El honor (Andréiev)

Los espectros (1919)
de Leonid Andréiev
traducción de Nicolás Tasín
El honor

EL HONOR


(drama parodia)
Se oyen los sones de una música lejana. Una noche estrellada de primavera. Un viejo jardín salvaje, limitado por un ancho foso. Una escalinata ennegrecida y casi en ruinas. Sobre las copas de los árboles se alza la masa sombría del castillo. Todas las ventanas están iluminadas. Sobre él muro almenado acaban de encender barriles de alquitrán, que lanzan fulgores siniestros. La condesa está sentada sola en un banco de piedra. Lleva un traje blanco, y una pequeña corona adorna sus cabellos. Aparece en la escalinata semirruinosa del castillo del viejo conde. Le precede su fiel servidor, el viejo Astolfo, de aspecto muy semejante al de su amo. Astolfo, encorvado, con una linterna en la mano, le alumbra el camino al conde.

El conde. (Sin ver a su hija, con voz llena de cólera.)—¡Que levanten de nuevo todos los puentes! ¡Que apaguen todas las luces! ¡Que la servidumbre se retire! ¡Que se acompañe a los barones a sus aposentos! Es hora ya de que todo el mundo descanse. Harto hemos esperado al novio, y aun que nos lo ha recomendado el propio emperador, no somos lo bastante ricos para hacer arder toda la noche aceite y alquitrán. ¡Que se apaguen todos los fuegos!

Astolfo.—¿Y cuáles son las órdenes del conde en lo que se refiere a las mesas servidas?

El conde.—¡Que les echen toda la comida a los perros! Pero no: somos demasiado pobres para eso; estamos mas hambrientos aún que los perros. No, Astolfo; dales, más bien, a mis barones de comer, pues están no menos hambrientos que yo, y guarda los restos en la cueva. Nos los comeremos después, procurando que duren todo lo posible. Sí, Astolfo, todo lo posible. En nuestra situación hay que ser muy económicos.

Astolfo.—¡A vuestras órdenes, conde!

El conde.—Sí, Astolfo, hay que ser económicos. Seamos como aquella burguesa prudente que, después de casar a su hija, se nutrió durante medio año con los restos del festín nupcial. Escatima cada pedazo, pésalo, calcúlalo. Si se cubre de moho, corta la parte superior; a pesar de eso, lo comeremos muy a gusto.

Astolfo.—Los barones están furiosos; desde por la mañana están esperando al duque, al noble prometido de la noble condesa Elsa.

El conde.—¡Los barones! Y tú, Astolfo, ¿estás contento? A juzgar por tu cara, me parece que no. (Reparando en su hija.) ¿Ah, estáis ahí, condesa? ¿Sola, sin vuestras damas de compañía? (A Astolfo.) ¡Puedes irte, muchacho!

(Astolfo deja la linterna sobre la balaustrada y se va.)

El conde.—Vuestro prometido no se apresura demasiado, condesa Elsa; hace largo rato que ha anochecido, y sigue sin venir. Desde por la mañana tenemos abiertos los brazos para recibir al noble huésped, y sólo abrazamos el vacío. ¿No creéis, condesa, que esta tardanza manifiesta una falta de respeto, tanto a vos como a vuestro viejo padre? (Elsa no contesta.)

El conde.—¿Os calláis? Sí, tenéis razón; cuan de se trata del honor de vuestro padre, preferís callaros. Vuestro padre está enfermo de orgullo—¿no se llama así mi enfermedad?—, y nuestro buen emperador le ha prescrito, como medicina, un yerno para uso interno, como dicen los médicos. ¡Ja, ja, ja! Sí, para uso interno, y nosotros hemos abierto ampliamente la boca... es decir, la puerta, para recibirle; pero no viene. Sí; nuestro buen emperador ha encontrado un remedio seguro contra mi enfermedad. Pero si vuestro prometido os ama, hay que confesar que su amor tiene pasos muy cortos. Qué, condesa, ¿lloráis?

Elsa. (Llorando.) —Padre, le ha ocurrido una desgracia. Tengo un presentimiento. Le ha ocurrido una desgracia.

El Conde.—¡Crees! Es chistoso; hasta ahora, yo estaba seguro de que era a nosotros a quien nos había ocurrido una desgracia.

Elsa.—Esta mañana, cuando vi la luz del sol, ya experimentó un presentimiento doloroso. Y todo el día he sido presa de temores. El sol se ha puesto ya, y le sigo esperando en vano. Ha muerto, padre; estoy segura.

El conde.—Según mis noticias, el duque goza de una excelente salud. Vuestros temores, condesa, son exagerados, como vuestro amor. Bajo la protección del propio emperador, avanza tranquilo a través de nuestras tierras. Se burla del odio de mis barones hambrientos, que rechinan, rabiosos, los dientes, como los lobos en invierno. No tiene nada que temer, puesto que su cabeza está protegida por las alas y el pico rapaz del propio emperador.

Elsa.—Pero ¿por qué no viene? Hace largo rato que ha anochecido, y le sigo esperando en vano.

El conde.—Sí, hace largo rato que ha anochecido, y no está todavía aquí. ¡Oh, si yo no fuese el conde mendigo, de quien se burlan en la corte; si mis muros almenados no estuviesen punto menos que en ruinas; si mi castillo fuese una fortaleza sólida y amenazadora, como en tiempos de mis abuelos, entonces el duque no se retrasaría! ¡Sería cortés y respetuoso como el último de mis vasallos, hubiera llegado muy de mañana y, arrodillado ante mí, me hubiera lamido, como un perro sumiso, la mano!

Elsa.—¡Padre, es el elegido de mi corazón!

El conde.—¡Y al mismo tiempo, mi enemigo!

Elsa.——No le conoces. Cegado por el odio al emperador, empezaste a odiar al duque sin haberle visto siquiera.

El conde.—Sí, odio a todos esos aduladores serviles que andan a cuatro patas por las gradas del trono. Mendigan lo que hay que tomar por la fuerza. A la vida libre de un lobo prefieren la de un perro encadenado a su caseta, porque le tienen miedo al hambre. Son traidores a nuestra libertad. Ellos han arruinado mi castillo, en los agujeros de cuyos muros, en otro tiempo terribles para nuestros enemigos, hacen ahora sus nidos los cuervos. La servidumbre se ríe a hurtadillas cuando mando levantar los puentes; sabe que eso es inútil, porque se puede penetrar en el castillo por los muros agujereados. ¡Levantar los puentes! ¡Ja, ja, ja!

Elsa.—No eres justo, padre; mi Enrique es honrado y noble. ¿No te ha tendido la mano para obtener tu gracia?

El conde.—Sí, y yo no he aceptado esa mano.

Elsa.—Te ha suplicado que consientas en nuestro matrimonio, mientras que tú, con la crueldad de un hombre obcecado...

El conde.—Puedes no medir demasiado tus palabras, Elsa; no tienes que violentarte con tu viejo padre. El propio emperador te apoya, sus garras mantienen mi cabeza humillada, su pico ha peinado esta mañana mis cabellos blancos para la acogida del novio. Sé audaz y noble como tu prometido, Elsa. Es verdaderamente irritante: ¡un conde miserable se opone a esa boda, grata a los ojos del emperador! Si el pobre conde se obstinase, el duque se arrastraría hacia el trono del emperador y le rogaría que le diese lo que no le pertenece: la hermosa hija del ridículo viejo. ¡Y la hija se daría gustosísima al noble duque, mientras su viejo padre!...

Elsa.—¡Ten piedad de mí, padre mío! ¡Le amo tanto!

El conde.—Yo también he conocido el amor; pero si tu madre se hubiera parecido a ti, la hubiera echado como a una ínfima esclava, como a una innoble criatura, sólo útil para satisfacer los caprichos fugaces de sus amos.

Elsa.—¡Os dejáis llevar de la ira, conde! Cuando rechazasteis brutalmente al duque al pediros mi mano, yo me postré a los pies del emperador, rogándole que tuviese piedad de los infelices enamorados y que suavizase con su poder divino vuestra crueldad.

El conde.—¡Sí, con su poder divino! ¡Muy bien dicho!

Elsa.——Y entonces el emperador, tomándome bajo su protección, os dirigió una orden en la que me llamaba su hija. Ahora insultáis al emperador.

(El conde baja irónicamente la cabeza.)

El conde.—¡Os pido humildemente perdón, duquesa! Espero vuestras órdenes; mi castillo está por completo a vuestra disposición, lo mismo que a la del señor duque. He hecho mal ordenando que se apaguen las luces. En seguida van a encenderlas de nuevo. Voy a ordenar que se enciendan todos los fuegos, que arda el alquitrán en los barriles; vamos a esperar toda la noche al novio retrasado, sin pegar los ojos en nuestro éxtasis amoroso y nuestra sumisión canina.

Elsa.—Perdóname, padre.

El conde.—Sí, seremos dóciles como perros; de otra suerte, el emperador podrá enfadarse con nosotros. Hace mucho tiempo que detesta al conde miserable que se atreve aún a conservar un poco de altivez, y mañana, quizá, le echará de su nido familiar y ordenará luego la destrucción del nido. (Finge que llora.) ¿Adónde irá entonces el desgraciado conde? ¿Dónde encontrará un asilo? Es pobre, va mal vestido. Los perros de la aldea le morderán las piernas; las mujeres y los niños harán mofa de él. ¿Adonde irá entonces el desgraciado conde? (Cae de rodillas ante Elsa y trata de coger sus manos para besarlas.) ¡Oh, noble y generosa duquesa! ¡Os ruego que os compadezcáis de mí! Suplicad a nuestro buen emperador que no me eche; dadle la seguridad de mi plena, de mi absoluta sumisión...

Elsa.—¡Vamos, padre! ¡Te lo suplico! Levántate.

El conde.—Sí, noble duquesa; suplicad al emperador que no destruya el nido en que ha nacido el pobre conde. No hay piedra, no hay agujero en el castillo que le sean desconocidos. De niño andaba a gatas por las losas del patio. Desde sus torres, siendo mozo, miraba a lo lejos, soñando conquistar el mundo y adornar su frente con una corona. Aquí conoció a su mujer, y, bajo las frondas de estos árboles, arrullaba a su pequeña Elsa, que era el sol de su vida...

Elsa. (Llorando.)—¿Qué haces conmigo, padre? ¡Déjame! ¡Me haces daño en las manos! ¿Llo ras de verdad? Sí, siento en las manos la humedad de tus lágrimas. Te lo ruego, no llores. Ten piedad de mí. ¡Si supieras cómo le amo! ¡Sufro tanto! ¿Qué le ha sucedido? ¿Qué ha pasado? ¿Por qué no viene? Un terror loco se apodera de mí. He estado temblando todo el día. Tengo terribles presentimientos. Apiádate de mí, padre; procura tranquilizarme. ¿Te acuerdas de mi madre? ¡Qué hermosa era! ¡Cómo la amabas! (El conde se levanta y se aparta un poco.)

El conde.—Calmaos, condesa; el deseo de nuestro emperador se cumplirá. El castillo está dispuesto para el recibimiento del noble prometido. Voy a mandar que enciendan nuevos fuegos; los barriles de alquitrán están ya apagándose.

Elsa.—¡Padre!

El conde.—¿Queréis, quizá, que os envíe a vuestras damas de compañía? No tenéis más que mandarlo. Pero no; el amor prefiere la soledad. Perdonad a un viejo que ha olvidado ya lo que es el amor. ¡A vuestras órdenes!

(Sube por la escalinata.)

Elsa. (Sola.)—¡Pobre padre, cuánto sufre! No conoce a mi Enrique. Cuando lo conozca, le amará como yo le amo... ¿De qué proviene esta tristeza que invade mi alma?... ¡Ah, ese presentimiento! Y luego ese lúgubre castillo... Ese viejo estanque, cubierto de musgo verde... Lo aborrezco. Me da miedo, sobre todo hoy. Está lleno de ranas que saltan ruidosamente de la orilla al agua. Cuando he visto esta noche reflejarse nuestro castillo, con sus ventanas iluminadas, en el agua inmóvil del estanque, he pensado que así debe de ser el castillo de la muerte. ¡La muerte!... Pero si Enrique, en efecto, ha muerto, ¿por qué le siento tan cerca de mí? Sus besos me queman los labios, y mi corazón...

(Se interrumpe de pronto y deja escapar un grito. Sale el duque de entre los árboles.)

Elsa.—¿Quién es?

Enrique.—¡Elsa! ¡Amor mío! ¡Mi amada prometida!

Elsa.—¡Enrique!

(Se abrazan y permanecen así unos momentos, las bocas juntas en un beso. En lo alto de la escalinata aparece Astolfo. Mira un instante y desaparece de nuevo.)

Elsa.—¿Por qué me habéis hecho esperar tanto tiempo? He creído morir de angustia y desesperación. Enseñadme la faz... Si sois vos... eres tú... ¿Por qué no dices nada, Enrique? ¿Acaso has muerto y no eres más que tu espectro?

Enrique.—Sí, soy mi espectro.

Elsa.—¿Pero cómo queman tus labios de tal modo? Los labios de un espectro están fríos y mudos.

Enrique.—Una llama del infierno arde en ellos.

Elsa.—¿Y cómo fulguran de tal modo tus ojos? Los ojos de los espectros están apagados y mudos.

Enrique.—Los iluminan resplandores del paraíso. ¡Amor mío, novia querida! ¡Si supieras cómo te amo! ¡Qué largo ha sido este día para mí!

Elsa.—¡Y para mí qué terrible!

Enrique.—No podía más. He abandonado a mis barones y mis guerreros—¡avanzan tan lentamente, de una manera tan solemne!—, y he corrido aquí. ¡Qué dicha, te he encontrado sola! ¿Me esperabas aquí, amor mío?

Elsa.—No. ¡Pero qué extraña capa llevas!

Enrique.—Es la de uno de mis servidores; no he querido que me reconociesen aquí. No soy yo, Elsa; soy mi espectro. El verdadero duque viene con sus barones.

Elsa.—No estarán lejos.

Enrique.—No; pronto oirás los sonidos de sus trompetas, y entonces mi espectro te dejará.

Elsa.—¿Por mucho tiempo?

(Cambian besos y hablan en voz baja. En lo alto de la escalinata aparecen el conde y Astolfo.)

Astolfo. (Quedamente.)—¿Veis, conde?

El conde. (También quedamente.)—Sí, ya veo.

Astolfo.—¡Es el duque!

El conde.—¿Crees?

Astolfo.—¿Quién puede ser, si no, ese hombre? Sí, es el duque.

El conde.—Pero esa no es su capa.

Astolfo.—Y, sin embargo, le reconozco: es el duque.

El conde.—Lo dudo. Es otro, sin duda. Sí, muchacho, es otro. ¡Pero es terrible! La condesa traiciona a su noble prometido, y mientras él vuela hacia aquí en alas del amor, ella se deja abrazar por un advenedizo. ¡Ahí tienes lo que son las mujeres, Astolfo!

(Se echa a reír.)

Astolfo.—¿Bromeáis, conde?

El conde.—Nada de eso. Lo que estás viendo no parece una broma.

Astolfo.—Pero os aseguro que es el duque.

El conde.—¡Calla, tonto! ¿Crees al duque capaz de una cosa así? Según tú, es capaz de colarse en el castillo, en medio de la noche, por cualquier agujero, como un ladrón, como una zorra en el gallinero para robar gallinas. El duque, en efecto, nos ha sido impuesto por el emperador; pero nos tiene respeto y no se permitiría nunca... Parece que requieres tu acero, amigo.

Astolfo.—Comienzo a tener dudas. Vos veis mejor que yo, conde.

El conde.—Además, la noche es obscura, ¿verdad?

Astolfo.—Sí, muy obscura.

El conde.—¿Ves? Y cuando está obscuro, es muy fácil equivocarse.

Astolfo.—Sí, es muy fácil. ¡Decididamente, no es el duque!

El conde.—¡Pobre duque! ¡Ser engañado tan cruelmente en su misma noche de bodas! Pero vamos a defender su honor, que no puede defender por sí mismo.

Astolfo.—Sí, no es él. Ahora lo veo bien.

El conde.—¡Silencio! Coge tres hombres... de los que tengan más hambre: el hambre doblará sus fuerzas... ¡Ah, villano, cómo besa a mi hija, a la novia del pobre duque!... Sí, coge tres hombres y acechad a ese intruso. Cuando pase por delante de vuestro escondrijo, caed sobre él y tiradlo al estanque. ¡Chis!... Le ataréis a las piernas plomo y piedras... ¡Cómo besa a mi hija ese ladrón de mi honor!

Astolfo.—Sí, ahora estoy convencido de que no es el duque.

El conde.—¡Silencio!

(Se van.)

Elsa.—¿Por qué te has hecho esperar tanto?

Enrique.—¡Oh, el día me ha parecido interminable! Desde por la mañana, desde que he visto salir el sol, he corrido hacia ti; pero la tierra parecía adherirse a mis pies. ¡Mil obstáculos, mil aventuras, mil desgracias! Ya es mi caballo, que cae muerto sin que se comprenda por qué; monto otro caballo, veloz como el viento, y sigo devorando el espacio. Ya es un río que me ataja el camino; me lanzo al agua y lo cruzo a nado. Hombres y caballos se hunden; pero yo salgo sano y salvo.

Elsa. (Lanza un grito.)—¡Ah!

Enrique.—¿Qué tienes?

Elsa.—Nada. Me había parecido oír algo. Decías que un río te había atajado el camino...

Enrique.—Luego, unos hombres nos atacan. Una batalla sangrienta sobreviene; pero logramos abrirnos paso.

Elsa.—¿Y después?

Enrique.—Atravesamos una ciudad ardiendo. Creo que nunca voy a salir de ella. No tarda mi segundo caballo en caer. Mis barones gruñen. En todos estos contratiempos ven funestos presagios. Las cejas fruncidas, aunque intrépidos, se muestran recelosos y no quieren avanzar más. Insisten en que nos detengamos; pero yo grito: «¡Adelante! ¡Mi amada prometida, mi hermosa, me espera! ¡Adelante!» Y heme aquí contigo. Toco tus manos y tus hombros y respiro tu puro aliento. Se me figura un dulce sueño. Pero ¿por qué no dices nada? Pareces inquieta; tu corazón late presuroso. Di, querida mía, ¿qué tienes?

Elsa.—Nada. Pero el sol de hoy era tan triste...

{{may|Enrique}}.—Ya se ha puesto.

Elsa.—Sí, se ha puesto; no está ya en el cielo, y tú estás aquí, junto a mí. Pero no, no eres tú; es tu espectro de los labios ardientes y la mirada luminosa.

(Se oyen las trompetas.)

Elsa.—¡Es el duque que llega!

Enrique.—Sí, es el duque.

Elsa.—Dios mío, ¿cómo le confesaré mi traición? He abrazado a otro.

Enrique.—El duque llega, y yo debo alejarme. Tiene gracia; me inspira algo así como celos el feliz mortal cuya llegada anuncian esas trompetas.

Elsa.—Llega de una manera solemne, acompañado de barones armados.

Enrique.—Y de guerreros. Lenta y gravemente se adelanta su magnífico caballo... Pero no va na die en la silla.

(Ríen. En lo alto de la escalinata aparecen cuatro sombras, y desaparecen al punto en las tinieblas. Se oyen por segunda vez las trompetas.)

Enrique.—¡Adiós, amor mío!

Elsa.—¡Un momentito más!

Enrique.—Están ya a la puerta. Hemos convenido en que si yo no los respondo a la tercera llamada, invadirán el patio del castillo. Tienen miedo de que me suceda alguna desgracia.

Elsa.—Sí, mi padre está furioso.

Enrique.—Le reservo una sorpresa: cediendo a mis ruegos, el emperador se ha dignado devolver a tu padre todos sus antiguos dominios.

Elsa.—¡Qué bueno eres!

Enrique.—¡Cuánto te amo! ¡Adiós, mi amor, mi dicha, mi sol de mañana! He venido a tu lado por breves instantes, como un espectro, y dentro de un momento vendré de nuevo, entonces a unirme contigo para toda la vida.

Elsa.—¡Un momento más!

(Se oyen por tercera vez las trompetas.)

Enrique.—Me llaman. Parecen muy inquietos. Acudo. ¡Adiós, amor mío!

Elsa.—¡No, hasta la vista! Enrique, amado mío, te espero. ¡Dime algo más... una sola palabra! ¡Enrique!

(Al alejarse, Enrique le dice con voz queda: «¡Elsa!» Luego desaparece. Al punto se oye un ruido ahogado de lucha, un sordo gemido; después, todo queda tranquilo.)

Elsa. (Asustada.)—¡Enrique!... No me oye. ¿Quién habrá lanzado ese gemido lastimero? Quizá no haya sido sino fruto de mi imaginación. Es posible.

(El sonido de las trompetas se hace más insistente.)

Elsa.—¡Trompetas queridas! ¡Qué alegres suenan! ¡Cantad más alto, mas alegremente, queridas trompetas! Acompañad a mi prometido, a mi espectro de los labios ardientes. Se ha retrasado un poco; pero hay que perdonárselo: se ha retrasado besándome. ¡Ah, Elsa, liviana doncella! No tienes pudor. ¿A quién acabas de besar en la obscuridad? Tus mejillas enrojecidas te denunciarán... Gracias a Dios, las trompetas han callado al fin. Ahora mi Enrique estará ya sobre su caballo... Debe de estar entrando ya en el castillo. A la puerta le recibirá mi padre... ¡Pobre padre!

(Las trompetas lanzan aún algunos sonidos apagados.)

Elsa.—¿Qué es eso? ¿Todavía? Probablemente es reglamentario entre esos guerreros, de cuyas costumbres no tengo la menor idea... ¡Ah, ya han entrado! ¡Están en el patio del castillo!

(Se oyen gritos, ruido. A través del follaje se ven ir y venir antorchas.)

Elsa.—Me buscan a mí. Me da vergüenza lo que he hecho, y mis mejillas enrojecidas me venderán, sobre todo al resplandor de las antorchas. Cuando tú, Enrique, me mires con una sonrisa maliciosa, me moriré de confusión. No, no; esperaré aquí... (Una corta pausa.) ¡Dios mío, se acercan! Oigo pasos pesados y rápidos...

(Aparece, gritando, una turba de hombres armados. Llevan en la mano aceros desnudos. Les siguen los barones del viejo conde, con las cejas fruncidas, gruñendo, llenos de una cólera sorda. Las antorchas proyectan una luz lúgubre sobre la escena. Se oyen gritos de «¡El duque!» «¿Dónde está el duque?»)

Valdemar.—¿Sois vos, condesa? ¿Dónde está el duque? ¿Dónde está Enrique?

Elsa.—No comprendo lo que me preguntáis.

Valdemar.—¿Dónde está Enrique? Soy su amigo. Le buscamos por todas partes y no le encon tramos. Os suplico, condesa, que nos digáis dónde se halla: ¡vos debéis saberlo!

Los barones.—¡Es terrible! ¡Insultan a la condesa!

Elsa.—¡Pero yo no le he visto!

Valdemar.—Eso no es verdad; nos ha dejado para correr junto a vos. ¡Le habéis visto!

Los barones. (Blandiendo los aceros.)—¡Qué insolencia! Llamad al conde: ¡insultan a su hija!

—¡Nos han hecho esperar todo el día!

—¡Y ahora se atreven a acusar de liviandad a la condesa!

—¡Defenderemos su honor!

—¡No permitiremos que se la insulte!

(En lo alto de la escalinata aparece el viejo conde.)

El conde.—Esperad, barones. ¿Quién se atreve a acusar de liviandad a mi hija? ¿Y qué gentes son ésas, con traza y gesto de bandidos?

(Valdemar y los barones del duque Enrique se descubren.)

Valdemar.—Perdonad, conde, nuestra irrupción: buscamos al duque. Nadie pone en duda vuestra nobleza caballeresca, conde. Pero nuestro amor al duque no es menos grande. Debéis comprender nuestra ansiedad cuando, a pesar de nuestra tercera llamada, no ha acudido junto a nosotros.

Elsa.—¿Cómo? ¡No ha acudido!

El conde.—Me llenáis de asombro. ¿No está con vosotros el duque? ¿Dónde está entonces? Desde muy de mañana esperamos con los brazos abiertos al noble prometido de mi hija. Los barones están ya cansados de esperarle.

(Los barones prorrumpen en exclamaciones de enojo.)

El conde.—¿Dónde está, pues, vuestro duque? ¿Acaso la turba de bandidos que, pisoteando el honor caballeresco, se atreve a blandir los aceros en nuestro castillo, pretende reemplazarle? En tal caso, me veré obligado a decirle al emperador: «Son demasiados prometidos para mi hija.»

Valdemar.—A vos, conde, os toca decir dónde está el duque.

El conde.—¿A mí?

Valdemar.—Sí, a vos. El duque estaba aquí. Ved la prueba: aquí está su guante.

(Asombro. Gritos de indignación.)

Valdemar.—Sí, ha estado aquí, donde tenía una cita con vuestra hija.

(Los gritos de indignación aumentan.)

El conde.—Estáis en un error, caballero. Aun que yo no vea con buenos ojos la boda del duque con mi hija, no puedo creerle un ladrón que se cuele por un agujero en el castillo, cuando todas las puertas están abiertas para él de par en par. No tenemos motivos para amar al duque; pero le debemos respeto por el rango que ocupa. Y aunque sois tan amigo suyo, le conocéis muy poco si le juzgáis capaz de atentar contra el honor de su prometida y contra el mío. Buscad a vuestro duque en cualquier otro sitio; acaso le encontréis en una taberna del camino, empinando el codo...

(Los barones del conde ríen. Los del duque hacen gestos amenazadores y lanzan gritos de indignación.)

Valdemar.—¡Registraré de arriba abajo el castillo!

El conde.—Haced lo que os plazca... (Una corta pausa.) Pero oíd un momento. Astolfo, ven aquí. '(A Valdemar.) ¿Estáis seguro, caballero, de que el duque no está entre vosotros? Eso me inquieta: temo que haya sido víctima de un advenedizo. Yo no quería revelar este secreto sino al propio duque; pero puesto que sois su amigo... Caballeros, escuchad lo que voy a deciros: ¡Mi hija ha sido infiel a su prometido! Es una vergüenza para ella y para mí; pero no quiero ocultarla

Elsa.—¿Dónde está Enrique? ¡Voy a volverme loca! ¿Por qué todas esas antorchas? Lanzan un resplandor terrible. Enrique, ¿dónde estás?

El conde.—¡Representas bastante bien la comedia, hija mía! Sin embargo... Astolfo, refiere lo que has visto.

Astolfo.—Estábamos aquí, en este mismo escalón...

El conde.—¡Más aprisa, muchacho! Sé lacónico.

Astolfo.—Y vimos de repente a alguien, que llevaba una vieja capa y parecía un criado, abrazar a la condesa. «¡Qué desgracia!—me dijo el conde—. Mi hija le es infiel a su prometido. Nunca una cosa así ha deshonrado a nuestra familia!»

El conde.—¡Más aprisa, muchacho!

Astolfo.—El conde añadió: «Coge tres hombres, cae sobre el malhechor, átale a los pies plomo y piedras y...»

Valdemar.—¿Y lo has hecho? ¡Oh, cielos! ¿Dónde está el duque entonces?

(Silencio.)

El conde. (Señalando con la mano.)—Ahí, en el fondo del estanque.

(Gran agitación entre los asistentes.)

Elsa.—¡Enrique! ¡Espectro querido de los labios ardientes! ¡Voy a reunirme contigo, amado mío!

(Cae muerta.)

Valdemar.—No eres un padre; eres una bestia feroz. Coged a ese monstruo y encadenadle. ¡Como una fiera, se lo llevaremos enjaulado al emperador! ¡Prended fuego por los cuatro costados a ese castillo maldito! ¡Que no quede nada de este nido lúgubre! ¡Que la inmensa hoguera se eleve, en media de la obscura noche, a los cielos! ¡Así festejaremos tu boda, duque Enrique, desgraciado amigo!



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