El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha (1842)/Tomo I/XLIII

CAPÍTULO XLIII.

Donde se cuenta la agradable historia del mozo de mulas, con otros estraños
acaecimientos en la venta sucedidos.


Marinero soy de amor,
Y en su piélago profundo
Navego sin esperanza
De llegar á puerto alguno.

Siguiendo voy á una estrella,
Que desde lejos descubro,
Mas bella y resplandeciente,
Que cuantas vió Palinuro.

Yo no sé adonde me guia,
Y así navego confuso,
El alma á mirarla atenta.
Cuidadosa y con descuido.

Recatos impertinentes,
Honestidad contra el uso
Son nubes que me la encubren.
Cuando mas verla procuro.

¡O clara y luciente estrella.
En cuya lumbre me apuro!
Al punto que te me encubras,
Será de mi muerte el punto.

Llegando el que cantaba á este punto, le pareció á Dorotea, que no seria bien que dejase Clara de oir una tan buena voz, y así moviéndola á una y otra parte la despertó diciéndole: Perdóname, niña, que te despierto, pues lo hago porque gustes de oir la mejor voz, que quizá habrás oido en toda tu vida. Clara despertó toda soñolienta, y de la primera vez no entendió lo que Dorotea le decia, y volviéndoselo á preguntar ella, se lo volvió á decir, por lo cual estuvo atenta Clara; pero apenas hubo oido dos versos, que el que cantaba iba prosiguiendo, cuando le tomó un temblor tan estraño, como si de algun grave accidente de cuartana estuviera enferma, y abrazándose estrechamente con Dorotea, le dijo: ¡Ay, señora de mi alma y de mi vida! ¿para qué me despertastes? que el mayor bien que la fortuna me podia hacer por ahora, era tenerme cerrados los ojos y los oidos, para no ver ni oir á ese desdichado músico. —¿Qué es lo que dices, niña? mira que dicen, que el que canta es un mozo de mulas. —No es sino Señor de Lugares, respondió Clara, y el que él tiene en mi alma, con tanta seguridad le tiene, que si él no quiere dejalle, no le será quitado eternamente. Admirada quedó Dorotea de las sentidas razones de la muchacha, pareciéndole que se aventajaban en mucho á la discrecion que sus pocos años prometian, y así le dijo: Hablais de modo, señora Clara, que no puedo entenderos, declaraos mas y decidme ¿qué es lo que decis de alma y de Lugares, y deste músico cuya voz tan inquieta os tiene? Pero no me digáis nada por ahora, que no quiero perder, por acudir á vuestro sobresalto, el gusto que recibo de oir al que canta, que me parece que con nuevos versos y nuevo tono, torna á su canto. —Sea en buena hora, respondió Clara, y por no oille, se tapó con las manos entrambos oidos, de lo que también se admiró Dorotea: la cual estando atenta á lo que se cantaba, vio que proseguian en esta manera:

Dulce esperanza mia,
Que rompiendo imposibles y malezas,
Sigues firme la via,
Que tú mesma te finges y aderezas,
No te desmaye el verte
A cada paso junto al de tu muerte.

No alcanzan perezosos
Honrados triunfos, ni vitoria alguna,
Ni pueden ser dichosos
Los que no contrastando á la fortuna,
Entregan desvalidos
Al ocio blando todos los sentidos.

Que amor sus glorias venda
Caras, es gran razon, y es trato justo,
Pues no hay mas rica prenda,
Que la que se quilata por su gusto,
Y es cosa manifiesta,
Que no es de estima lo que poco cuesta.

Amorosas porfias
Tal vez alcanzan imposibles cosas,
Y ansí, aunque con las mias
Sigo de amor las mas dificultosas,
No por eso recelo
De no alcanzar desde la tierra el cielo.

Aquí dio fin la voz, y principió á nuevos sollozos Clara. Todo lo cual encendia el deseo de Dorotea, que deseaba saber la causa de tan suave canto y de tan triste lloro, y así le volvió á preguntar, qué era lo que le queria decir denantes. Entonces Clara, temerosa de que Luscinda no la oyese, abrazando estrechamente á Dorotea, puso su boca tan junto del oido de Dorotea, que seguramente podia hablar sin ser de otro sentida, y así le dijo: Este que canta, señora mia, es un hijo de un caballero, natural del reino de Aragon, señor de dos Lugares, el cual vivia frontero de la casa de mi padre en la corte, y aunque mi padre tenia las ventanas de su casa con lienzos en el invierno y celosías en el verano, yo no sé lo que fué, ni lo que no, que este caballero que andaba al estudio, me vió, ni sé si en la iglesia, ó en otra parte: finalmente él se enamoró de mí, y me lo dió á entender desde las ventanas de su casa, con tantas señas y con tantas lágrimas, que yo le hube de creer y aun querer, sin saber lo que me queria. Entre las señas que me hacia, era una de juntarse la una mano con la otra, dándome á entender que se casaria conmigo, y aunque yo me holgaria mucho de que ansí fuera, como sola y sin madre no sabia con quien comunicallo, y así lo dejé estar sin dalle otro favor, sino era cuando estaba mi padre fuera de casa y el suyo tambien, alzar un poco el lienzo, ó la celosía, y dejarme ver toda, de lo que él hacia tanta fiesta, que daba señales de volverse loco. Llegóse en esto el tiempo de la partida de mi padre, la cual él supo, y no de mí, pues nunca pude decírselo. Cayó malo, á lo que yo entiendo, de pesadumbre, y así el día que nos partimos, nunca pude verle para despedirme dél, siquiera con los ojos; pero acabo de dos dias que caminábamos, al entrar de una posada, en un lugar una jornada de aquí, le vi á la puerta del meson puesto en hábito de mozo de mulas, tan al natural, que si yo no le trujera tan retratado en mi alma, fuera imposible conocelle. Conocíle, admíreme y alégreme: él me miró á hurto de mi padre, de quien él siempre se esconde, cuando atraviesa por delante de mí en los caminos y en las posadas do llegamos: y como yo sé quien es, y considero que por amor de mí viene á pié y con tanto trabajo, muérome de pesadumbre, y adonde él pone los piés, pongo yo los ojos. No sé con que intencion viene, ni como ha podido escaparse de su padre que le quiere estraordinariamente, porque no tiene otro heredero, y porque él lo merece, como lo verá vuestro merced cuando le vea. Y mas le sé decir, que todo aquello que canta, lo saca de su cabeza, que he oido decir que es muy gran estudiante y poeta: y hay mas, que cada vez que le veo, ó le oigo cantar, tiemblo toda y me sobresalto temerosa de que mi padre le conozca y venga en conocimiento de nuestros deseos. En mi vida le he hablado palabra, y con todo eso le quiero de manera, que no he de poder vivir sin él. Esto es, señora mia, todo lo que os puedo decir deste músico cuya voz tanto os ha contentado, que en sola ella echareis bien de ver, que no es mozo de mulas como decis, sino señor de almas y lugares, como yo os he dicho. —No digais mas, señora Doña Clara, dijo á esta sazon Dorotea, y esto besándola mil veces: no digais mas, digo, y esperad que venga el nuevo dia, que yo espero en Dios de encaminar de manera vuestros negocios, que tengan el felice fin que tan honestos principios merecen. —¡Ay señora! dijo Doña Clara, ¿qué fin se puede esperar, si su padre es tan principal y tan rico, que le parecerá, que aun yo no puedo ser criada de su hijo, cuanto mas esposa? Pues casarme yo á hurto de mi padre, no lo haré por cuanto hay en el mundo: no querria sino que este mozo se volviese y me dejase, quizá con no velle y con la gran distancia del camino que llevamos se me aliviaria la pena que ahora llevo, aunque sé decir que este remedio que me imagino, me ha de aprovechar bien poco: no sé que diablos ha sido esto, ni por donde se ha entrado este amor que le tengo, siendo yo tan muchacha y él tan muchacho, que en verdad que creo que somos de una edad mesma, y que yo no tengo cumplidos diez y seis años, que para el dia de San Miguel que vendrá, dice mi padre que los cumplo. No pudo dejar de reírse Dorotea, oyendo cuan como niña hablaba Doña Clara, á quien dijo: Reposemos, señora, lo poco que creo queda de la noche, y amanecerá Dios, y medrarémos, ó mal me andarán las manos. Sosegáronse con esto, y en toda la venta se guardaba un grande silencio: solamente no dormian la hija de la ventera y Maritórnes su criada, las cuales, como ya sabian el humor de que pecaba Don Quijote, y que estaba fuera de la venta armado y á caballo, haciendo la guarda, determinaron las dos de hacelle alguna burla, ó á lo menos de pasar un poco el tiempo, oyéndole sus disparates. Es pues el caso, que en toda la venta no habia ventana que saliese al campo, sino un agujero de un pajar por donde echaban la paja por defuera. A este agujero se pusieron las dos semidoncellas, y vieron que Don Quijote estaba á caballo, recostado sobre su lanzon, dando de cuando en cuando tan dolientes y profundos suspiros, que parecia que con cada uno se le arrancaba el alma: y asimesmo oyeron que decia con voz blanda, regalada y amorosa: ¡O mi señora Dulcinea del Toboso! estremo de toda hermosura, fin y remate de la discrecion, archivo del mejor donaire, depósito de la honestidad, y ultimadamente idea de todo lo provechoso, honesto y deleitable que hay en el mundo, ¿y qué fará agora la tu merced? ¿Si tendrás por ventura las mientes en tu cautivo caballero, que á tantos peligros, por solo servirte, de su voluntad ha querido ponerse? Dame tú nuevas della, ó luminaria de las tres caras[1], quizá con envidia de la suya la estás ahora mirando, que, ó paseándose por alguna galería de sus suntuosos palacios, ó ya puesta de pechos sobre algun balcon, está considerando, como, salva su honestidad y grandeza, ha de amansar la tormenta que por ella este mi cuitado corazon padece, que gloria ha de dar á mis penas, que sosiego á mi cuidado, y finalmente, que vida á muerte y que premio á mis servicios. Y tú, sol, que ya debes estar apriesa ensillando tus caballos, por madrugar y salir á ver á mi señora, así como la veas, suplicóte que de mi parte la saludes; pero guárdate que al verla y saludarla no le des paz en el rostro, que tendré mas zelos de tí, que tú los tu vistes de aquella ligera ingrata, que tanto te hizo sudar y correr por los llanos de Tesalia, ó por las riberas de Peneo, que no me acuerdo bien por donde corriste entonces, zeloso y enamorado[2]. A este punto llegaba entonces Don Quijote en su tan lastimero razonamiento, cuando la hija de la ventera le comenzó á cecear y á decirle: Señor mió, llegúese acá la vuestra merced, si es servido. A cuyas señas y voz volvió Don Quijote la cabeza, y vio á la luz de la luna, que entonces estaba en toda su claridad, como le llamaban del agujero, que á él le pareció ventana, y aun con rejas doradas como conviene que las tengan tan ricos castillos, como él se imaginaba que era aquella venta: y luego en el instante se le representó representó en su loca imaginacion, que otra vez como la pasada, la doncella fermosa, hija de la señora de aquel castillo, vencida de su amor tornaba á solicitarle, y con este pensamiento, por no mostrarse descortes y desagradecido, volvió las riendas á Rocinante, y se llegó al agujero, y así como vió á las dos mozas, dijo: Lástima os tongo, fermosa señora, de que háyades puesto vuestras amorosas mientes en parte donde no es posible corresponderos conforme merece vuestro gran valor y gentileza, de lo que no debeis dar culpa á este miserable andante caballero, á quien tiene amor imposibilitado de poder entregar su voluntad á otra que aquella que en el punto que sus ojos la vieron, la hizo señora absoluta de su alma. Perdonadme buena señora, y recogeos en vuestro aposento, y no querais con significarme mas vuestros deseos, que yo me muestre mas desagradecido: y si del amor que me tenéis, hallais en mí otra cosa con que satisfaceros, que el mesmo amor no sea, pedídmela, que yo os juro por aquella ausente enemiga dulce mia, de dárosla en continente, si bien me pidiésedes una guedeja de los cabellos de Medusa, que eran todos culebras, ó ya los mesmos rayos del sol encerrados en una redoma. —No ha menester nada deso mi señora, señor caballero, dijo á este punto Maritórnes. —¿Pues qué ha menester, discreta dueña, vuestra señora? respondió Don Quijote.—Sola una de vuestras hermosas manos, dijo Maritórnes, por poder desfogar con ella el gran deseo que á este agujero la ha traido tan á peligro de su honor, que si su señor padre la hubiera sentido, la menor tajada della fuera la oreja. —Ya quisiera yo ver eso, respondió Don Quijote, pero él se guardará bien deso, si ya no quiere hacer el mas desastrado fin que padre hizo en el mundo, por haber puesto las manos en los delicados miembros de su enamorada hija. — Parecióle á Maritórnes, que sin duda Don Quijote daria la mano que le habia pedido, y proponiendo en su pensamiento lo que habia de hacer, se bajó del agujero y se fué á la caballeriza donde tomó el cabestro del jumento de Sancho Panza, y con mucha presteza se volvió á su agujero á tiempo que Don Quijote se habia puesto de piés sobre la silla de Rocinante, por alcanzar á la ventana enrejada donde se imaginaba estar la ferida doncella, y al darle la mano, dijo: Tomad, señora, esa mano, ó por mejor decir, ese verdugo de los malhechores del mundo: tomad esa mano, digo, á quien no ha tocado otra de muger alguna, ni aun la de aquella que tiene entera posesion de todo mi cuerpo. No os la doy para que la beseis, sino para que mireis la contestura de sus nervios, la trabazon de sus músculos, la anchura y espaciosidad de sus venas, de donde sacareis, qué tal debe ser la fuerza del brazo que tal mano tiene. — Ahora lo verémos, dijo Maritórnes, y haciendo una lazada corrediza al cabestro, se la echó á la muñeca, y bajándose del agujero, ató lo que quedaba al cerrojo de la puerta del pajar muy fuertemente. Don Quijote que sintió la aspereza del cordel en su muñeca, dijo: Mas parece que vuestra merced me ralla, que no que me regala la mano: no la trateis tan mal, pues ella no tiene la culpa del mal que mi voluntad os hace, ni es bien que en tan poca parte vengueis el todo de vuestro enojo: mirad que quien quiere bien, no se venga tan mal. Pero todas estas razones de Don Quijote ya no las escuchaba nadie, porque así como Maritórnes le ató, ella y la otra se fueron muertas de risa, y le dejaron asido de manera, que fué imposible soltarse. Estaba pues como se ha dicho, de piés sobre Rocinante, metido todo el brazo por el agujero y atado de la muñeca, y al cerrojo de la puerta, con grandísimo temor y cuidado que si Rocinante se desviaba á un cabo, ó á otro, habia de quedar colgado del brazo, y así no osaba hacer movimiento alguno, puesto que de la paciencia y quietud de Rocinante bien se podia esperar, que estaria sin moverse un siglo entero. En resolucion, viéndose Don Quijote atado, y que ya las damas se habian ido, se dió á imaginar que todo aquello se hacia por via de encantamento como la vez pasada, cuando en aquel mesmo castillo le molió aquel moro encantado del arriero, y maldecia entre sí su poca discrecion y discurso; pues habiendo salido tan mal la vez primera de aquel castillo, se habia aventurado á entrar en él la segunda, siendo advertimiento de caballeros andantes, que cuando han probado una aventura, y no salido bien con ella, es señal que no está para ellos guardada, sino para otros, y así no tienen necesidad de probarla segunda vez. Con todo esto tiraba de su brazo, por ver si podia soltarse, mas él estaba tan bien asido, que todas sus pruebas fueron en vano. Bien es verdad, que tiraba con tiento, porque Rocinante no se moviese: y aunque él quisiera sentarse y ponerse en la silla, no podia sino estar en pié, ó arrancarse la mano. Allí fué el desear de la espada de Amadis, contra quien no tenia fuerza encantamento alguno: allí fué el maldecir de su fortuna: allí fué el ecsagerar la falta que haria en el mundo su presencia el tiempo que allí estuviese encantado, que sin duda alguna se habia creido que lo estaba: allí el acordarse de nuevo de su querida Dulcinea del Toboso: allí fué el llamar á su buen escudero Sancho Panza, que sepultado en sueño y tendido sobre la albarda de su jumento, no se acordaba en aquel instante de la madre que lo habia parido: allí llamó á los sabios Lirgandeo y Alquife, que le ayudasen: allí invocó á su buena amiga Urganda, que le socorriese: y finalmente, allí le tomó la mañana, tan desesperado y confuso, que bramaba como un toro, porque no esperaba él que con el dia se remediaria su cuita, porque la tenia por eterna, teniéndose por encantado: y haciale creer esto, ver que Rocinante poco ni mucho se movia, y creia que de aquella suerte sin comer, ni beber, ni dormir, habian de estar él y su caballo hasta que aquel mal influjo de las estrellas se pasase, ó hasta que otro mas sabio encantador le desencantase; pero engañóse mucho en su creencia, porque apenas comenzó á amanecer, cuando llegaron á la venta cuatro hombres de á caballo, muy bien puestos y aderezados, con sus escopetas sobre los arzones. Llamaron á la puerta de la venta, que aun estaba cerrada, con grandes golpes: lo cual visto por Don Quijote desde donde aun no dejaba de hacer la centinela, con voz arrogante y alta, dijo: Caballeros ó escuderos, ó quien quiera que seais, no teneis para qué llamar á las puertas deste castillo, que asaz de claro está, que á tales horas, ó los que están dentro duermen, ó no tienen por costumbre de abrirse las fortalezas, hasta que el sol esté tendido por todo el suelo: desviaos afuera, y esperad que aclare el dia, y entonces verémos si será justo, ó no, que os abran. —¿Qué diablos de fortaleza ó castillo es este, dijo uno, para obligarnos á guardar esas ceremonias? Si sois el ventero, mandad que nos abran, que somos caminantes, que no queremos mas de dar cebada á nuestras cabalgaduras, y pasar adelante, porque vamos de priesa. —¿Pareceos, caballeros, que tengo yo talle de ventero? respondió Don Quijote. —No sé de qué teneis talle, respondió el otro, pero sé que decis disparates en llamar castillo á esta venta. —Castillo es, replicó Don Quijote, y aun de los mejores de, toda esta provincia, y gente tiene dentro que ha tenido cetro en la mano y corona en la cabeza. —Mejor fuera al reves, dijo el caminante, el cetro en la cabeza y la corona en la mano: y será, si á mano viene, que debe de estar dentro alguna compañía de representantes, de los cuales es tener á menudo esas coronas y cetros que decis, porque en una venta tan pequeña, y adonde se guarda tanto silencio como esta, no creo yo que se alojan personas dignas de corona y cetro. —Sabéis poco del mundo, replicó Don Quijote, pues ignorais los casos que suelen acontecer en la caballería andante. Cansábanse los compañeros que con el preguntante venian, del coloquio que con Don Quijote pasaba, y así tornaron á llamar con grande furia, y fué de modo que el ventero despertó, y aun todos cuantos en la venta estaban, y así se levantó á preguntar quien llamaba. Sucedió en este tiempo, que una de las cabalgaduras en que venian los cuatro que llamaban, se llegó á oler á Rocinante, que melancólico y triste, con las orejas caidas, sostenia sin moverse á su estirado señor, y como en fin era de carne, aunque parecia de leño, no pudo dejar de resentirse y tornar á oler á quien le llegaba á hacer caricias: y así no se hubo movido tanto cuanto, cuando se desviaron los juntos pies de Don Quijote, y resbalando de la silla dieran con él en el suelo, á no quedar colgado del brazo: cosa que le causó tanto dolor, que creyó, ó que la muñeca le cortaban, ó que el brazo se le arrancaba, porque él quedó tan cerca del suelo, que con los estremos de las puntas de los piés besaba la tierra, que era en su perjuicio, porque como sentia lo poco que le faltaba para poner las plantas en la tierra, fatigábase y estirábase cuanto podia por alcanzar al suelo: bien así como los que están en el tormento de la garrucha[3] puestos á toca no toca, que ellos mesmos son causa de acrecentar su dolor con el ahinco que ponen en estirarse, engañados de la esperanza que se les representa, que con poco mas que estiren, llegarán al suelo.



  1. La luna, ó la diosa Diana, como dijo Virgilio:
    Tria virginis era Diana.

    (Æneid. lib. 4, r. 511.)

  2. Esta ingrata fué Dafne, que huia de Apolo, que es el soI, por las riberas del Peneo. el mejor rio de Tesalia como dice Plinio. [Hist. Iib. 4, cap. 8.]
  3. Uno de los tormentos inventados para obligar é confesar el crimen á los tratados como reos. En 1817 viendo Fernando VII en una visita de cárcel, el potro, otro de los tormentos, mandó quemarlos, para que no quede, dijo, en lo sucesivo ni aun idea de semejante infernal máquina.