El honor (Pardo Bazán)

​El honor (Pardo Bazán)​ de Emilia Pardo Bazán


Norberto tenía amor propio profesional. No era sólo la necesidad de ganarse la vida lo que le sujetaba su oficio de cocinero. Un elogio, la seguridad de haber estado a su altura, valían para él tanto o más que el sueldo, no escaso, que ganaba. Recreábase, con regodeo de artista, en los platos, en las salsas, en las combinaciones que a veces hasta tenía la gloria de inventar. Su pundonor llegaba al extremo de dormir mal el día en que pensaba haber echado a perder un guiso.

Especialmente cuando el señor marqués de Cuéllares convidaba a algunos amigos, preocupábase Norberto de que todo saliese al primor. Así le había sucedido aquella noche de Jueves Santo, en que lo más demostrativo de la superioridad de un jefe, una comida suntuosa de vigilia, afirmaría una vez más sus aptitudes.

Metido en faena, calado el limpio gorro blanco, ceñido el delantal sobre la panza, que empezaba a redondearse, daba vueltas Norberto, atendiendo a que el envío fuese perfecto, ya que los platos, sin duda, lo eran. La oportunidad en trinchar y mandar a la mesa bien presentado, competía en él con la ciencia de la preparación de los manjares. Estaba satisfecho de la sopa bisque, alta de sabor, propia para comida de solteros, que tienen el paladar refinado, y hasta quizás estragado; y creía haberse sobrepujado a sí mismo en la trucha a la Chambord, en que la guarnición era un prodigio de delicadeza, con las trufas lindamente torneadas, las quenefitas de puré de pescado, las ostras y las colas de cangrejo colocadas simétricamente. En esta tarea se enfrascaba, cuando uno de los pinches se le acercó con una especie de murmurio misterioso:

-Ahí está... Dice que quie pasar...

No debía ignorar Norberto a quién se refería el recado, porque no preguntó, y se limitó a encogerse de hombros, silabeando desdeñosamente:

-Bueno; dila que estoy muy ocupao ahora, ¿entiendes? Que vuelva mañana, por la mañana, a eso de las nueve..., que entonces...

Salió el muchacho, con aire de persona que desempeña encargo de importancia, y no tardó en volver, más apremiante aún.

-Que dice que es cosa que urge... Ahora mismo...

-¡Mal ajo! -juró el cocinero, que seguía guarneciendo la soberbia trucha-. ¿No sabe esa liosa que estoy dando la comida?

Hizo el marmitón un gesto de indiferencia, como el que dice: «¿Qué me cuentan a mí?», y dejó caer, con desgarro chulo:

-Pues eya no quie irse. Usté dirá.

Otro movimiento de impaciencia, ya furiosa, se le escapó a Norberto; pero acabó por consentir.

-Que pase, ¡y así se la lleven los demonios!

La mujer tan mal acogida entró. Era una moza juncal, bien vestida, de peinado complicado y mordido por los dientes de concha de varias peinetas; una belleza dura y popular, morenaza y con ojos como cuentas de azabache; en aquel momento estaban hinchados y rojos, rellenos de lágrimas ardientes. Venía pálida, demudada, acezando, temblando; y, aunque tan absorto en su labor, Norberto, ante aquella desacostumbrada actitud, se impresionó.

-¿Se pué saber qué pasa? ¿Hay fuego?

Entre una explosión de llanto, ahogándose, hipando, la morena exclamó:

-¡Que se muere el niño!

Dio un respingo Norberto... ¡El niño! Si se encontraba, francamente, muy harto de la madre, tenía por el chico adoración, siendo sus manitas gordezuelas y su carita de Jesusín lo que le mantenía en contacto con la Manola, a quien pasaba la mitad de su sueldo, religiosamente.

Por un momento abandonó su tarea; dejó enfriarse la trucha sobre la servilleta de encaje y la enorme fuente pescadera de plata, y pidió noticias, angustiado, transido.

-Pero ¿cómo ha sío eso? ¿Qué tiene?

-Yo no sé... La caeza, la caeza, con muchismo dolor. Pega gritos..., unos gritos que no paecen de personas, sino talmente como un animal... Se quie echar de la camita...

-¡Capaz serás de no haber llamao médico!

-¡Anda! Lo primero que hice... Dice que es una cosa mala, mala... Un hatajo de medicinas he comprao... Dinero también me hace falta...

Alzando el delantal, sacó Norberto del bolsillo un billete de veinticinco y se lo metió en la mano.

-Mañana te daré más... Anda -continuó con esfuerzo-, ya te estás volviendo allá más pronto que la luz. ¡Capaz has sido de dejar sola a la criaturita!

-Está la vecina, señá Nataria. Y está también el escribiente, ya sabes.

-Sí, ya sé... ¡Buena ficha! A sacar raja irá ése...

-Y tú, ¿no vienes? -insinuó con atisbos de ternura la chulapa-. ¿No vienes a ver al nenito?

Norberto sintió como un escalofrío de pena. ¡No, no podía ir!... ¡Ni aun podía atender más, pedir nuevos detalles, satisfacer la sed de apurar su desdicha; era el momento en que no se pertenecía, en que le llamaba con voces, inflexible, su deber, su honor comprometido! No era ni necesario, para persuadirle de ello, que Remusgo, el primer pinche, que ya empezaba a darse tono, y aprendería con celo, para ascender, le instase bajo y apresurado:

-Que van a venir por la trucha... Que falta la salsa...

-Ya te estás largando, Manola... -dispuso el jefe, colérico, para ocultar la emoción que se le asomaba a los ojos-. Iré cuando pueda, ¿entiendes? ¡Y a ver cómo te me vuelves a apartar del chico! Y haz cuanto disponga el médico, ¿estás?

Desapareció la mujer con apretar de mantón. Norberto volvió a sus cacerolas. Una voz discreta susurró a su oído:

-Maestro, si permite..., doy la comida yo. Me figuro que no saldrá mal.

-¡Dar la comida Remusgo! ¡Eso quisiera el muy truhán, para lucirse a su cuenta!

Preparado todo por Norberto, hecho lo único difícil, o lo más difícil, pero faltando el supremo toque de última hora, se engreiría, podría decirle al amo, sin mentir: «La comida del día del Jueves Santo... ha sío este cura...».

Un movimiento hosco fue la única respuesta. El cocinero, entregado por completo a su obligación, sólo en ella pensaba. Había desaparecido todo lo demás, excepto una punzada sorda, al lado izquierdo, que, de tiempo en tiempo, le advertía: Mientras bordas y coronas los filetes de carpa a la Regencia; mientras te excedes a ti mismo en la langosta a la americana, mientras te desvives por las trufas al champagne, algo que te importa mucho y te aflige mucho está sucediendo en una casa que bien conoces, en la calle de Toledo. Pero la puntada la despreciaba. Absorto en su trabajo, cuando el plato estaba concluido, con los requisitos todos, desviábase un poco, guiñaba los ojos, con el guiño característico del pintor que admira su obra, y bajaba la cabeza, aprobando, creyendo escuchar las palabras de los convidados, la voz de su entusiasmo gastronómico:

-¡Álvaro, tienes un gran jefe! Esta comida de vigilia puede echarse a pelear con las de Lanzafuerte, que tanto ponderan.

Hasta creía escuchar cómo Gorito Chaves, el dicharachero, preguntaba asombrado:

-Pero, oye, tú... El cocinero, ¿te guisará la vigilia con jugo de carne y jamón?

-No, es católico -solía responder el dueño de la casa-. Y, además, tiene mucha vanidad y desdeña esos recursos de cocina vulgar, que en el fondo son una falsificación dañosa; el pescado, a pescado debe saber.

La artística bomba de piña, melón, naranja y grosella, por zonas, fue una estrofa de delicioso ritmo... Rodeábanlo tales filigranas de fondanes, tales exquisitos adornos, que era una verdadera pieza montada, digna del mejor repostero. La contempló su autor amorosamente, y sus ojos se recrearon en la belleza del frágil edificio...

Y, como su obligación había terminado, desató el mandil, colgó el gorro, revuelto con él, en el cuartucho donde hacinaban ropa y paños sucios, tomó de la percha la capa y el sombrero y saltó, dos a dos, los peldaños de la escalera de servicio. En la esquina llamó a un simón, dio las señas...

Antes de entrar, en la misma puerta, se le agarró al pescuezo Manola.

-¡Ay, Jesús, Madre mía de la Paloma, y qué desgracia tan grandisma!...

Se desprendió bruscamente de los redondos brazos, pasó a la alcoba... El médico estaba allí, y su primera frase fue para decir que no había esperanza...

Y Norberto se echó de bruces sobre una mesa a llorar ya libremente. Era artista, ¡pero también era padre!