El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha (1842)/Tomo I/XXIX


CAPÍTULO XXIX.


Que trata del gracioso artificio y órden que se tuvo en sacar á nuestro enamorado caballero de la asperísima penitencia en que se habia puesto.


E

STA es, señores, la verdadera historia de mi tragredia: mirad y juzgad ahora si los suspiros que escuchastes, las palabras que oistes, y las lágrimas que de mis ojos salian, tenian ocasion bastante para mostrarse en mayor abundancia: y considerada la calidad de mi desgracia, veréis que será en vano el consuelo, pues es imposible el remedio della. Solo os ruego (lo que con facilidad podréis y debeis hacer) que me aconsejeis donde podré pasar la vida, sin que me acabe el temor y sobresalto que tengo, de ser hallada de los que me buscan, que aunque sé que el mucho amor que mis padres me tienen, me asegura que seré dellos bien recebida, es tanta la vergüenza que me ocupa solo el pensar que, no como ellos pensaban, tengo de parecer á su presencia, que tengo por mejor desterrarme para siempre de ser vista, que no verles el rostro con pensamiento que ellos miran el mio ageno de la honestidad que de mí se debian de tener prometida. Calló en diciendo esto, y el rostro se le cubrió de un color que mostró bien claro el sentimiento y vergüenza del alma. En las suyas sintieron los que escuchado la habian tanta lástima como admiracion de su desgracia, y aunque luego quisiera el cura consolarla y aconsejarla, tomó primero la mano Cardenio, diciendo: En fin, señora, ¿qué tú eres la hermosa Dorotea, la hija única del rico Clenardo? Admirada quedó Dorotea cuando oyó el nombre de su padre, y de ver cuán de poco era el que le nombraba, porque ya se ha dicho de la mala manera que Cardenio estaba vestido, y así le dijo: ¿Y quién sois vos, hermano, que así sabeis el nombre de mi padre? porque yo hasta ahora, si mal no me acuerdo, en todo el discurso del cuento de mi desdicha no le he nombrado.—Soy, respondió Cardenio, aquel sin ventura, que segun vos, señora, habeis dicho, Luscinda dijo que era su esposo: yo soy el desdichado Cardenio, á quien el mal término de aquel que á vos os ha puesto en el que estais, me ha traido á que me veais cual me veis, roto, desnudo, falto de todo humano consuelo, y lo que es peor de todo, falto de juicio; pues no le tengo sino cuando al cielo se le antoja dármele por algun breve espacio. Yo, Dorotea, soy el que me hallé presente á las sinrazones de Don Fernando, y el que aguardó á oir el , que de ser su esposo pronunció Luscinda: yo soy el que no tuvo ánimo para ver en que paraba su desmayo, ni lo que resultaba del papel que le fué hallado en el pecho, porque no tuvo el alma sufrimiento para ver tantas desventuras juntas; y así dejé la casa y la paciencia, y una carta que dejé á un huésped mio, á quien rogué que en manos de Luscinda la pusiese, y víneme á estas soledades con intencion de acabar en ellas la vida, que desde aquel punto aborrecí como mortal enemiga mia; mas no ha querido la suerte quitármela, contentándose con quitarme el juicio, quizá por guardarme para la buena ventura que he tenido en hallaros; pues siendo verdad, como creo que lo es, lo que aquí habeis contado, aun podria ser que á entrambos nos tuviese el cielo guardado mejor suceso en nuestros desastres, que nosotros pensamos: porque presupuesto que Luscinda no puede casarse con Don Fernando por ser mia, ni Don Fernando con ella por ser vuestro, y haberlo ella tan manifiestamente declarado, bien podemos esperar que el cielo nos restituya lo que es nuestro, pues está todavía en ser y no se ha enagenado ni deshecho: y pues este consuelo tenemos, nacido no de muy remota esperanza, ni fundado en desvariadas imaginaciones, suplicoos, señora, que tomeis otra resolucion en vuestros honrados pensamientos, pues yo la pienso tomar en los mios, acomodándoos á esperar mejor fortuna: que yo os juro por la fé de caballero y de cristiano, de no desampararos hasta veros en poder de Don Fernando; y que cuando con razones no le pudiere atraer á que conozca lo que os debe, de usar entonces la libertad que me concede el ser caballero, y poder con justo título desafialle en razon de la sinrazon que os hace, sin acordarme de mis agravios, cuya venganza dejaré al cielo, por acudir en la tierra á los vuestros. Con lo que Cardenio dijo se acabó de admirar Dorotea, y por no saber qué gracias volver á tan grandes ofrecimientos, quiso tomarle los piés para besárselos, mas no lo consintió Cardenio, y el licenciado respondió por entrambos, y aprobó el buen discurso de Cardenio, y sobre todo les rogó, aconsejó y persuadió que se fuesen con él á su aldea, donde se podrian reparar de las cosas que les faltaban, y que allí se daria órden como buscar á Don Fernando, ó como llevar á Dorotea á sus padres, ó hacer lo que mas les pareciese conveniente. Cardenio y Dorotea se lo agradecieron, y acetaron la merced que se les ofrecia. El barbero, que á todo habia estado suspenso y callado, hizo tambien su buena plática, y se ofreció con no menos voluntad que el cura á todo aquello que fuese bueno para servirles: contó asimesmo con brevedad la causa que allí los habia traido, con la estrañeza de la locura de Don Quijote, y como aguardaban á su escudero que habia ido á buscalle. Vínosele á la memoria á Cardenio, como por sueños, la pendencia que con Don Quijote habia tenido, y contóla á los demas, mas no supo decir por qué causa fué su cuestion. En esto oyeron voces, y conocieron que el que las daba era Sancho Panza, que por no haberlos hallado en el lugar donde los dejó, los llamaba á voces: saliéronle al encuentro, y preguntándole por Don Quijote, les dijo como le habia hallado desnudo en camisa, flaco, amarillo y muerto de hambre, y suspirando por su señora Dulcinea: y que puesto que le habia dicho que ella le mandaba que saliese de aquel lugar, y se fuese al del Toboso donde le quedaba esperando, habia respondido que estaba determinado de no parecer ante su fermosura, fasta que hobiese fecho fazañas que le ficiesen digno de su gracia, y que si aquello pasaba adelante, corria peligro no venir á ser emperador como estaba obligado, ni aun arzobispo, que era lo menos que podia ser: por eso, que mirasen lo que se habia de hacer para sacarle de allí. El licenciado le respondió que no tuviese pena, que ellos le sacarian de allí mal que le pesase. Contó luego á Cardenio y á Dorotea lo que tenian pensado para remedio de Don Quijote, á lo menos para llevarle á su casa: á lo cual dijo Dorotea que ella haria la doncella menesterosa mejor que el barbero, y mas que tenia allí vestidos con que hacerlo al natural, y que la dejasen el cargo de saber representar todo aquello que fuese menester para llevar adelante su intento, porque ella habia leido muchos libros de caballerías, y sabia bien el estilo que tenian las doncellas cuitadas, cuando pedian sus dones á los andantes caballeros. Pues no es menester mas, dijo el cura, sino que luego se ponga por obra, que sin duda la buena suerte se muestra en favor mio, pues tan sin pensarlo, á vosotros, señores, se os ha comenzado á abrir puerta para vuestro remedio, y á nosotros se nos ha facilitado la que habiamos menester. Sacó Dorotea luego de su almohada una saya entera de cierta telilla rica y una mantellina de otra vistosa tela verde, y de una cajita un collar y otras joyas, con que en un instante se adornó de manera, que una rica y gran señora parecia. Todo aquello y mas dijo que habia sacado de su casa para lo que se ofreciese, y que hasta entonces no se le habia ofrecido ocasion de habello menester. A todos contentó en estremo su mucha gracia, donaire y hermosura, y confirmaron á Don Fernando por de poco conocimiento, pues tanta belleza desechaba; pero el que mas se admiró fué Sancho Panza, por parecerle (como era así verdad) que en todos los dias de su vida habia visto tan hermosa criatura: y así preguntó al cura con grande ahinco, le dijese quién era aquella tan fermosa señora, y qué era lo que buscaba por aquellos andurriales.—Esta hermosa señora, respondió el cura, Sancho hermano, es como quien no dice nada, es la heredera por línea recta de varon del gran reino de Micomicon, la cual viene en busca de vuestro amo á pedirle un don, el cual es, que le desfaga un tuerto ó agravio que un mal gigante le tiene fecho, y á la fama que de buen caballero vuestro amo tiene por todo lo descubierto, de Guinea ha venido á buscarle esta princesa.—Dichosa buscada y dichoso hallazgo, dijo á esta sazon Sancho Panza, y mas si mi amo es tan venturoso que desfaga ese agravio y enderece ese tuerto, matando á ese hideputa dese gigante que vuestra merced dice, que sí matará si él le encuentra, si ya no fuese fantasma, que contra las fantasmas no tiene mi señor poder alguno. Pero una cosa quiero suplicar á vuestra merced entre otras, señor licenciado, y es, que porque á mi amo no le tome gana de ser arzobispo, que es lo que yo temo, que vuestra merced le aconseje que se case luego con esta princesa, y así quedará imposibilitado de recebir órdenes arzobispales, y vendrá con facilidad á su imperio, y yo al fin de mis deseos: que yo he mirado bien en ello, y hallo por mi cuenta que no me está bien que mi amo sea arzobispo, porque yo soy inútil para la iglesia, pues soy casado, y andarme ahora á traer dispensaciones para poder tener renta por la iglesia, teniendo como tengo muger y hijos, seria nunca acabar: así que, señor, todo el toque está en que mi amo se case luego con esta señora, que hasta ahora no sé su gracia, y así no la llamo por su nombre.—Llámase, respondió el cura, la princesa Micomicona, porque llamándose su reino Micomicon, claro está que ella se ha de llamar así.—No hay duda en eso, respondió Sancho, que yo he visto á muchos tomar el apellido y alcurnia del lugar donde nacieron, llamándose Pedro de Alcalá, Juan de Ubeda y Diego de
Valladolid, y esto mesmo se debe de usar allá en Guinea, tomar las reinas los nombres de sus reinos.—Así debe de ser, dijo el cura, y en lo del casarse vuestro amo, yo haré en ello todos mis poderíos. Con lo que quedó tan contento Sancho, cuanto el cura admirado de su simplicidad, y de ver cuan encajados tenia en la fantasía los mesmos disparates que su amo, pues sin alguna duda se daba á entender que habia de venir á ser emperador. Ya en esto se habia puesto Dorotea sobre la mula del cura, y el barbero se habia acomodado al rostro la barba de la cola de buey, y dijeron á Sancho que los guiase adonde Don Quijote estaba, al cual advirtieron que no dijese que conocia al licenciado ni al barbero, porque en no conocerlos consistia todo el toque de venir á ser emperador su amo; puesto que ni el cura ni Cardenio quisieron ir con ellos, porque no se le acordase á Don Quijote la pendencia que con Cardenio habia tenido, y el cura porque no era menester por entonces su presencia, y así los dejaron ir delante, y ellos los fueron siguiendo á pié poco á poco. No dejó de avisar el cura lo que habia de hacer Dorotea: á lo que ella dijo que descuidasen, que todo se haria sin faltar punto como lo pedian y pintaban los libros de caballerías. Tres cuartos de legua habrian andado, cuando descubrieron á Don Quijote entre unas intrincadas peñas, ya vestido, aunque no armado: y así como Dorotea le vió y fué informado de Sancho que aquel era Don Quijote, dió del azote á su palafren, siguiéndole el bien barbado barbero: y en llegando junto á él, el escudero se arrojó de la mula, y fué á tomar en los brazos á Dorotea, la cual, apeándose con grande desenvoltura, se fué á hincar de rodillas ante las de Don Quijote, y aunque él pugnaba por levantarla, ella sin levantarse le fabló en esta guisa: De aquí no me levantaré, ó valeroso y esforzado caballero, fasta que la vuestra bondad y cortesía me otorgue un don, el cual redundará en honra y prez de vuestra persona, y en pro de la mas desconsolada y agraviada doncella que el sol ha visto; y si es que el valor de vuestro fuerte brazo corresponde á la voz de vuestra inmortal fama, obligado estais á favorecer á la sin ventura que de tan lueñes tierras viene al olor de vuestro famoso nombre, buscándoos para remedio de sus desdichas.—No os responderé palabra, fermosa señora, respondió Don Quijote, ni oiré mas cosa de vuestra facienda, fasta que os levanteis de tierra.—No me levantaré, señor, respondió la afligida doncella, si primero por la vuestra cortesía no me es otorgado el don que pido.—Yo vos le otorgo y concedo, respondió Don Quijote, como no se haya de cumplir en daño ó mengua de mi rey, de mi patria y de aquella que de mi corazon y libertad tiene la llave.—No será en daño ni en mengua de los que decis, mi buen señor, replicó la dolorosa doncella. Y estando en esto, se llegó Sancho Panza al oido de su señor, y muy pasito le dijo:—Bien puede vuestra merced, señor, concederle el don que pide, que no es cosa de nada, solo es matar á un gigantazo, y esta que lo pide es la alta princesa Micomicona, reina del gran reino Micomicon de Etiopa.—Sea quien fuere, respondió Don Quijote, que yo haré lo que soy obligado y lo que me dicta mi conciencia, conforme á lo que profesado tengo: y volviéndose á la doncella, dijo: La vuestra gran fermosura se levante, que yo le otorgo el don que pedirme quisiere.—Pues el que pido es, dijo la doncella, que la vuestra magnánima persona se venga luego conmigo donde yo le llevare, y me prometa que no se ha de entremeter en otra aventura ni demanda alguna, hasta darme venganza de un traidor, que contra todo derecho divino y humano me tiene usurpado mi reino.—Digo que así lo otorgo, respondió Don Quijote, y así podeis, señora, desde hoy mas desechar la melancolía que os fatiga, y hacer que cobre nuevos brios y fuerzas vuestra desmayada esperanza, que con el ayuda de Dios y la de mi brazo, vos os vereis presto restituida en vuestro reino, y sentada en la silla de vuestro antiguo y grande estado, á pesar y á despecho de los follones que contradecirlo quisieren: y manos á la labor, que en la tardanza dicen que suele estar el peligro. La menesterosa doncella pugnó con mucha porfia por besarle las manos, mas Don Quijote, que en todo era comedido y cortes caballero, jamas lo consintió; antes la hizo levantar y la abrazó con mucha cortesía y comedimiento, y mandó á Sancho que requiriese las cinchas á Rocinante y le armase luego al punto. Sancho descolgó las armas, que como trofeo de un árbol estaban pendientes, y requiriendo las cinchas, en un punto armó á su señor, el cual viéndose armado, dijo: Vamos de aquí en el nombre de Dios á favorecer esta gran señora. Estábase el barbero aun de rodillas, teniendo gran cuenta de disimular la risa y de que no se le cayese la barba, con cuya caida quizá quedaran todos sin conseguir su buena intencion; y viendo que ya el don estaba concedido, y con la diligencia que[1] Don Quijote se alistaba para ir á cumplirle, se levantó y tomó de la otra mano á su señora, y entre los dos la subieron en la mula: luego subió Don Quijote sobre Rocinante, y el barbero se acomodó en su cabalgadura, quedándose Sancho á pié, donde de nuevo se le renovó la pérdida del rucio con la falta que entonces le hacia; mas todo lo llevaba con gusto, por parecerle que ya su señor estaba puesto en camino y muy á pique de ser emperador, porque sin duda alguna pensaba que se habia de casar con aquella princesa, y ser por lo menos rey de Micomicon: solo le daba pesadumbre el pensar que aquel reino era en tierra de negros, y que la gente que por sus vasallos le diesen, habian de ser todos negros: á lo cual hizo luego en su imaginacion un buen remedio, y díjose á sí mismo: ¿Qué se me da á mí que mis vasallos sean negros? ¿habrá mas que cargar con ellos y traerlos á España, donde los podré vender, y adonde me los pagarán de contado, de cuyo dinero podré comprar algun título ó algun oficio con que vivir descansado todos los dias de mi vida? No sino dormios, y no tengais ingenio ni habilidad para disponer de las cosas, y para vender treinta, ó diez mal vasallos en dácame esas pajas: por Dios que los he de volar chico con grande, ó como pudiere, y que por negros que sean los he de volver blancos ó amarillos: llegaos, que me mamo el dedo. Con esto andaba tan solícito y tan contento, que se le olvidaba la pesadumbre de caminar á pié. Todo esto miraban de entre unas breñas Cardenio y el cura, y no sabian que hacerse para juntarse con ellos; pero el cura, que era gran tracista, imaginó luego lo que harian para conseguir lo que deseaban, y fué que con unas tijeras que traia en un estuche, quitó con mucha presteza la barba á Cardenio, y vistióle un capotillo pardo que él traia, y dióle un herreruelo negro, y él se quedó en calzas y en jubon, y quedó tan otro de lo que antes parecia Cardenio, que él mesmo no se conociera, aunque á un espejo se mirara. Hecho esto, puesto ya que los otros habian pasado adelante en tanto que ellos se disfrazaron, con facilidad salieron al camino real antes que ellos, porque las malezas y malos pasos de aquellos lugares no concedian que anduviesen tanto los de á caballo como los de á pié: en efeto ellos se pusieron en el llano á la salida de la sierra; y así como salió della Don Quijote y sus camaradas, el cura se le puso á mirar muy despacio, dando señales de que le iba reconociendo, y al cabo de haberle una buena pieza estado mirando, se fué á él abiertos los brazos, y diciendo á voces: Para bien sea hallado el espejo de la caballería, el mi buen compatriota Don Quijote de la Mancha, la flor y la nata de la gentileza, el amparo y remedio de los menesterosos, la quinta esencia de los caballeros andantes: y diciendo esto tenia abrazado por la rodilla de la pierna izquierda á Don Quijote. El cual, espantado de lo que veia y oia decir y hacer á aquel hombre, se le puso á mirar con atencion, y al fin le conoció y quedó como espantado de verle, y hizo grande fuerza para apearse; mas el cura no lo consintió, por lo cual Don Quijote decia: Déjeme vuestra merced, señor licenciado, que no es razon que yo esté á caballo, y una tan reverenda persona como vuestra merced esté á pié.—Eso no consentiré yo en ningún modo, dijo el cura, estése la vuestra grandeza á caballo, pues estando á caballo acaba las mayores fazañas y aventuras que en nuestra edad se han visto, que á mí, aunque indigno sacerdote, bastaráme subir en las ancas de una destas mulas destos señores que con vuestra merced caminan, si no lo han por enojo, y aun haré cuenta que voy caballero sobre el caballo Pegaso, ó sobre la zebra ó alfana[2], en que cabalgaba aquel famoso moro Muzaraque, que aun hasta ahora yace encantado en la gran cuesta Zulema, que dista poco de la gran Compluto. Aun no caia yo en tanto, mi señor licenciado, respondió Don Quijote, y yo sé que mi señora la princesa será servida por mi amor, de mandar á su escudero dé á vuestra merced la silla de su mula, que él podrá acomodarse en las ancas, si es que ella las sufre.—Si sufre, á lo que yo creo, respondió la princesa, y tambien sé que no será menester mandárselo al señor mi escudero, que él es tan cortes y tan cortesano, que no consentirá que una persona eclesiástica vaya á pié, pudiendo ir á caballo.—Así es, respondió el barbero, y apeándose en un punto, convidó al cura con la silla, y él la tomó sin hacerse mucho del rogar: y fué el mal, que al subir á las ancas el barbero, la mula, que en efeto era de alquiler, que para decir que era mala esto basta, alzó un poco los cuartos traseros y dió dos coces en el aire, que á darlas en el pecho de maese Nicolas ó en la cabeza, él diera al diablo la venida por Don Quijote: con todo eso le sobresaltaron de manera, que cayó en el suelo con tan poco cuidado de las barbas, que se le cayeron en el suelo, y como se vió sin ellas, no tuvo otro remedio, sino acudir á cubrirse el rostro con ambas manos, y á quejarse que le habian derribado las muelas. Don Quijote, como vió todo aquel mazo de barbas sin quijadas y sin sangre lejos del rostro del escudero caido, dijo:
Vive Dios que es gran milagro este, las barbas le ha derribado y arrancado del rostro, como si las quitaran aposta. El cura, que vió el peligro que corria su invencion de ser descubierta, acudió luego á las barbas, y fuese con ellas donde yacia maese Nicolas dando aun voces todavía, y de un golpe, llegándole la cabeza á su pecho, se las puso, murmurando sobre él unas palabras, que dijo que era cierto ensalmo apropiado para pegar barbas, como lo verian, y cuando se las tuvo puestas, se apartó y quedó el escudero tan bien barbado y tan sano como de antes, de que se admiró Don Quijote sobremanera, y rogó al cura que cuando tuviese lugar le enseñase aquel ensalmo, que él entendia que su virtud á mas que pegar barbas se debia de estender, pues estaba claro que de donde las barbas se quitasen habia de quedar la carne llagada y maltrecha, y que pues todo lo sanaba, á mas que barbas aprovechaba.—Así es, dijo el cura, y prometió de enseñársele en la primera ocasion. Concertáronse que por entonces subiese el cura, y á trechos se fuesen los tres mudando, hasta que llegasen á la venta que estaria dos leguas de allí.

Puestos los tres á caballo, es á saber, Don Quijote, la princesa y el cura, y los tres á pié, Cardenio, el barbero y Sancho Panza, Don Quijote dijo á la doncella: Vuestra grandeza, señora mia, guie por donde mas gusto le diere. Y antes que ella respondiese, dijo el licenciado: ¿Ácia qué reino quiere guiar la vuestra señoría? ¿es por ventura ácia el de Micomicon? que sí debe de ser, ó yo sé poco de reinos. Ella que estaba bien en todo, entendió que habia de responder que sí, y así dijo: Sí, señor, ácia ese reino es mi camino.—Si así es, dijo el cura, por la mitad de mi pueblo hemos de pasar, y de allí tomará vuestra merced la derrota de Cartagena, donde se podrá embarcar con la buena ventura, y si hay viento próspero, mar tranquilo y sin borrasca, en poco menos de nueve años se podrá estar á vista de la gran laguna Meona, digo Meótides, que está poco mas de cien jornadas mas acá del reino de vuestra grandeza. Vuestra merced está engañado, señor mio, dijo ella, porque no ha dos años que yo partí dél, y en verdad que nunca tuve buen tiempo, y con todo eso he llegado á ver lo que tanto deseaba, que es el señor Don Quijote de la Mancha, cuyas nuevas llegaron á mis oidos así como puse los piés en España, y ellas me movieron á buscarle para encomendarme en su cortesía y fiar mi justicia del valor de su invencible brazo.—No mas, cesen mis alabanzas, dijo á esta sazon Don Quijote, porque soy enemigo de todo género de adulacion, y aunque esta no lo sea, todavía ofenden mis castas orejas semejantes pláticas: lo que yo sé decir, señora mia, que ahora tenga valor ó no, el que tuviere ó no tuviere se ha de emplear en vuestro servicio hasta perder la vida; y así dejando esto para su tiempo, ruego al señor licenciado me diga qué es la causa que le ha traido por estas partes tan solo, tan sin criados y tan á la ligera, que me pone espanto.—A eso yo responderé con brevedad, respondió el cura: porque sabrá vuestra merced, señor Don Quijote, que yo y maese Nicolas, nuestro amigo y nuestro barbero, íbamos á Sevilla á cobrar cierto dinero que un pariente mio, que ha muchos años que pasó á Indias, me habia enviado, y no tan pocos, que no pasan de sesenta mil pesos ensayados, que es otro que tal, y pasando ayer por estos lugares, nos salieron al encuentro cuatro salteadores y nos quitaron hasta las barbas, y de modo nos las quitaron, que le convino al barbero ponérselas postizas, y aun á este mancebo que aquí va, señalando á Cardenio, le pusieron como de nuevo: y es lo bueno, que es pública fama por todos estos contornos, que los que nos saltearon son de unos galeotes, que dicen que libertó casi en este mesmo sitio un hombre tan valiente, que á pesar del comisario y de las guardas los soltó á todos: y sin duda alguna él debia de estar fuera de juicio, ó debe de ser tan grande bellaco como ellos, ó algun hombre sin alma y sin conciencia, pues quiso soltar al lobo entre las ovejas, á la raposa entre las gallinas, á la mosca entre la miel: quiso defraudar la justicia, ir contra su rey y señor natural, pues fué contra sus justos mandamientos: quiso, digo, quitar á las galeras sus piés, poner en alboroto la Santa Hermandad, que habia muchos años que reposaba: quiso finalmente hacer un hecho, por donde se pierda su alma y no se gane su cuerpo. Habíales contado Sancho al cura y al barbero la aventura de los galeotes, que acabó su amo con tanta gloria suya, y por esto cargaba la mano el cura refiriéndola, por ver lo que hacia ó decia Don Quijote: al cual se le mudaba la color á cada palabra, y no osaba decir que él habia sido el libertador de aquella buena gente.—Estos, pues, dijo el cura, fueron los que nos robaron, que Dios por su misericordia se lo perdone al que no los dejó llevar al debido suplicio.

  1. Y la diligencia con que.
  2. La alfana es una yegua de estraordinaria grandeza, de que usaban los gigantes y otros personages caballerescos. La zebra, que tiene la ligereza del ciervo, es una especie de caballo, y el animal de mas hermosa estampa y vistosa piel que acaso se encuentra entre los cuadrúpedos: tiene la piel pintada con varias rayas, cintas ó fajas, alternando los colores de negro y blanco, y distribuidas con maravillosa simetría.