo hubiera sabido!,
que de tierra no os faltara
quien el conejo os sacara
en el vivir escondido.
La parda y roja perdiz,
con el lazo o con la luz,
y con el presto arcabuz
la tórtola y codorniz.
Del mar el sabroso mero,
el safio y el verderol,
el ostión que se abre al sol
desde que baja el lucero.
La langosta, que cocida
es un ramo de coral,
y fruta deste tiempo igual
de aquellos montes cogida,
donde el sombroso castaño
el verde fruto encubierto
muestra en el erizo abierto
por los estremos del año.
El nogal de sombra enferma,
el membrillo y la granada,
que de otra más regalada
toda aquesta sierra es yerma.
Mas ya que lo es tanto el suelo
y os trujo una tempestad,
comeréis la voluntad,
que es mesa que agrada al cielo.
(Sale FLORELO .)
FLORELO:
Estraños son los efectos
de una borrasca tan fiera,
pues igualmente lo han sido
para la mar y la tierra.
En la tierra, pues perdida
de tanta gente, su Alteza
honra esta pobre cabaña
rica y dichosa en tenerla.
Para el mar, pues que queriendo
coger las redes y cuerdas
vi una nave derrotada
acercarse a la ribera.
Roto el bauprés y mesena,
sin jarcia, escota, ni vela,
sin áncoras y sin cables
toda la popa deshecha.
Dieron voces a la orilla,
yo con mi barca pequeña
camino, acércome y veo
que por la primer cubierta
bajan al barco dos hombres
de notable gentileza,
que según su gente dijo
eran los reyes de Ibernia.
Que yendo a Escocia corrieron
tan fuerte esta gran tormenta
que la soberbia del mar
a nuestras islas los echa.
Saquelos a tierra en fin,
supieron que la princesa
nuestro pobre albergue honraba
y los dos vienen a verla.
Pero no han osado entrar
hasta que les des licencia.
ARMINDA:
Di que entren; estraño caso.
LIRANO:
Alarga, Silvio, la mesa.
(Sale[n] el rey ALBANO y OTAVIO , su hermano.)
ALBANO:
Dame, señora, los pies,
que en parte tan desigual
vuestra presencia real
está diciendo quién es.
ARMINDA:
Si por mujer Vuestra Alteza
me quiere honrar desta suerte,
¿cómo no mira y advierte
mi humildad y su grandeza?
Lo que en la mar le arrojó
a la tierra donde está,
a mí, donde pienso ya
que a servirle me inclinó.
No sin causa me perdí,
pues había de ganar
el recibiros del mar
que os ha derrotado ansí.
ALBANO:
Conforma tanto al valor
la amorosa cortesía,
que ya la pérdida mía
es la ganancia mayor.
Mucho le debo a la mar
por la tormenta, si acierto
por vós a tan dulce puerto,
que ha sido errando, acertar.
Y pues sois del sacro templo
a que me debo ofrecer
la imagen hoy quiero hacer
pintar del caso el ejemplo
y ofrecerle a vuestro nombre.
ARMINDA:
Si yo lo fuera, os librara
del mar antes que llegara
donde a quien le mire asombre.
¿Quién es este caballero?
ALBANO:
Mi hermano, a vuestro servicio.
ARMINDA:
Bien lo mostraba el indicio
de su persona primero.
Y la pregunta escusara
si antes en ella advirtiera.
OCTAVIO:
Quien llega a vuestra ribera
y en vuestro puerto se ampara
más le debe a la fortuna
por la tormenta que corre
donde esta luz le socorre,
que por bonanza ninguna.
No tengo qué os ofrecer
donde mi hermano lo está.
CLAVELA:
Señora, advierte que es ya
tiempo de dar a comer
a los huéspedes y a ti.
ARMINDA:
A mí, Clavela, bastará
vuestra humildad, mas repara
que están dos reyes aquí.
CLAVELA:
Ya los miro tan contentos
de vuestra rara hermosura
que comerán su ventura,
beberán sus pensamientos.
No podrán a Vuestra Alteza
la culpa sino al lugar,
mas, ¿qué les puede faltar
donde está vuestra belleza?
ARMINDA:
Señores, los dueños son
desta cabaña animosos,
y aunque pobres, deseosos
de que entendáis su afición.
Honradlos comiendo aquí,
porque hay hasta la ciudad
una legua.
ALBANO:
La humildad
no está en ellos para mí.
Con vós parece que ha sido,
que después que en ella estáis,
ella, Majestad, les dais
con que nos han recebido.
Y pues vós os disponéis
que hay que decir de los dos,
pues comeremos con vós,
que al sol convidar podéis.
Pero no, que de invidioso
dirá que le dais veneno.
OCTAVIO:
[Aparte.]
¡Oh, mar de sucesos lleno!,
¡oh, mar siempre cauteloso!
Agradable puerto vi
mirando aquesta mujer,
pero ya pudiera ser
más tempestad para mí.
ALBANO:
[Aparte.]
Desde que mi esposa amé,
nunca mujer me agradó,
ni mi alma le quebró
aquella debida fe.
Y pienso desde que vi
desta mujer la belleza
que ofendiera la firmeza
con que hasta agora viví.
CLAVELA:
Ea, que ya está corrida
la pobre mesa, señores,
en la alfombra de las flores
de aquestos prados tejida.
Entrad, que por varias leyes
de la fortuna hoy se goza
de que tiene en esta choza
una aventura de reyes.
ALBANO:
Vamos y gocemos della.
OCTAVIO:
[Aparte.]
¡Oh, Arminda, quién te trocara
por Teodora!
ALBANO:
[Aparte.]
¡Oh, quién llegara
a tal tiempo, Arminda bella,
que se casara contigo,
o quién, como Otavio, fuera
libre!
OCTAVIO:
¡Oh, traidora ribera!,
¡oh, mar, cuán piadoso amigo
fueras en haberme muerto!,
pues en tu orilla homicida
salgo en la mar de la vida
y tomo en la muerte puerto.
(Vanse, y entra[n] ROSARDO y FINEO .)
FINEO:
¿Tan grande atrevimiento,
tan grande desatino, tal locura
cabe en tu pensamiento?
ROSARDO:
¿De qué te espantas, si el amor procura
tener por más hazaña
la que fuere más bárbara y estraña?
Cuando cosas iguales
se quieren y se abrazan, decir pueden
que siendo naturales,
efetos de su causa no la exceden,
y que en esta armonía,
más la razón, que no el amor, los guía.
Porque a ninguno admira
cuando por su querido igual esposo,
la tórtola suspira
o el ciervo, de los otros temeroso,
lleno de celos brama
en el setiembre por la parda gama.
Naturaleza enseña
esa igualdad en hombres y animales,
y el amor se desdeña
de reducir así cosas iguales.
Lo desigual le agrada
y entonces triunfa de la flecha airada.
Esto muestra, Fineo,
la antigüedad que a Júpiter pintaba
cuando con tal deseo,
siendo divino, la belleza amaba
de la tierra y ardiendo
iba del arco del amor huyendo.
ROSARDO:
¿No has visto una vid nueva
de nacimiento humilde a un alma asida
y que abrazada prueba
tener en sus eternos brazos vida?,
pues ese es el ejemplo
que de mi desigual amor contemplo.
Partiose el Rey a Escocia,
dejome en gobierno de su casa
mientras allá negocia
y con Teodora su cuñada casa
aquel su hermano Otavio.
Bien puede amor hacerle aqueste agravio
de más que yo no intento
violencia alguna con la Reina; en tanto
que vuelve el pensamiento
a su hermosura celestial levanto,
que aún la boca no sabe,
mas de que yo como es razón la alabé.
Con esto no es mi culpa
tan digna de castigo.
FINEO:
El pensamiento
ya no tiene disculpa,
pues es contra su ley atrevimiento;
mira que ya te llama
la infamia desta impresa y no la fama.
Parece que contemplo
tu amargo fin, para tu vida muerte
y para el mundo ejemplo.
ROSARDO:
Tarde el temor a la esperanza advierte.
FINEO:
Antes del mal no es tarde.
ROSARDO:
No hay mal por grande bien, ni amor cobarde.
(Entra[n] la reina LEONIDA y TIBERIO .)
LEONIDA:
¿A dónde habrá sufrimiento
para tan grave dolor?
TIBERIO:
A donde hubiere valor
y sobrare entendimiento.
Vuestra Alteza esté segura
de que no se habrá perdido.
ROSARDO:
Pues, gran señora, ¿qué ha sido?
LEONIDA:
¿Qué ha de ser? Mi desventura.
De tres naves en que iba
el Rey a Escocia han llegado
las dos, la suya ha faltado.
ROSARDO:
Con justa razón te priva
la nueva heroica, señora,
de sufrimiento, pues pudo
perderse el Rey.
TIBERIO:
Yo lo dudo.
LEONIDA:
Yo no, ya el alma le llora.
FINEO:
Amor es muy temeroso,
en algún puerto habrá dado,
de la tormenta arrojado.
LEONIDA:
Y puede ser provechoso
cuando sucediese ansí,
que diese en puerto enemigo.
FINEO:
A correr el mar me obligó
cuando fïases de mí,
señora, esta diligencia.
TIBERIO:
Y yo iré por otra parte,
porque deseo obligarte
a esperanza y a paciencia.
LEONIDA:
Quedaré tan obligada
cuanto en el premio veréis.
ROSARDO:
Buscar las islas tenéis,
a la parte más helada
de la Ibernia rigurosa
hacen ciudad en el mar,
si él mismo os deja llegar
en esta ocasión forzosa.
Porque dicen que en tres meses
y en seis suele defender
el puerto.
LEONIDA:
Bien puede ser
que si tomar le pudieses
en ellos el Rey hallases,
Fineo, o que tú, Tiberio,
si parece cautiverio
desta banda te informases.
En fin, de cualquier manera,
viviré en vuestra esperanza.
FINEO:
Yo parto.
TIBERIO:
Y yo, en confianza
de que vive.
LEONIDA:
Dios lo quiera.
(Vanse FINEO y TIBERIO .)
ROSARDO:
Yo no te voy a servir
porque soy desconfïado.
LEONIDA:
¿De qué lo estás?
ROSARDO:
Del cuidado
de que pueda el Rey vivir.
Llegan a Escocia sus naves
perdidas con la tormenta,
que es lo que Tiberio cuenta
y que ya por cartas sabes.
Y la del Rey no parece,
luego no es justo creer
que el mar ha de obedecer
al que la tierra obedece.
No guarda el agua respeto
ni puede ser castigada
la más poderosa armada.
Turba en su seno inquieto,
que aunque el cielo le mandó
que a la tierra no pasase,
si la tierra en ella entrase,
poder entonces le dio.
LEONIDA:
Pesadamente consuelas.
ROSARDO:
Hablo también con temor.
LEONIDA:
Bien parece que tu amor
no camina entre sus velas.
ROSARDO:
El que yo te tengo a ti
me ha hecho temer contigo
y al fin lo que temo digo.
LEONIDA:
¿Qué amor me tienes a mí
pues que no me has consolado?
ROSARDO:
Creer siempre lo peor
es discreción.
LEONIDA:
¿De qué suerte?
ROSARDO:
Porque después se convierte
en mayor gusto el temor,
y si lo que fue temido
es a la desdicha igual,
ya está prevenido el mal
y es menos mal prevenido.
LEONIDA:
Antes es sentir el daño
dos veces.
ROSARDO:
¿De qué manera?
LEONIDA:
La una cuando se espera
hasta ver el desengaño
y la otra cuando viene.
ROSARDO:
¿Qué daño puede temer
quien debe esperar placer
del mismo temor que tiene?
LEONIDA:
¿Yo, placer?
ROSARDO:
¿Pues qué tan mal
te puede estar el perder
quien no te supo querer
con amor al tuyo igual?
¡Cuánto mejor hallarías
en Francia, en Ingalaterra
o en Hungría!
LEONIDA:
¡Oh, infame, cierra
la boca!
ROSARDO:
A verdades mías
pagas siempre con razones
ásperas.
LEONIDA:
¿Qué son verdades?,
si el daño me persuades
y en otro mayor me pones.
ROSARDO:
Dado que el Rey fuese muerto,
cosa en la naturaleza
tan cierta, y en la estrañeza
del mar, suceso tan cierto,
merece mi buen deseo
que como a infame le nombres,
porque te diga los hombres
dignos de tan alto empleo.
LEONIDA:
Pues es bien que tú me cases
antes que vïuda sea.
ROSARDO:
Esto es hablar quien desea
que en tu remedio acertases.
Pero debió de enojarte
haberte dicho que el Rey
no te ha guardado la ley
debida a amor en no amarte.
LEONIDA:
Pues eso no era razón
que me enojara.
ROSARDO:
Conmigo,
porque si verdad te digo,
en la mejor ocasión.
LEONIDA:
¿Verdad?, ¿pues de qué lo sabes?
ROSARDO:
De otras muchas aficiones.
LEONIDA:
¿Y esto llamas ocasiones
no pareciendo sus naves
para que yo corra aquí
la tormenta que el allá?
ROSARDO:
Como sé que muerto está,
a lo menos para mí,
llamo ocasión más segura
al hablarte sin temor.
LEONIDA:
Ni el Rey me ha sido traidor
ni su voluntad perjura.
Ni es muerto ni lo ha de ser,
ni sus naves se han perdido,
ni yo tendré otro marido
ni de otro seré mujer.
Ni el cielo dividirá
dos almas eternamente
si por algún accidente
los cuerpos lo quedan ya.
Ni ha de haber donde yo reino
villanos aduladores,
ni se han de alegrar traidores
de tiranizar mi reino.
Ni habrá sospecha tan fuerte
que de amor el Rey me impida,
ni le durará la vida
a quien tratarse su muerte.
(Vase la reina y queda ROSARDO .)
ROSARDO:
Este es el fin de un loco atrevimiento,
principio en la tragedia de mi vida.
Mientras callaba, mi esperanza asida
de un falso engaño dilatose al viento.
Habló mi amor para mayor tormento,
el desengaño acrecentó la herida,
mi propria lengua ha sido mi homicida
y aún no se declaró mi pensamiento.
¿Si me entendió, si sabe mi cuidado
y a muerte por decille me condena,
y mi vida y amor se han acabado?
Mas, ¿qué me aflige lo que amor ordena?,
que más quiero morir habiendo hablado,
que no vivir sin declarar mi pena.
(Vase y sale[n] el rey ALBANO y OTAVIO .)
ALBANO:
He llegado a tal furor
después, Otavio, que entré
en esta isla que fue
circe de mi loco amor,
que temo de su rigor
que me ha de costar la vida.
No me acuerdo de Leonida
más que si jamás la viera,
que si el alma verla espera
es para ser su homicida.
Como el alterado mar,
no me ha dejado partir
el trato, el ver, el oír,
el hablar, el desear.
Tanto han podido afirmar
este pensamiento en mí,
que hoy le dije, y le mentí,
que era muerta mi mujer
y que lo había de ser
como dijese que sí.
ALBANO:
Preguntome de qué suerte
su muerte había sabido,
pues por el mar no había sido
posible saber su muerte.
Mira lo que amor advierte
que dije que era muerta
cuando de la más incierta
en sus islas tomé puerto,
aunque el haberlo encubierto
de alguna duda la advierta.
Pero dile por razón
que entonces iba a casarme
y no quise declararme
hasta saber tu afición,
prometile, ¡qué traición!,
ir a sosegar mi estado
y dejarte aquí empeñado
en mi palabra real
hasta volver con igual
grandeza a quedar casado.
Pero no pude vencer
aquel casto pensamiento
ni bastó mi atrevimiento,
ni hay fuerzas en mi poder,
de suerte que vino a ser
concierto que me partiese
y que a casarme volviese
con aparato real
y a intentar el mejor mal
que de traidor se escribiese.
OCTAVIO:
¿Por qué razón?, ¿qué te obliga?,
si una vez de aquí te vas.
ALBANO:
Otavio, el no haber ya más
sufrido tanta fatiga,
¿qué puede haber que te diga
más de que muero y la adoro
contra mi real decoro?
No lo quisiera intentar
a poder pasarla el mar
como a Europa el blanco toro.
Pero pues no puede ser
que lo goce de otra suerte,
yo pienso intentar la muerte
de la Reina mi mujer,
que muerta podré volver
a casarme con Arminda,
que pues tan lejos a linda,
de aquestas islas mi estado
ha de ser vano cuidado
que de otra suerte se rinda.
OCTAVIO:
Oyendo estoy tus razones,
y dudando si eres quien
quiso a Leonida tanto bien.
ALBANO:
Si a considerar te pones,
Otavio, las confusiones
en que amor el mundo ha puesto,
verás que es lo menos esto.
No repliques que estoy loco
y todo consejo es poco
en un corazón dispuesto.
Desde aquí voy a embarcarme;
tú te queda, Otavio, aquí.
OCTAVIO:
¿Yo, para qué?, si de ti
no es justo agora apartarme.
ALBANO:
Hasta que vuelva a casarme
podría haber dilación.
Libres los isleños son
por no tener rey estraño.
Ha de intentar en mi daño
casarla en esta ocasión.
Es mujer y, sin consejo,
podrá entretanto casarse,
mas sobra que ha de aguardarse
si aquí por prenda te dejo.
OCTAVIO:
Ahora bien, yo no me quejo
de tu locura y partida
que sé que en viendo a Leonida
has de mudar de opinión,
que desta loca afición
será su gusto homicida.
ALBANO:
Plega a Dios, hermano Otavio,
que tanto Leonida pueda
y que el cielo le conceda
fuerza de impidir tu agravio.
OCTAVIO:
Tú mirarás como sabio
en esta navegación
la fealdad desta traición.
ALBANO:
Él sabe que se lo ruego,
¡oh, mar, apaga mi fuego!,
si tales tus aguas son.
(Vase el rey ALBANO y queda OTAVIO .)
OCTAVIO:
¿Hay más estraño amor? ¿Pero qué digo?,
si de la misma yerba estoy tocado
Culpo a mi hermano donde soy culpado,
que amando a Arminda, el mismo engaño sigo.
Déjame aquí para leal testigo
del engaño que deja concertado
y es fuerza que de mí quede engañado,
que a tal hermano, tan fingido amigo.
Arminda, plega a Dios que correspondas
porque viva Leonida siempre esquiva,
y que tu rostro de su llanto escondas.
Nunca tan fiero mal la fama escriba,
¡oh, sacro mar!, sepúltale en sus ondas,
muera el traidor y el inocente viva.
(Sale[n] ARMINDA y REINALDO , caballero.)
REINALDO:
No quiere que con él vaya mi gente,
estraño agravio ha hecho a mi deseo;
con la que tiene aquí se parte solo.
Díjele tu recado y que yo era
de aquella gente capitán y dice
que te besa las manos, mas que es justo
que yo quede a servirte con mi gente,
que el no la ha menester, pues por agora
no tiene Ibernia público enemigo
y que va más seguro con secreto.
Dejele ya en la barca y prevenida
de velas le esperaba aquella nave
que casi rota vino a nuestro puerto,
porque está reparada y de manera
que no hay en las islas más ligera.
ARMINDA:
Buen viaje, buen viento y buena dicha.
OCTAVIO:
¿Quién se partió, señora?
ARMINDA:
El Rey, tu hermano.
OCTAVIO:
Así me dijo aquí, mas no de suerte
que creyese tan cerca su partida.
ARMINDA:
Parte, Reinaldo, a recoger la gente.
REINALDO:
¿Cómo ha quedado Otavio en vuestras islas?
ARMINDA:
Después sabrás la causa, parte agora.
REINALDO:
Guárdete el cielo de traición, señora.
(Vase REINALDO .)
ARMINDA:
No quiso, Otavio, el Rey llevar mi gente.
OCTAVIO:
Débele de importar ir con la suya.
ARMINDA:
Deseo que me digas con quién iba
a casarse, que ya me ha descubierto
la causa que le trujo a nuestras islas,
que el camino de Escocia fue fingido.
OCTAVIO:
El camino de Escocia fue muy cierto,
y que quiso casarme con Teodora,
hermana de Leonida, mujer suya,
que todo lo demás son invenciones
de un hombre que con loco pensamiento
intenta tu imposible casamiento.
ARMINDA:
¿Pues no es muerta la Reina?
OCTAVIO:
Si estuviera
más lejos de las islas y al mar cercano
las altas velas en golfo dïera,
tú vieras la intención del Rey mi hermano.
ARMINDA:
Cuando estuviera agora en la ribera,
habiendo sido su deseo en vano,
¿qué venganza me llama o me provoca
para adelante si hoy traición me toca?
Y ansí te guarde el cielo, Otavio mío,
que te fíes de mí.
OCTAVIO:
Si agradecieras
mi justo amor, como de ti confié,
notables cosas de un traidor supieras.
Digo traidor por este desvarío,
que si por ser de amor le consideras
en el mismo rigor, de tanta culpa
por mil historias le darás disculpa.
Sí te diré el suceso, pero temo...
¿Mas qué puedo temer? Advierte un poco
y hago testigo al mismo Dios supremo,
que solo por Leonida me provoco.
El Rey te quiere con tan loco estremo
que parte a dar la muerte, como loco,
a su mujer, hermosa y inocente,
que en lo que dice de que es muerta, miente.
Tú harás, Arminda, un necio casamiento
si vuelve el Rey aquí; pues que la mano
has de tomar de un bárbaro sangriento,
por más que le disculpe amor liviano.
Mas temo de que tanto atrevimiento
temple, llegando allá mi loco hermano,
con la vista de aquella reina hermosa,
honesta, casta, santa y virtuosa.
Déjame aquí para que yo te impida
que entre tanto te cases y le esperes,
que da la muerte a la sin par Leonida,
glorioso honor y ejemplo de mujeres.
Estas cosas le dije a la partida,
es incapaz de la razón que quieres,
no le pude vencer, vénzale el cielo.
ARMINDA:
¡Entre la sangre me discurre un yelo!
¿Que el rey Albano, por casar conmigo,
quiere matar a su inocente esposa?
OCTAVIO:
Parta Reinaldo y sepa lo que digo,
pues con secreto no es difícil cosa.
ARMINDA:
Dente los cielos bárbaro castigo
conforme a tu maldad, y rigurosa
la mar que ha dado fin a tantas gentes;
primero te sepultes que lo intentes.
Rómpase el leño donde vas contento
en un escollo o barco peligroso,
brame el toro del húmido elemento
con perilo tan fiero y riguroso;
caiga de su nubiberse aposento
el tridente de Júpiter fogoso,
que derribando el corredor de popa
te abrase en alma sin tocar la ropa.
No llegues para siempre a la ribera
de tu querida patria y si el estrago
del mar te diere alguna, sea tan fiera
que des en un caribe o lotófago.
Leonida bella, si tu cuello espera
su espada vil, de tu virtud en pago
no soy la culpa yo, sino su suerte
que me impide el aviso de tu muerte.
OCTAVIO:
No te aflija ni mueva a dolor tanto
el pensar la inocencia de Leonida,
que el Rey llegado haya, si el mar y el cielo
tan justas maldiciones no ejecutan,
templará su rigor solo en verla,
porque es dignade honor y de respeto,
y viéndola y hablándola, ¿quién duda
que envaine luego la traición desnuda?
Solo te pido yo que si tus años
han de elegir esposo conveniente,
y sabes que yo soy para los daños
de aquestas islas capitán valiente,
los propios te parezcan más estraños
y permitas que yo tu guarda intente
con el nombre que solo mereciera,
no quien mi sangre, quien mi amor tuviera.
ARMINDA:
No dudes, no, que te acetara, Otavio,
en justo matrimonio, pero advierte
que tengo de pagar todo el agravio
que de Leonida ha de causar la muerte.
Si tú das orden más prudente y sabio
que tu hermano cruel trueque la suerte,
yo te doy la palabra que algún modo
se puede hallar de remediarlo todo.
OCTAVIO:
Cuando mi hermano con ausencia tanta
no mude el pensamiento, que estoy cierto
que no será tan firme hombre tan malo,
casado yo contigo, ¿de qué temes
a Escocia, a Inglaterra, ni a Alemania?
¿No sabré yo de todos defenderte,
no sabré yo poner aquestas islas
en la defensa que otros capitanes?,
Fuera de que si tú no estás casada,
él es juez, dirá que eres culpada.
ARMINDA:
No dices mal, que si el traidor intenta
matar su esposa y saben que a casarse
vuelven a mi tierra, han de pensar que he sido
culpada en el concierto de la muerte,
y sabiendo que soy en este medio
tu mujer, no podrán culparme en nada.
OCTAVIO:
Si conoces, señora, mis deseos,
no dilates al premio.
ARMINDA:
Está seguro
de que tu bien y mi quietud procuro.
OCTAVIO:
Pues dame en prendas de tu fe la mano.
ARMINDA:
Con la palabra firme de ser tuya,
para que nuestra boda tenga efeto.
(Dense las manos y entre REINALDO y FABIO .)
REINALDO:
No digas, Fabio, que es amor discreto.
FABIO:
¿Diole la mano?
OCTAVIO:
¿En eso pones duda?
FABIO:
No, recelaste en vano que este Otavio
vino a quitarte la esperanza justa.
ARMINDA:
¿Quién es?
REINALDO:
Yo soy.
ARMINDA:
¿Qué quieres?
REINALDO:
Vine a darte
cuenta de la partida del Rey.
ARMINDA:
¿Tienes
que decirme otra cosa?
REINALDO:
Que la gente
del rey de Ibernia va con viento en popa
y que acá se quedaron mis deseos.
ARMINDA:
No te espantes si son deseos locos,
porque de esos se suelen lograr pocos.
Ven, Otavio, conmigo y trataremos
de que se fortifiquen estas islas.
OCTAVIO:
Ya sabes mi deseo en tu servicio.
ARMINDA:
Eres príncipe, en fin harás tu oficio.
(Vanse.)
FABIO:
Los dos se van y dicen que con ánimo
de que se fortifique, es lo que tratan.
REINALDO:
No dices mal; mas, ¿qué mejores fuerzas
que las de amor si ya le tiene Otavio
y aquí me ha hecho tan notable agravio?
FABIO:
Agravio no, pero desdén ha sido.
REINALDO:
Matar a Otavio tengo.
FABIO:
¿De qué suerte?
REINALDO:
¿Ha de faltar industria?
FABIO:
¿Y qué has temido?
REINALDO:
Que ha de reinar y que me ha de dar la muerte.
FABIO:
¿De Arminda piensas que ha de ser marido?
REINALDO:
¿La mano que le dio no te lo advierte?,
mas yo haré que la mano se divida
con la que traigo donde ves ceñida.