El jardín de los cerezos (colección)/Prefacio
PREFACIO
Antón Vaulvritch Chejov, al escribir El jardín de los cerezos—que fué una de sus últimas obras—, propúsose describir una serie de tipos que se mueven dentro del cuadro de una finca rústica, en la Rusia contemporánea; claro es que en la Rusia anterior a la guerra y a la revolución. La forma dialogada que dió a su trabajo favoreció la transformación de éste, después de la muerte de su autor [1], en una comedia en cuatro actos, que obtuvo, en el Teatro Artístico de Moscú, éxito considerable y quedó de repertorio definitivamente. Por extraña ironía de la suerte, Chejov, cuyas tentativas dramáticas habían sido acogidas con frialdad, alcanzó póstumo triunfo teatral precisamente con una obra que no había sido escrita para la escena.
El texto ruso, calcado sobre el primitivo original y presentado como «Comedia en cuatro actos», no reúne condiciones escénicas. Llevado a las tablas tal como se editó, su fracaso, aun ante el público más indulgente, hubiera sido irremediable. Suprimiéronse episodios, abreviáronse escenas. Aun así, el diálogo era monótono, interminable; las repeticiones ponían a prueba la paciencia del lector. Chejov, tan maestro en el arte de apuntar, de un solo rasgo, una impresión fugitiva; en descubrirnos el carácter de un personaje mediante ligerísimas pinceladas; tan simple y conciso de ordinario, cae fácilmente en la proligidad. El jardín de los cerezos parece ser esbozo de un vasto lienzo en que el autor hubiera desplegado sus altas cualidades de observador, de psicólogo, de humorista, de poeta sentimental. Porque de todo ello había en la manera de este escritor. El autor de las presentes líneas conoció a Chejov cuando éste no había cumplido aún sus veinticinco años. Era un joven modesto, reservado; hablaba poco y meditaba mucho, y apenas hechas sus primeras armas en el campo literario, las decepciones le amargaban. Acababa de compilar, bajo el título de En el Crepúsculo, una serie de cuentos y novelitas publicadas en periódicos y revistas sin importancia. El narrador de primer orden revelábase ya. La Bruja y La Pesadilla son pequeñas obras maestras. Sus primeros ensayos, reunidos en volumen, vendíanse, porque Rusia es un gran mercado; pero el éxito, el que forja la reputación y la gloria, no venía.
El carácter un poco arisco de Chejov no le granjeaba precisamente simpatías. Achacábase a presunción y a orgullo lo que, en el fondo, no era sino timidez. Los críticos tachaban de falsa su sencillez, calificaban de groseros sus chistes, y no pocos veían en él una superficialidad ingeniosa y brillante, detrás de la cual no existía nada. Chejov continuaba escribiendo novelas cortas y más novelas cortas, como si pretendiera especializarse en este género. Éxitos fueron la Historia melancólica, La sala número 6, El relato de un desconocido. Alguien ha dicho de Chejov que «se mostró artista superior en un género inferior». Muchos de sus relatos breves quedarán como modelos. Observaba, sentía, y como si temiera que la realidad se le escapase, trasladábala al papel con rasgos rápidos, agudos, crueles. Antes de tener tiempo de profundizar un caso, analizarlo y desenvolverlo, nuevas sensaciones asaltaban su espíritu. Así llama la atención la increíble diversidad de sus tipos, la sucesión de episodios imprevistos que intercala en sus relatos, lo copioso y minucioso de los detalles. La materia le sobraba; él acopiábala de continuo; sin embargo, cuando intentaba tomar grandes vuelos, elevarse por encima de la vida usual, faltábale el aliento y deteníase a poco de haber movido sus alas.
Consecuente con la gran tradición literaria rusa, Chejov es un humorista. Su humorismo pone de relieve, hace resaltar, engrandece, extrae de la vulgaridad lo que tratado seriamente resultaría tal vez pálido y vulgar. Es el procedimiento empleado por Gogol, Chtchedrin, Lieskof, y más o menos, por la mayor parte de los novelistas rusos. En ocasiones, lo trágico y lo cómico confúndese de tal suerte que es imposible deslindarlos. La sala número 6 [2] es, en una clínica, el departamento destinado a los que padecen alucinación mental; tugurio infame, poblado de chinches, mal ventilado y pestilente. El médico se obstina en meter en la cabeza de los locos que vivir allí o al aire libre, tener hambre o satisfacer el apetito, ser bien tratado o recibir puñetazos de parte del guardián Nikita, es exactamente igual. El verdadero bienestar y la felicidad no dependen de tales pequeñeces. El guardián Nikita, oyendo la exposición de esas teorías, juzga que el doctor es digno de compartir la suerte de sus enfermos, y cuando al fin, fatalmente, llega a caer bajo su jurisdicción, aplicándole el mismo tratamiento que a los otros, le administra una paliza brutal que le causa la muerte.
En El jardín de los cerezos, lo cómico y lo trágico se mezclan de modo que entre sus personajes los hay, que son al propio tiempo trágicos y cómicos. En plena sátira, surge la nota sentimental. Un jardín de cerezos en flor es eje de toda la acción. Los actores nos descubren sucesivamente sus almas, y sin el menor esfuerzo mental, acabamos por familiarizarnos con todos ellos, cual si los conociéramos desde larga fecha. Ninguno de los que desempeñan papel principal será el genuino protagonista. Hay que seguir pacientemente el diálogo hasta el fin. Y pocos segundos antes del fin, el protagonista, que no habíamos sospechado, pues hasta entonces no pasaba de ser un tipo meramente episódico, aparece con una magnitud comparable a la de los héroes de la tragedia griega.