El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha (1905)/Tomo I/Capítulo XLVII

CAPÍTULO XLVII
Del extraño modo con que fué conducido encantado don Quijote de la Mancha, con otros famosos sucesos


uando don Quijote se vió de aquella manera, enjaulado y encima del carro, dijo:

—Muchas y muy graves historias he yo leído de caballeros andantes; pero jamás he leído ni visto ni oído que á los caballeros encantados los lleven desta manera, y con el espacio que prometen estos perezosos y tardíos animales; porque siempre los suelen llevar por los aires con extraña ligereza, encerrados en alguna parda y oscura nube ó en algún carro de fuego, ó ya sobre algún hipógrifo ú otra bestia semejante; pero que me lleven á mí agora sobre un carro de bueyes ¡vive Dios que me pone en confusión! Pero quizá la caballería y los encantos destos nuestros tiempos deben de seguir otro camino que siguieron los antiguos; y también podría ser que, como yo soy nuevo caballero en el mundo, y el primero que ha resucitado el ya olvidado ejercicio de la caballería aventurera, también nuevamente se hayan inventado otros géneros de encantamentos y otros modos de llevar á los encantados. ¿Qué te parece desto, Sancho hijo?

—No sé yo lo que me parece, respondió Sancho, por no ser tan leído como vuestra merced en las escrituras andantes; pero, con todo eso, osaría afirmar y jurar que estas visiones, que por aquí andan, que no son del todo católicas.

—¡Católicas, mi padre! respondió don Quijote: ¿cómo han de ser católicas, si son todos demonios que han tomado cuerpos fantásticos para venir á hacer esto y á ponerme en este estado? Y si quieres ver esta verdad, tócalos y pálpalos, y verás cómo no tienen cuerpos sino de aire, y cómo no consisten más de en la apariencia.

—Par Dios, señor, replicó Sancho, ya yo los he tocado; y este diablo, que aquí anda tan solícito, es rollizo de carnes, y tiene otra propiedad muy diferente de la que yo he oído decir que tienen los demonios; porque, según se dice, todos huelen á piedra azufre y á otros malos olores; pero éste huele á ámbar de media legua.

Decía esto Sancho por don Fernando, que, como tan señor, debía de oler á lo que Sancho decía.

—No te maravilles deso, Sancho amigo, respondió don Quijote, porque te hago saber que los diablos saben mucho; y puesto que traigan olores consigo, ellos no huelen nada, porque son espíritus; y si huelen, no pueden oler cosas buenas, sino malas y hediondas; y la razón es, que como ellos, dondequiera que están, traen el infierno consigo, y no pueden recibir género de alivio alguno en sus tormentos, y el buen olor sea cosa que deleita y contenta, no es posible que ellos huelan cosa buena; y si á ti te parece que ese demonio que dices huele á ámbar, ó tú te engañas, ó él quiere engañarte con hacer que no le tengas por demonio.

Todos estos coloquios pasaron entre amo y criado; y temiendo don Fernando y Cardenio que Sancho no viniese á caer del todo en la cuenta de su invención, á quien andaba ya muy en los alcances, determinaron de abreviar con la partida; y llamando aparte al ventero, le ordenaron que ensillase á Rocinante y enalbardase el jumento de Sancho, y lo hizo con mucha presteza. Ya en esto el cura se había concertado con los cuadrilleros que le acompañasen hasta su lugar, dándoles un tanto cada día. Colgó Cardenio del arzón de la silla de Rocinante, del un cabo la adarga y del otro la bacía, y por señas mandó á Sancho que subiese en su asno y tomase de las riendas á Rocinante, y puso á los dos lados del carro á dos cuadrilleros con sus ballestas; pero antes que se moviese el carro, salió la ventera con su hija y Maritornes á despedirse de don Quijote, fingiendo que lloraban de dolor de su desgracia; á quien don Quijote dijo:

—No lloréis, mis buenas señoras; que todas estas desdichas son anejas á los que profesan lo que yo profeso; y si estas calamidades no me acontecieran, no me tuviera yo por famoso caballero andante; porque a los caballeros de poco nombre y fama nunca les suceden semejantes casos, porque no hay en el mundo quien se acuerde dellos: á los valerosos sí, que tienen envidiosos de su virtud y valentía á muchos príncipes y á muchos otros caballeros, que procuran por malas vías destruir á los buenos. Pero, con todo eso, la virtud es tan poderosa, que por sí sola, á pesar de toda la nigromancia que supo su primer inventor Zoroastes, saldrá vencedora de todo trance, y dará de sí luz en el mundo, como la da el sol en el cielo. Perdonadme, fermosas damas, si algún desaguisado, por descuido mío, vos he fecho; que, de voluntad y á sabiendas, jamás le di á nadie; y rogad á Dios me saque destas prisiones, donde algún mal intencionado encantador me ha puesto; que si dellas me veo libre, no se me caerán de la memoria las mercedes que en este castillo me habedes fecho, para gratificallas, servillas y recompensallas como ellas merecen.

En tanto que las damas del castillo esto pasaban con don Quijote, el cura y el barbero se despidieron de don Fernando y sus camaradas, y de caplitán y de su hermano, y de todas aquellas contentas señoras, especialmente de Dorotea y Luscinda. Todos se abrazaron y quedaron de darse noticia de sus sucesos, diciendo don Fernando al cura dónde había de escribirle, para avisarle en lo que paraba don Quijote; asegurándole que no habría cosa que más gusto le diese que saberlo; y que él asimismo le avisaría de todo aquello que él viese que podría darle gusto, así de su casamiento como del bautismo de Zoraida y suceso de don Luis, y vuelta de Luscinda á su casa. El cura ofreció de hacer cuanto se le mandaba con toda puntualidad. Tornaron á abrazarse otra vez, y otra vez tornaron á nuevos ofrecimientos.

El ventero se llegó al cura y le dió unos papeles, diciéndole que los había hallado en un aforro de la maleta donde se halló la novela del Curioso impertinente, y que, pues su dueño no había vuelto más por allí, que se los llevase todos; que, pues él no sabía leer, no los quería. El cura se lo agradeció; y abriéndolos luego, vió que al principio de lo escrito decía: Novela de Rinconete y Cortadillo, por donde entendió ser alguna novela, y coligió que, pues la del Curioso impertinente había sido buena, que también lo sería aquella, pues podría ser fuesen todas de un mismo autor; y así, la guardó con prosupuesto de leerla cuando tuviese comodidad.

Subió á caballo, y también su amigo el barbero, ambos con sus antifaces, porque no fuesen luego conocidos de don Quijote, y pusiéronse á caminar tras el carro.

Y la orden que llevaban era esta: iba primero el carro, guiándole su dueño; á los dos lados iban los cuadrilleros, como se ha dicho, con sus ballestas; seguía luego Sancho Panza sobre su asno, llevando de la rienda á Rocinante; detrás de todo esto iban el cura y el barbero sobre sus poderosas mulas, cubiertos los rostros, como se ha dicho, con grave y reposado continente, no caminando más de lo que permitía el paso tardo de los bueyes. Don Quijote iba sentado en la jaula, las manos atadas, tendidos los pies y arrimado á las verjas, con tanto silencio y tanta paciencia, como si no fuera hombre de carne, sino estatua de piedra; y así, con aquel espacio y silencio caminaron hasta dos leguas, que llegaron á un valle, donde le pareció al boyero ser lugar acomodado para reposar y dar pasto á los bueyes; y comunicándolo con el cura, fué de parecer el barbero que caminasen un poco más; porque él sabía que detrás de un recuesto que cerca de allí se mostraba, había un valle de más hierba y mucho mejor que aquel donde parar querían. Tomóse el parecer del barbero, y así, tornaron á proseguir su camino.

En esto volvió el cura el rostro, y vió que á sus espaldas venían hasta seis ó siete hombres de á caballo, bien puestos y aderezados, de los cuales fueron presto alcanzados, porque caminaban, no con la flema y reposo de los bueyes, sino como quien iba sobre muías de canónigos, y con deseo de llegar presto á sestear á la venta, que menos de una legua de allí se parecía. Llegaron los diligentes á los perezosos, y saludáronse cortésmente; y uno de los que venían, que en resolución era canónigo de Toledo y señor de los demás que le acompañaban, viendo la concertada procesión del carro, cuadrilleros, Sancho, Rocinante, cura y barbero, y más á don Quijote enjaulado y aprisionado, no pudo dejar de preguntar qué significaba llevar aquel hombre de aquella manera; aunque ya se había dado á entender, viendo las insignias de los cuadrilleros, que debía de ser algún facineroso salteador, ú otro delincuente cuyo castigo tocase á la Santa Hermandad.

Uno de los cuadrilleros, á quien fué hecha la pregunta, respondió así:

—Señor, lo que significa ir este caballero desta manera, dígalo él, porque nosotros no lo sabemos.

Oyó don Quijote la plática, y dijo:

—¿Por dicha vuestras mercedes, señores caballeros, son versados y peritos en esto de la caballería andante? Porque si lo son, comunicaré con ellos mis desgracias; y si no, no hay para qué me canse en decillas.

Y á este tiempo habían ya llegado el cura y el barbero, viendo que los caminantes estaban en pláticas con don Quijote de la Mancha, para responder de modo que no fuese descubierto su artificio.

El canónigo, á lo que don Quijote dijo, respondió:

—En verdad, hermano, que sé más de libros de caballerías que de las súmulas de Villalpando; así que, si no está más que en esto, seguramente podéis comunicar conmigo lo que quisiéredes.

—A la mano de Dios, replicó don Quijote; pues así es, quiero, señor caballero, que sepades que yo voy encantado en esta jaula, por envidia y fraude de malos encantadores; que la virtud más es perseseguida de los malos que amada de los buenos. Caballero andante soy, y no de aquellos de cuyos nombres jamás la fama se acordó para eternizarlos en su memoria, sino de aquellos que, á despecho y pesar de la misma envidia y de cuantos magos crió Persia, bracmanes la India, ginosofistas la Etiopía, han de poner su nombre en el templo de la inmortalidad, para que sirva de ejemplo y dechado en los venideros siglos, donde los caballeros andantes vean los pasos que han de seguir, si quieren llegar á la cumbre y alteza honrosa de las armas.

—Dice verdad el señor don Quijote de la Mancha, dijo á esta sazón el cura; que él va encantado en esta carreta, no por sus culpas y pecados, sino por la mala intención de aquellos á quien la virtud enfada y la valentía enoja. Este es, señor, el caballero de la Triste Figura, si ya le oístes nombrar en algún tiempo, cuyas valerosas hazañas y grandes hechos serán escritos en bronces duros y en eternos mármoles, por más que se canse la envidia en oscurecerlos y la malicia en ocultarlos.

Cuando el canónigo oyó hablar al preso y al libre en semejante estilo, estuvo por hacerse la cruz, de admirado, y no podía saber lo que le había acontecido; y en la misma admiración cayeron todos los que con él venían.

En esto, Sancho Panza, que se había acercado á oir la plática, para adobarlo todo, dijo:

—Ahora, señores, quiéranme bien ó quiéranme mal por lo que dijere, el caso de ello es, que así va encantado mi señor don Quijote como mi madre. El tiene su entero juicio, él come y bebe y hace sus necesidades como los demás hombres y como las hacía ayer, antes que le enjaulasen: siendo esto así, ¿cómo quieren hacerme á mí entender que va encantado, pues yo he oído decir á muchas personas que los encantados ni comen, ni duermen, ni hablan, y mi amo, si no le van á la mano, hablará más que treinta procuradores?

Y volviéndose á mirar al cura, prosiguió diciendo:

—¡Ah señor cura, señor cura! ¿pensará vuestra merced que no le conozco, y pensará que yo no calo y adivino adónde se encaminan estos nuevos encantamentos? Pues sepa que le conozco, por más que se encubra el rostro; y sepa que le entiendo, por más que disimule sus embustes. En fin, donde reina la envidia no puede vivir la virtud, ni adonde hay escaseza, la liberalidad. ¡Mal haya el diablo! que si por su reverencia no fuera, esta fuera ya la hora que mi señor estuviera casado con la infanta Micomicona, y yo fuera conde por lo menos, pues no se podía esperar otra cosa, así de la bondad de mi señor, el de la Triste Figura, como de la grandeza de mis servicios; pero yo veo que es verdad lo que se dice por ahí, que la rueda de la fortuna anda más lista que una rueda de molino, y que los que ayer estaban en pinganitos hoy están por el suelo. De mis hijos y de mi mujer me pesa; pues cuando podían y debían esperar ver entrar á su padre por sus puertas hecho gobernador ó visorrey de alguna ínsula ó reino, le verán entrar hecho mozo de caballos. Todo esto que he dicho, señor cura, no es más de por encarecer á su paternidad haga conciencia del mal tratamiento que á mi señor se le hace; y mire bien no le pida Dios en la otra vida esta prisión de mi amo, y se le haga cargo de todos aquellos socorros y bienes que mi señor don Quijote deja de hacer en este tiempo que está preso.

—Adobadme esos candiles, dijo á este punto el barbero: ¿también vos, Sancho, sois de la cofradía de vuestro amo? ¡Vive el Señor, que voy viendo que le habéis de tener compañía en la jaula, y que habéis de quedar tan encantado como él, por lo que os toca de su humor y de su caballería! En mal punto os empreñastes de sus promesas, y en mal hora se os entró en los cascos la ínsula que tanto deseáis.

—Yo no estoy preñado de nadie, respondió Sancho, ni soy hombre que me dejaría empreñar del rey que fuese; y aunque pobre, soy cristiano viejo, y no debo nada á nadie; y si ínsula deseo, otros desean otras cosas peores; y cada uno es hijo de sus obras, y debajo de ser hombre puedo venir á ser papa, cuanto más gobernador de una ínsula, y más, pudiendo ganar tantas mi señor, que le falte á quien dallas. Vuestra merced mire cómo habla, señor barbero; que no es todo hacer barbas, y algo va de Pedro á Pedro. Dígolo porque todos nos conocemos, y á mí no se me ha de echar dado falso; y en esto del encanto de mi amo, Dios sabe la verdad; y quédese aquí, porque es peor meneallo.

No quiso responder el barbero á Sancho, porque no descubriese con sus simplicidades lo que él y el cura tanto procuraban encubrir; y por este mismo temor había el cura dicho al canónigo que caminase un poco delante; que él le diría el misterio del enjaulado, con otras cosas que le diesen gusto. Hízolo así el cánonigo, y adelantándose con sus criados y con él, estuvo atento a todo aquello que decirle quiso de la condición, vida, locura y costumbres de don Quijote, contándole el cura brevemente el principio y causa de su desvarío, y todo el progreso de sus sucesos, hasta haberle puesto en aquella jaula, y el designio que llevaban de llevarle á su tierra, para ver si por algún medio hallaban remedio á su locura. Admiráronse de nuevo los criados y el canónigo de oir la peregrina historia de don Quijote, y en acabándola de oir, dijo:

—Verdaderamente, señor cura, yo hallo por mi cuenta que son perjudiciales en la república estos que llaman libros de caballerías; y aunque he leído, llevado de un ocioso y falso gusto, casi el principio de todos los más que hay impresos, jamás me he podido acomodar á leer ninguno del principio al cabo; porque me parece que, cual más, cual menos, todos ellos son una misma cosa, y no tiene más éste que aquél, ni estotro que el otro. Y según á mí me parece, este género de escritura y composición cae debajo de aquel de las fábulas que llaman milesias, que son cuentos disparatados, que atienden solamente á deleitar, y no á enseñar, al contrario de lo que hacen las fábulas apólogas, que deleitan y enseñan juntamente. Y puesto que el principal intento de semejantes libros sea el deleitar, no sé yo cómo puedan conseguirle, yendo llenos de tantos y tan desaforados disparates; que el deleite que en el alma se concibe ha de ser de la hermosura y concordancia que ve ó contempla en las cosas que la vista ó la imaginación le ponen delante; y toda cosa que tiene en sí fealdad y descompostura, no nos puede causar contento alguno. Pues ¿qué hermosura puede haber, ó qué proporción de partes con el todo y del todo con las partes, en un libro ó fábula donde un mozo de diez y seis años da una cuchillada á un gigante como una torre, y le divide en dos mitades como si fuera de alfeñique? Y ¿qué cuando nos quieren pintar una batalla, y después de haber dicho que hay de la parte de los enemigos un millón de combatientes, como sea contra ellos el héroe del libro, forzosamente, mal que nos pese, habemos de entender que el tal caballero alcanzó la vitoria por sólo el valor de su fuerte brazo? Pues ¿qué diremos de la facilidad con que una reina ó emperatriz heredera se confía en los brazos de un andante y no conocido caballero? ¿Qué ingenio, si no es del todo bárbaro é inculto, podrá contentarse leyendo que una gran torre, llena de caballeros, va por la mar adelante, como nave con próspero viento, y hoy anochece en Lombardía, y mañana amanece en tierras del Preste Juan de las Indias, ó en otras que ni las describió Tolomeo ni las vió Marco Polo? Y si á esto se me respondiese que los que tales libros componen los escriben como cosas de mentira, y que así, no están obligados á mirar en delicadezas ni verdades, responderles hía yo que tanto la mentira es mejor, cuanto más parece verdadera, y tanto más agrada, cuanto tiene más de lo curioso y posible. Hanse de casar las fábulas mentirosas con el entendimiento de los que las leyeren, escribiéndose de suerte, que, facilitando los imposibles, allanando las grandezas, suspendiendo los ánimos, admiren, suspendan, alborecen y entretengan, de modo que anden á un mismo paso la admiración y la alegría juntas; y todas estas cosas no podrá hacer el que huyere de la verisimilitud de la imitación, en quien consiste la perfección de lo que se escribe. No he visto ningún libro de caballerías que haga un cuerpo de fábula entero, con todos sus miembros, de manera que el medio corresponda al principio, y el fin al principio y al medio; sino que los componen con tantos miembros, que más parece que llevan intención de formar una quimera ó un monstruo, que de hacer una figura proporcionada. Fuera desto, son en el estilo duros, en las hazañas increíbles, en los amores lascivos, en las cortesías mal mirados, largos en las batallas, necios en las razones, disparatados en los viajes, y, finalmente, ajenos de todo discreto artificio, y por esto dignos de ser desterrados de la república cristiana como gente inútil.

El cura le estuvo escuchando con grande atención, y parecióle hombre de buen entendimiento y que tenía razón en cuanto decía; y así, le dijo que, por ser él de su misma opinión, y tener ojeriza á los libros de caballerías, había quemado casi todos los de don Quijote, que eran muchos; y contóle el escrutinio que dellos había hecho, y los que había condenado al fuego y dejado con vida, de que no poco se rió el canónigo, y dijo que, con todo cuanto mal había dicho de tales libros, hallaba en ellos una cosa buena, que era el sujeto que ofrecían para que un buen entendimiento pudiese mostrarse en ellos; porque daban largo y espacioso campo, por donde sin empacho alguno pudiese correr la pluma, describiendo naufragios, tormentas, reencuentros y batallas, pintando un capitán valeroso, con todas las partes que para ser tal se requieren, mostrándose prudente, previniendo las astucias de sus enemigos, y elocuente orador, persuadiendo ó disuadiendo á sus soldados, maduro en el consejo, presto en lo determinado, tan valiente en el esperar como en el acometer; pintando, ora un lamentable y trágico suceso, ora un alegre y no pensado acontecimiento; allí una hermosísima dama, honesta, discreta y recatada; aquí un caballero cristiano, valiente y comedido; acullá un desaforado bárbaro fanfarrón; acá un príncipe cortés, valeroso y bien mirado, representando bondad y lealtad de vasallos, grandezas y mercedes de señores. Ya puede mostrarse astrólogo, ya cosmógrafo excelente, ya músico, ya inteligente en las materias de Estado, y tal vez le vendrá ocasión de mostrarse nigromante, si quiere. Puede mostrar las astucias de Ulises, la piedad de Eneas, la valentía de Aquiles, las desgracias de Héctor, las traiciones de Sinón, la amistad de Enríalo, la liberalidad de Alejandro, el valor de César, la clemencia y verdad de Trajano, la fidelidad de Zópiro, la prudencia de Catón, y finalmente, todas aquellas acciones que pueden hacer perfecto á un varón ilustre, ahora poniéndolas en uno solo, ahora dividiéndolas en muchos; y siendo esto hecho con apacibilidad de estilo y con ingeniosa invención, que tire lo más que fuere posible á la verdad, sin duda compondrá una tela de varios y hermosos lizos tejida, que, después de acabada, tal perfección y hermosura muestre, que consiga el fin mejor que se pretende en los escritos, que es enseñar y deleitar juntamente, como ya tengo dicho; porque la escritura desatada destos libros da lugar á que el autor pueda mostrarse épico, lírico, trágico, cómico, con todas aquellas partes que encierran en sí las dulcísimas y agradables ciencias de la poesía y de la oratoria; que la épica tan bien puede escribirse en prosa como en verso.

Al cabo de tres días hallaron á la antojadiza
Leandra en una cueva...
(Tomo I. cap LI.)