El hombre mediocre (1926)/Capítulo VII
CAPÍTULO VII
I. EL CLIMA DE LA MEDIOCRIDAD
En raros momentos la pasión caldea la historia y los idealismos se exaltan: cuando las naciones se constituyen y cuando se renuevan. Primero es secreta ansia de libertad, lucha por la independencia más tarde, luego crisis de consolidación institucional, después vehemencia de expansión o pujanza de energías. Los genios pronuncian palabras definitivas; plasman los estadistas sus planes visionarios; ponen los héroes su corazón en la balanza del destino.
Es, empero, fatal que los pueblos tengan largas intercadencias de encebadamiento. La historia no conoce un solo caso en que altos ideales trabajen con ritmo continuo la evolución de una raza. Hay horas de palingenesia y las hay de apatía, con vigilias y sueños, días y noches, primaveras y otoños, en cuyo alternarse infinito se divide la continuidad del tiempo.
En ciertos períodos la nación se aduerme dentro del país. El organismo vegeta; el espíritu se amodorra. Los apetitos acosan a los ideales, tornándose dominadores y agresivos. No hay astros en el horizonte ni oriflamas en los campanarios. Ningún clamor de pueblo se percibe; no resuena el eco de grandes voces animadoras. Todos se apiñan en torno de los manteles oficiales para alcanzar alguna migaja de la merienda. Es el clima de la mediocridad. Los Estados tórnanse mediocracias, que los filólogos inexpresivos preferirían denominar "mesocracias".
Entra en la penumbra el culto por la verdad, el afán de admiración, la fe en creencias firmes, la exaltación de ideales, el desinterés, la abnegación, todo lo que está en el camino de la virtud y de la dignidad., En un mismo diapasón utilitario se templan todos los espíritus. Se habla por refranes, como discurría Panza; se cree por catecismos, como predicaba Tartufo; se vive de expedientes, como enseñó Gil Blas. Todo lo vulgar encuentra fervorosos adeptos en los que representan los intereses militantes; sus más encumbrados portavoces resultan esclavos en su clima. Son actores a quienes les está prohibido improvisar: de otro modo romperían el molde a que se ajustan las demás piezas del mosaico.
Platón, sin quererlo, al decir de la democracia: "es el peor de los buenos gobiernos, pero es el mejor entre los malos", definió la mediocracia. Han transcurrido siglos; la sentencia conserva su verdad. En la primera década del siglo XX se ha acentuado la decadencia moral de las clases gobernantes. En cada comarca, una facción de vividores detenta los engranajes del mecanismo oficial, excluyendo de su seno a cuantos desdeñan tener complicidad en sus empresas. Aquí son castas advenedizas, allí sindicatos industriales, acullá facciones de parlaembalde. Son gavillas y se titulan partidos. Intentan disfrazar con ideas su monopolio del Estado. Son bandoleros que buscan la encrucijada más impune para expoliar a la sociedad.
Políticos sin vergüenza hubo en todos los tiempos y bajo todos los regímenes; pero encuentran mejor clima en las burguesías sin ideales. Donde todos pueden hablar, callan los ilustrados; los enriquecidos prefieren escuchar a los más viles embaidores. Cuando el ignorante se cree igualado al estudioso, el bribón al apóstol, el boquirroto al elocuente y el burdégano al digno, la escala del mérito desaparece en una oprobiosa nivelación de villanía. Eso es la mediocracia: los que nada saben creen decir lo que piensan, aunque cada uno sólo acierta a repetir dogmas o auspiciar voracidades. Esa chatura moral es más grave que la aclimatación de la tiranía; nadie puede volar donde todos se arrastran. Conviénese en llamar urbanidad a la hipocresía, distinción al amaneramiento, cultura a la timidez, tolerancia a la complicidad; la mentira proporciona estas denominaciones equívocas. Y los que así mienten son enemigos de sí mismos y de la patria, deshonrando en ella a sus padres y a sus hijos, carcomiendo la dignidad común.
En esos paréntesis de alcornocamiento aventúranse las mediocracias por senderos innobles. La obsesión de acumular tesoros materiales, o el torpe afán de usufructuarlos en la holganza, borra del espíritu colectivo todo rastro de ensueño. Los países dejan de ser patrias, cualquier ideal parece sospechoso. Los filósofos, los sabios y los artistas están de más; la pesadez de la atmósfera estorba a sus alas, y dejan de volar. Su presencia mortifica a los traficantes, a todos los que trabajan por lucro, a los esclavos del ahorro o de la avaricia. Las cosas del espíritu son despreciadas; no siéndole propicio el clima, sus cultores son contados; no llegan a inquietar a las mediocracias; están proscritos dentro del país, que mata a fuego lento sus ideales, sin necesitar desterrarlos. Cada hombre queda preso entre mil sombras que lo rodean y lo paralizan.
Siempre hay mediocres. Son perennes. Lo que varía es su prestigio y su influencia. En las épocas de exaltación renovadora muéstranse humildes, son tolerados; nadie los nota, no osan inmiscuirse en nada. Cuando se entibian los ideales y se reemplaza lo cualitativo por lo cuantitativo, se empieza a contar con ellos. Apercíbense entonces de su número, se mancornan en grupos, se arrebañan en partidos. Crece su influencia en la justa medida en que el clima se atempera; el sabio es igualado al analfabeto, el rebelde al lacayo, el poeta al prestamista. La mediocridad se condensa, conviértese en sistema, es incontrastable.
Encúmbranse gañanes, pues no florecen genios: las creaciones y las profecías son imposibles si no están en el alma de la época. La aspiración de lo mejor no es privilegio de todas las generaciones. Tras una que ha realizado un gran esfuerzo, arrastrada o conmovida por un genio, la siguiente descansa y se dedica a vivir de glorias pasadas, conmemorándose sin fe; las facciones dispútanse los manejos administrativos, compitiendo en manosear todos los ensueños. La mengua de éstos se disfraza con exceso de pompa y de palabras; acállase cualquier protesta dando participación en los festines; se proclaman las mejores intenciones y se practican bajezas abominables; se miente el arte; se miente la justicia; se miente el carácter. Todo se miente con la anuencia de todos; cada hombre pone precio a su complicidad, un precio razonable que oscila entre un empleo y una decoración.
Los gobernantes no crean tal estado de cosas y de espíritus: lo representan. Cuando las naciones dan en bajíos, alguna facción se apodera del engranaje constituido o reformado por hombres geniales. Florecen legisladores, pululan archivistas, cuéntanse los funcionarios por legiones: las leyes se multiplican, sin reforzar por ello su eficacia. Las ciencias conviértense en mecanismos oficiales, en institutos y academias donde jamás brota el genio y al talento mismo se le impide que brille: su presencia humillaría con la fuerza del contraste. Las artes tórnanse industrias patrocinadas por el Estado, reaccionario en sus gustos y adverso a toda previsión de nuevos ritmos o de nuevas formas; la imaginación de artistas y poetas parece aguzarse en descubrir las grietas del presupuesto y filtrarse por ellas. En tales épocas los astros no surgen. Huelgan: la sociedad no los necesita; bástale su cohorte de funcionarios. El nivel de los gobernantes desciende hasta marcar el cero; la mediocracia es una confabulación de los ceros contra las unidades. Cien políticos torpes juntos, no valen un estadista genial. Sumad diez ceros, cien, mil, todos los de las matemáticas y no tendréis cantidad alguna, siquiera negativa. Los políticos sin ideal marcan el cero absoluto en el termómetro de la historia, conservándose limpios de infamia y de virtud, equidistantes de Nerón y de Marco Aurelio.
Una apatía conservadora caracteriza a esos períodos; entibiase la ansiedad de las cosas elevadas, prosperando a su contra el afán de los suntuosos formulismos. Los gobernantes que no piensan parecen prudentes; los que nada hacen titúlanse reposados; los que no roban resultan ejemplares. El concepto del mérito se torna negativo: las sombras son preferibles a los hombres. Se busca lo originariamente mediocre o lo mediocrizado por la senilidad. En vez de héroes, genios o santos, se reclama discretos administradores. Pero el estadista, el filósofo, el poeta, los que realizan, predican y cantan alguna parte de un ideal están ausentes. Nada tienen que hacer es solo un simple recordar en tiempos que no pueden dejar pasar
La tiranía del clima es absoluta: nivelarse o sucumbir. La regla conoce pocas expresiones en la historia. Las mediocracias negaron siempre las virtudes, las bellezas, las grandezas, dieron el veneno a Sócrates, el leño a Cristo, el puñal a César, el destierro a Dante, la cárcel a Galileo, el fuego a Bruno; y mientras escarnecían a esos hombres ejemplares, aplastándolos con su saña o armando contra ellos algún brazo enloquecido, ofrecían su servidumbre a gobernantes imbéciles o ponían su hombro para sostener las más torpes tiranías. A un precio: que éstas garantizaran a las clases hartas la tranquilidad necesaria para usufructuar sus privilegios.
En esas épocas del lenocinio la autoridad es fácil de ejercitar: las cortes se pueblan de serviles, de retóricos que parlotean pane lucrando, de aspirantes a algún bajalato, de pulchinelas en cuyas conciencias está siempre colgando el albarán ignominioso. Las mediocracias apuntálanse en los apetitos de los que ansían vivir de ellas y en el miedo de los que temen perder la pitanza. La indignidad civil es ley en esos climas. Todo hombre declina su personalidad al convertirse en funcionario: no lleva visible la cadena al pie, como el esclavo, pero la arrastra ocultamente, amarrada en su intestino. Ciudadanos de una patria son los capaces de vivir por su esfuerzo, sin la cebada oficial. Cuando todo se sacrifica a ésta, sobreponiendo los apetitos a las aspiraciones, el sentido moral se degrada y la decadencia se aproxima. En vano se busca remedios en la glorificación del pasado. De ese atafagamiento los pueblos no despiertan loando lo que fue, sino sembrando el porvenir.
II. LA PATRIA
Los países son expresiones geográficas y los Estados son formas de equilibrio político. Una patria es mucho más y es otra cosa: sincronismo de espíritus y de corazones, temple uniforme para el esfuerzo y homogénea disposición para el sacrificio, simultaneidad en la aspiración de la grandeza, en el pudor de la humillación y en el deseo de la gloria. Cuando falta esa comunidad de esperanzas, no hay patria, no puede haberla: hay que tener ensueños comunes, anhelar juntos grandes cosas y sentirse decididos a realizarlas, con la seguridad de que al marchar todos en pos de un ideal, ninguno se quedará en mitad del camino contando sus talegas. La patria está implícita en la solidaridad sentimental de una raza y no en la confabulación de los politiquistas que medran a su sombra.
No basta acumular riquezas para crear una patria: Cartago no lo fue. Era una empresa. Las áureas minas, las industrias afiebradas y las lluvias generosas hacen de cualquier país un rico emporio: se necesitan ideales de cultura para que en él haya una patria. Se rebaja el valor de este concepto cuando se lo aplica a países que carecen de unidad moral, más parecidos a factorías de logreros autóctonos o exóticos que a legiones de soñadores cuyo ideal parezca un arco tendido hacia un objetivo de dignificación común.
La patria tiene intermitencias: su unidad moral desaparece en ciertas épocas de rebajamiento, cuando se eclipsa todo afán de cultura y se enseñorean viles apetitos de mando y de enriquecimiento. Y el remedio contra esa crisis de chatura no está en el fetichismo del pasado, sino en la siembra del porvenir, concurriendo a crear un nuevo ambiente moral propicio a toda culminación de la virtud, del ingenio y del carácter.
Cuando no hay patria no puede haber sentimiento colectivo de la nacionalidad -inconfundible con la mentira patriótica explotada en todos los países por los mercaderes y los militaristas-. Sólo es posible en la medida que marca el ritmo unísono de los corazones para un noble perfeccionamiento y nunca para una innoble agresividad que hiera el mismo sentimiento de otras nacionalidades.
No hay manera más baja de amar a la patria que odiando a las patrias de los otros hombres, como si todas no fuesen igualmente dignas de engendrar en sus hijos iguales sentimientos. El patriotismo debe ser emulación colectiva para que la propia nación ascienda a las virtudes de que dan ejemplo otras mejores; nunca debe ser envidia colectiva que haga sufrir de la ajena superioridad y mueva a desear el alejamiento de los otros hasta el propio nivel. Cada Patria es un elemento de la Humanidad; el anhelo de la dignificación nacional debe ser un aspecto de nuestra fe en la dignificación humana. Asciende cada raza a su más alto nivel, como Patria, y por el esfuerzo de todos remontará el nivel de la especie, como Humanidad.
Mientras un país no es patria, sus habitantes no constituyen una nación. El celo de la nacionalidad sólo existe en los que se sienten acomunados para perseguir el mismo ideal. Por eso es más hondo y pujante en las mentes conspicuas; las naciones más homogéneas son las que cuentan hombres capaces de sentirlo y servirlo. La exigua capacidad de ideales impide a los espíritus bastos ver en el patrimonio un alto ideal: los tránsfugas de la moral, ajenos a la sociedad en que viven, no pueden concebirlo; los esclavos y los siervos tienen, apenas, un país natal. Sólo el hombre digno y libre puede tener una patria.
Puede tenerla; no la tiene siempre, pues tiempos hay en que sólo existe en la imaginación de pocos: uno, diez, acaso algún centenar de elegidos. Ella está entonces en ese punto ideal donde converge la aspiración de los mejores, de cuantos la sienten sin medrar de oficio a horcajadas de la política. En esos pocos está la nacionalidad y vibra en ellos; mantiénense ajenos a su afán los millones de habitantes que comen y lucran en el país.
El sentimiento enaltecedor nace en muchos soñadores jóvenes, pero permanece rudimentario o se distrae en la apetencia común; en pocos elegidos llega a ser dominante, anteponiéndose a pequeñas tentaciones de piara o de cofradía. Cuando los intereses venales se sobreponen al ideal de los espíritus cultos, que constituyen el alma de una nación, el sentimiento nacional degenera y se corrompe: la patria es explotada como una industria. Cuando se vive hartando groseros apetitos y nadie piensa que en el canto de un poeta o la reflexión de un filósofo puede estar una partícula de la gloria común, la nación se abisma. Los ciudadanos vuelven a la, condición de habitantes. La patria a la de país.
Eso ocurre periódicamente: como si la nación necesitara parpadear en su mirada hacia el porvenir. Todo se tuerce y abaja, desapareciendo la molicie individual en la común: diríase que en la culpa colectiva se esfuma la responsabilidad de cada uno. Cuando el conjunto se dobla, como en el harquinazo de un buque, parece, por relatividad, que ninguna cosa se doblará. Sólo el que se levanta y mira desde otro plano a los que navegan, advierte su descenso, como si frente a ellos fuese un punto inmóvil: un faro en la costa.
Cuando las miserias morales asolan a un país, culpa es de todos los que por falta de cultura y de ideal no han sabido amarlo como patria: de todos los que vivieron de ella sin trabajar para ella.
III. LA POLITICA DE LAS PIARAS
Causa honda de esa contaminación general es, en nuestra época, a degeneración del sistema parlamentario: todas las formas adocenadas de parlamentarismo. Antes presumíase que para gobernar se requería cierta ciencia y arte de aplicarla; ahora se ha convenido que Gil Blas, Tartufo y Sancho son los árbitros inapelables de esa ciencia y de ese arte.
La política se degrada, conviértese en profesión. En los pueblos sin ideales, los espíritus subalternos medran con torpes intrigas de antecámara. En la bajamar sube lo rahez y se acorchan los traficantes. Toda excelencia desaparece, eclipsada por la domesticidad. Se instaura una moral hostil a la firmeza y propicia al relajamiento. El gobierno va a manos de gentualla que abocada el presupuesto. Abájanse los adarves y álzanse los muladares. El lauredal se agosta y los cardizales se multiplican. Los palaciegos se frotan con los malandrines. Progresan funámbulos y volatineros.
Nadie piensa, donde todos lucran; nadie sueña, donde todos tragan. Lo que antes era signo de infamia o cobardía, tórnase título de astucia; lo que otrora mataba, ahora vivifica, como si hubiera una aclimatación al ridículo; sombras envilecidas se levantan y parecen hombres; la improbidad se pavonea y ostenta, en vez de ser vergonzante y pudorosa. Lo que en las patrias se cubría de vergüenza, en los países cúbrese de honores.
Las jornadas electorales conviértense en burdos enjuagues de mercenarios o en pugilatos de aventureros. Su justificación está a cargo de electores inocentes, que van a la parodia como a una fiesta.
Las facciones de profesionales son adversas a todas las originalidades. Hombres ilustres pueden ser víctimas del voto: los partidos adornan sus listas con ciertos nombres respetados, sintiendo la necesidad de parapetarse tras el blasón intelectual de algunos selectos. Cada piara se forma un estado mayor que disculpa su pretensión de gobernar al país, encubriendo osadas piraterías con el pretexto de sostener intereses de partidos. Las excepciones no son toleradas en homenaje a las virtudes: las piaras no admiran ninguna superioridad; explotan el prestigio del pabellón para dar paso a su mercancía de contrabando; descuentan en el banco del éxito merced a la firma prestigiosa. Para cada hombre de mérito hay decenas de sombras insignificantes.
Aparte esas excepciones, que existen en todas partes, la masa de "elegidos del pueblo" es subalterna, pelma de vanidosos, deshonestos y serviles.
Los primeros derrochan su fortuna por ascender al Parlamento. Ricos terratenientes o poderosos industriales pagan a peso de oro los votos coleccionados por agentes impúdicos; señorzuelos advenedizos abren sus alcancías para comprarse el único diploma accesible a su mentalidad amorfa; asnos enriquecidos aspiran a ser tutores de pueblos, sin más capital que su constancia y sus millones. Necesitan ser alguien; creen conseguirlo incorporándose a las piaras.
Los deshonestos son legión; asaltan el Parlamento para entregarse a especulaciones lucrativas. Venden su voto a empresas que muerden las arcas del Estado; prestigian proyectos de grandes negocios con el erario, cobrando sus discursos a tanto por minuto; pagan con destinos y dádivas oficiales a sus electores, comercian su influencia para obtener concesiones en favor de su clientela. Su gestión política suele ser tranquila: un hombre de negocios está siempre con la mayoría. Apoya a todos los Gobiernos.
Los serviles merodean por los Congresos en virtud de la flexibilidad de sus espinazos. Lacayos de un grande hombre, o instrumentos ciegos de su piara, no osan discutir la jefatura del uno o las consignas de la otra. No se les pide talento, elocuencia o probidad: basta con la certeza de su panurguismo. Viven de luz ajena, satélites sin color y sin pensamientos, uncidos al carro de su cacique, dispuestos siempre a batir palmas cuando él habla y a ponerse de pie llegada la hora de una votación.
En ciertas democracias novicias, que parecen llamarse repúblicas por burla, los Congresos hormiguean de mansos protegidos de las oligarquías dominantes. Medran piaras sumisas, serviles, incondicionales, afeminadas: las mayorías miran al porquero esperando una guiñada o una seña. Si alguno se aparta está perdido; los que se rebelan están proscritos sin apelación.
Hay casos aislados de ingenio y de carácter, soñadores de algún apostolado o representantes de anhelos indomables; si el tiempo no los domestica, ellos sirven a los demás, justificándolos con su presencia, aquilatándolos.
Es de ilusos creer que el mérito abre las puertas de los Parlamentos envilecidos. Los partidos - o el Gobierno en su nombre - operan una selección entre sus miembros, a expensas del mérito o en favor de la intriga. Un soberano cuantitativo y sin ideales prefiere candidatos que tengan su misma complexión moral: por simpatía y por conveniencia.
Las más abstrusas fórmulas de la química orgánica parecen balbuceos infantiles frente a las vueltacaras del Parlamento mediocre. El desprecio de los hombres probos no lo amedrenta jamás. Confía en que el bajo nivel del representante apruebe la insensatez del representado. Por eso ciertos hombres inservibles se adaptan maravillosamente a los desiderata del sufragio universal; la grey se prosterna ante los fetiches más huecos y los rellena con su alambicada tontería.
Los cómplices, grandes o pequeños, aspiran a convertirse en funcionarios. La burocracia es una convergencia de voracidades en acecho. Desde que se inventaron los Derechos del hombre todo imbécil los sabe de memoria para explotarlos, como si la igualdad ante la ley implicara una equivalencia de aptitudes. Ese afán de vivir a expensas del Estado rebaja la dignidad. Cada elector que cruza las calles, de prisa, preocupado, a pie, en automóvil, de blusa, enguantado, joven, maduro, a cualquier hora, podéis asegurar que está domesticándose, envileciéndose: busca una recomendación o la lleva en su faltriquera.
El funcionario crece en las modernas burocracias. Otrora, cuando fue necesario delegar parte de sus funciones, los monarcas elegían a hombres de mérito, experiencia y fidelidad. Pertenecían casi todos a la casta feudal; los grandes cargos la vinculaban a la causa del señor. Junto a ésa, formábanse pequeñas burocracias locales. Creciendo las instituciones de gobierno el funcionarismo creció, llegando a ser una clase, una rama nueva de las oligarquías dominantes. Para impedir que fuese altiva, la reglamentaron, quitándole toda iniciativa y ahogándola en la rutina. A su afán de mando se opuso una sumisión exagerada. La pequeña burocracia no varía; la grande, que es su llave, cambia con la piara que gobierna. Con el sistema parlamentario se la esclavizó por partida doble: del ejecutivo y del legislativo. Ese juego de influencias bilaterales converge a empequeñecer la dignidad de los funcionarios. El mérito queda excluido en absoluto; basta la influencia. Con ella se asciende por caminos equívocos. La característica del zafio es creerse apto para todo, como si la buena intención salvara la incompetencia. Flaubert ha contado en páginas eternas la historia de dos mediocres que ensayan lo ensayable: Buvard y Pécuchet. Nada hacen bien, pero a nada renuncian. Ellos pueblan las mediocracias; son funcionarios de cualquier función, creyéndose órganos valederos para las más contradictorias fisiologías.
Consecuencias inmediatas del funcionarismo son la servilidad y la adulación. Existen desde que hubo poderosos y favoritos.
Bajo cien formas se observa la primera, implícita en la desigualdad humana: donde hubo hombres diferentes algunos fueron dignos y otros domésticos.
El excesivo comedimiento y la afectación de agradar al amo engendran esas carcomas del carácter. No son delitos ante las leyes, ni vicios para la moral de ciertas épocas: son compatibles con la "honestidad". Pero no con la "virtud". Nunca.
La sensibilidad a los elogios es legítima en sus orígenes. Ellos son una medida indirecta del mérito; se fundan en la estimación, el reconocimiento, la amistad, la simpatía o el amor. El elogio sincero y desinteresado no rebaja a quien lo otorga ni ofende a quien lo recibe, aun cuando es injusto; puede ser un error, no es una indignidad. La adulación .lo es siempre: es desleal e interesada. El deseo de la privanza induce a complacer a los poderosos; la conducta del adulón mira a eso y todo le sacrifica su ánimo servil. Su inteligencia sólo se aguza para oliscar el deseo del amo. Subordina sus gustos a los de su dueño, pensando y sintiendo como él lo ordena: su personalidad no está abolida, pero poco falta. Pertenece a la raza de los "cobardes felices", como los bautizó Leconte de Lisle.
La adulación es una injusticia. Engaña, Es despreciable siempre el adulón, aun cuando lo hace por una especie de benevolencia vulgar o por el deseo de agradar a cualquier precio. Racine, en Fedra, lo creyó un castigo divino:
Que puisse aire aux rois la cólere celeste.[1]
No sólo se adula a reyes y poderosos; también se adula al pueblo. Hay miserables afanes de popularidad, más denigrantes que el servilismo. Para obtener el favor cuantitativo de las turbas, puede mentírseles bajas alabanzas disfrazadas de ideal; más cobardes porque se dirigen a plebes que no saben descubrir el embuste. Halagar a los ignorantes y merecer su aplauso, hablándoles sin cesar de sus derechos, jamás de sus deberes, es el postrer renunciamiento ala propia dignidad.
En los climas mediocres, mientras las masas siguen a los charlatanes, los gobernantes prestan oídos a los quitamotas. Los vanidosos viven fascinados por la sirena que los arrulla sin cesar, acariciando su sombra; pierden todo criterio para juzgar sus propios actos y los ajenos; la intriga los aprisiona; la adulación de los serviles los arrastra a cometer ignominias, como esas mujeres que alardean su hermosura y acaban por prestarla a quienes las corrompen con elogios desmedidos. El verdadero mérito es desconcertado por la adulación: tiene su orgullo y su pudor, como la castidad. Los grandes hombres dicen de sí, naturalmente, elogios que en labios ajenos los harían sonrojar; las grandes sombras gozan oyendo las alabanzas que temen no merecer.
Las mediocracias fomentan ese vicio de siervos. Todo el que piensa con cabeza propia, o tiene un corazón altivo, se aparta del tremedal donde prosperan los envilecidos. "El hombre excelente –escribió La Bruyére- no puede adular; cree que su presencia importuna en las cortes, como si su virtud o su talento fuesen un reproche a los que gobiernan". Y de su apartamiento se aprovechan los que palidecen ante sus méritos como si existiera una perfecta compensación entre la ineptitud y el rango, entre las domesticidades y los avanzamientos.
De tiempo en tiempo alguno de los mejores se yergue entre todos y dice la verdad, como sabe y como puede, para que no se extinga ni se subvierta, transmitiéndola al porvenir. Es la virtud cívica: lo innoble es calificado con justeza; a fuerza de velar los nombres acabaría por perderse en los espíritus la noción de las cosas indignas. Los Tartufos, enemigos de toda luz estelar y de toda palabra sonora, persígnanse ante el herético que devuelve sus nombres a las cosas. Si dependiera de ellos la sociedad se transformaría en una cueva de mudos, cuyo silencio no interrumpiese ningún clamor vehemente y cuya sombra no rasgara el resplandor de ningún astro.
Todo idealista ha leído con lírica emoción las tres historias admirables que cuenta Vigny en su Stello imperecedero. Tener un ideal es crimen que vio perdonan las mediocracias. Muere Gilbert, muere Chatterton, muere Andrés Chenier. Los tres son asesinados por los Gobiernos, con arma distinta según los regímenes. El idealista es inmolado en los imperios absolutos lo mismo que en las monarquías constitucionales y en las repúblicas burguesas.
Quien vive para un ideal no puede servir a ninguna mediocracia. Todo conspira en ella para que el pensador, el filósofo y el artista se desvíen de su ruta; y ¡guay! cuando se apartan de ésta la pierden para siempre. Temen por eso la politiquería, sabiendo que es el Walhalla de los mediocres. En su red pueden caer prisioneros.
Pero cuando reina otro clima y el destino los lleva al poder, gobiernan contra los serviles y los rutinarios; rompen la monotonía de la historia. Sus enemigos lo saben; nunca un genio ha sido encumbrado por una mediocracia.
Llegan contra ella, a pesar suyo, a desmantelarla, cuando se prepara un porvenir.
IV. LOS ARQUETIPOS DE LA MEDIOCRACIA
Los prohombres de las mediocracias equidistan del bárbaro legendario - Tiberio o Facundo - y del genio transmutador - Marco Aurelio o Sarmiento -. El genio crea instituciones y el bárbaro las viola: los mediocres las respetan, impotentes para forjar o destruir. Esquivos a la gloria y rebeldes a la infamia, se les reconoce por una circunstancia inequívoca: sus cubicularios no osan llamarlos genios por temor al ridículo y sus adversarios no podrían sentarlos en cáncana de imbéciles sin flagrante injusticia. Son perfectos en su clima: sosláyanse en la historia a merced de cien complicidades y conjugan en su persona todos los atributos del ambiente que los repuja. Amerengados por equívocas jerarquías militares, por opacos títulos universitarios o por la almidonada improvisación de alcurnias advenedizas, acicalan en su espíritu las rutinas y prejuicios que acorchan las creederas de la mediocridad dominante. Son pasicortos siempre; su marcha no puede en momento alguno compararse al vuelo de un cóndor ni a la reptación de una serpiente.
Todas las piaras inflan algún ejemplar predestinado a posibles culminaciones. Seleccionan el acabado prototipo entre los que comparten sus pasiones o sus voracidades, sus fanatismos o sus vicios, sus prudencias o sus hipocresías. No son privilegio de tal casta o partido: su liviandad alcornocal flota en todas las ciénagas políticas. Piensan con la cabeza de algún rebaño y sienten con su corazón. Productos de su clima, son irresponsables: ayer de su oquedad, hoy de su preeminencia, mañana de su ocaso. Juguetes, siempre, de ajenas voluntades. Entre ellos eligen las repúblicas sus presidentes, buscan los tiranos sus favoritos, nombran los reyes sus ministros, entresacan los parlamentarios sus gabinetes. Bajo todos los regímenes: en las monarquías absolutas y en las repúblicas oligárquicas. Siempre que desciende la temperatura espiritual de una raza, de un pueblo o de una clase, encuentran propicio clima los obtusos y los seniles. Las mediocracias evitan las cumbres de los abismos. Intranquilas bajo el sol meridiano y timoratas en la noche, buscan sus arquetipos en la penumbra. Temen la originalidad y la juventud; adoran a los que nunca podrán volar o tienen ya las alas enmohecidas.
Adventicias jaurías de mediocres, vinculadas por la traílla de comunes apetitos, osan llamarse partidos. Rumian un credo, fingen un ideal, atalajan fantasmas consulares y reclutan una hueste de lacayos. Eso basta para disputar a codo limpio el acaparamiento de las prebendas gubernamentales. Cada grey elabora su mentira, erigiéndola en dogma infalible. Los tunantes suman esfuerzos para enaltecer la prohombría de su fantasma: llamase lirismo a su ineptitud, decoro a su vanidad, ponderación a su pereza, prudencia a su impotencia, distracción a sus vicios, liberalidad a su briba, sazón a su marchitez. La hora los favorece: las sombras se alargan cuanto más avanza el crepúsculo. En cierto momento la ilusión ciega a muchos, acallando toda veraz disidencia.
La irresponsabilidad colectiva borra la cuota individual del yerro: nadie se sonroja cuando todas las mejillas pueden reclamar su parte en la vergüenza común.
De esas baraúndas salen a flote unos u otros arquetipos, aunque no siempre los menos inservibles.
Viven durante años en acecho; escúdanse en rencores políticos o en prestigios mundanos, echándolos como agraz en el ojo de los inexpertos. Mientras yacen aletargados por irredimibles ineptitudes, simúlanse proscritos por misteriosos méritos. Claman contra los abusos del poder, aspirando a cometerlos en beneficio propio. En la mala racha, los facciosos siguen oropelándose mutuamente, sin que la resignación al ayuno disminuya la magnitud de sus apetitos. Esperan su turno, mansos bajo el torniquete. Se repiten la máxima de De Maistre: "Savoir attendre et le grand moyen de parvenir".[2]
La paciente expectativa converge a la culminación de los menos inquietantes. Rara vez un hombre superior los apandilla con muñeca vigorosa, convirtiéndolos en comparsa que medra a su sombra; cuando les falta ese denominador absoluto, desorbítanse como asteroides de un sistema planetario cuyo sol se extingue. Todos se confabulan entonces en tácita transacción, prestando su hombro a los que pueden aguantar más alabanzas en justa equivalencia de méritos antiguos- El grupo los infla con solidaridad de logia; cada cómplice conviértese en una hebra de la telaraña tendida para captar el gobierno.
Compréndese la arrevesada selección de las facciones oligárquicas y el pomposo envanecimiento del mediocre que ellas consagran. Sus encomiastas, empeñados en purificarlo de toda mancha pecaminosa, intentan obstruir la verdad llamando romanticismo a su reiterada incompetencia para todas las empresas. Otros llaman orgullo a su vanidad e idealismo a su acidia; pero el tiempo disipa el equívoco, devolviendo su nombre a esos dos vicios arracimados en un mismo tronco: el orgullo es compatible con el idealismo, pero el primero es la síntesis de la vanidad y el segundo lo es de la acidia.
Repujados los prohombres de hojalatería, sus cómplices acaban de azogarles con demulcentes crisopeyas. Sus lacras llegan a parecer coqueterías, como las arrugas de las cortesanas. Ungiéndolos árbitros del orden y de la virtud, declaran prescritas sus viejas pústulas; incondicionalismo para con los regímenes más turbios, intérlopes pasiones de garito, ridículos infortunios de donjuanismo epigramático. Los labios de los adulones abrévanse en aquella agua del, Leteo que borra la memoria del pasado; no advierten que después de chapalear una vida entera en el vicio, todo puritanismo huele a bencina, como los guantes que pasan por el limpiador.
Donde medran oligarquías bajo disfraces democráticos prosperan esos pavorreales apampanados, tensos por la vanidad: un travieso los desinflaría si los pinchase al pasar, descubriendo la nada absoluta que retoza en su interior. Vacuo no significa alígero.
Nunca fue la tontería cartabón de santidad. Sin sangre de hienas, que han menester los tiranos, tampoco tiénenla de águilas, propia de iluminados; corre en sus venas una linfa tontivana, propia en estirpe de pavos y quintaesenciada en el real, simbólica ave que suma candorosamente la zoncería y la fatuidad. Son termómetros morales de cierta época: cuando la mediocracia encuba pollipavos no tienen atmósfera los aguiluchos.
La resignada pasividad explica ciertas culminaciones: el porvenir de algunos arquetipos estriba en ser admirados en contra de otros. Huyen para agrandarse. Con muchos lustros de andar a la birlonga no borran sus culpas; en su paso descúbrese una inveterada pusilanimidad que rehúye escaramuzas con enemigos que les han humillado hasta sangrar. No puede haber virtud sin gallardía; no la demuestra quien esquiva con temblorosos alejamientos la batalla por tantos años ofrecida a su dignidad. Ese acoquinamiento no es, por cierto, el clásico valor gauchesco de los coroneles americanos; ni se parece al -esto del león agazapado para pegar mejor el salto. Ellos vagamundean con el "donde espera del batracio oportunista", de que habla Ramos Mejía. El hombre digno puede enmudecer cuando recibe una herida, temiendo acaso que su desdén exceda a la ofensa; pero llega su sentencia, y llega en estilo nunca usado para adular ni para pedir, más hiriente que cien espadas. Cada verbo es una flecha cuyo alcance finca en la elasticidad del arco: la tensión moral de la dignidad. Y el tiempo no borra una sílaba de lo que así se habla.
Los arquetipos suelen interrumpir sus humillados silencios con innocuas pirotecnias verbales; de tarde en tarde los cómplices pregonan alguna misteriosa lucubración tatamudeada, o no, ante asambleas que ciertamente no la escucharon. Ellos no atinan a sostener la reputación con que los exornan: desertan el Parlamento el día mismo en que los eligen, como si temieran ponerse en descubierto y comprometer a los empresarios de su fama.
Complétase la inflazón de estos aerostatos confiándoles subalternas diplomacias de festival, en cuya aparatosidad suntuaria pavonean sus huecas vanidades. Sus cómplices adivínanles algún talento diplomático o perspicacia internacionalista, hasta complicarles en lustrosas canonjías donde se apagan en tibias penumbras, junto al resplandecer de sus colaboradores más antiguos. Nunca desalentadas, las oligarquías siguen mimando a estos engendros, con la esperanza de que acertarán un golpe en el clavo después de afirmar cien en la herradura. Ungidos emisarios ante una nación hermana, su casuística de sacristía envenena hondos afectos, como si por arte de encantamiento germinaran cizañas inextinguibles en los corazones de los pueblos.
Archiveros y papelistas se confabulan para encelar el fervor de los ingenuos y captar la confianza de los rutinarios. Plutarquillos bien rentados transforman en miel su acíbar, quintaesenciando en alabanzas sus vinagres más crónicos, como si hipotecaran su ingenio descontando prebendas futuras. Rellenan con vanos artilugios la oquedad del tonto, sin sospechar la insuficiencia de la tramoya. Ni el pavo parece águila ni corcel la nula: se les reconoce al pasar, viendo su moco eréctil u oyendo el chacoloteo de su herradura.
Su gravitación negativa seduce a los caracteres domesticados: no piensan, no roban, no oprimen, no sueñan, no asesinan, no faltan a misa, ¿qué más? Cuando las facciones forjan al Fénix, lo encumbran como su símbolo perfecto. Poseen cosméticos para sus fisonomías arrugadas: la grandílocua rancidez de programas a cuyo pie buscaríase de inmediato la firma de Bertoldo, si los vastos soponcios no traslucieran prudentes reticencias de Tartufo. Es preferible que estén cuajados de vulgaridades y escritos en pésimo estilo; gustan más a la clientela. Un programa abstracto es perfecto: parece idealista y no lastima las ideas que cree tener cada cómplice. De cada cien, noventa y nueve mienten lo mismo: la grandeza del país, los sagrados principios democráticos, los intereses del pueblo, los derechos del ciudadano, la moralidad administrativa. Todo ello, si no es desvergüenza consuetudinaria, resulta de una tontería enternecedora: simula decir mucho y no significa nada. El miedo a las ideas concretas ocúltase bajo el antifaz de las vaguedades cívicas.
No se avergüenzan de escalar el poder a horcajadas sobre la ignominia. Obtemperan a toda villanía que converja a su objeto: cuando hablan de civismo su aliento apesta al pantano originario. Su moral encubre el vicio, por el simple hecho de usufructuarlo. Empujados por torcidos caminos, siguen sembrando en los mismos surcos. Para aprovechar a los indignos han tenido que humillárseles mansamente; los honores que no se conquistan hay que pagarlos con abajamientos. "No puede ser virtuoso el engendrado en un vientre impuro", dicen las Escrituras; los que se encumbran cerrando los ojos e implicándose en mañas de estercolero, sufriendo los manoseos de los majagranzas, mintiéndose a sí mismos para hartar la acucia de toda una vida, no pueden redimirse del pecado original aunque, Faustos insubordinados, pretendan escapar al maleficio de sus Mefistófeles.
El pueblo los ignora; está separado de ellos por el celo de las facciones. Para prevenirse de achaques indiscretos retráense de la circulación: como si de cerca no resistieran al cateo elle los curiosos. Mantiénense ajenos a todo estremecimiento de raza. En ciertas horas las turbas pueden ser sus cómplices: el pueblo nunca. No podría serlo; en las mediocracias desaparece. Diríase que consiente porque no existe, substituido por cohortes que medran.
Depositarios del alma de las naciones, los pueblos son entidades espirituales inconfundibles con los partidos. No basta ser multitud para ser pueblo: no lo sería la unanimidad de los servilos.
El pueblo encarna la conciencia misma de los destinos futuros de una nación o de una raza. Aparece en los países que un ideal convierte en naciones y reside en la convergencia moral de los que sienten la patria más alta que las oligarquías y las sectas. El pueblo -antítesis de todos los partidos- no se cuenta por números. Está donde un solo hombre no se complica en el abellacamiento común; frente a las huestes domesticadas o fanáticas ese único hombre libre, él solo, es todo: Pueblo y Nación y Raza y Humanidad.
Los arquetipos de la mediocracia pasan por la historia con la pompa superficial de fugitivas sombras chinescas. Jamás llega a sus oídos un insulto o una loa, nunca se les dice "héroes" o "tiranos"; en la fantasía popular despiertan un eco uniforme, que en todas partes se repite: "¡el pavo!", en una síntesis más definitiva que una lápida. Su trinomio psicológico es simple: vanidad, impotencia y favoritismo.
Viven de aspavientos, que sólo atañen a las formas. La austera sobriedad del gesto es atributo de los hombres; la suntuosidad de las apariencias es galardón de las sombras. Después de incubar sus ansias, temblorosos de humildad ante sus cómplices, nublándose de humos y empavésanse de defatuidades; olvidan que envanecerse de un rango es confesarse inferior a él. Acumulan rumbosos artificios para alucinar las imaginaciones domésticas; rodéanse de lacayos, adoptan pleonásticas nomenclaturas, centuplican los expedientes, pavonéanse en trenes lujoso:, navegan en complicados bucentauros, sueñan con recepciones allende los océanos. Ofrecen ambos flancos a la risueña ironía ele los burlones, poniendo en todo cierta fastuosidad de segunda mano, que recuerda las cortes y señorías de opereta. Su énfasis melodramático cuadraría a personajes de Hugo y haría cosquillas al egotismo volteriano de Stendhal.
En su adonismo contemplativo no cabe la ambición, que es enérgico esfuerzo por acrecentar en obras los propios méritos. El ambicioso quiere ascender, hasta donde sus propias alas puedan levantarlo; el vanidoso cree encontrarse ya en las supremas cumbres codiciadas por los demás. La ambición es bella entre todas las pasiones, mientras la vanidad no la envilece; por eso es respetable en los genios y ridícula en los tontos.
Empavónanse de permanentes altisonancias. Sospechan que existen ideales y se fingen sus sostenedores; incurren en los más conformes a la moral de su mediocracia. Sospechan la verdad, a veces, porque ella entra en todas partes, más sutil que la adulación; pero la mutilan, la atenúan, la corrompen, con acomodaciones, con muletas, con remiendos que disfrazan. En ciertos casos, la verdad puede más que ellos; salta a la vista a pesar suyo y es su castigo. Se paramentan de buenas intenciones cuando menos fuerzas van teniendo para convertirlas en actos; la innata pavada se trasunta en sus parloteos puritanos. Tórnase cómica la ineptitud en su disfraz de idealismo; son deleznables los vagos principios que aplican a compás de oportunistas conveniencias. El tiempo descubre a los que tienen la moral en piezas, para mostrarla, aunque de su paño jamás corten un traje para cubrir su mediocridad.
Son tributarios del séptimo pecado capital: en su impotencia hay pereza. Renuncian la autoridad y conservan la pompa; aquélla podría bruñir el mérito, ésta adorna la vanidad. Gustan de holgar; desisten de hacer lo muy poco que podrían; evitan toda firme labor; se apartan de cualquier combate, declarándose espectadores. Pueden practicar el mal por inercia y el bien por equivocación; se entregan a los acontecimientos por incapacidad de orientarlos. "Les paresseux - decía Voltaire - ne sont jamais que des gents médiocres, en quelque genre que ce soit".[3] Por detestables que sean los gobernantes, nunca son peores que cuando no gobiernan. El mal que hacen los tiranos es un enemigo visible; la inercia de los poltrones, en cambio, implica un misterioso abandono de la función por el órgano, la acefalía, la muerte de la autoridad por una caquexia inaccesible a los remedios. Gran inconsciencia es gobernar pueblos cuando la enfermedad o la vejez quitan al hombre el gobierno de sí mismo.
La falta de inspiraciones intrínsecas tórnales sensibles a la coacción de los conspiradores, a la intriga de los domésticos, a la adulación de los palaciegos, a los apremios de los cotahures, a las intimidaciones de los gacetilleros, a las influencias de las sacristías. Su conducta trasluce febledad con cuantos les acechan; ni basta para ocultarla su aparatoso enfestar contra molinos de viento. Cuando llegan al poder lo renuncian de hecho, convencidos de su impotencia para usarlo; se entregan al curso de la ría, como los nadadores incipientes. Jinetes de potros cuyo voltijeo ignoran, cierran los ojos y abandonan las riendas: esa ineptitud para asirlas con sus manos inexpertas llámanla sumisión a la democracia.
El favoritismo es su esclavitud frente a cien intereses que los acosan; ignoran el sentimiento de la justicia y el respeto del mérito. El verdadero justo resiste a la tentación de no serlo cuando en ello tiene un beneficio; el mediocre cede siempre. Profesa una abstracta equidad en los casos que no hieren el valimiento de sus cómplices; pero se complica de hecho en todas sus zirigañas. Nunca, absolutamente, puede haber justicia en preferir el lacayo al digno, el oblicuo al recto, el ignorante al estudioso, el intrigante al gentilhombre, el medroso al valiente. Ésa es la corruptela moral de las mediocracias: anteponer el valimiento al mérito. En el favoritismo se empantanan los que pisa firmes y avanzan los que se arrastran blandos: como en los tembladerales. Cuando el mérito enrostra sus yerros a los arquetipos, arguyen éstos humildemente que no son infalibles; pero está su vileza en subrayar la disculpa con tentadores ofrecimientos, acostumbrados a comerciar el honor. No puede ser juez quien confunde el diamante con la bazofia; cuando se acepta la responsabilidad de gobernar, "equivocarse es una culpa", como sentenció Epicteto. En las mediocracias se ignora que la dignidad nunca llega de hinojos a los estrados de los que mandan.
Repiten con frecuencia el legendario juicio de Midas. Pan osó comparar su flauta de siete carrizos con la lira de Apolo. Propuso una lid al dios de la armonía y fue árbitro el anciano rey frigio. Resonaron de Pan los acordes rústicos y Apolo cantó a compás de sus melopeas divinas. Decidieron todos que la flauta era incomparable a la lira, unánimes todos, menos el rey, que reclamó la victoria para aquélla. De pronto crecieron entre sus cabellos dos milagrosas orejas: Apolo quedó vengado y Pan se refugió en la sombra. El juez, confuso, quiso ocultarlas bajo su corona. Las descubrió a un cubiculario; corrió a un lejano valle, cavó un pozo y contó allí su secreto. Pero la verdad no se entierra: florecieron rosales que, agitados por las brisas, repiten eternamente que Midas tuvo orejas de asno.
La historia castiga con tanta severidad como la leyenda: una página de crónica dura más que un rosal. Nadie pregunta si los crucificadores de Cristo, los ustores de Bruno y los burladores de Colón fueron bribones o reblandecidos. Su condena es la misma e ilevantable. La justicia es el respeto del mérito. Un Marco Aurelio sabe que en cada generación hay diez o veinte espíritus privilegiados, y su genio consiste en fomentarlos todos; un Panza los excluye de su ínsula, usando solamente a los que se domestican, es decir, a los peores como carácter y moralidad. Siempre son injustos los que escuchan al servil sin interrogar al digno. Nunca piden favor los que merecen justicia. Ni lo aceptan. Encuentran natural que los pravos prefieran a sus similares; es exacto que "la torpeza del burgués, mortificado por la natural soberbia de la superioridad, busca consagrar a su igual, cuyo acceso le es fácil y en cuya psicología encuentra los medios de ser satisfecho y comprendido". Hora llega en que las injusticias de los gobernadores se pagan con formidables intereses compuestos, irremisiblemente. Hechas a uno solo, amenazan a todos los mejores; dejarlas impunes significa hacerse su cómplice. Pronto o tarde se saldan sus trabacuentas, aunque sus errores no se finiquiten jamás; los arquetipos de las mediocracias aprenden en carne propia que por un clavo se pierde una herradura.
Como a Midas el divino Apolo, los dignes castigan a los sin vergüenza con la perennidad de su palabra; pueden equivocarse, porque es humano; pero si dicen la verdad ella dura en el tiempo. Ésa es su espada; rara vez la sacan, pues pronto se gasta un arma que se desenvaina con frecuencia: si lo hacen, va recta al corazón, como la del romance famoso.
Y el rencor de los lacayos evidencia la seguridad de la punta que toca al amo.
Para ser completos, son sensibles a todos los fanatismos. Los más rezan con los mismos labios que usan para mentir, como Tartufo; inseguros de arrostrar en la tierra la sanción de los dignos, desearían postergarla para el cielo. Si en su poder estuviera, cortarían la lengua a los sofistas y las manos a los escritores; cerrarían las bibliotecas para que en ellas no conspirasen ingenios originales. Prefieren la adulación del ignorante al consejo sabio. Subyacen a todos los dogmas. Si coroneles, usan escapulario en vez de espada; si políticos, consultan la Monita para interpretar las Magnas Cartas de las naciones. Bajo su imperio la hipocresía -más funesta que la desvergüenza misma- tórnase sistema. En ese combate incesante, renovado en tantos dramas ibsenianos, los amorfos conviértense en columnas de la sociedad, y el que desnuda una sombra parece un sedicioso enemigo del pueblo. Todos los avisados golpéanse el pecho para medrar. Las huestes de sacristía crecen y crecen, absorbiendo, minando, ensanchándose: como un herpes moral que se agranda en silencio hasta manchar ignominiosamente la fisonomía de toda una época.
Las mediocracias niegan a sus arquetipos el derecho de elegir su oportunidad. Los atalajan en el gobierno cuando su organismo vacila y su cerebro se apaga: quieren al inservible o al romo. Hombres repudiados en la juventud, son consagrados en la vejez: a esa edad en que las buenas intenciones son un cansancio de las malas costumbres. Eligen a los que usaron esclavizarse de su vientre, comiendo hasta hartarse y bebiendo hasta aturdirse, devastando su salud en noches blancas, rebajando su dignidad en la insolvencia de los tapetes verdes, tornándose impropios para todo esfuerzo continuado y fecundo, preparando esas decrepitudes en que el riñón se fosiliza y el hígado se almibara. Ésa es la mejor garantía para el rebaño rutinario; su odio a la originalidad lo impele hacia los hombres que empiezan a momificarse en vida.
Mientras la vejez va borrando los últimos rasgos personales de los arquetipos, sus cómplices se confabulan para ocultar su progresivo reblandecimiento, eximiéndole de toda faena y adminiculándole de ingenuas ficciones. Poco a poco el carcamal huye de sus residencias naturales y se aísla; regatea las ocasiones de mostrarse en plena luz, exhibiéndose en reducidas vidrieras, donde los pavorreales pueden lucir, desde lejos, los cien ojos de Argos plantados en su cola. Inciertos ya para pensar, necesitan más que nunca el sahumerio de todos los incensarios: la adulonería acaba por encubrirlos de lubricantes. Las apologías se redoblan a medida que ellos van desapareciendo, minado el cerebro por vergonzosas enfermedades contraídas en el trato lupanario de las cortesanas.
El crepúsculo sobreviene implacable, a fuego lento, gota a gota, como si el destino quisiera desnudar su vaciedad, pieza por pieza, demostrándola a los más empecinados, a los que podrían dudar si murieran de golpe, sin ese pausado desteñimiento.
Son sombras al servicio de sus huestes contiguas. Aunque no vivan para sí tienen que vivir para ellas, mostrándose ele lejos para atestiguar que existen, y evitando hasta la ráfaga de aire que podría doblarlos como a la hoja de un catálogo abandonado a la intemperie.
Aunque desfallezcan no pueden abandonar la carga; en vano el remordimiento repetirá en sus oídos las clásicas palabras de Propercio: "Es vergonzoso cargarse la cabeza con un fardo que no puede llevarse: pronto se doblan las rodillas, esquivas al peso" (III, IX, 5). Los arquetipos sienten su esclavitud; pero deben morir en ella, custodiados por los cómplices que alimentaron su vanidad.
Las casas de gobierno pueden ser su féretro; las facciones lo saben y se disputan sus vices, que aguaitan en acecho. Sus nombres quedan enumerados en las cronologías; desaparecen de la historia. Sus descendientes y beneficiarios esfuérzanse en vano por alargar su sombra y vivir de ella.
Basta que un hombre libre los denuncie para que la posteridad los amortaje; sobra una sola palabra -si es virtuosa, estoica, incorruptible, decidida a sacrificarse sin mirar atrás con tal de ser leal a su dignidad-, sobra una sola palabra para borrar las adulaciones de los palaciegos, en vano acendrados en la hora fúnebre. Algunos hartos comensales, no pudiendo referirse a lo que fueron, atrévense a elogiar lo que pudieron ser...; creen que muere una esperanza como si ésta fuera posible en organismos minados por las carcomas de la juventud y los almibaramientos de la vejez.
Es natural que muera con cada uno su piara: túrnanse muchas en cada era de penumbra. La mediocracia las tira como viejos naipes cuyas cartas ya están marcadas por los tahúres, entrando a tallar con otros nuevos, ni mejores ni peores. Los dignos, ajenos a la partida cuyas trampas ignoran, se apartan de todas las camarillas que medran a la sombra de la patria; cultivan sus ideales y encienden una chispa de ellos como pueden., esperando otro clima moral o preparándolo. Y no manchan sus labios nombrando a los arquetipos: sería, acaso, inmortalizarlos.
V. LA ARISTOCRACIA DEL MÉRITO
El progresivo advenimiento de la democracia, permitiendo la igualdad de los demás, ¿ha dificultado la culminación de los mejores? Es indiferente que se trate de monarquíaso de repúblicas; el siglo XIX comenzó a unificar la esencia de los regímenes políticos, nivelando todos los sistemas, aburguesándolos.
Un pensador eminente glosó esta verdad: la mediocracia no tolera las excepciones ilustres. Si el genio es un soliloquio magnífico, una voz de la naturaleza en que habla toda una nación o una raza, ¿no es un privilegio excesivo -se pregunta- que uno ahueque la voz en nombre de todos? La democracia reniega de tales soberanos que se encumbran sin plebiscitos y no aducen derechos divinos. Lo que antes fue Verbo en el genio, tórnase ahora palabra y es distribuida entre todos, que, juntos, creen razonar mejor que uno solo. La civilización parece concurrir a ese lento y progresivo destierro del hombre extraordinario, ensanchando e iluminando las medianías. Cuando los más no sabían pensar, era justo que uno lo hiciese por todos: facultad expuesta a peligrosos excesos. Pero el hombre providencial va siendo innecesario a medida que los más piensan y quieren. "En tanta difusión de la soberanía: ¿qué necesidad hay de grandes epopeyas pensadas, realizadas o escritas? Ésa parece, transitoriamente, la fórmula del nivelamiento, y podría traducirse así: en la medida en que se difunde el régimen democrático restríngese la función de los hombres superiores.
Sería una verdad inconcusa, definitiva, si el devenir igualitario fuese una orientación natural de la historia y si, en caso de serlo, se efectuase con ritmo permanente, sin tropiezos. Y no es así. No lo ha sido nunca; ni lo será, según parece. La naturaleza se opone a toda nivelación, viendo en la igualdad la muerte; las sociedades humanas, para su progreso moral y estructural, necesitan del genio más que del imbécil y del talento más que de la mediocridad. La historia no confirma la presunción igualitaria: no suprime a Leonardo para endiosar a Panza ni aplasta a Bertoldo para adorar a Goethe. Unos y otros tienen su razón de vivir, ni prospera el uno en el clima del otro. El genio en su oportunidad, es tan ¡reemplazable como el mediocre en la propia; mil, cien mil mediocres no harían entonces lo que un genio. Cooperan a su obra los idealistas que les preceden o siguen; nunca los conservadores, que son sus enemigos naturales, ni las masas rutinarias, que pueden ser su instrumento, pero no su guía.
Es irónico repetir que los Estados no necesitan nunca el gobernante genial. El culto del gobernante adocenado, pero honesto, es propio de mercaderes que temen al malo, sin concebir al superior. ¿Por qué la historia renegaría del genio, del santo y del héroe? En las horas solemnes los pueblos todo lo esperan de los grandes hombres; en las épocas decadentes bastan los vulgares. Hay un clima que excluye al genio y busca al fatuo; en la chatura crepuscular, mientras las academias se pueblan de miopes y de funcionarios, gobiernan el Estado los charlatanes o los pollipavos. Pero hay otro clima en que ellos no sirven; entonces cuájase de astros el horizonte. En la borrasca toma el timón un Sarmiento y pilotea un pueblo hacia su Ideal; en la aurora mira lejos un Ameghino y descubre fragmentos de alguna Verdad en formación. Y todavía varía en sus dominios; fórmase en su rededor, como el halo en torno de los astros, una particular atmósfera donde su palabra resuena y su chispa ilumina: es el clima del genio. Y uno solo piensa y hace: marca un evo.
Al que dice "Igualdad o muerte", replica la naturaleza "la igualdad es la muerte". Aquel dilema es absurdo. Si fuera posible una constante nivelación, si hubieran sucumbido alguna vez todos los, individuos diferenciales, los originales, la humanidad no existiría. No habría podido existir como término culminante de la serie biológica. Nuestra especie ha salido de las precedentes como resultado de la selección natural; sólo hay evolución donde pueden seleccionarse las variaciones de los individuos. Igualar todos los hombres sería negar el progreso de la especie humana. Negar la civilización misma.
Queda el hecho actual y contingente: el advenimiento progresivo del régimen democrático, en las monarquías y en las repúblicas, ¿ha favorecido su descenso público durante el último siglo?
Prácticamente la democracia ha sido una ficción, hasta ahora. Es una mentira de algunos que pretenden representar a todos. Aunque en ella creyeran por momentos Lamartine, Heine y Hugo, nadie más infiel que los poetas idealistas al verbo de la equivalencia universal; los más son abiertamente hostiles. Otra es la posición del problema. Es sencilla.
Hasta ahora no ha existido una democracia efectiva. Los regímenes que adoptaron tal nombre fueron ficciones. Las pretendidas democracias de todos los tiempos han sido confabulaciones de profesionales para aprovecharse de las masas y excluir a los hombres eminentes. Han sido siempre mediocracias. La premisa de su mentira fue la existencia de un "pueblo" capaz de asumir la soberanía del Estado. No hay tal: las masas de pobres e ignorantes no han tenido, hasta hoy, aptitud para gobernarse: cambiaron de pastores.
Los más grandes teóricos del ideal democrático han sido de hecho individualistas y partidarios de la selección natural: perseguían la aristocracia del mérito contra los privilegios de las castas. La igualdad es un equívoco o una paradoja, según los casos. La democracia ha sido un espejismo, como todas las abstracciones que pueblan la fantasía de los ilusos o forman el capital de los mendaces. El pueblo ha estado ausente de ella.
Las castas aristocráticas no son mejores; en ellas hay, también, crisis de mediocridad y tórnanse mediocracias, Los demócratas persiguen la justicia para todo y se equivocan buscándola en la igualdad; los aristócratas buscan el privilegio para los mejores y acaban por reservarlo a los más ineptos. Aquéllos borran el mérito en la nivelación; éstos lo burlan atribuyéndolo a una clase. Unos y otros son, de hecho, enemigos de toda selección natural. Tanto da que el pueblo sea domesticado por banderías de blasonados o de advenedizos: en ambas están igualmente proscritos la dignidad y los ideales. Así como las tituladas democracias no lo son, las pretendidas aristocracias no pueden serlo. El mérito estorba en las Cortes lo mismo que en las Tabernas.
Toda aristocracia pudo ser selectiva en su origen, suele serlo; es respetable el que inicia con sus méritos una alcurnia o un abolengo. Es evidente la desigualdad humana en cada tiempo y lugar; hay siempre hombres y sombras. Los hombres que guían a las sombras son la aristocracia natural de su tiempo y su derecho es indiscutible. Es justo, porque es natural. En cambio, es ridículo el concepto de las aristocracias tradicionales: conciben la sociedad como un botín reservado a una casta, que usufructúa sus beneficios sin estar compuesta por los mejores hombres de su tiempo. ¿Por qué los deudos, familiares y lacayos de los que fueron otrora los más aptos seguirán participando de un poder que no han contribuido a crear? ¿En nombre de la herencia?
Si las aptitudes se heredan, ese privilegio les resulta inútil y podrían renunciarlo; si no se hereda, es injusto y deben perderlo. Conviene que lo pierdan. Toda nobleza hereditaria es la antítesis de una aristocracia natural; con el andar del tiempo resulta su más vigoroso obstáculo.
El derecho divino que invocan los unos, es mentira; lo mismo que los derechos, del hombre, invocados por los otros. Aristarcos y demagogos son igualmente mediocres y obstan a la selección de las aptitudes superiores, nivelando toda originalidad, cohibiendo todo ideal.
Una concesión podría hacerse. Los países sin castas aristocráticas son más propicios a la mediocrización; en ellos se constituyen oligarquías de advenedizos, que tienen todos los defectos y las presunciones de la nobleza, sin poseer sus cualidades. En su improvisación fáltales la mentalidad del gran señor, compuesta por atributos que fincan en una cultura de siglos: hay, sin duda, gentes de calidad y hombres que tienen clase, como los caballos de carrera. Son más esquivos al rebajamiento. En sus prejuicios la dignidad puede tener más parte que en los del advenedizo. Es una diferencia que los preserva de muchos envilecimientos. ¿Es preferible obedecer a castas que tienen la rutina del mando o a pandillas minadas por hábitos de servidumbre?
El privilegio tradicional de la sangre irrita a los demócratas y el privilegio numérico del voto repugna a los aristócratas. La cuna dorada no da aptitudes; tampoco las da la urna electoral. La peor manera de combatir la mentira democrática sería aceptar la mentira aristocrática; en los dos casos trátase de idénticas ineptitudes con distinta escarapela. Las masas inferiores -que podrían ser el "pueblo"-y los hombres excelentes de cada sociedad -que son la "aristocracia natural"- suelen permanecer ajenos a su estrategia.
Entre los demócratas embalumados de igualdad caben audaces lacayos que pretenden suplantar a sus amos con la ayuda de turbas fanatizadas; entre los aristócratas enmohecidos de tradición caben vanidosos que ansían reducir a sus sirvientes con la ayuda de los hombres de mérito. La historia se repite siempre: las masas y los idealistas son víctimas propiciatorias en esas disputas entre señores feudales y burgueses de levita.
La degeneración mediocrática, que caracteriza Faguet como un "culto de la incompetencia", no depende del régimen político, sino del clima moral de las épocas decadentes. Cura cuando desaparecen sus causas; nunca por reformas legislativas, que es absurdo esperar de los propios beneficiarios. En vano son ensayadas por los tontos o simuladas por los bribones: las leyes no crean un clima. El derecho efectivo es una resultante concreta de la moral.
La apasionada protesta de los idealistas puede ser un grito de alarma, lanzado en la sombra; pero el ensueño de enaltecer una democracia resulta ilusorio en las épocas de domesticidad moral y de hartazgo. Las facciones prefieren escuchar el falso idealismo de sus fetiches envejecidos, como si en viejos odres pudiera contenerse el vino nuevo. Hay que esperar mejores tiempos, sin pesimismos excesivos, con la certidumbre de que la reacción llega inevitablemente a cierta hora: los hombres superiores la esperan custodiando su dignidad y trabajando para su ideal. Cuando la mediocridad agota los últimos recursos de su incompetencia, naufraga. La catástrofe devuelve su rango al mérito y reclama la intervención del genio.
El mismo encallamiento mediocrático contribuye a restaurar, de tiempo en tiempo, las fuerzas vitales de cada civilización. Hay una ‘’vis medicatrix naturae’’ que corrige el abellacamiento de las naciones: la formación intermitente de sucesivas aristocracias del mérito.
El privilegio desaparece y la dirección moral de la sociedad vuelve a las manos mejores. Se respeta su legitimidad, se enaltecen esas raras cualidades individuales que implican la orientación original hacia ideales nuevos y fecundos. Todo renacimiento se anuncia por el respeto de las diferencias, por su culto. La mediocridad calla, impotente; su hostilidad tórnase feble, aunque innúmera. Si tuviera voz rebajaría el mérito mismo, otorgándolo a ras, de tierra. De lo útil a todos, no saben decidir los más; nunca fue el rutinario juez del idealista, ni el ignorante del sabio, ni el deshonesto del virtuoso, ni el servil del digno.
Toda excelencia encuentra su juez en sí misma. El mérito de cada uno se aquilata en la opinión de sus iguales.
Hay aristocracia natural cuando el esfuerzo de las mentes más aptas convergen a guiar los comunes destinos de la nación. No es prerrogativa de los ingenios más agudos, como querrían algunos, en cuyo oído resuena como un eco esa "aristocracia intelectual", que fue la quimera de Renán. En la aristocracia del mérito corresponde tanta parte a la virtud y al carácter como a la misma inteligencia; de otro modo sería incompleta y su esfuerzo ineficaz.
Un régimen donde el mérito individual fuese estimado por sobre todas las cosas, sería perfecto. Excluiría cualquier influencia numérica u oligarquía. No habría intereses creados. El voto anónimo tendría tan exiguo valor como el blasón fortuito. Los hombres se esforzarían por ser cada vez más desiguales entre sí, prefiriendo cualquier originalidad creadora a la más tradicional de las rutinas.
Sería posible la selección natural y los méritos de cada uno aprovecharían a la sociedad entera. El agradecimiento de los menos útiles estimularía a los favorecidos por la naturaleza. Las sombras respetarían a los hombres. El privilegio se mediría por la eficacia de las aptitudes y se perdería con ellas.
Transparente es, pues, el credo que en política podría sugerirnos el idealismo fundado en la experiencia.
Se opone a la democracia cuantitativa que busca la justicia en la igualdad: afirmando el privilegio en favor del mérito.
Y a la aristocracia oligárquica, que asienta el privilegio en los intereses creados, se opone también: afirmando el mérito como base natural del privilegio.
La aristocracia del mérito es el régimen ideal, frente a las dos mediocracias que ensombrecen la historia. Tiene su fórmula absoluta: "la justicia en la desigualdad".