El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha (1842)/Tomo I/II


CAPÍTULO II.

Que trata de la primera salida que de su tierra hizo el ingenioso Don Quijote.


H

echas pues estas prevenciones, no quiso aguardar mas tiempo á poner en efeto su pensamiento, apretándole á ello la fala que él pensaba que hacia en el mundo su tardanza, segun eran los agravios que pensaba deshacer, tuertos que enderezar, sinrazones que enmendar, y abusos que mejorar, y deudas que satisfacer: y así sin dar parte á persona alguna de su intencion, y sin que nadie le viese, una mañana antes del dia (que era uno de los calurosos del mes de Julio) se armó de todas sus armas, subió sobre Rocinante, puesta su mal compuesta celada, embrazó su adarga, tomó su lanza, y por la puerta falsa de un corral, salió al campo con grandísimo contento y alborozo de ver con cuánta facilidad habia dado principio á su buen deseo. Mas apenas se vió en el campo, cuando le asaltó un pensamiento terrible, y tal, que por poco le hiciera dejar la comenzada empresa: y fué que le vino á la memoria que no era armado caballero, y que conforme á la ley de la caballería, ni podia ni debia tomar armas con ningun caballero; y puesto que lo fuera, habia de llevar armas blancas, como novel caballero, sin empresa en el escudo, hasta que por su esfuerzo la ganase. Estos pensamientos le hicieron titubear en su propósito; mas pudiendo mas su locura que otra razon alguna, propuso de hacerse armar caballero del primero que topase, á imitacion de otros muchos que así lo hicieron, segun él habia leido en los libros que tal le tenian. En lo de las armas blancas pensaba limpiarlas de manera, en teniendo lugar, que lo fuesen mas que un armiño: y con esto se quietó y prosiguió su camino, sin llevar otro que el que su caballo queria, creyendo que en aquello consistia la fuerza de las aventuras. Yendo, pues, caminando nuestro flamante aventurero, iba hablando consigo mesmo, y diciendo: ¿Quién duda sino que en los venideros tiempos, cuando salga á luz la verdadera historia de mis famosos hechos, que el sabio que los escribiere, no ponga, cuando llegue á contar esta mi primera salida tan de mañana, de esta manera? Apenas[1] habia el rubicundo Apolo tendido por la faz de la ancha y espaciosa tierra las doradas hebras de sus hermosos cabellos, y apenas los pequeños y pintados pajarillos con sus arpadas lenguas habian saludado con dulce y meliflua armonía la venida de la rosada aurora, que dejando la blanda cama del zeloso marido, por las puertas y balcones del manchego horizonte á los mortales se mostraba, cuando el famoso caballero Don Quijote de la Mancha, dejando las ociosas plumas, subió sobre su famoso caballo Rocinante, y comenzó á caminar por el antiguo y conocido campo de Montiel (y era la verdad que por él caminaba), y añadió diciendo: ¡Dichosa edad, y siglo dichoso aquel, adonde saldrán á luz las famosas hazañas mias, dignas de entallarse en bronces, esculpirse en mármoles, y pintarse en tablas, para memoria en la futuro! ¡O tú, sabio encantador, quien quiera que seas, á quien ha de tocar el ser coronista desta peregrina historia! ruégote que no te olvides de mi buen Rocinante, compañero eterno mio en todos mis caminos y carreras. Luego volvia diciendo, como si verdaderamente fuera enamorado: ¡O princesa Dulcinea, señora deste cautivo corazon! mucho agravio me habédes fecho en despedirme y reprocharme con el riguroso afincamiento de mandarme no parecer ante la vuestra fermosura. Plégaos, señora, de membraros deste vuestro sujeto corazon, que tantas cuitas por vuestro amor padece. Con estos iba ensartando otros disparates, todos al modo de los que sus libros le habian enseñado, imitando en cuanto podia su lenguage: y con esto caminaba tan de espacio, y el sol entraba tan apriesa y con tanto ardor, que fuera bastante á derretirle los sesos, si algunos tuviera. Casi todo aquel dia caminó sin acontecerle cosa que de contar fuese, de lo cual se desesperaba, porque quisiera topar luego luego con quien hacer esperiencia del valor de su fuerte brazo. Autores hay que dicen que la primera aventura que le avino, fué la del puerto Lápice, otros dicen que la de los molinos de viento; pero lo que yo he podido averiguar en este caso, y lo que yo he hallado escrito en los anales de la Mancha, es que él anduvo todo aquel dia, y al anochecer su rocin y él se hallaron cansados y muertos de hambre; y que mirando á todas partes, por ver si descubriria algun castillo ó alguna majada de pastores donde recogerse, y á donde pudiese remediar su mucha necesidad, vió no lejos del camino por donde iba una venta, que fué como si viera una estrella que á los portales, si no á los alcázares de su redencion le encaminaba. Dióse priesa á caminar, y llegó á ella á tiempo que anochecia. Estaban acaso á la puerta dos mugeres mozas, destas que llaman del partido las cuales iban á Sevilla con unos arrierros, que en la venta aquella noche acertaron á hacer jornada; y como á nuestro aventurero, todo cuanto pensaba, veia ó imaginaba, le parecia ser hecho y pasar al modo de lo que habia leido, luego que vió la venta, se le representó que era un castillo con sus cuatro torres y chapiteles de luciente plata, sin faltarle su puente levadiza y honda cava, con todos aquellos adherentes que semejantes castillos se pintan. Fuése llegando á la venta (que á él le parecia castillo), y á poco trecho della detuvo las riendas á Rocinante, esperando que algun enano se pusiese entre las almenas á dar señal con alguna trompeta, de que llegaba caballero al castillo. Pero como vió que se tardaban, y que Rocinante se daba priesa por llegar á la caballeriza, se llegó á la puerta de la venta, y vió á las dos destraidas mozas que allí estaban, que á él le parecieron dos hermosas doncellas, ó dos graciosas damas, que delante de la puerta del castillo se estaban solazando. En esto sucedió acaso que un porquero, que andaba recogiendo de unos rastrojos una manada de puercos (que sin perdon así se llaman), tocó un cuerno, á cuya señal ellos se recogen, y al instante se le representó á Don Quijote lo que deseaba, que era que algun enano hacia señal de su venida: y así con estraño contento llegó á la venta y á las damas: las cuales, como vieron venir un hombre de aquella suerte armado, y con lanza y adarga, llenas de miedo se iban á entrar en la venta; pero Don Quijote, coligiendo por su huida su miedo, alzándose la visera de papelon, y descubriendo su seco y polvoroso rostro, con gentil talante y voz reposada les dijo: Non fuyan las vuestras mercedes, nin teman desaguisado alguno, ca á la orden de caballería que profeso, non toca ni atañe facerle á ninguno, cuanto mas á tan altas doncellas, como vuestras presencias demuestran. Mirábanle las mozas, y andaban con los ojos buscándole el rostro, que la mala visera le encubria: mas como se oyeron llamar doncellas, cosa tan fuera de su profesion, no pudieron tener la risa, y fué de manera, que Don Quijote vino á correrse, y á decirles: Bien parece la mesura en las fermosas, y es mucha sandez ademas la risa que de leve causa procede; pero non vos lo digo porque os acuitédes, ni mostrédes mal talante, que el mio non es de al[2] que de serviros. El lenguage no entendido de las señoras, y el mal talle de nuestro caballero, acrecentaba en ellas la risa, y en él el enojo; y pasara muy adelante, si á aquel punto no saliera el ventero, hombre que por ser muy gordo era muy pacífico, el cual viendo aquella figura contrahecha, armada de armas tan desiguales, como era la brida, lanza, adarga y coselete, no estuvo en nada en acompañar á las doncellas en las muestras de su contento. Mas en efeto, temiendo la máquina de tantos pertrechos, determinó de hablarle comedidamente, y así le dijo: Si vuestra merced, señor caballero, busca posada, amen del lecho (porque en esta venta no hay ninguno) todo lo demas se hallará en ella en mucha abundancia. Viendo Don Quijote la humildad del alcaide de la fortaleza (que tal le pareció á él el ventero y la ventera), respondió:—Para mí, señor castellano, cualquiera cosa basta, porque
Mis arreos son las armas,
Mi descanso el pelear &c.

Pensó el huésped que el haberle llamado castellano, habia sido por haberle parecido de los sanos de Castilla[3], aunque él era andaluz, y de los de la playa de San Lúcar, no menos ladron que Caco, ni menos maleante[4], que estudiante ó page; y así le respondió:—Segun eso, las camas de vuestra merced serán duras peñas, y su dormir siempre velar; y siendo así, bien se puede apear con seguridad de hallar en esta choza ocasion y ocasiones para no dormir en todo un año, cuanto mas en una noche: y diciendo esto, fué á tener del estribo á Don Quijote, el cual se apeó con mucha dificultad y trabajo, como aquel que en todo aquel dia no se habia desayunado. Dijo luego al huésped que le tuviese mucho cuidado de su caballo, porque era la mejor pieza que comia pan en el mundo. Miróle el ventero, y no le pareció tan bueno como Don Quijote decia, ni aun la mitad: y acomodándole en la caballeriza, volvió á ver lo que su huésped mandaba, al cual estaban desarmando las doncellas (que ya se habian reconciliado con él), las cuales, aunque le habian quitado el peto y el espaldar, jamas supieron ni pudieron desencajarle la gola, ni quitarle la contrahecha celada, que traia atada con unas cintas verdes, y era menester cortarlas, por no poderse quitar los ñudos; mas él no lo quiso consentir en ninguna manera: y asi se quedó toda aquella noche con la celada puesta, que era la mas graciosa y estraña figura que se pudiera pensar: y al desarmarle, (como él se imaginaba que aquellas traidas y llevadas que le desarmaban, eran algunas principales señoras y damas de aquel castillo) les dijo con mucho donaire:

Nunca fuera caballero
De damas tan bien servido,
Como fuera Don Quijote
Cuando de su aldea vino:
Doncellas curaban dél,
Princesas de su rocino,

ó Rocinante, que este es el nombre, señoras mias, de mi caballo, y Don Quijote de la Mancha el mio: que puesto que no quisiera descubrirme fasta que las fazañas fechas en vuestro servicio y pro me descubrieran, la fuerza de acomodar al propósito presente este romance viejo de Lanzarote, ha sido causa que sepais mi nombre antes de toda sazon; pero tiempo vendrá en que las vuestras señorías me manden, y yo obedezca, y el valor de mi brazo descubra el deseo que tengo de serviros. Las mozas, que no estaban hechas á oir semejantes retóricas, no respondian palabra; solo le preguntaron si queria comer alguna cosa.—Cualquiera yantaria yo, respondió Don Quijote, porque á lo que entiendo me haria mucho al caso.A dicha acertó á ser viérnes aquel dia, y no habia en toda la venta sino unas raciones de un pescado, que en Castilla llaman abadejo, y en Andalucia bacallao, y en otras partes curadillo, y en otras truchuela. Preguntáronle si por ventura comeria su merced truchuela, que no habia otro pescado que darle á comer.—Como haya muchas truchuelas, respondió Don Quijote, podrán servir de una trucha; porque eso se me da, que me den ocho reales en sencillos, que una pieza de á ocho: cuanto mas, que podria ser que fuesen estas truchuelas como la ternera, que es mejor que la vaca, y el cabrito que el cabron; pero sea lo que fuere, venga luego, que el trabajo y peso de las armas no se puede llevar sin el gobierno de las tripas.—Pusiéronle la mesa á la puerta de la venta por el fresco, y trújele el huésped una porcion del mal remojado y peor cocido bacallao, y un pan tan negro y mugriento como sus armas. Pero era materia de grande risa verle comer; porque como tenia puesta la celada, y alsada la visera, no podia poner nada en la boca con sus manos, si otro no se lo daba y ponia, y así una de aquellas señoras servia de este menester. Mas el darle de beber no fué posible, ni lo fuera, si el ventero no horadara una caña, y puesto el un cabo en la boca, por el otro le iba echando el vino: y todo esto lo recibia en paciencia á trueco de no romper las cintas de la celada. Estando en esto, llegó acaso á la venta un castrador de puercos; y así como llegó, sonó su silbato de cañas cuatro ó cinco veces, con lo cual acabó de confirmar Don Quijote que estaba en algun famoso castillo, y que le servian con música, y que el abadejo eran truchas, el pan candeal, y las rameras damas, y el ventero castellano del castillo, y con esto daba por bien empleada su determinacion y salida; mas lo que mas le fatigaba era el no verse armado caballero, por parecerle que no se podria poner legítimamente en aventura alguna sin recibir la órden de caballería.



  1. Ridiculízanse las afectadas y pomposas descripciones que se leen frecuentemente en los libros de caballerías.
  2. Adjetivo derivado de aliud latino, que significa otra cosa.
  3. Sano de Castilla en la Germania, significa el ladron disimulado.
  4. Lo mismo que burlador. Es también voz de la Germania.