- I -

 
 Después que lanza el invierno
 el penúltimo suspiro,
 y cuando montes y peñas
 de este rincón bendecido
 sobre campo de esmeralda
 pardos levantan los picos,
 y más clara el agua corre,
 y en sus cauces van los ríos,
 llega el espléndido mayo
 sobre las auras mecido,
 despejando el horizonte
 y aliviando reumatismos;
 tras de mayo viene junio,
 como siempre ha sucedido,
 y San Juan, según el orden
 que va siguiendo hace siglos,
 antes que junio se acabe
 da al pueblo un día magnífico.
 Todo lo cual significa,
 para evitar laberintos,
 que en San Juan vienen los jándalos
 y que entonces vino el mío.

 Ya tocaba en el ocaso
 del sol el fúlgido disco,
 y sobre el campo cayendo
 leves gotas de rocío,
 daban vida a los maizales
 y al retoño ya marchito,
 cuando en la loma de un cerro
 a cierto lugar vecino,
 cuyo nombre no hace al caso,
 y por eso no le cito,
 un jinete apareció (11)
 sobre indefinible bicho,
 pues desde el lomo a los pechos
 y desde el rabo al hocico,
 llevaba más alamares
 que sustos pasa un marido.

 Todo un curro era el jinete,
 a juzgar por su trapío:
 faja negra, calañés
 y sobre la faja un cinto
 con municiones de caza,
 pantalón ajustadísimo,
 marsellés con más colores
 que la túnica de un chino,
 y una escopeta, al arzón
 unida por verde cinto.

 Al ver entre matorrales
 destacarse y entre espinos
 el escueto campanario,
 de su hogar místico abrigo,
 detuvo la lenta marcha
 del engalanado bicho,
 descubrióse la cabeza,
 exhaló tierno suspiro,
 meditó algunos instantes...
 Y continuó su camino.

 A un cuarto de hora del pueblo
 detuvo otra vez el ímpetu
 de su jaco, se apeó
 y llamó en un ventorrillo:
 -¡Ah de casa... ¡montañés!
 -¡Allá va!-¡Po janda, endino!
 -Buenas tardes. -Que mu güenas...
 Pero, calle... ¡tío Perico!
 -¡La Virgen me favorezca!
 ¡si es Celipuco el de Chisco!
 -El mismo que viste y calza.
 -Seas mil veces bien venido.
 ¿Y cómo va de salud?
 -Mejor que quiero... ¡pues digo!
 salú... pesetas... viniendo,
 camará, del paraíso,
 como yo vengo... a patás
 topamos allí toiticos
 esos probes menesteres...
 Conque toque usté esos cinco...
 y destranque la canilla,
 que yo pago ¡de lo fino!...
 Vaya un vaso.-A tu salud.
 -A la de usté, tío Perico.
 Y mi padre ¿cómo está?
 -Los años... -¡Ya!... ¡probesiyo!
 ¡Si esa borona maldita
 es el manjar más endino
 ca nacío de la tierra!...
 pero ende hoy, tío Perico,
 ha de tragar buen pan blanco,
 buenas hebras y buen vino;
 que si el probe no lo tiene,
 para él lo ganó su hijo.
 -Bien harás, que es muy honrado
 y anciano. -¡Cuando yo digo
 que ha de gastar pitrifoques
 y calesín!... -No es preciso,
 para que honres a tu padre,
 tanto lustre; que ha vivido
 entre terrones, y tiene
 sobrado, junto a sus hijos,
 para ser feliz de veras,
 con pan, descanso y cariño.
 -Pos cariño y pan tendrá,
 y descanso... Ya estoy frito
 por verle y darle un abrazo...
 Ahí tiene usté por el vino,
 que va cerrando la noche
 y es oscura... No lo digo,
 es la verdá, por el miedo,
 porque me espante el peligro,
 que allá, bien lo sabe Dios,
 más negras las he corrío;
 sino que... ¡firmes, Lucero!
 ¿Pero no ve usté qué bicho?
 Es una fiera ¡cabales!
 cuanto más anda, más bríos.
 Misté el jierro en esta nalga:
 es cartujano legítimo...
 Y oigasté, por lo que sea:
 dejo atrás, en el camino,
 una recua de jumentos
 cargaos con mis equipos.
 Cuando lleguen, que refresquen
 los mozos con un traguillo
 y encamine usté la recua a mi casa...
 Me repito.

 Clavóle los acicates
 en los ijares al bicho,
 arreglóse el calañés,
 escupió por el colmillo,
 y, entonando una rondeña,
 partió a galope tendido.
 -«Mucha bulla, pocas nueces;
 mucha paja, poco trigo.»
 -murmuró desde la puerta
 del ventorro el tío Perico.
 Aunque si lo de la recua
 no falla... El mancebo es listo...
 ¿Quién sabe?... Cierro y aguardo.
 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
 Pero la recua no vino.

- II -

 
 Echando al aire cohetes
 y descerrajando tiros,
 y entonando macarenas
 coplas, a pelado grito,
 entró el jándalo en su pueblo
 entre perros y chiquillos,
 que de una en otra barriada,
 con voces y con ladridos,
 publicaron la venida
 de aquel hombre «tan riquísimo,»
 en un instante, saliendo
 a la calle los vecinos
 a verle pasar; que el pueblo,
 como es notorio, ab initio
 es novelero y curioso
 aquí y en Francia... y en Pinto.
 -Buen verano, caballeros...
 ¡Adiós, mi alma!... -Bien venido.
 -Compadre, jasta la vista...
 -Dios te guarde.-Agur, vecino
 -¡Bien llegado!-Agraesiendo,
 camará... siempre su amigo;
 pero me aguarda mi padre...
 Hacerse a un laíto, niños!

 Y revolviendo su potro,
 como pudo, a cada grito,
 y la mano dando al uno
 y al otro las gracias fino,
 y a las mozas requebrando
 y atropellando chiquillos,
 atravesó la barriada
 y llegó al hogar carísimo,
 donde hubo besos y abrazos
 y todo lo consabido.

 Después se sacudió el polvo
 con su pañuelo finísimo,
 guardó el caballo entre mantas,
 («porque era una fiera el bicho,
 y, tragándose el espacio
 al andar, sudaba el quilo,»)
 anunció, como de paso,
 para muy luego el arribo
 de la consabida recua;
 y entre familia y amigos
 que a saludarle acudieron,
 circuló el jarro de vino,
 se cenó de lo mejor,
 y hasta que ya era por filo
 pasada la media noche,
 en loor al recién venido
 duró la marimorena
 que, aunque inútil es decirlo,
 costó al jándalo los cuartos
 y a más de tres... el sentido.

 Amaneció el nuevo día,
 y ya su ánimo tranquilo,
 abrió el jaque la maleta
 para mudarse el vestido;
 llamó ufano a la familia,
 y ofreció a cada individuo
 un regalo: un calañés
 a su padre; a un hermanito,
 una camisa de holanda
 (y era de algodón mezquino),
 y a su hermana un rico chal
 de la India (según dijo,
 pues era un retal menguado,
 de vara de pico a pico).
 Todo aquello, por supuesto,
 eran obsequios levísimos,
 pues las galas que traía
 hasta para los amigos,
 las conducía «la recua
 que quedaba en el camino.»

 Pasó el día de San Juan
 gastando largo y tendido
 y luciendo, aunque el calor
 hacía trinar los grillos,
 capa de largos fiadores
 sobre zamarra de rizos.

 Al siguiente, el pobre viejo
 que iba a descansar tranquilo
 con el amparo del jándalo,
 de sus retoños seguido
 volvió al campo, como siempre,
 a doblar su cuerpo rígido
 sobre los terrones, que
 le daban sustento mísero.

 En tanto vagaba el jándalo,
 sobre su andaluz bravío,
 por callejas y senderos,
 reconociendo los sitios
 que poco antes frecuentara
 con el dalle y el rastrillo...
 Porque lo había olvidado
 todo, todo... hasta el oficio,
 y el lenguaje de su pueblo
 y el nombre de sus vecinos.

- III -

 
 Entre fiestas pasó un mes,
 descuidado peregrino,
 corriendo de feria en feria
 y embaucando a sus amigos
 con cuentos de Andalucía
 y primores que había visto.

 Pero ¡ay! al llegar agosto,
 tentó con ansia el bolsillo
 que ya protestaba lacio;
 y, aunque con dolor vivísimo,
 vendió su caballo enteco
 (que nunca fue más lucido)
 en diez duros, no cabales,
 al primero que le quiso,
 para reparar algunos
 siniestros apremiantísimos;
 pues no llegando «la recua
 que quedaba en el camino,»
 su traje se clareaba
 a puro darle cepillo,
 y sus botas se torcían
 y no bastaba el tocino
 para remediar las grietas
 ni para prestarles brillo.
 Trocó el presuntuoso puro
 de a cuarto por el mezquino
 pitillo; dejó el pan blanco
 y el riojano negro líquido,
 como regalo superfluo,
 sólo para los domingos;
 y aunque chancero y zumbón
 y fingiéndose aburrido,
 iba al campo algunas veces
 «a enredar con el rastrillo.»
 Mas era que el pobre viejo,
 formalizado, le dijo
 un día: -«Si todas tus rentas
 son las que a casa has traído,
 o trabajas o no comes,
 que yo del trabajo vivo.»

 Tras esto llegó setiembre,
 y el buen jándalo, afligido,
 gastó la última peseta
 que tenía en el bolsillo;
 y no asomando «la recua
 que quedaba en el camino,»
 remendó los pantalones,
 comió berzas y respingos,
 emprendió con la tortuca
 con mucha pujanza y brío,
 dio en levantarse a la aurora;
 y trabajando solícito,
 se dormía por la noche
 cansado, si no tranquilo.

 Ya no habló más en caló
 en medio de sus vecinos,
 porque se burlaban todos
 sin piedad de aquello mismo
 que, oyéndolo de su boca,
 aplaudían cuando vino.

 Eran todos sus debates
 sobre carros y novillos
 volvió a pensar en la herba
 y a echar cambas... y cuartillos;
 llamó a la alubia barbanzo,
 dijo por vuelto, golvío;
 por lo ignorado, el aquel;
 en vez de boca, bocico;
 por agujero, juriaco,
 y en lugar de trajo, trijo.
 Dejó, en fin, su mixta jerga
 de andaluz muy corrompido,
 y volvió a adoptar de plano
 su propio lenguaje antiguo:
 rézpede, ojeuto, chumpar
 rejonfuño, sostuvido,
 escorduña, megodía,
 sastifecho, tresponío...
 lo más selecto y más clásico,
 lo más puro y más legítimo
 del diccionario especial
 de tamaños barbarismos

 Entonces ya confesó,
 sin ambajes ni remilgos,
 que estuvo en Puerto Real
 tres años vendiendo vino
 y llevando garrotazos
 de padre y muy señor mío;
 que sacó seiscientos reales
 por todo producto líquido,
 después de comprar el jaco,
 ropa, escopeta y avíos,
 y que entró con una onza
 en su casa, el pobrecillo,
 y la gastó en francachelas
 por echársela de rico...

 Y dos otoños, en fin,
 después de lo referido,
 con unos calzones pardos,
 un chaquetón de lo mismo,
 una camisa de estopa
 y zapatos con clavillos,
 salió otra vez de su pueblo
 montado sobre un borrico,
 para volver a la tierra
 de la viña y del olivo,
 a ganar otros seiscientos
 con los azares sabidos.


Notas:

11: Desde que los ferrocarriles cruzan nuestra Península y penetran en esta provincia, los jándalos no vienen a caballo, ni se van en tardo mulo. Han perdido, por lo tanto, uno de sus más gráficos atributos.