El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha (1905)/Tomo I/Capítulo L
ueno está eso! respondió don Quijote. Los libros que están impresos con licencia de los reyes, y con aprobación de aquellos á quien se remitieron, y que con gusto general son leídos y celebrados de los grandes y de los chicos, de los pobres y de los ricos, de los letrados é ignorantes, de los plebeyos y caballeros; finalmente, de todo género de personas, de cualquier estado y condición que sean, ¿habían de ser mentira, y más llevando tanta apariencia de verdad; pues nos cuentan el padre, la madre, la patria, los parientes, la edad, el lugar y las hazañas, punto por punto y día por día, que el tal caballero hizo ó tales caballeros hicieron? Calle vuestra merced, no diga tal blasfemia, y créame; que le aconsejo en todo lo que debe de hacer como discreto; si no, léalos, y verá el gusto que recibe de su leyenda. Si no, dígame, ¿hay mayor contento que ver, como si dijésemos, que aquí ahora se muestra delante de nosotros un gran lago de pez hirviendo á borbollones, y que andan nadando y cruzando por él muchas serpientes, culebras y lagartos, y otros muchos géneros de animales feroces y espantables, y que del medio del lago sale una voz tristísima que dice: «Tú, caballero, quienquiera que seas, que el temeroso lago estás mirando, si quieres alcanzar el bien que debajo destas negras aguas se encubre, muestra el valor de tu fuerte pecho, y arrójate en mitad de su negro y encendido licor; porque, si así no lo haces, no serás digno de ver las altas maravillas que en sí encierran y contienen los siete castillos de las siete Fadas que debajo desta negrura yacen»? ¿y que apenas el caballero no ha acabado de oir la voz temerosa, cuando, sin entrar más en cuenta consigo, sin ponerse á considerar el peligro á que se pone, y aun sin despojarse de la pesadumbre de sus fuertes armas, encomendándose á Dios y á su señora, se arroja en mitad del bullente lago, y cuando no se cata ni sabe dónde ha de parar, se halla entre unos floridos campos, con quien los Elíseos no tienen que ver en ninguna cosa?
andan nadando y cruzando por él muchas serpientes...
(Tomo I. cap L.)
Casi todas estas últimas palabras oyó Sancho á su amo, á quien dijo:
—Trabaje vuestra merced, señor don Quijote, en darme ese condado, tan prometido de vuestra merced como de mí esperado; que yo le prometo que no me falte á mí habilidad para gobernarle; y cuando me faltare, yo he oído decir que hay hombres en el mundo que toman en arrendamiento los estados de los señores, y les dan un tanto cada año, y ellos se tienen cuidado del gobierno, y el señor se está á pierna tendida, gozando de la renta que le dan, sin curarse de otra cosa; y así haré yo, y no repararé en tanto más cuanto, sino que luego me desistiré de todo, y me gozaré mi renta como un duque, y allá se lo hayan.
(Tomo I. cap L.)
—Eso, hermano Sancho, dijo el canónigo, entiéndese en cuanto al gozar la renta; empero al administrar justicia, ha de entender el señor del estado, y aquí entra la habilidad y buen juicio, y principalmente la buena intención de acertar; que si ésta falta en los principios, siempre irán errados los medios y los fines; y así suele Dios ayudar al buen deseo del simple, como desfavorecer al malo del discreto.
—No sé esas filosofías, respondió Sancho Panza; mas sólo sé que tan presto tuviese yo el condado como sabría regirle; que tanta alma tengo yo como otro, y tanto cuerpo como el que más, y tan rey sería yo de mi estado como cada uno del suyo, y siéndolo, haría lo que quisiese, y haciendo lo que quisiese, haría mi gusto, y haciendo mi gusto, estaría contento, y en estando uno contento, no tiene más que desear, y no teniendo más que desear, acabóse; y el estado venga, y adiós y veámonos, como dijo un ciego á otro.
—No son malas filosofías esas, como tú dices, Sancho, dijo el canónigo; pero con todo eso, hay mucho que decir sobre esta materia de condados.
A lo cual replicó don Quijote:
—Yo no sé qué haya que decir; sólo me guío por muchos y diversos ejemplos que podía traer á este propósito, de caballeros de mi profesión, que, correspondiendo á los leales y señalados servicios que de sus escuderos habian recibido, les hicieron notables mercedes, haciéndolos señores absolutos de ciudades y ínsulas; y cuál hubo que llegaron sus merecimientos á tanto grado, que tuvo humos de hacerse rey. Pero ¿para qué gasto tiempo en esto, ofreciendome un tan insigne ejemplo el grande y nunca bien alabado Amadís de Gaula, que hizo á su escudero conde de la ínsula Firme? Y así puedo yo, sin escrúpulo de conciencia, hacer conde á Sancho Panza, que es uno de los mejores escuderos que caballero andante ha tenido.
Admirado quedó el canónigo de los concertados disparates (si disparates sufren concierto) que don Quijote había dicho, del modo con que había pintado la aventura del caballero del lago, de la impresión que en él habían hecho las pegajosas mentiras de los libros que había leído, y finalmente, le admiraba la necedad de Sancho, que con tanto ahinco deseaba alcanzar el condado que su amo le había prometido. Ya en esto volvían los criados del canónigo, que á la venta habían ido por la acémila del repuesto; y haciendo mesa de una alfombra y de la verde hierba del prado, á la sombra de unos árboles se sentaron, y comieron allí, porque el boyero no perdiese la comodidad de aquel sitio, como queda dicho; y estando comiendo, á deshora oyeron un recio estruendo y un son de esquila, que por entre unas zarzas y espesas matas, que allí junto estaban, sonaba; y al mismo instante vieron salir de entre aquellas malezas una hermosa cabra, toda la piel manchada de negro, blanco y pardo; tras ella venía un cabrero dándole voces y diciéndole palabras á su uso, para que se detuviese o al rebaño volviese. La fugitiva cabra, temerosa y despavorida, se vino á la gente, como á favorecerse della, y allí se detuvo. Llegó el cabrero, y asiéndola de los cuernos, como si fuera capaz de discurso y entendimiento, le dijo:
—¡Ah, cerrera, cerrera, manchada, manchada! y ¡cómo andáis vos estos días de pie cojo! ¿Qué lobos os espantan, hija? ¿No me diréis qué es esto, hermosa? Mas ¿qué puede ser, sino que sois hembra, y no podéis estar sosegada? que ¡mal haya vuestra condición y la de todas aquellas á quien imitáis! Volved, volved, amiga; que, si no tan contenta, á lo menos estaréis segura en vuestro aprisco ó con vuestras compañeras; que si vos, que las habéis de guardar y encaminar, andáis tan sin guía y tan descaminada, ¿en qué podrán parar ellas?
Contento dieron las palabras del cabrero á los que las oyeron, especialmente al canónigo, que le dijo:
—Por vida vuestra, hermano, que os soseguéis un poco, y no os acuciéis en volver tan presto esa cabra á su rebaño; que, pues ella es hembra, como vos decís, ha de seguir su natural distinto, por más que vos os opongáis á estorbarlo. Tomad ese bocado, y bebed una vez, con que templaréis la cólera, y en tanto descansará la cabra.
Y el decir esto, y el darle con la punta del cuchillo los lomos de un conejo fiambre, todo fué uno.
Tomólo y agradeciólo el cabrero, bebió y sosegóse, y luego dijo:
—No querría que, por haber yo hablado con esta alimaña tan en seso, me tuviesen vuestras mercedes por hombre simple; que en verdad que no carecen de misterio las palabras que le dije. Rústico soy, pero no tanto, que no entienda cómo se ha de tratar con los hombres y con las bestias.
—Eso creo yo muy bien, dijo el cura; que ya yo sé de experiencia que los montes crían letrados, y las cabañas de los pastores encierran filósofos.
—A lo menos, señor, replicó el cabrero, acogen hombres escarmentados; y para que creáis esta verdad, y la toquéis con la mano, aunque parezca que sin ser rogado me convido, si no os enfadáis dello, y queréis, señores, un breve espacio prestarme oído atento, os contaré una verdad que acredite lo que ese señor (señalando al cura) ha dicho, y la mía.
A esto respondió don Quijote:
—Por ver que tiene este caso un no sé qué de sombra de aventura de caballería, yo por mi parte os oiré, hermano, de muy buena gana, y así lo harán todos estos señores, por lo mucho que tienen de discretos y de ser amigos de curiosas novedades, que suspendan, alegren y entretengan los sentidos, como sin duda pienso que lo ha de hacer vuestro cuento. Comenzad, pues, amigo, que todos escucharemos.
—Saco la mía, dijo Sancho; que yo á aquel arroyo me voy con esta empanada, donde pienso hartarme por tres días; porque he oído decir á mi señor don Quijote, que el escudero de caballero andante ha de comer, cuando se le ofreciere, hasta no poder más, á causa que se les suele ofrecer entrar acaso por una selva tan intricada, que no aciertan á salir della en seis días; y si el hombre no va harto ó bien proveídas las alforjas, allí se podrá quedar, como muchas veces se queda, hecho carne momia.
—Tú estás en lo cierto, Sancho, dijo don Quijote; vete adonde quisieres y come lo que pudieres; que yo ya estoy satisfecho, y sólo me falta dar al alma su refacción, como se la daré escuchando el cuento deste buen hombre.
—Así la daremos todos á las nuestras, dijo el canónigo.
Y luego rogó al cabrero que diese principio á lo que prometido había.
El cabrero dió dos palmadas sobre el lomo á la cabra, que por los cuernos tenía, diciéndole:
—Recuéstate junto a mí, manchada; que tiempo nos queda para volver á nuestro apero.
Parece que lo entendió la cabra, porque en sentándose su dueño, se tendió ella junto á él con mucho sosiego, y mirándole al rostro, daba á entender que estaba atenta á lo que el cabrero iba diciendo, el cual comenzó su historia desta manera: